“José Martí y Anamely”, de la serie San Isidro, 2020.
Tengo en mis manos una pieza de Sergio Chávez Bonora.
Es pequeña, un reducido rectángulo de apenas 9 pulgadas donde los creyones de color rojo, azul, naranja, verde se extienden en franjas planas hacia el otro extremo de la página.
Es un cuatro-esquinas a todo color y una mujer vestida de blanco se asoma a la puerta. Del otro extremo, la silueta bigotuda de Martí. Es un cuatro-esquinas a todo color o parece más bien una encerrona.
El título, “José Martí y Anamely”, de la serie San Isidro, 2020. Es cierto que no hay tensión melodramática más allá del título, sabiendo que la pieza se realiza durante el acuartelamiento de San Isidro. Creo que no hay nada más distinto a las imágenes que veíamos continuamente durante esos días que esta pieza de Sergio.
Su color es puro y lleno de luminosidad, toda sensación de espacio y profundidad viene de esos planos superpuestos de las cuatro esquinas. Es una imagen callada. Nadie grita, gesticula o tira la puerta. La policía y los vecinos están totalmente ausentes. Si no supiéramos la historia detrás de esas cuatro esquinas calladas, tal vez pudiéramos intentar la sublimación de ese recuerdo. Pero mientras miro esta imagen mi mente solo me pide olvidarme de todo, vaciarme en ese silencio de calles vacías.
Las piezas de Sergio, pequeñitas, todas parecen hundirse en la pared. Es el espacio restringido de la memoria callada, donde las imágenes se suceden en una suerte de teatro de pantomimas. Sus personajes sin rostro, mas no sin expresión, deambulan por las cuatro esquinas en silencio. No hablan entre sí, no chocan, parece que no ven más allá de los vericuetos de calles entrecortadas. En una extraña transmutación de almas, todos parecen Uno y Múltiple.
Caminan por la calle, se sientan en el malecón, se dejan arrastrar con letrinas blanquísimas en plena vía pública y, sin embargo, a pesar de aparentemente convivir en lo abierto de la calle, todos se mueven como en un espacio interior.
Las cuatro esquinas transcurren en el interior de un cuarto de Centro Habana. Por esa razón es que la combinación de interior/exterior y público/privado aparece tan porosa en las obras de Sergio. Estos personajes que trasmutan, que añoran, que bailan solos en improvisados tutús, todos deambulan en silencio. No me atrevería a decir si viven o recuerdan. Memento, ergo sum, porque recuerdo existo, parecen decir.
Yo sé que la de Sergio es una nostalgia sin drama, pero, ¿acaso hay algo más melodramático que la memoria, que la facultad y la práctica diaria de recordar?
La idea de la imagen puzle, la imagen rompecabezas, es una asociación ya clásica en el arte contemporáneo a través de artistas como Félix González Torres, donde la foto de familia fraccionada se convierte en el espacio prototípico de la memoria desecha, inalcanzable.
En el caso de Sergio, las imágenes rompecabezas recobran el valor de juego inocente. Yo las miro y pienso que pudieran armarse de formas distintas, como si cada una abriera de por sí un pasaje a la reconstrucción de un mito cotidiano (cambiarse de ropa, bañarse, sentarse a la mesa).
Cada una funciona como un pequeño espacio arquetípico, donde el paso de una habitación a otra podría multiplicarse al infinito. La memoria o el recuerdo es un acto que transcurre en el presente y, a veces, poco o nada tiene que ver con los sucesos del pasado. Sobrevive un olor, una sensación de frío o calor en la piel, un gusto agridulce en el paladar.
El interior de una casa en Centro Habana con paredes coloridas, medios puntos, y losetas vibrantes de decoración geométrica, es el espacio que yo recuerdo cuando me dejo perder en los cuadros de Sergio. Todo parece un prop de escena, pero es real. Palpable. Los sentidos nos engañan. Yo también he visto y sentido esas losetas frías en medio de los calores habaneros.
La dimensión arquetípica de las escenas que Sergio recrea, esa cualidad que las hace reposadas y tranquilas sin mayores aspavientos, no entra en contradicción con los objetos y las situaciones que claramente podemos reconocer y asociar a nuestra experiencia íntima. Y quizá es por ello que un avión, el mar, y el Morro funcionan como pequeñas fichas de un rompecabezas que cada cual puede armar de acuerdo con su propria rutina.
De manera que la conexión entre historia e imagen que Sergio nos regala depende únicamente de nuestra voluntad creativa, de la posibilidad de entrevernos en algunos de sus personajes y espacios.
No me extraña que Sergio pinte sobre sí mismo, en primera y última instancia. Pinta La Habana como la recuerda. Pinta a su madre y las cartas. Pinta el absurdo y lo tierno del deambular por esta historia enloquecida en la que nos ha tocado vivir.
La acción de tirar las cartas y esperar a que la visión se nos muestre en una pequeña silueta, parece el rejuego de cada una de estas composiciones. Hay que tirarle las cartas al gato para escaparse de esta encerrona de la memoria. El azar se asoma en estas pequeñas composiciones de juguete.
Ahora que lo pienso, las obras de Sergio también me recuerdan, y con mucha más hondura, las composiciones constructivas de Joaquín Torres García, otro artista que jamás perdió la capacidad de juego. Esto es, la capacidad de emplazar al universo en unos cuantos planos superpuestos. La diferencia radica en que, para Sergio, el universo se conjura al interior de una casa en Centro Habana, donde parece que no pasa nada, nadie se mueve, nadie habla ni susurra, donde se mira con indiscreción y nada más.
Hay que tirarle las cartas al gato y esperar. No queda otra.

“Cartomántica”, 2022.

Discurso en la Universidad de La Habana (Sabatina del 22 de febrero de 1862)
Por Ignacio Agramonte y Loynaz
“El Gobierno que con una centralización absoluta destruya ese franco desarrollo de la acción individual, no se funda en la justicia y en la razón, sino tan sólo en la fuerza”.