Lo conocí sin conocerlo. Lo conocí a través de sus grabados en las inmensas salas del centro de arte en Quito. A ese lugar casi nadie va, casi nadie se toma el trabajo de subir la empinada calle Montevideo, subir la escalinata que da acceso a lo que fuera el antiguo Hospital Militar.
El trazo de su obra es “ingenuo”. Y digo esa palabra porque quizás no exista otra, o porque en realidad soy cómodo. No hay detalles, utiliza un único color, el rojo, porque el blanco y el negro no son colores.
Algo me dice su obra, eso no es nada nuevo: todos quieren decir. Todos quieren gritar, explicar algún suceso que le haya marcado la existencia. Muy pocos quieren callar, escuchar, alejarse.
Escucho su obra. ¿Cómo puedo escuchar un grabado, una pintura o un objeto? Esta obra reúne lo que siempre he buscado en el arte.
¿Pero qué cosa he buscado en el arte?
Me hago la pregunta y encuentro silencio. El mismo silencio que tengo cuando trato algún tema con el autor de esta exposición. ¿Qué es lo exponible? ¿Qué se debe mantener a escondidas, velado? ¿Cómo se puede hacer una exposición y mantener cosas ocultas?
José habla poco, me ha dicho: no me gusta socializar. Vive solo, junto a un gato que alimenta una vez al día. Vuelvo a la pared, me acerco a sus grabados. Sé que estas fotos, después publicarla, las borraré. ¡Qué suerte tienen los teléfonos! Su memoria se llena y podemos borrar la información y empezar de nuevo.
En su apartamento hay un ventanal de amplios vidrios. Él sólo descorre las cortinas para que entre el sol. A él sí que no le interesa mirar la calle, ni las casas. Ni mucho menos a sus vecinos.
Conocí al artista después de conocer su obra. Y pude comprobar lo que ya había imaginado: esa figura humana que aparece en los grabados es el propio autor. José dice que no. Pero ya sabemos: no podemos creer del todo en lo que dice un artista sobre su obra; debemos creer en la obra, en los puentes, túneles que van formando los espectadores.
La figura humana está pelada al rape, mira con extrañeza. Mirar con extrañeza es difícil de definir. En cambio, las miradas de amor, de odio, de desprecio son identificables.
También es difícil definir la mirada del pintor, del grabador. Su obra ha bebido de la cartelística. El mensaje es directo. La sencillez esconde una historia compleja. Profundizar a menudo se vuelve “fofo”. Demasiado intelecto puede ser superficial, manido, recurrente.
Ese niño, o humano pequeño con los brazos extendidos, me saluda. Tiene alas, sus dedos se apoyan en mi espalda. Yo para esa ocasión visto una camisa de lino muy usada que traje de Cuba.
Sentí el peso de la mano. Yo deslizaba las mías por su espalda en un abrazo de unos tres minutos. De algo estoy seguro, nuestros abrazos no duran cinco minutos. Mi brazo, estirado por completo, en contacto con la superficie del suéter. La rugosidad, la textura de una tela áspera lo aislaba aún más.
Es tímido, cauteloso, eso ya es redundante. Tiene miedo. ¿Pero quién no tiene miedo?
Una cortina de humo se levanta por el Este de la ciudad, suenan las sirenas de los carros de bomberos. El humo forma una nube negra. Otro incendio provocado. El fuego devora los árboles, los animales que habitan en esos bosques.
Yo debía arder, yo debía consumirme por tanto sentimiento que quiero ofrecer y que no recibo. Yo soy el valiente, la brasa que en pocos minutos se convertirá en cenizas.
Caminar por los bosques quemados me trae fascinación. La fascinación no es buena, ni mala. La fascinación es asombro, mudez, ausencia de juicio. En la medida en que caminaba, supe que el olor de la madera viva recién chamuscada es diferente a la madera muerta de los fogones de leña.
Leí que sólo en los abrazos, en ese gesto cuando las manos descansan en la espalda del otro, se activan ciertas terminaciones nerviosas.
No he visto su obra en un contexto doméstico. No la tiene colgando en su apartamento. También haría lo mismo, demasiado yo muy cercano para mirarlo todos los días.
Me he preguntado muchas veces porque vemos arte en espacios de paredes blancas, limpias. En espacios antisépticos, que nos recuerdan el olor a creolina de los hospitales. Quizá sea esta una señal que nos demuestra que lo enfermo está asociado al arte.
He pensado en muchas ocasiones entrar a una galería y ver la decoración de una sala, o una cocina, el vestíbulo de un edificio, o la recepción de un hotel y allí, en ese entorno, las obras expuestas. Porque en definitiva el arte está para ser usado.
Sus grabados quedarían muy bien en el espacio comedor-cocina de un apartamento moderno, donde las familias se reúnen y quedan un tiempo juntas. Una obra de tanta soledad requiere mucha compañía.
Una mujer está preparando verduras. Detrás, en el ángulo de su cuello estirado y el hombro, se ve colgado en una pared pintada de salmón débil, “La oveja negra”, el rumiante que mira a una estrella. Describí la situación como si fuera cine.
Hoy en esa casa no se encenderá la estufa, los alimentos no se cocinarán como tradicionalmente se cocinan. No sé hervirá nada. A nada se le dará “candela”.
Han sido muchos los incendios en la ciudad. Hoy en esa casa se alimentarán de brotes recién cortados y de comida cruda. Muchos nutricionistas hablan de los beneficios de alimentarnos con comida cruda. Desde mi infancia empecé a amar lo crudo, lo no elaborado, lo hecho a medias.
Fue cuando tenía seis años. El niño que fui dormía en una habitación al lado de una ventana. El niño se levanta, se para en la cama, abre la ventana, estira sus brazos para agarrar una guayaba del patio. Se llevó a la boca el fruto. Muerde, mastica, traga el trozo sin lavarse la boca, ni los ojos, sin lavar el fruto.
Desde ahí empezó mi gusto por lo crudo, por lo poco “elaborado”. La honradez puede causar miedo. La obra de José Manosalva es algo cruda, una crudeza que se agradece: natural, tierna, nutritiva.
La guayaba no estaba del todo madura. Así el niño pudo hacer presión con sus dientes y desprender un trazo. Desde esa temprana edad fui el niño del grabador, el de los brazos abiertos. Buscando una fruta.
O un abrazo.
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