Rafael Zarza: del símbolo a la resistencia

El nombre de Rafael Zarza —Premio Nacional de Artes Plásticas, 2020— no siempre se ha mantenido a la luz dentro del contexto del arte cubano de las últimas décadas. Su obra ha transitado por zonas de penumbra: gravitada hacia un espacio subterráneo por la propia intensidad que la acompaña, por el modo tan agudo que tiene el artista de interpretar la realidad y el propio destino del Hombre.

Cuando Zarza irrumpe en nuestro panorama plástico, a finales de la década de los sesenta e inicios de los setenta, lo que movía al país era un sentimiento de esperanza que a partir de cierto momento se fue volviendo mimético e irreal, seguido por la férrea censura archiconocida como Quinquenio Gris, o más bien Decenio Negro. Pero su obra está lejos del mimetismo y el falso entusiasmo, en la medida que interpreta los procesos desde una gran complejidad. En muchas ocasiones la vida y la muerte aparecen como dos versiones de una misma cosa; dos caras de un conflicto al que nos debemos, y por el cual quedamos secuestrados de manera casi permanente. Son imágenes que exploran problemáticas que han venido repitiéndose de manera cíclica desde la antigüedad. Entre los temas más frecuentes aflora el de las tensas relaciones del ciudadano con el poder, las cuestiones de la rebeldía y la sumisión, y también el profundo contenido erótico que parece permear nuestras acciones.

En ningún momento el artista se queda en la dermis de estas temáticas, sino que las atraviesa con irreverencia, portando una lanza con la que logra llegar a su centro, o núcleo: sitio donde se tiende a meditar. Entre los argumentos, resalta aquel que nos habla de que las relaciones entre los ciudadanos y el poder deben de ser ciertamente tensas; ellas garantizan una dinámica sin la cual las cosas se estancarían. Esa lanza que usa Zarza es un símbolo, una imagen que va a ir recorriendo todo su trabajo, en una secuencia tras otra: dicho símbolo es el toro, que, según las circunstancias que él va narrando, puede convertirse en un buey o en una vaca.

Zarza me ha contado que proviene de una familia cuyas raíces más inmediatas están en España. Recuerda los pasodobles que se bailaban en su casa cuando él era niño, y la cercanía que su gente mostraba con el arte de la tauromaquia.En su mente aún permanecen frescas las imágenes de toreros famosos, como Silverio Pérez y Manolete. El símbolo elegido es contundente, sin dudas; aunque tiene la atenuante de su amplia utilización por parte artistas que le antecedieron, los cuales también se apropiaron de las relaciones que se establecen entre víctimas y victimarios durante el espectáculo taurino.

Pero las reses de Zarza están protegidas por la singularidad de la cual provienen. Son criaturas hijas de un evento irrepetible; protagonistas en la otra cara de la moneda. Seres que reciben la posibilidad de razonar a través de metáforas engendradas por la propia necesidad de expresar. Esta necesidad deviene en una forma de resistencia, en llamado de atención sobre la urgencia de lo discordante dentro un escenario que permanece lastrado por su forzado aspecto monolítico.

A través de amplias zonas de su obra, Zarza ha sentido la necesidad, y también la obligación, de entrar en polémica con la ideología. En esta actitud parecen pesar sus criterios sobre la utilidad del arte, un poco en términos del compromiso que este va adquiriendo con los distintos sectores de la sociedad. Según los cuestionamientos de muchas piezas suyas, el hombre es un ser vertical que debe convertir esa posición en actitud. De esa manera, sabe discernir muy bien la rebeldía del sometimiento: la primera actitud la representa a través del toro bravo, de cuernos afilados; la segunda a partir del buey al que le han serruchado los cuernos, y baja la cabeza.

En su crítica a las estructuras opresivas, Zarza va mucho más allá del poder del Estado: se adentra en diversos tipos de fenómenos capaces de limitar nuestro perímetro de libertad. Es imprescindible que el hombre arrecie la confianza en sí mismo para evitar ser degollado, o lo que nos parece aún peor: ser convertido en un buey obediente. Su trabajo nos quiere decir, en realidad, que el hombre debe aprender a construir su fe como mismo construye su casa.

Un buen ejemplo de ello fue la muestra Crucifixiones, realizada en la propia vivienda del artista: momento en que hace una simbiosis entre las reses-desolladas-que-cuelgan y los Cristos crucificados. Una vez más, se hace visible la sangre como señal de que ha ocurrido un sacrificio y se ha escalado un nuevo peldaño en busca de la purificación.

Las creaciones de Rafael Zarza abarcan también una amplia dimensión antropológica. Quizás este sea su aspecto más perdurable, tanto por la consistencia de las escenas, desde el punto de vista visual, como por todo lo que pueden ir evocando y removiendo en nuestro sistema de pensamiento. Para alistarse en este tipo de poética, parece imprescindible practicar la osadía sin límites, llevar siempre las situaciones justo hacia el extremo, donde estas puedan ser contempladas y analizadas con la mayor transparencia. En este punto, Zarza hace analogías sorprendentes, desdobla a sus protagonistas con audacia de buen gusto, colocándolos lo mismo dentro de un ring de boxeo que un fuerte pasaje erótico.

Es fascinante esa posición dualista entre los toros y otros tipos de reses vivas, y sus esqueletos, que nos hablan con claridad del cuerpo fugado, desaparecido, extirpado de manera cruel y tajante por el apetito de los hombres. El espectador recibe el azote de lo que es vomitado; no existe disfraz, sí quemazón: brote de sinceridad que reta al “imperio de los sentidos”.

Dentro de la historia y evolución del grabado cubano, la intervención de Zarza nos deja importantes aportes tanto en el sentido estético como por su capacidad de convocatoria, de nuclear a otro talentoso grupo de artistas que, de manera ascendente, le ha ido conformando a nuestra gráfica un rostro creíble y anclado ya en la memoria de varias generaciones, sin duda con momentos inolvidables.

A cualquier rincón de esta isla, o del planeta, puede ir a parar una multitud de toros uniformados; o el sexo profundo de una res transfigurada en mujer y cubierta de cinismo; o los huesos descarnados que nos proponen un destino siempre aterrador e inevitable. Se nos ha mostrado un mundo violentado, arañado, pero que a la vez no deja de ser un mundo dominado por los rituales, por la rectitud del gesto y el incomparable aprendizaje que proviene del dolor. Zarza ejerce una libertad elogiable, al ir desde una vaca hermafrodita hasta otras parodiadas e intervenidas sin límites a partir de las etiquetas de productos derivados de la leche fresca, que en las industrias adquiere otra rostridad.

Que corra la sangre que proviene de los mataderos. Que la sangre se congele al pie de un pensamiento profundamente poético, capaz de transformarla en arma viva y mutante, carboncillos, pinturas y grabados conteniéndola y nutriéndose de ella, en medio de un proceso cuya dosis de absurdo y horror archiva la historia, no esa doctrinaria y rígida que apadrinan las instituciones del Estado, sino aquella que hierve, desmitifica y no se detiene.


Galería


Rafael Zarza – Galería.



Alberto Casado

Alberto Casado: “Cuba le pone color a los cristales que pinto”

François Vallée

“Veo a mi generación como la de la resistencia, aquella que desde la más absoluta oscuridad del Periodo Especial, supo hacer florecer un arte nuevo, auténtico y vigoroso. Una generación que tuvo que tragar en seco y aceptar que es difícil, casi imposible, transformar nuestra realidad política y social desde el arte”.