Cuando François Vallée llegó a La Habana por vez primera, yo me vi obligada a irme de ella. Iba, eso sí, una vez al mes a ver qué pasaba en la poma. Y no lo conocí entonces. Pero tampoco lo vi después, cuando volví a vivir allí a partir del tajante 2000.
François y yo tenemos varias cosas en común: raíces latinas, la pasión por el arte y la literatura, y la pertenencia a la misma generación. Y dentro de ese saco en el que cualquiera pudiera autocolarse, nos interesan específicamente ciertos artistas y ciertos discursos artísticos. Ambos somos presumidos también.
A François lo conocí en Facebook. Ahí supe de su colección, de su relación con artistas cubanos, de su Búnker y del cariño que muchos le tienen.
Por empatía, ósmosis o como quiera llamársele, me encariñé también con él. ¡Y el cariño virtual es real!
François, además, escribe muy bien en español. No sabía mucho de él y no quise averiguar. Lo entrevisto, me encapriché. Siempre me han atraído esos coleccionistas relativamente jóvenes que atesoran obras que yo quisiera tener o que vi algún día en proceso, en algún estudio. De alguna manera, ese tipo de colección me retrata. Así que esta entrevista es un doble selfie.
Debo agregar también que aprendo mucho de los coleccionistas. Muchísimo. A Ariel Cabrera, por ejemplo, lo conocí a través de Orlando y Axana, en su colección y, como ese tengo varios ejemplos. Los coleccionistas, con su olfato entre anárquico y romántico, casi siempre se adelantan a los críticos.
Como les dije, decidí entrevistarle sin saber mucho de su vida, y eso me daba cierto recato. Me limité a sus posts de Facebook y emprendí una ligera pesquisa online donde solo llegué a saber que en Rennes (y también en Montreal) hay toda una dinastía Vallée, dato que no usé en la entrevista, pues era algo tal vez externo. Misterio tipo, nunca se sabe.
Así que le dejé hablar (más bien escribir), y así y ahí lo re-conocí.
Tú no solo coleccionas arte hecho por artistas cubanos, sino que escribes en español y escribes muy bien. Sin caer en si la gallina o el huevo, ¿cuál es el origen de todo?
Voy a empezar con la segunda parte de tu pregunta, que me resulta delicada de contestar, por ser halagadora. El español se ha convertido en mi idioma natural (el francés es mi idioma materno, o sea, impuesto). Decidí, voluntaria o involuntariamente, moverme en un paisaje de conciencia diferente. Sería muy largo de explicar (si es que hay explicación alguna) a qué se debió este fenómeno que no me envanece, pues todo “es don del Azar o del Espíritu; solo los errores son nuestros”, como diría Borges. Creo que todo se debe a la influencia mayor que ejerció en mí Juan José Saer, quien fue mi profesor en la Facultad de Letras de Rennes y mi director de tesis; un escritor excepcional, uno de los más eminentes del siglo XX, en mi opinión. Quise parecerme a él y adopté su idioma inconscientemente. O sea, que todo fue un “milagro secreto”.
Por lo que se refiere al origen de mi colección de arte cubano, te diré que las cosas siempre empiezan (y terminan) por azar: el “azar concurrente”, este azar poético y mágico que no dejó de perseguir a Lezama Lima. La primera novela que leí en español fue Tres tristes tigres, de Cabrera Infante; esa novela multiforme y polifónica me impresionó mucho cuando era joven, por cuanto constituye una oda nostálgica a La Habana nocturna de 1958, un canto de amor colmado de melancolía incurable por esa ciudad que el autor recrea y mitifica a través de un experimento con el lenguaje y las estructuras narrativas.
Algunos años después, durante una entrevista para un puesto de trabajo como profesor en el extranjero, en el marco del servicio nacional de la cooperación, mientras el director general de la Alianza Francesa me iba proponiendo distintos lugares de destino, le dije inmediata y espontáneamente: “Me gustaría ser destinado a La Habana”. Sorprendido, me preguntó si mi deseo se debía a motivos políticos. “No, solamente literarios”, le respondí. Entonces entablamos una conversación jovial y animada sobre esa novela, que él también apreciaba mucho. Una semana más tarde, recibí una carta del director del personal del ministerio francés de Asuntos Exteriores, en la que me indicaba que me confiaban las funciones de profesor de francés en la Alianza Francesa de La Habana a partir del 1° de septiembre de 1990. Entonces fue cuando tomé conciencia, con José Martí, de que “el viaje humano consiste en llegar al país que llevamos descrito en nuestro interior y que una voz constante nos promete”.
Mi primera estancia en Cuba duró dos años, durante los cuales conocí a gente (alumnos míos, por lo general) que trabajaba en el ámbito del arte: artistas, críticos, curadores, profesores del ISA, etcétera. Me fui introduciendo en un medio que por entonces me era ajeno, pero que rápidamente se me hizo familiar y tomó una influencia preponderante en mi vida.
Recuerda que en aquel año, 1990, las viejas reglas totalitarias de la era comunista todavía estaban vigentes en Cuba: desde el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura en 1971 el arte era considerado oficialmente como “un arma de la Revolución” al servicio de la transformación política y social. La fórmula proferida en 1961 por Fidel Castro durante su discurso a los intelectuales: “Dentro de la Revolución, todo. Contra la Revolución, nada” (inspirada del lema de Mussolini: “Todo en el Estado, nada contra el Estado”), seguía siendo uno de los fundamentos mayores de la política cultural del país. La obra de arte estaba subordinada a una ideología de Estado, a las necesidades del aparato político y a la propaganda ideológica; y tenía que despertar el ardor en el trabajo, el ideal elevado, el heroísmo, la fraternidad, el compañerismo, la abnegación, por parte de los “trabajadores intelectuales”.
En La Habana había pocas galerías de arte, algunos centros de arte contemporáneo, el Museo Nacional de Bellas Artes; no existía un mercado del arte ni tampoco coleccionistas; muy pocos turistas visitaban Cuba, pero, en cambio, había artistas, en particular los de la generación mítica de los años ochenta, formados por la Revolución, los cuales todavía no se habían exiliado masivamente. Estuve encantado por la calidad de su arte, desprovisto de cualquier propósito mercantil o especulativo; un arte de ideas añadido a una dimensión alegórica, paródica, conceptual, antropológica y posmoderna. Se trataba de una generación de artistas que, influenciados por el expresionismo sombrío, irreverente, grotesco, violento de las figuras mayores del arte cubano de los años sesenta (como Chago Armada, Umberto Peña, Antonia Eiriz, Raúl Martínez, Jesús González de Armas…), transformó profundamente el arte académico, conservador, activista y moralista de la década anterior (“la década gris”), fundamentado en la ideología marxista-leninista, la lucha revolucionaria, el dogma estereotipado de la identidad nacional.
Fue una generación que renovó la escena cultural cubana y, cosa extraordinaria, la cultura de este país, al llevar el arte más allá del arte. Estos artistas entendieron que exigir que el arte tuviera una utilidad social, por muy revolucionaria que fuera, equivalía a negarla en su aspecto más específico: la afirmación de la libertad. Lograron elaborar un arte sin restricciones, imposiciones o consignas, utilizando los lenguajes y las metodologías desarrolladas desde los años sesenta en Occidente; esto es: abriéndose al mundo a la par que defendiendo una autonomía y una ética de su producción artística.
Jürgen Harten estimaba que esa generación de artistas cubanos era la más viva y dinámica de Latinoamérica; Lucy R. Lippard encontraba su trabajo más fresco y vanguardista que todo lo que podía ver en las galerías neoyorquinas de aquel entonces; Gerardo Mosquera considera esos años ochenta como “la edad de oro” del arte cubano: un período de intensa energía creadora que, tras el éxodo de sus principales componentes a causa de las innumerables tensiones con el sistema institucional y político llevado a cabo por el régimen castrista, engendró una nueva generación de artistas, la de los años noventa.
Ante una situación económica de pura subsistencia, esos nuevos artistas supieron conservar la solidaridad grupal de la generación anterior, su espíritu innovador y contestatario. Su principal designio fue la deconstrucción de las retóricas del imaginario de la Revolución institucionalizada, y consiguieron seguir abriendo un espacio de resistencia al régimen autoritario de turno. Esta generación de artistas hizo entrar el arte cubano en la escena internacional, gracias a la calidad admirable de varios de sus representantes y a la nueva política cultural del Estado cubano, que reorganizó el sistema de las galerías, ensanchó la Bienal de La Habana, creó un organismo que permitió la promoción, la difusión y la venta del arte cubano, en especial las subastas y la participación de las galerías en las ferias internacionales de arte contemporáneo.
Al codearme con estos artistas que, en su mayoría, se hicieron amigos míos, se afinó mi óptica, como diría Rimbaud, y empecé a comprar obras de arte. En 1990, el bloque soviético todavía no se había derrumbado: lo hizo un año más tarde, provocando una situación catastrófica para los cubanos que, repentinamente, quedaron expuestos a las penurias del “Periodo especial en tiempos de paz”. Por tanto, tuve la suerte inaudita de poder comprar obras de arte excepcionales con mi salario de profesor, y así fue como pude empezar a crear mi colección, que me recuerda “otra ribera, otra vida”(Pushkin); la ribera más feliz de mi vida, la del tiempo de la luz, “luz junto a lo infuso” (Lezama Lima).
Desde entonces, no dejo de escribir textos o ensayos sobre el trabajo de mis amigos artistas, de tener conversaciones con ellos (que publico cada semana en Hypermedia Magazine), de viajar a Cuba o a otro lugar para encontrarme con ellos, comprarles obras y experimentar ese “escalofrío nuevo” (Víctor Hugo): el escalofrío de la adquisición.
La mamá de tu hijo es cubana. ¿Ha jugado ella un rol especial en tu acercamiento a los artistas de la Isla?
Sí, sin lugar a dudas. Ella era bailarina del Ballet Nacional de Cuba y estudiaba la carrera de Licenciatura en Arte Danzario cuando la conocí. Era amiga de muchos estudiantes de Artes Visuales en el ISA, como Yoan e Iván Capote, Wilfredo Prieto, Inti Hernández, José Emilio Fuentes, etcétera. Gracias a ella los conocí. Al respecto (¡fíjate cómo es la vida!), excepto dos obras de Yoan Capote, nunca adquirí ninguna obra de los otros…
Después, ella siempre me acompañó y ayudó en la construcción de esta colección, hasta que empecé a pasarme de la raya: en nuestro apartamento casi ya no podíamos ni caminar… Y ahí ella dijo: “¡Basta ya!”. Nuestro niñito, Marcel, es un gran aficionado y conocedor del arte cubano. Con ocho años, ya es capaz de identificar todas las obras y artistas de la colección.
Conozco de primera mano que son las mujeres quienes dicen: “Hasta aquí”. Los hombres son más nerviosos y hormonales en ese sentido. He notado que desde el punto de vista generacional tu colección se parece a ti y se parece a mí. ¿Cómo se fue “construyendo”? ¿Qué te atrajo más? ¿Algún criterio rector para armarla?
Esta colección se destaca por su eclecticismo y diversidad. La red de amigos que construí en el mundo del arte cubano me permitió, y me sigue permitiendo, adquirir obras de artistas prestigiosos que forman parte de los más grandes museos del mundo, como el MOMA, la Tate Modern o el Centro Georges Pompidou; pero también de artistas poco conocidos y ausentes de las instituciones, cuya obra posee sin embargo una fuerza poco común, una estética superior.
No establezco ninguna jerarquía, no tengo ideas preconcebidas: sigo una línea subjetiva, interior, que no es ni formal ni histórica, sino que se extiende por todas las direcciones, sin límites ni fronteras, fuera de los caminos trillados. Soy todo lo contrario del coleccionista borreguil y especulativo que “compra por el oído” y luego se exime del pago de impuestos; que frecuenta las ferias de Art Basel, de Frieze, la Bienal de Venecia, en gran medida convertidas en parques temáticos, una antesala de los negocios, una jungla, una áspera competencia de imposturas, de dinero, de esnobismo. No se trata para mí de atesorar, sino de ordenar obras que, al responderse mutuamente, dan que pensar.
Tengo el designio de construir una estética (Aisthésis = sensación), de elaborar un sistema de referencias visuales, de correspondencias y de resonancias entre artistas de diferentes generaciones, de diferentes estilos, de diferentes espíritus y percepciones. Es como seguir el hilo de Ariadna: una obra lleva a la siguiente, continuamente.
¿Tuviste alguna asesoría, habías estudiado previamente? Los artistas, ¿qué papel jugaron en todo este proceso?
Coleccionar es una actividad que no se transmite, que no se aprende. Paul Claudel hablaba de cierto “sentido frontal” que nos permite reconocer, sin apenas leerlos, a un buen o mal escritor. Debo de disponer de él, por lo que se refiere a los artistas plásticos… Es un don que consiste en descubrir, ayudar, hacer ver, ganar, perder. Un coleccionista, un verdadero y genuino coleccionista, es decir, uno que no precisa asesores o “ganchos” que le dicen qué comprar, que solo compra lo que le agrada, es un “artista al cuadrado”, como decía Duchamp, ya que él mismo pinta su colección, la cual se hace obra.
Coleccionar es asimismo saber hacerse útil, es una misión que consiste en dar a conocer a sus artistas enseñando su trabajo, hablando de él, escribiendo sobre él, pues una obra toma sentido en la mirada de los otros. Esta misión, por tanto, está cercana a la que Horacio atribuía al arte: “docere et delectare”: enseñar, nutrir el espíritu, pero también regocijar, colmar los sentidos. Un coleccionista es un constructor, no le incumbe acumular, sino edificar, despertar.
Los artistas fueron esenciales, primordiales, en este proceso. Sin ellos, sin la amistad de muchos de ellos, sin su comprensión, estima y generosidad, yo no hubiera podido construir nada.
Veo por tus fotos publicadas que tu colección pasa por el afecto… y también por la diversión.
Por supuesto, me divierto mucho. Rompo un poco con la imagen del burgués coleccionista. En los años noventa, yo iba en bicicleta a visitar los estudios de los artistas (tenía una Flying Pigeon china; hasta tengo fotos donde cargo cuadros en la parrilla); hoy suelo ir en guagua o en lo que sea. Cuántas veces, al abrir la puerta de su estudio, oí al artista decirme: “¿Y usted es el coleccionista?”. Ja, ja, ja… Es que odio lo solemne, lo artificial, todo lo que fija la vida y la agota; no conviene a organismos cuya esperanza de vida es tan corta… Una de las cosas más importantes que una persona debe aprender en la vida es la modestia, que no es más que una conducta adaptada al sentimiento de la nada, a esta improvisación trágica que es un individuo.
La diversión pasa también por el tiempo infinito que paso en la casa o el estudio de los artistas, en las “descargas” que hacemos. La verdad es que donde mejor me siento es en los estudios de mis amigos artistas. Me divierto mucho, aprendo mucho. Ernesto Leal, Ezequiel Suárez, Vladimir de León (Vlado), son mis mejores amigos; nuestra amistad pasa por el reconocimiento de nuestra extrañeza común; es libre, desapegada de todo lazo.
Considero que la relación de un coleccionista con el arte debe ser intimista, amorosa, lúdica; nunca especulativa ni ostentosa ni solemne.
Una pregunta bastante impropia de mí, pero es que los coleccionistas despiertan cierto morbo, no lo negaré. ¿Cuántas obras posees aproximadamente?
El número de obras no significa nada. Con diez obras uno puede ser un gran coleccionista. Llevo treinta años construyendo esta singular colección privada de arte cubano moderno y contemporáneo. Consta de unas cuatrocientas obras de las figuras mayores del arte cubano de los últimos sesenta años. Es como un eco, un reflejo de la esencia aglutinadora de la cultura cubana, que es el resultado de un proceso de transculturación que condujo a una nueva entidad “dulce por fuera, y muy amarga por dentro” (Guillén): la cubanidad; la cual, según Severo Sarduy, “es en sí una síntesis metafórica, porque no se trata de una diacronía, de una cronología, sino justamente de una imagen del devenir”.
¿Coleccionas también videos, obras inmateriales?
Sí. En la exposición que el Musée des beaux-arts de Rennes, junto con otros dos espacios de arte contemporáneo: 40mcube de Rennes y Passerelle de Brest, dedicarán a mi colección en el otoño de 2022 hasta febrero de 2023, expondremos videos de Marta María Pérez Bravo, José Ángel Toirac, Juan-Sí González, entre otros.
Tienes varias rara avis en tu colección, me refiero a piezas, y eso te ubica en una tipificación de hombre arriesgado a los ojos de quien lo ve como una inversión, o si tenemos en cuenta el mundo del arte.
Yo no lo veo así, no tomo ningún riesgo: el arte es para mí una sublimación, la aspiración a un mundo superior. Dedico toda mi vida, todos mis recursos, a esta reunión de obras de arte o a este trabajo de ensamblaje, a este juego de correlaciones, a expensas de la vida cotidiana, de sus reglas usuales, de sus menudas distracciones. El mayor de mis gustos es agotarme en la pura percepción de estas obras (pinturas, dibujos, esculturas, objetos, videos, fotografías) que me proporcionan una alegría espiritual, un aturdimiento casi amoroso, una exaltación, un arrobamiento, una protección, un consuelo, inagotables. Son la expresión tangible de mis aspiraciones intangibles, la envoltura de lo incognoscible y de lo imponderable, ya que contienen el pequeño asombro de un mundo encubierto o invisible, la secreta polifonía de lo real.
Los psicoanalistas mostraron que, a semejanza del niño que se rodea de objetos de sustitución para que le proporcionen consuelo a su soledad, a su vulnerabilidad, el coleccionista reúne incansablemente objetos que transforman su frustración o su angustia en un estado de bienestar. Las piezas de mi colección no son solamente objetos compensatorios, sustitutos que me ofrecen la garantía de un apoyo afectivo, el exutorio a una creatividad reprimida, “el vano placer de las ilusiones”(Leopardi): coleccionar es también, y sobre todo, una manera de acrecentar y de diversificar una y otra vez la calidad de mis sensaciones (“First we feel. Then we fall”, Joyce), de decantar mi manera de ver el mundo (mirar las cosas desde dentro, esto es, “volver en sí”, según San Agustín; aprender a considerarse como un mundo de signos, de mensajes codificados, de arcanos) y de saltar más allá de mí mismo (hasta “los misteriosos recovecos sin nombre”, San Agustín). Es una aventura intelectual y emocional, un ensanchamiento de la conciencia, una inyección de inteligencia y de belleza, una fusión sensual y afectiva, un proceso experimental y reflexivo que equivale a “renovar el mundo”, como bien lo mostró Walter Benjamin.
Mi caso resulta de lo más singular en un universo donde el dinero es esencial y necesario, pero no determinante ni suficiente; doy prueba de ello. Además, es raro que los más ricos sean los mejores coleccionistas. La falta de fortuna me permitió prestar atención a las obras que se hacen al margen y que, a veces, escapan todavía al mercado del arte con sus cotizaciones y derivas (el 2 % de los artistas ocupa el 98 % de la cantidad de dinero generada por el arte contemporáneo, y el 98 % de los artistas se reparte el 2 % restante; son estos los que me interesan: hacen mi dinero inteligente). Para mí, coleccionar el arte eminente de mi tiempo puede hacerse teniendo mucho dinero, desde luego, pero también teniendo poco dinero: todo es una cuestión de necesidad y de tiempo, una inversión en tiempo; es un ejercicio de la mirada que exige una verdadera exaltación, erudición y profundidad.
No cabe confundir arte y mercado (“el arte que piensa en los aplausos abdica”, Bloy); no me rodeo de obras de arte por el lustre social, no es una postura, nunca conviene pensar en términos de valores financieros: el gusto no puede ser legitimado por el mercado ni ser una noción socializada, ya que el tiempo revisa todas las opiniones. De ahí que no vea en ello el brillo de un capital acumulado (de haber invertido en un bien inmueble el dinero que gasté comprando obras de arte y libros, tendría un apartamento en París… pero inútil, porque estaría desprovisto de libros y de cuadros), sino una comunidad: son mis interlocutores, mis aliadas sustanciales; me seducen, me apoyan, me forman, me inspiran, me mejoran.
El escritor, decía Ramón Gómez de la Serna, “es como un presidiario que no sale de su celda y por eso, igual que el confinado en la cárcel, la llena y decora de inscripciones y grafitos. Es lo imprescindible para no tener asco al encierro. Nadie da valor a las paredes, y las paredes son el sostén del pensamiento. Las paredes y los techos crean la inspiración”. Son los testigos de mi trayectoria vital, una proyección múltiple de imágenes de mí, casi un autorretrato.
El esfuerzo merece la pena, mis obras, como mis libros, me abren un espacio de felicidad meditativa; son un mundo que solo un elegido convidado a una fiesta puede penetrar, “una fiesta innombrable, un redoble de cortejos y tritonesreinando” (Lezama Lima); una fiesta interminable, puesto que el hombre es lo que le falta, y una colección siempre necesita una nueva obra; si no se le añade nada más, es una colección muerta en sentido estricto. Mis obras hacen resonar “el ruido y la germinación del tiempo” (Mandelstam) y constituyen una fuerza de resistencia a cualquier voluntad de negar la vida, un medio de enraizarse en ella ante la amenaza diversificada de la soledad y de la muerte, para abrirme los ojos sobre lo esencial: “agotar el campo de lo posible” (Píndaro) recordándome con fuerza el resplandor y la fragilidad de la vida, este límite inmenso.
La idea del Búnker, ¿cómo surgió? ¿Cuál será su proyección como centro de arte?
El Búnker (Búnker Art Pacé, como lo nombró Carlos Rodríguez Cárdenas en el primer logo que hizo de él) es la casa que mandé a construir en la ciudad de Pacé, situada a cinco kilómetros de la capital de Bretaña, Rennes. Un arquitecto diseñó los planos y obtuvo el permiso de construcción, el cual fue muy difícil de obtener, ya que el terreno se ubica al lado de un puente medieval, lo que hace la zona arquitectónicamente protegida. Pero mi arquitecto logró imponer su proyecto.
La idea era construir un espacio que pudiera recibir y cobijar mi colección de arte y, a la vez, en el sótano, hacer exposiciones de artistas cubanos. O sea, que no lo concebí como centro de arte, sino como una casa privada donde todos mis amigos artistas pudieran exponer sus obras y donde un público seleccionado pudiera verlas.
Lo malo es que en el momento en que casi estaban terminadas las obras de construcción, tuve que demandar a varios constructores y al maestro de obra por defectos de ejecución en la construcción del edificio. Hace siete años de eso, y todavía la justicia no los ha condenado a terminar las obras. ¡Es terrible!
Lo llamé Búnker porque será un lugar de protección, de refugio (Bretaña es una región llena de búnkeres alemanes de la Segunda Guerra Mundial) contra el filisteísmo invasor, la estupidez institucionalizada, “el esnobismo de la canalla” (Proust), la prepotencia del orden mercantil que anega cualquier singularidad de sensación o de pensamiento.
© Imagen de portada: Marcel Vallée.
Galería
François Vallée – Galería.
Armando Guiller: “Me definen sobre todo la curiosidad y la búsqueda”
“Mi práctica consiste en ir todos los días a trabajar a mi estudio. Esa es la musa. Me considero un escultor contemporáneo, aunque quizás con las mismas preocupaciones existenciales que mis antecesores. Me definen sobre todo la curiosidad y la búsqueda, por lo que considero cada obra como un experimento visual”.