Arley Perera Pérez: Con el consentimiento del ícono

Salirse de una vivencia estética para experimentar otra, cuando ya la primera es asidua a un canon artístico imperante, pudiera suponer para algunos una pretensión, si no una deslealtad complicada de quien ha ansiado y logrado abrazar la diversidad cultural. Pesan las costumbres como los valores impuestos que, a veces, nos atrevemos a cuestionar. 

El mismo acto de cuestionamiento pudiera interpretarse cual alteración a lo públicamente aprobado, corresponda esto último a cualquiera de los ámbitos donde interactuamos. No quedarse de brazos cruzados, lidiar y proponer a un tiempo es, con todo, la actitud del creador inconforme y veraz. Sin necesidad de ser, en sentido estricto, un intelectual o siquiera un reformador social, su primera osadía parte de afectar adrede lo que el ejercicio del poder consigue trascienda para conservar sus privilegios. Defenderse a sí mismo por cuenta del deterioro de la mayoría, porque en el fondo la menosprecia, aunque disimule su dependencia hacia aquella, es similar a aplicarle mala política.

Ante tal actitud y situación, el artista tiene el derecho de soslayar la cautela y provocar, lo cual no debiera asociarse a un nacionalismo de poca o grandiosa monta ni tampoco a una militancia panfletaria. 

Por naturaleza, el verdadero artista es un confrontador. Es un derecho la expresión de un sentir en nombre de otros, o de sí mismo, con el ánimo de que un producto artístico despabile sensibilidades acomodadizas, tolerables en apariencia o con certeza solo a los dictámenes de una única y homogénea representación.

En honor a la verdad más evidente o explícita, parecería que no cabe preguntarse ahora en primer lugar: ¿a quién se representa y por qué? Luego, ¿cuáles son esas razones éticas que justifican la continuidad de un(os) paradigma(s) representativo(s), cuyos pilares fundacionales y de continuidad están lejos de ser —no pueden ser— incuestionables?

El mercado del arte responde, como se sabe, a una política sujeta a las preferencias o intimaciones impulsadas por agentes e instituciones.

Es sabido que la expresión “hacerle política a alguien o a algo” refleja una crítica que no parte de la afrenta, aunque sí de la inconformidad nutrida por la propia política dominante. La política no tiene que exhibir sus fracasos cuando sus incertidumbres están a la orden del día. Y si bien asume sus autocríticas a escondidas y hasta un límite, es exiguo cuanto hace mientras siga amparando referentes apartados de las mejoras y aspiraciones de la generalidad.

Sobre la base de los estudios realizados por la politóloga belga Chantal Mouffe, es pertinente acordar que la política que se llame democrática, o que aspire a serlo, debe velar por las ventajas que comprendan y sobrepasen el bien común para así influir de manera efectiva en los deseos y fantasías del conglomerado sociocultural.

De ahí el debate directo o al sesgo desde las “afueras” hacia determinados adentros, donde politizar el gobierno de un Estado sea asimismo otra de las exigencias de los artistas. Tamaña cortesía para con el espectador contemporáneo la han tenido infinidad de creadores cubanos, cada uno con poéticas singulares, pero no siempre distinguibles en el plano de muestra y comercialización de sus obras, pues el mercado del arte, a medida que incluye, también discrimina.

El mercado del arte responde, como se sabe, a una política sujeta a las preferencias o intimaciones impulsadas por agentes e instituciones. 

Arley es un dibujante por excelencia.

¿Cuánto le cuesta a un artista llegar a una galería o ganarse el favor de un patrocinador? ¿Busca el artista al crítico o este último, invitado a la exposición, se sorprende y seduce pronto al creador con el texto favorable para llamar la atención de compradores? El dinero no es el propósito primigenio de la obra, ni siquiera la consume, pero prescribe el avance y el estancamiento del artista. Puede contarse con un golpe de suerte, incluso con más de uno, pero de un capital se parte con el fin de incrementarlo.

¿Quiénes están detrás de todo?

Los críticos antes de los corredores o agentes. Sin menospreciar la sensibilidad artística de los públicos, tanto aficionados como coleccionistas, diletantes y mecenas, estiman o sobrevaloran a un autor por influjo de los críticos. Luego, están las galerías encargándose de la selección y la competencia “legítima” entre elegidos. De todo lo anterior está al corriente Arley Perera Pérez (San Antonio de los Baños, 1976), artista premiado en varios certámenes, cuya obra fluctúa entre el grabado, la pintura, la fotografía, el diseño, la producción y la dirección de arte del audiovisual.

Desde el Salón Eduardo Abela Villarreal (San Antonio de los Baños, 1996) hasta la exposición colectiva 202 (Galería Angerona, Artemisa, 2019), Arley es de esos creadores que, careciendo del agente o mecenazgo oportunos, ha tenido a bien atender y ampliar una obra a medio camino entre el proceso fotográfico, el repaso de la memoria y lo plástico pictórico, donde prima el minimalismo, la economía del color y el homenaje a partir de la prestancia de las líneas.

Arley es un dibujante por excelencia. Su formación es académica pero su impecabilidad acoge enormes cuotas intuitivas. Ahora, como controla su intuición, toma de donde le viene en gana en lo concerniente a técnicas y estéticas. Su pintura se crece, evitando, sin embargo, un estilo. No lo necesita.

El artista busca no solo secularizar a Jesús, sino sincronizarlo con lo que algunos llaman el espíritu epocal.

Dominado el trazo y el oficio del color, lo suyo es corporeizar una idea, anteponiendo el detalle a la generalidad, el asunto al tema, el personaje a la acción, el sujeto al objeto. Arley da por hecho que sabemos a qué y a quiénes nos enfrentamos. No nos coloca en una situación neroriana —según la agudeza de Lezama—, en que lo preconcebido actúa cruel sobre lo indefenso y sea él, como artífice, actor espectador de la ingenuidad o el fracaso del público.

Su apropiación de elementos o atributos perturban el ícono histórico y clásico en favor de nuevas connotaciones simbólicas. Nociones como lo sagrado y lo patriótico son “reformadas” a partir de un interés lúdico, repleto de ironías, en que la reverencia va de la mano con la independencia, como una suerte audaz de apego y soltura.

Ese interés lúdico está encabezado por una actitud que condiciona otra o, si se quiere, la acompaña, a pesar de las oposiciones entre ambas.

Una es la actitud ética, que acaso se tenga con o sin razón por egoísta, por cuanto atañe a lo que la persona decide hacer y defender, desde su proyecto individual hasta profesional. La otra es la actitud política como lo refiere Savater: “Cuando pienso moralmente no tengo que convencerme más que a mí; en política, es imprescindible que convenza o me deje convencer por otros”.[1] Esta idea le compete también al arte.

Al sustituirle la figura del ícono reconocible del Sagrado Corazón por el distintivo de Superman (El súper héroe) o bandera cubana (El dios) o al incorporarle la boina distintiva de Ernesto Che Guevara (El héroe), el artista busca no solo secularizar a Jesús, sino sincronizarlo con lo que algunos llaman el espíritu epocal. Sacralidad y adoración religiosa abandonan lo hermético y privado para corresponder, con mayor cercanía, a la sociedad intrigada pero integrada a lo fragmentario de su presente.

Los retratos continuos de Jesús representan también especies de híbridos alegóricos que avivan lo sardónico del espectador.

El símbolo del amor divino por la humanidad, a través de este tríptico realizado con la técnica de carbón y acrílico sobre lienzo, entra en franco diálogo con el héroe del cómic y de la pantalla grande o con la sinécdoque de la bandera cubana que refiere a la nación que continúa, a pesar de las pasadas desavenencias entre Iglesia y Estado, la devoción hacia el corazón de Jesús de Nazaret.

En cuanto al Che y la figura de Cristo, sabemos de las comparaciones de algunos bolivianos que, al ver el cadáver del argentino, no tardaron en unificar al personaje de guerrillas con el héroe de multitudes que es el hijo de Dios. Por lo tocante al Martí (El apóstol), Arley le ha aplicado una de las más atrevidas sustituciones, pues un retrato del héroe nacional ha sido retomado para completar el torso del ícono religioso.

El Apóstol parte del tríptico de El héroeEl súper héroe y El dios, pero no se corresponde a este. Reconozcamos de nuevo cómo Martí, ya desde la República, se le había querido asociar a Cristo en un proceso de deificación de su figura, la cual ha llegado hasta los bustos semejantes en escuelas, centros laborales y CDR de cada comunidad en Cuba.

Los retratos continuos de Jesús representan también especies de híbridos alegóricos que avivan lo sardónico del espectador. Se unifica pasado y presente para la permanencia de la imagen primera: Jesús en este caso, el punto de partida para la promiscuidad tanto iconográfica como iconológica. 

La bandera nacional denota una intención no muy distante de lo que representa.

Otra cuestión de subversión o penetración del ícono simbólico la encontramos de nuevo, aunque bien diferente, en los tratamientos a la imagen de Marilyn Monroe, de la serie elidealoloideal. Ella es abordada desde el retrato convencional, pero con particularidades en su vestimenta ajenas a su estética e ideología, pues sabemos que la protagonista de tantas comedias musicales y de enredos fue más que la rubia frívola que le tocó representar para importantes directores cinematográficos.

Está la chica de la que la cámara se enamoró, como reconocerían quienes la dirigieron; y está también la mujer fuera del plató, tímida, con serios problemas de insomnio y destino aciago. En un momento, Arley la pinta con una alegría contenida, llevando un pulóver donde avasalla la imagen del Che; en otro, lo monocromo resalta su bella fisonomía de chica socarrona en contraste con el símbolo comunista de la hoz y el martillo que exhibe en su suéter.

La intercalación del distintivo alusivo a la unidad entre los trabajadores rusos en una prenda de vestir del poderoso ícono del star system hollywoodense no puede ser más incisivo por su efecto transnacional. Para colmo, Arley retoma el famoso fotograma del vestido alzado de La tentación vive arriba (Billy Wilder, 1955) y lo cambia por la bandera cubana.

Partiendo del título del largometraje y antes de la lucidez pícara de Perera Pérez, si bien la película se llamó también La comezón del séptimo año, la bandera nacional denota una intención no muy distante de lo que representa un símbolo patrio que, al alzarse, en la presente situación de la obra, acaso busque emanciparse del ícono identificador de la cultura estadounidense.

Repasando los cuadros, reconoce uno al instante el referente.

Sin embargo, cabe el acierto de una simpatía entre Cuba y la Monroe, si tenemos en cuenta lo que pudo ella manejar durante su aventura presidencial en relación con los asuntos concernientes a la política y secretos de Estado bajo el mandato de John F. Kennedy. 

El retrato es un género resuelto en la obra de Arley. En este sentido, se esmera y logra el mayor parecido con el sujeto cotidiano o el personaje histórico. Al pintar a Hitler (“Sin Título”) en carbón sobre lienzo, de la serie Transculturación, muestra la semejanza con el ícono notable, pero es consciente de, al decir de R. G. Collingwood, que “un retrato es una obra si el motivo artístico ha triunfado sobre el representativo”.[2] 

Ahora el Führer de la Alemania nazi, que cuenta con una larga lista de parodias a su figura, es retomado por el cubano en una proyección sobria que contrasta, en primera instancia, con la dureza de su semblante. Con los brazos quietos en una postura ladeada, nos mira en una versión emo o metrosexual, mientras el signo de la lengua pintada en su pulóver ridiculiza lo que fue en y para la historia y quizás, por qué no, su intento fallido de hacerse pintor muchos antes de tener la terrible ocurrencia de poner en práctica el nacionalismo pangermano.

No busca Arley, por supuesto, perpetuar al líder alemán. Más bien lo evoca a fin de desmitificar un poderoso símbolo y el culto a la personalidad del terrible jefe de Estado. La cultura y la historia de un país y del mundo se asientan en los hechos buenos y malos. La maldad y su fuente merecen la recordación para no retomarse. 

Repasando los cuadros, reconoce uno al instante el referente o al menos uno de ellos. Viene al punto el desconcierto; máxime cuando los elementos conocidos se vinculan cual juegos enunciativos, donde lo político histórico, con su carga conflictiva y forzosa, irrumpe para quedar la política, cierta política, al descubierto y en entredicho.

Pudiera arriesgarse Arley, más no desea por ahora complejizar el tono lúdico y la conquista transgresora.

Lo que se espera es que esta actúe para intentar un consenso —no una semejanza— dentro de la conflictividad. Admitamos que los conflictos se atenúan y pueden llegar a desaparecer. Mas otros surgirán. Lo del artista no es declararlo, sino intervenir mediante su obra. Su actitud certifica la necesidad de lo político —con lo que entraña— y de la política con cuanto ya ha alcanzado y le falta por alcanzar.

En relación con lo retratístico, es válido señalar además la preferencia del autor por la expresión plástica individual. Esto —se me figura preconcebido—, como una estrategia ideoestética que no se abandona más. Primero, para concretar un propósito que lo convenza o satisfaga; después, para entregarle al espectador cierta “comodidad” interpretativa, así el ícono sea memorable. Imaginemos si hiciera lo contrario.

La confusión inmediata sumiría al espectador si, al querer descifrar un retrato colectivo, cada figura o detalle, remitiese a referentes del pasado y la contemporaneidad. En resumidas cuentas, se dificultaría el acceso a la imagen porque exigiría más de la aptitud asociativa. Y aunque pudiera penetrar cada imagen según sus vínculos con las demás, estaría a la vez la cuestión de los añadidos, que ya sabemos desencajan la imagen “original” de su anterior contexto para la inserción en uno nuevo. 

Pudiera arriesgarse Arley, más no desea por ahora complejizar el tono lúdico y la conquista transgresora de lo que sería con mucho un puzle para eruditos, un conjunto hermético asimilado quizá hasta la petición ¿qué se representa?

Partiendo del conocido desnudo fotográfico de René Peña, suplanta la bayoneta fálica por el asta empuñada, larga y ancha, con la bandera nacional adjunta. 

Los íconos no son los que entrarían en caos, sino quienes los miran. Pareciera que se resisten a ser interpretados; incluso haya desapego de las condiciones políticas y otras que los propiciaron. Eduardo Subirats lo argumentaría tal vez de este modo: “La cosificación múltiples veces efectiva de esta resistencia, y en cualquiera de sus formas, artísticas, intelectuales, y no en última instancia sociales y políticas, tiende a hacernos olvidar precisamente aquel núcleo originario de la que se generaba”.[3]

Otro componente a examinar es el tratamiento de la bandera nacional en el discurso plástico de este artista. Pues es símbolo patrio e identificador en los retratos ya mencionados de Martí y Cristo; es señal de acogida y suficiencia cuando la enarbola la Estatua de la Libertad (“Sin Título”); simula ponerla en tela de juicio, por su empleo utilitario y a primera vista, en una de las Marilyn; y llega a la mímesis más desenfadada cuando, partiendo del conocido desnudo fotográfico de René Peña, suplanta la bayoneta fálica por el asta empuñada, larga y ancha, con la bandera nacional adjunta. 

Perteneciente a una exposición personal de 2011 para la Galería de la Casa de la Cultura de Plaza de la Revolución, la visualidad figurativa de la pieza incomodó, por lo cual fueron retirados todos los cuadros de una muestra que devino efímera —duró un solo día— sin pretenderlo. El respeto por el símbolo a todo color prevalece gracias a su repercusión múltiple. No pudo comprenderse.

Las piezas mencionadas y descritas renuevan lo que la historia lleva a cuestas con justicia o no.

El ejercicio de posmemoria en Arley, en calidad del contacto de referencias aprehendidas por estudios o por el saber de oídas, no pretende mostrar una jactancia del sujeto sobreviviente o testifical que mira altivo el pasado histórico.

Lo suyo es más bien un repaso interpretativo que parece beneficiar a secas los íconos y reforzar incluso las alegorías por sobre los símbolos. Podrá haber en sus obras ocultación y distorsión. Sin embargo, las piezas mencionadas y descritas renuevan lo que la historia lleva a cuestas con justicia o no.

Repaso interpretativo sugerido por imágenes que, abrigadas o conformadas con diferentes aditamentos, incitan enseguida valoraciones directas y oblicuas. No se subestima al espectador. Hay un querer retarlo de continuo a través de la generosidad estética. Esa que estimula la asociación del ícono para la mirada reflexiva de aquel. He ahí la atracción y sorpresa constantes al interactuar con la obra de Arley Perera Pérez.


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Notas:
[1] Fernando Savater: Política para Amador, Editorial Ariel, S.A, Barcelona, 2002, p. 11.
[2] R. G. Collingwood: Los principios del arte, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1960, p. 50.
[3] Eduardo Subirats: Metamorfosis de la cultura moderna, Editorial Anthropos, Barcelona, 1991, p. 113.




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Evelynn Alvarez

“Me seduce repensar cómo funciona una idea desde diversos lenguajes. Disfruto suponer versiones de una misma pieza. Para esto, realizo bocetos y tomo notas de posibles soluciones para diferentes puestas en escena”.