Los medios digitales, las plataformas de enunciación, son los espacios que nos permiten existir en una coherencia con el individuo de esta época. Es decir, no podemos corresponder la demanda de alguien que nos pregunta en inglés si le respondemos en arameo. Se impone referirse al estatus contemporáneo en su propia jerga.
En el arte latinoamericano se vivió el boom del video hacia las décadas del 90 y principios del nuevo milenio. Los videastas interesados fueron más allá del reconocimiento de una herramienta discursiva y sus alcances expresivos, hasta lograr asimilar el medio y convertirlo en lenguaje, es decir, espacio no solo de forma, sino de (co)pertenencia a la idea que se pretendía exponer.
La tecnología siguió avanzando y muchos artistas perdieron el rastro de esas modificaciones técnicas que no tenían necesariamente que mejorar la obra. Así, lo que fue un descubrimiento se convirtió en algo obsoleto y solo aprovechado por aquellos que realmente lo necesitaban como parte medular de su poética, logrando una sedimentación de sus cultores y asimilando en la discursividad a quienes valoraron el video como parte de su voz personal.
En el siglo XXI se ha creado, a través de los espacios de enunciación artística, una plataforma que hibrida a quienes seducen con su punto de vista, a quienes modifican con su lectura de la realidad, y a quienes (se) confiesan a través de su pieza. Por lo tanto, establecer una línea divisoria que permita esclarecer las fronteras entre biografía y construcción simbólica, se aleja cada vez más de las certezas del discurso visual.
Pensando la obra de arte como un dispositivo narrativo, y a partir de lo definido por Geovanni Levi en el libro de Peter Burke Formas de hacer historia, la microhistoria se nos presenta como la solución a las correlaciones entre ficción y realidad, entre paradigma ético de una personalidad y poética sígnica. En los presupuestos teóricos del arte latinoamericano que se aglutinó alrededor del video, esta idea de construcción narrativa cobró una fuerza inusitada, en parte por la gran sed de construcción de relatos en el imaginario del ser americano, en parte por las oportunidades que brinda el medio para sus autores.
La utilización del fondo de memoria colectiva como espacio de inspiración y punto de partida no fue un hecho inesperado. Los creadores interesados en las narrativas sociopolíticas se insertaron en este giro poético del lenguaje para comprender su realidad, sus gobiernos, su pasado, o incluso, a sí mismos. En función de tales búsquedas se perfilaron obras que van de la abstracción total a un coqueteo con el cine como punto de referencia.
Tras comprender que la microhistoria permitía un juego de ilusiones, y al mismo tiempo podía ser aguda y comprometida, la cámara cambió de objetivo, para desplazarse del otro al autor como enunciante y protagonista. Las obras de creadores como Sarah Minter (1953-2016), en México, se enrolaron en la búsqueda de propuestas que respaldaran las narrativas construidas desde el imaginario popular y los testimonios personales.
La llegada de piezas como The first bath (2004) configuró su posicionamiento en el establishment citadino para reubicarla en el grupo de los artistas trasgresores y provocadores del espacio privado como centro de culto. La obra expone a la autora y un joven en el baño de una habitación, mientras dialogan sobre temas imperceptibles. La pieza fue parte de su exposición retrospectiva Ojo en rotación. Imágenes en movimiento 1981-2005, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). Más allá de las mortificaciones del público y sus límites morales, el retrato de la sociedad mexicana en el cuerpo de los colegas y amigos de la artista fue el centro de la exhibición.
¿Podemos comprender piezas como The first bath como centro de un “espectáculo” epocal? Según Guy Debord en su texto La sociedad del espectáculo:
“Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente se aleja ahora en una representación […]. El espectáculo no es un conjunto de imágenes […]. No es un complemento del mundo real, una decoración superpuesta a este. Es la médula del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el modelo actual de la vida socialmente dominante”.
Las obras de video con la extracción de una vivencia específica no persiguen, necesariamente, la exhibición como parte de una atracción de feria. Debord no está hablando en el texto de una alusión al universo del entretenimiento vacío, sino de un cambio de paradigma que hoy se manifiesta en la gran diversidad de espacios públicos del arte.
Cuando me refería a la asimilación por parte del video de las estrategias narrativas del cine, y de la microhistoria como locus de reflexión sobre la memoria, posicionaba el ángulo de recepción como parte de una manera fresca de leer el individuo enunciante como representación de una generalidad.
En la obra de Sarah Minter se cuestionan las voces auráticas del artista para conmocionar con la memoria de su cuerpo el espacio vulnerable que somos. Ella coloca la cámara; ella se expone en una bañera; ella conversa, sin que sepamos sus temas de discusión; ella termina el guiño voyerista a su vida cuando descubrimos que somos tan artistas como la autora. La recepción de la obra comulga con la sinceridad de la confesión.
La estética que el video expone se muestra como documentación de una memoria histórica: es la narración de un suceso determinado, filtrada por la voz subjetiva de un individuo que expresa en su muestra las afecciones históricas que construyen su documentación temporal.
La memoria que percibimos hoy está permeada de múltiples filtros informativos, de entretenimiento, de (auto)representación, de (auto)sugestión, de (auto)censura. Así, las imágenes que creemos fieles a nuestra vivencialidad se disuelven en una red de hipervínculos tecnológicos, deshaciendo la autoría personal por el collage extraído después de la última historia de Instagram.
El video en Latinoamérica tiene en la obra de Sarah Minter una de las precursoras del lenguaje en el país mexicano, y tiene en The first bath uno de los puntos de partida para comprender, a partir de la modificación de la voz enunciativa, un lugar común entre nosotros, los comunes mortales, y el halo sagrado del universo artístico.
La memoria histórica del video corporiza el espectáculo irreal, porque se muestra en una dimensión digital, con una paleta de colores, hoy vintage, y sin una secuencia temporalmente comprobable; se codifica la pieza como una construcción ficcional. El espectáculo del que hablaba Debord amerita ser revisitado como expresión innegable del video como lenguaje, en tanto podemos afirmar que las estrategias narrativas de los videastas, que construyen en su obra una reflexión sobre su temporalidad, desde la primera persona, son expresiones de la memoria histórica de su sociedad, y de sí mismos como entes sociopolíticos.
No hay una verdad de Perogrullo en tal enunciación, sino el reconocimiento del video como plataforma narrativa de una territorialidad física y psicológica. Porque en Latinoamérica no pretendemos asentar cada uno de los procesos históricos vividos en obras de arte, sino subvertir los procesos históricos con el filtro personal de la obra de arte. De ahí que la memoria recepcionada en el videoarte abandone el cuerpo autoral para representar el cuerpo colectivo que inspiró su nacimiento.
La posibilidad infinita de la mojigatería intelectual
El lema de la pasaba Bienal de La Habana ha sido “La construcción de lo posible”. Pero, ¿cómo se entiende “lo posible” en el actual contexto cubano? Conveniente ambigüedad.