El arte de la supervivencia y el nuevo nuevo arte cubano

Comencé a pensar sobre este tema mientras preparaba la muestra de videos Barking all night. Había empezado a trabajar de una manera muy intuitiva, percibiendo similitudes en un conjunto de obras de origen dispar dentro del contexto artístico cubano. Se trataba de videos realizados por estudiantes de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV), estudiantes del Instituto Superior de Arte (ISA) y otros realizadores autodidactas, con grandes diferencias generacionales en algunos casos, y no todos residentes en La Habana.

Mi objetivo fue insertar mi programa en el conjunto de obras presentadas en el festival de cine experimental Experiments in Cinema 2017 que se realiza cada año en Nuevo México, Estados Unidos. Intenté presentar un escenario de la videocreación cubana que se separara de sus formas tradicionales de comprensión. Me refiero, específicamente, a la vasta tradición de video (y obras visuales en sentido general) político-conceptual que ha caracterizado la producción cubana: videos que utilizan el humor (Lázaro Saavedra in excelsis), la documentación directa de la realidad pasando por modalidades del behaviorism o conductismo (Cátedra de Arte de Conducta como experimento social), u obras donde el gusto por lo conceptual, ligado a elementos claves de lo local, desarrollan una estética de consumo de alto nivel internacional (Raúl Cordero et al). 

Me interesaba indagar esas poéticas del arte cubano actual, realizadas dentro o fuera de Cuba, que no se identifican con el gusto predominante por un “arte político” que, luego de ser subversivo en los ochenta y quizás incómodo en los noventa, en el presente siglo ha pasado a convertirse en una perfecta receta de consumo, totalmente asimilada por la Institución Arte en la Isla e incluso ponderada por algunos de sus censores.

(Precisamente, uno de los méritos de la 00 Bienal fue traer al espacio público la discusión acerca de qué se considera político o no en la escena artística cubana. Quién transgrede qué en el espacio institucional bajo la categoría de “arte político”. Quizás porque, como indica Coco Fusco en su libro Dangerous Moves: Performance and Politics in Cuba, el cruce entre labor cultural y activismo político constituye el tabú por excelencia del artista cubano. Al punto que renegar de los contenidos y significación política en una obra “política” constituye una práctica habitual. El crítico que se interesa por preguntar acerca del entorno social con el que supuestamente interactúan estas obras casi siempre es tildado de chato intérprete, ciego a una significación que es siempre más abstracta y misteriosa).

Busqué entonces una selección —Adrián Curbelo (Autorretrato, 2014), Aissa Santisso (Le concert, 2014), Luis Enrique López Chávez (Silogismo, 2015), Heidi Hassan (Exil, 2007), Dashiel Hernández (En la niebla, 2015), Lester Harber (La boite, 2013), Amílkar Feria (Déjà vu, 2011), Raydel Araoz (Hambre, 2003), Josué H. Pagliery feat. Rubén Cruces (Crackdance, 2015), Camila Ramírez (Replantación, 2016), Nelson Jalil (Al heredero de todo esto, 2012), Lester Álvarez (Conversación, 2012), Luis Arturo Aguirre (Oso de cuna, 2013), Kevin Ávila & Juan Pablo Estrada (Una historia verdadera: el testamento de Jacketman, 2014), Leslie García (Rough, 2014), Jorge & Larry (Jaws, 2015)— que explorara por caminos disímiles la relación entre historia y memoria, entre presencia y espectro, entre archivo y descomposición. 

Aunque en medio de esta tendencia al desvío y lo aleatorio hay mucho que se descubre fatuo y vacío, no pretendo imponer ninguna suerte de superioridad moral o estética en determinadas corrientes del arte cubano actual. Simplemente quiero advertir sobre otra zona de la producción artística que, sin complejos de identidad, participa de la extrañeza de este tiempo. Pareciera que perseguimos fantasmas, seres, espacios, instantes que se desvanecen como estatuas de sal, porque ninguno resiste la tentación de mirar atrás.

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La noción de aparición o fasma, recreada por George Didi-Huberman (Fasmas. Ensayos sobre la aparición I, Shangrila, 2015), intenta desligar las formas de la tradición académica del significado para restituirlas a la comprensión del síntoma como sistema visual heterogéneo. Pareciera tratarse de una línea de pensamiento que proviene de Aby Warburg con la incómoda promesa de un conocimiento sin nombre. Esta noción que proviene de fantasma, imagen y espectro, puede referirse lo mismo al aura perdida del arte tal como se conoció hasta el siglo XIX, como a la vida provinciana en la Cuba contemporánea donde las imágenes espectrales encubren la nuda vita. Es, además, la formulación de un discurso en apariencia distraído sobre la política, donde convergen la documentación escueta con la metáfora irreverente. 

La noción de fasma podría funcionar en la búsqueda de formas artísticas en plena evolución, no terminadas, inconclusas por naturaleza, pero que en su misma voluntad de inacabamiento nos abren al mundo de incertidumbre y agotamiento que se vive hoy en Cuba. 

Didi-Huberman explica que en la agrupación de esos pequeños objetos espectrales y diversos   —rótulos, fotografías, insectos, manchas de tinta, juguetes, relatos de sueño, notas etnográficas, planos cinematográficos—, se hace del accidente de la aparición un gesto de escritura y de saber. Gesto situado “entre el movimiento cristalizador del documento” (como un síntoma que apunta hacia el objeto, emitido desde lo real), “y otro, más errático y centrífugo, de la disparidad” (como síntoma de la mirada, emitido desde lo imaginario). Y es por ello que en estas obras de apariencia improvisada se entrevén los rasgos de una extenuación que es tanto existencial como social.

Los primeros síntomas que encontramos dan fe de una reorientación de los códigos visuales hacia elaboraciones más intimistas, metáforas de una subjetividad que juega con los códigos del yo sin pretensiones de verosimilitud. La cuestión de la autorrepresentación utilizando la propia imagen como sujeto visual implica un ejercicio que interroga no solo el cuerpo social como conjunto de conductas aleatorias, sino los modos del yo, las formas de un sujeto que debate su propia identidad en un contexto donde es continuamente invisibilizado. 

Pienso en obras que tematizan la propia individualidad, la historia personal documentada y al mismo tiempo fantaseada por una memoria hecha a retazos: Autorretrato (Adrián Curbelo), Silogismo (Luis Enrique López Chávez), En la niebla (Dashiel Hernández), o Le concert (Aissa Santisso). Espacios donde el cine de Tarkovski, la animación de Yuri Norshteyn, así como las imágenes fetiche de sensibilidad foránea, son parte de una experiencia del yo en busca de definiciones que van más allá de las delimitaciones nacionalistas. La identidad se construye aquí en ese espacio ambiguo de la desterritorialización contemporánea donde la experiencia personal está permeada por los procesos de globalización de la imagen.

Podríamos decir que son obras que transitan de un estado acuoso de autorreferencialidad a la memoria a través del sonido, la música que presagia o el intento de dicción que es primero articulación sonora. El sonido es el sistema de signos más visceral que aparece en este conjunto de videos. Es lo sonoro aquello que porta la vitalidad que extrañamos en la imagen, aquello que la dota del carácter espacial que nos introduce en las vidas ajenas: Conversación (Lester Álvarez), Exil (Heidi Hassan), Rough (Leslie García), o Jaws (Jorge & Larry).

Por otra parte, es a través de la visualización de un conjunto que los conceptos de desemejanza, desfiguración e informe salen a la luz. Es por ello que al intentar definir un patrón recurrente acudimos a la imagen heteróclita como sistema posible para un cierto orden. Orden que permita identificar y evaluar un tipo de producción que existe en los márgenes, en una zona de indefinición que puede partir tanto del trabajo escolar como de la experimentación gratuita del medio, del juego, el azar, y las formas de la historia que se crean por mera yuxtaposición.

Ese decorado, ese bosque hacia el cual propongo dirigir nuestra mirada, es al mismo tiempo cuerpo y escondite perfecto. “El fasma ha convertido su cuerpo en el decorado en que se esconde”, escribe Didi-Huberman. Y en este sentido es una nueva forma de Calibán, donde el modelo, lo “original”, es deglutido por la localidad de un imaginario que no pertenece a ninguna tierra, a ninguna nacionalidad. Este nuevo imaginario (fasma, aparición) asimila salvajemente a víctimas y victimarios. El antiguo Calibán se rebelaba contra el amo; los fasmas son incapaces de distinguir entre alto o bajo, bueno o malo, copia o modelo. Simplemente asimilan la extravagancia, el kitsch, lo trascendental, las excesivas elaboraciones simbólicas, la violencia punk tanto como la locura de Artaud, las conversaciones aburridas al mismo tiempo que el parloteo ideológico de un poder político sin dirección ni sentido. 

La confrontación del ideario que pertenece a la tradición de Calibán se nos presenta como la resistencia no planificada a cualquier idea de progreso, destino o sentido de liberación circunscrita a los límites nacionales. Lo único que prevalece es el instinto que se apega a la vida como un cascarón vacío, sin nada que ofrecer. La supervivencia se contrapone a la opresión tanto como a la libertad. Rebelarse ante el amo pertenece a una dialéctica que en Cuba ha desaparecido.

La supervivencia implica un movimiento menor, una estrategia de juegos y asociaciones que dialogan con el azar. Juegos que se curvan ante la autoridad sin mirarla de frente, movimientos laterales. Se trata de asociaciones y lenguajes aparentemente disparatados. La dinámica del juego como respuesta desideologizada, y enfrentada a la despolitización de la experiencia cotidiana en un país donde absolutamente todo puede tener significación política. 

Al tratar de identificar obras que se ajusten a este ejercicio de la sobrevivencia en el arte cubano contemporáneo, otro punto importante es la construcción de imaginarios o la participación fantasiosa en universos sociales que nos sobrepasan. La memoria social a través de los recuerdos de infancia que nos presenta Dashiel Hernández en otro de sus videos, Un día en la vida de Javier Antonio, es fruto también de este inventario de sujetos perdidos en un mundo que no les pertenece, que no escogieron y del cual no se sienten parte. (En el caso del niño Javier Antonio, se nos introduce en el mundo de las consignas socialistas del antiguo campo soviético al tiempo que se deja entrar de contrabando la sensibilidad homoerótica en el gusto por las pañoletas, los uniformes, y los pioneritos rusos).

Sin embargo, junto a este desapego ante el contexto real que gusta de especular con la propia imagen, se genera la fábula de una presunta participación en otro orden social, aquel que se desata como fruto de la imaginación salvaje. Pienso en Raydel Araoz (Hambre) y también en Rafael Almanza (Hic). Ambos crean la armazón de un mundo paralelo: con sus propios signos y ritos de significación en el caso de Almanza; en el caso de Araoz con la narración en primera persona de este sujeto enajenado interpretado por Mario Guerra que se convierte en el caníbal de su generación; la locura de su suicidio podría entenderse como la suerte maldita de la rebelión de Calibán.

En muchos de estos fasmas o apariciones descubrimos una tendencia al suicidio que se repite como gesto, paradójicamente, de la sobrevivencia. Quizás porque, como apunta el historiador Luis A. Pérez Jr. tratando de definir el significado del suicidio en la cultura e historia cubana, el acto de la propia destrucción puede entenderse por momentos como el acto final de construcción de uno mismo (To Die in Cuba: Suicide and Society, The University of North Carolina Press, 2005). En el caso del video Una historia verdadera: testamento de Jacketman, de Kevin Ávila y Juan Pablo Estrada, el derecho a morir con dignidad de Jacketman en medio de un mundo vacío de sentido es el móvil fundamental de su suicidio.

En el mismo orden visual, Oso de cuna (Arturo Aguirre) nos introduce al universo de una infancia brutalmente violentada: incisiones, coágulos, instinto sexual censurado, la lucha por la vida como una batalla a muerte con aquel que nos dio origen. Una batalla que en el caso del “osito” de Aguirre termina con la muerte del infante. El padre/madre sin rostro es vencedor una vez más. Se trata de la pesadilla de lo real como parte de un cuerpo social fracturado desde su origen, corrupto por naturaleza, que engendra y educa para la corrupción. En este sentido, Oso de cuna es una suerte de promoción del “hombre nuevo” como engendro pesadillesco de una sociedad sin padre. Del mismo modo, Rough (Leslie García), animación que toma de escenario al ISA y que recrea en una suerte de pop-porn el juego de golf entre Fidel y el Che donde aflora la idea de las escuelas de arte, es parte integral de esta redefinición de la historia, oficial o no, donde se juega con los juegos de la historia ad infinitum. Son ejercicios de narratividad propuestos como nuevo teatro de la memoria.

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Como parte de esa sensibilidad fantasmática que de vez en cuando aparece en el arte cubano actual, podrían ser interpretadas también las fotos de Juan Pablo Estrada y Camila Ramírez, expuestas en mayo y junio de este año en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, como parte de la exposición titulada Personaje de largas orejas.

Se trata de fotos de calidad desigual pero que en su misma disparidad manifiestan la ambigüedad que permea y pudre nuestros contornos. Realidad tambaleante y a punto de evaporarse como los reflejos luminosos en el asfalto. Sin profundidad ni extensión. Bocanada de aire en el vacío. Estas imágenes parece que se quieren borrar del papel impreso. Animal-humano o humano-animal, las categorías se intercambian en estos retratos. 

En el texto del catálogo, a cargo de Anamely Ramos, se precisa que el “revolucionario pordiosero” se detiene a escuchar “el Carnaval de los animales de Saint Saens y se entretiene en imaginar un mundo en que los animales son acompañados por nosotros”. Y es cierto que cada una de estas imágenes pareciera mostrar una alianza secreta, un pacto de sangre en medio del infortunio. Los gatos, los perros y las ratas describen emociones humanas en estas fotos. Los otros, hombre, mujeres o niños, esconden el rostro, ocultan su humanidad en silencio.

En esta misma exposición, tanto los libros de Camila como los ensamblajes de Juan Pablo participaban de ese impulso por instaurar la armonía mínima necesaria para encontrarle un sentido a las cosas. El hecho de que el conjunto tuviera ese sabor a broma infantil, chiquillada de muchachos tratando de encontrar su propia voz, no es más que una falsa pista que desvía la atención a lo “bonito” de la armazón del objeto, cuando en verdad se está apuntando al desastre que lo ha originado. De ahí que haya sido esta una exposición que se produjo a partir del trabajo con los desechos, y la historia cubana reciente es el desecho por excelencia metamorfoseado aquí. 

Desde la inclusión de residuos con valor pictórico en la obra de Antonia Eiriz (donde, por cierto, la historia cubana reciente entra también como desecho travestido), los residuos son parte del material simbólico de la plástica cubana. Los residuos se han convertido en el material sublime de las sociedades poscoloniales, su materia prima inexportable hasta que entró como metáfora en el arte contemporáneo. 

No obstante, los ensamblajes de Juan Pablo Estrada, así como la cebra con problemas identitarios de Camila Ramírez, pareciera que apuntan hacia otra dirección. Poco tiempo antes de esta exposición, como parte del Salón de Arte Cubano Contemporáneo de 2017, Juan Pablo en colaboración con Nelson Jalil presentó “Invaluable”: interesante assemblage de objetos dispersos encontrados en vertederos de La Habana. Las palabras del catálogo, un bellísimo poema de Juan Carlos Flores titulado “El buzo”, presentan la figura del buzo o más bien la ocupación de este como la “seta de una nueva civilidad”. Aquella que parece estar llamada a no responder, a vivir su resistencia en medio del silencio voluntario. Colecciona desechos como pura estrategia de supervivencia ciega. No porque los necesite, sino porque a fin de cuentas todos necesitamos rodearnos de objetos que de algún modo ilustren nuestra alma, aunque sean escombros. El acto cívico ha sido tematizado aquí como el ejercicio comunitario de la desmemoria.

El acto de bucear ya no se realiza en el latón de basura o en los vertederos asignados dentro de perímetros restringidos. La ciudad no está en ruinas; eso quisieran enseñarnos los “turistas culturales” que pretenden aleccionarnos sobre la belleza en descomposición. No saben que en la ruina hay un carácter de la historia que se mantiene intacto, que la reverencia desde la antigüedad. La ruina nos ofrece un sentido de pertenencia, una memoria oculta, una significación que reposa en la materia. Pero cuando la ciudad se ha convertido en un vertedero gigante que recorremos atónitos, algo se ha perdido definitivamente. El buzo se convierte en metáfora de una nacionalidad herida de muerte. Los retazos de la historia convertidos en retazos físicos. El lugar donde arrojamos “los escombros de nuestras vidas” para formar imágenes de insanidad deliberadamente utópica. Mundos felices. Utopías irrealizables de un equilibro acrobático. Morbosamente infantil. Los seres que habitan Personaje de largas orejas parecen salidos de un guión de David Lynch.

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Conviene señalar que este conjunto de obras y artistas que he referido no corresponde a una generación particular, ni a una suerte de movimiento que identificaría la producción de un período. Son islotes cinemáticos, resquicios y ruinas de las grandes misiones arquitectónicas y políticas de un “proyecto de nación” más o menos fracasado. Y en medio de la descomposición particular que nos ocupa en Cuba, se trata de una experiencia globalizada, de una experiencia diaspórica de la espiritualidad no circunscrita al discurso a favor o en contra de la nacionalidad. Por ello es importante remitir al ensayo “El factor Cuba: Apuntes para una semiología clínica” de Gilberto Padilla, donde se aclara que la obra de arte o literaria hecha en Cuba en la actualidad no tiene que pasar forzosamente por los discursos de la nacionalidad, ya sea idealizando o deslegitimando.

Por otra parte, existe en este instinto de supervivencia otra forma de vivir la experiencia de la emigración, sobre todo la emigración joven de los últimos veinte años. ¿Qué caracteriza esta nueva emigración? ¿Eliminan el tema Cuba en sus producciones recientes? ¿De qué manera se integran a la comunidad de emigrantes de todo el mundo? ¿Hasta qué punto hay una generación de jóvenes cubanos emigrantes en nuestra propia isla? Ya no se trata de buscar o reconstruir una Cuba de ensueño fuera del país (Miami como la meta y el premio más cercano). Se trata de una experiencia muy distinta, desde un sentimiento y una pertenencia más globalizada y plural (el fenómeno de la translocalidad apuntado por Arjun Appadurai).

Podríamos decir, con Zaira Zarza en “Una isla en el mundo móvil: Prologo para una noción sobre el transnacionalismo diaspórico en el cine joven cubano” (en Anatomía de una isla: jóvenes ensayistas cubanos, Ediciones La Luz, 2015), que hay una “coherencia imaginaria entre la experiencia diaspórica y el sentido de fragmentación”. Son productos visuales no nacionalistas que participan de una renarración del pasado y un redescubrimiento imaginativo del yo. 

Por ello, la diferencia entre historia y memoria es aquí fundamental. La imagen que transcurre es una continuidad gastada donde se acumulan objetos, sonidos y sensaciones táctiles que nunca han existido en el mundo “real”. Cuando se está condenado a recordar, es la memoria de otras vidas las que toman posesión del cuerpo, en una suerte de ambigüedad temporal siempre al borde de la desaparición. 

Y sin embargo, ¿por qué habría de preocuparnos la mera existencia de estas imágenes para muchos inconsistentes, débiles, ausentes, en la medida en que sus formas parecen desarrollarse de espaldas a eso que llamamos realidad? Quizás nos podríamos escudar una vez más en las ideas de Jacques Rancière cuando declara que en nuestra manera de imaginar yacen los fundamentos que condicionan nuestra manera de hacer política. En otras palabras: que la imaginación es por sí misma un acto de naturaleza política. Una forma que desarrolla sujetos dispuestos a un modo determinado de acción. 

También me viene a la memoria Agamben, en una de las citas extraordinarias presentadas por Didi-Huberman en La supervivencia de las luciérnagas, donde declara que no es contemporáneo más que lo que aparece en el desfase y el anacronismo. Además, apunta que tener la capacidad de ver estas pequeñas luces exige a la vez, coraje, virtud política y poesía. Agamben propone fracturar el lenguaje de lo que representa nuestra actualidad, quebrar las apariencias de sentido cuando este es asumido sin derecho a réplica.

Para entender o al menos relacionarse con este tipo de obras, hay que alejarse, buscar la distancia, detener la nerviosa acumulación de motivos intertextuales que no pocas veces apuntan a falsas pistas interpretativas. No habrá aparición, fasma o incómodo síntoma de extrañeza si al acercarnos no estamos abiertos a contrastar y discrepar con lo conocido. 

Como nos recuerda Didi-Huberman, ver aparecer los fasmas exige todo lo contrario. Necesitamos desenfocar, distanciarnos, dar un paso atrás, para que las piezas del conjunto cobren vida. Dejarnos llevar por una visibilidad flotante a través de la cual podamos descubrir los trazos generales de este paisaje continuo. Es el fondo, el decorado, la utilería barata que descansa detrás del escenario, detrás de la historia; ese es el lugar hacia donde debemos atender. Allí se descubre la arquitectura social de una realidad implosionada en silencio, donde la corrosión se ha convertido en principio del ciclo creativo.

Es por ello que la dinámica de las imágenes que he recorrido en este texto apunta, a mi juicio, hacia las múltiples variables que asumen los modos de la supervivencia hoy en Cuba. La acción, el acto de sobrevivir convertido en metáfora y narrativa visual. Una vez más recordamos a Walter Benjamin cuando este anota que comprender el recurso mismo de la imagen superviviente, el recurso de su deseo, no nos lleva a ninguna respuesta segura, a ningún horizonte de reconciliación. Se trata únicamente de la posibilidad de encontrar palabras que se expresen libremente en medio de la cautividad, como decía Didi-Huberman: 

“La supervivencia no tiene un valor redentor, no espera un nuevo cambio o transformación de todos los tiempos para empezar la vida nueva y más justa. Las supervivencias no conciernen más que a la inmanencia de las cosas humanas. La política de las supervivencias por definición prescinde del fin de los tiempos”.

Y debido a que prescinde del fin de los tiempos, de la idea marxista de redención que implica que hay un fin y un principio de todas las cosas, que hay “algo” por lo que luchar que marcará un antes y un después en la historia, la política de la supervivencia es improductiva vista a gran escala. Desposeída de la idea del progreso, la fuerza de la supervivencia implica siempre un movimiento menor. Un voltear el rostro en los entresuelos de la historia. Bordear, ladearse, representar el papel de quien se muerde la cola dando vueltas sin sentido, y en el instante de menor tensión, avanzar. Didi-Huberman declara, no sin razón, que “las imágenes-luciérnagas pueden ser vistas no solo como testimonios sino como profecías, previsiones de la historia política en devenir”.

Es evidente: el nuevo nuevo arte cubano no existe, y habría que cuestionarse si aquel que era solo nuevo no fue una invención académica para asimilar lo inexplicable. En buena medida algunas de las obras aquí mencionadas podrían entenderse como una suerte de presagio. Quizás el advenimiento del desastre que ya aconteció, como nos recordaba Maurice Blanchot. La proyección de un futuro que inexplicablemente descansa en el pasado. Presagio y anticipación, porque de una realidad destruida solo quedan los fasmas que deambulan, la coincidencia entre objeto y paisaje que nos convierte a todos en artículo de consumo para la imaginación foránea. Presagio y anticipación, porque del trabajo con residuos, con detritus, con reflejos televisivos y voces atrapadas en el círculo de las repeticiones, parece surgir una Zona frente a la cual no habrá Stalker posible.

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