Según mi criterio, los intentos de hacer audiovisuales de ciencia ficción en Cuba tienen dos grandes problemas. El primero es que, siempre que un proyecto lleva el apellido ciencia ficción, la respuesta invariable suele ser: “lleva muchos recursos”. Al parecer, esto se debe a que cualquier producción cinematográfica de este género debe cumplir, al menos en el imaginario popular, con la pauta de efectos especiales y producción millonaria de blockbusters norteamericanos como Star Wars.
El segundo problema es que se asume que toda película de ciencia ficción debe ser ligera, visualmente espectacular y rayando en el cliché más burdo del género. De nuevo, el fantasma de Star Wars aparece para espantar a todo aquel que considera al cine como arte y no mero entretenimiento.
El análisis sobre la seriedad de las obras de género en el cine tiene su homólogo en la literatura, donde la fantasía y la ciencia ficción son constantemente puestas en tela de juicio. Sin embargo, existen clásicos literarios y cinematográficos cuya pertenencia al género y calidad artística son innegables, como Kubrick y Tarskovski, con 2001: una odisea del espacio y Solaris.
Por otra parte, el minimalismo en la producción y las historias de ciencia ficción cuya extrañeza recae en el guion y no en los efectos visuales tiene larga data. La Jetée (Chris Marker, 1962), Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965), Gattaca(Andrew Niccol, 1997), Primer (Shane Carruth, 2004) o Coherence (James Ward Byrkit, 2013) son solo algunos títulos sueltos que demuestran que no es necesario invertir millones para hacer buen cine sin salirse de los códigos de la ciencia ficción.
En Cuba, las experiencias artísticas ligadas al género han sido aisladas en el tiempo y moderadamente aceptadas por un público que, o bien espera una versión criolla de las superproducciones de entretenimiento hollywoodenses o una obra visual de arte abstracto que dialoga más en lo simbólico que en lo argumental. La mayoría de estos públicos no quedaría satisfecha con una obra de ciencia ficción pura acometida con una visión artística. El cortometraje de corte erótico Molina’s Solarix (C) (Jorge Molina, 2007); el apocalíptico mediometraje para televisión Los desastres de la guerra(Tomás Piard, 2014); y de Eduardo del Llano el largometraje para cine Omega 3 (2014), junto a sus “cortos de Nicanor” Brainstorm (2009) y Dos veteranos (2019), son ejemplos de intentos mal recibidos por el público o catalogados como “ficción”, eliminando de modo conveniente el “ciencia” en toda crítica “seria”.
En este sentido, el año 2021 me sorprendió y no, al mismo tiempo. Explico esta especie de sorpresa de Schödringer: No me sorprendió que el largometraje Corazón azul de Miguel Coyula no fuese considerado ciencia ficción en su aparición en el Festival de Cine de Moscú o que no fuese aceptado en ningún festival de cine fantástico. Tampoco fue una sorpresa que el corto Tundra de José Luis Aparicio —que participará en el Sundance Film Festival— tenga reseñas que empleen una y otra vez la palabra distopía, pero eludan el término ciencia ficción.
En cambio, me sorprendió positivamente el hecho de que, por primera vez, no veo un audiovisual aislado que toma el género como camino narrativo y acaba pasando desapercibido: esta vez han aparecido dos obras con indiscutibles valores artísticos que, aunque puedan ser incomprendidas hasta cierto punto, son la prueba de que existe un cine de autor que no teme utilizar los códigos del género para narrar sus historias y crear propuestas estéticas arriesgadas sin caer en estereotipos degradantes. Y se trata, además, de obras exitosas.
Miguel Coyula, graduado de la especialidad de Dirección en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, es un peso completo en la realización cinematográfica al que no le es ajeno el cine fantástico. Su ópera prima fue precisamente Cucarachas rojas (2003), un largometraje de ciencia ficción.
Así, Corazón azul, con una construcción de universos sólida —se trata del mismo universo ficcional de Cucarachas rojas— y una producción de diez años que, pese a sus altos y bajos, le permitieron al autor hacer uso de la riqueza política de la década, nos introduce a una historia de manipulación genética y personas con superpoderes. Aunque Coyula bebe de las aguas del manga y el anime japonés, esta película no se puede reducir a un mero subproducto de sus influencias, sino que desarrolla una historia compleja sobre el mundo pos-Revolución cubana, valiéndose de recursos estilísticos y un manejo del lenguaje audiovisual y la narración que le son muy propios; no se limita a crear una copia criolla de Locke, el Superman de las galaxias.[1] Es una historia de manipulación genética y personas con superpoderes —o simplemente poderes— que toma distancia de sus pares Marvel o DC para narrar una historia cien por ciento cubana.
Fiel a su formación profesional, Coyula adopta una narrativa centrada en la visión artística de la ciencia ficción, focalizándose más en la atmosfera que en la narración lineal. Construye un mundo visual de desarrollo decadente que roza el cyberpunk pero que no llega a imitar esta estética preestablecida. Si tuviera que nombrar el ambiente de este escenario de ciencia ficción, le llamaría posbrutalismo industrial. Las imágenes del malecón habanero con plataformas petroleras de fondo, el paisaje metropolitano con un cielo nublado por la contaminación y con chimeneas y torres de refinerías emanando humo negro se combina con las ruinas que forman parte del paisaje realista de La Habana para crear imágenes terribles, desesperanzadoras y bellas al mismo tiempo.
La trama narra una historia que nace del pensamiento político en el contexto cubano. Es, de hecho, una ciencia ficción que respira la política; como en su momento hizo Dune de Frank Herbert o la saga La expansión de James S. A. Corey. Pero, a diferencia de estos, no precisa inventar desde cero un escenario político ficticio, sino que extrapola el escenario actual de la Isla. Una trama que toma la política como medio de expresión; pero que es, en definitiva, una historia humana. Una historia de desesperanza y cansancio, de sueños que no se volvieron nada tangible, ni siquiera pesadillas.
Si tuviera que clasificar la polaridad política de Corazón azul, creo que diría que se trata de un audiovisual con un mensaje profundamente anárquico. Al punto que uno de sus personajes, el llamado Caso número uno, se atreve a desafiar al gobierno de Estados Unidos luego de un discurso profundamente crítico hacia el gobierno cubano.
Pero la joya de la corona de 2021 ha sido Tundra, de José Luis Aparicio. Graduado de dirección de cine por la Universidad de las Artes de Cuba y, pese a su juventud, ya ha ganado reputación como cineasta. Su filme El Secadero (2019) ganó el premio a la Mejor Ficción en el Bannabáfest de Panamá y Mención Honorífica en el Cinema Ciudad de México.
En esta ocasión hace derroche de talento y músculo para contar una historia. Aunque carente del meticuloso worldbuilding de Corazón azul, Aparicio logra una narración estéticamente impecable al apoyarse en una visualidad original que evoca las distopías clásicas del cine de género sin desapegarse de la visualidad del entorno nacional. Logrando un eficiente equilibrio entre la estética de la ruina, común en el cine cubano, y la estética distópica, las imágenes de una Habana apenas reconocible bien podrían pertenecer a escenas tomadas de 1984 o Brasil. Al igual que Coyula, pero de un modo diferente, Aparicio concibe imágenes poderosas, terribles, pero, sin lugar a dudas, hermosas.
Como escritor de ciencia ficción podría molestarme lo críptico de su guion, que toma distancia con el género por lo parco de sus explicaciones. No me refiero a explicaciones excesivas, cargadas de tecnicismos o neologismos propios de la ciencia ficción hollywoodense, sino a aquellas básicas sobre las que se monta la historia. Explicaciones que el público merece saber, como el origen de estos animales alienígenas y su papel en esta sociedad distópica propuesta.
Sin embargo, el corto entabla un diálogo emocional con el público que lo hace eficaz, pese a que la narrativa no aporta luz a la oscuridad de la trama. Los sentimientos de apatía, y hasta desesperación, ante el orden social impuesto son claros espejos de sentimientos existentes en nuestra sociedad. De este modo, Tundra consigue una de las premisas básicas de la ciencia ficción: la creación de un mundo imaginario para reflexionar sobre nuestra realidad. Esto precisamente es su mayor valor: nos lleva por un camino que llama a la reflexión sobre nuestras propias actitudes de resignación ante el statu quo, apatía ante lo arbitrario y el abandono de los sueños.
Todas estas sensaciones las hemos sentido en nuestro universo real; sin embargo, en este universo imaginario, luego de conectar con el protagonista, terminamos reflexionando sobre nuestra propia apatía y desesperanza. De ahí que resulten innecesarias las respuestas a las preguntas clave de la historia, como el origen de estos animales alienígenas, aparentemente simbióticos con los humanos, o las particularidades de esta sociedad burocrática y totalitaria.
En ambos casos, los realizadores, a pesar de no ser activistas del género, al margen de poseer una amplia cultura acerca de la ciencia ficción audiovisual, han demostrado su interés en usar escenarios alejados de la realidad real para contar sus historias. Esta es la principal cualidad que debe poseer un realizador de ciencia ficción.
El otro detalle es que, tanto Corazón azul como Tundra, manejan escenarios ficticios identificables como escenarios de la ciencia ficción clásica (la manipulación genética y los poderes mentales en uno, la distopía y la simbiosis de seres extraños con humanos por el otro); mas no son obras audiovisuales comerciales dentro del género.
El tercer punto es que ambos universos fantásticos se desarrollan en un ambiente marcadamente cubano. Corazón azulcomienza en la ciudad de New York, pero el grueso de la trama ocurre en una Habana siniestramente desarrollada con capital chino. Tundra transcurre en un universo neutro, sin íconos arquitectónicos identificables, pero con el espíritu habanero latente en las ruinas del brutalismo soviético, la burocracia y la decadencia. En ambos, la crítica social a nuestra geografía y a nuestro tiempo es el verdadero objetivo de la obra.
Que aparecieran en un año casi salido de un escenario de ciencia ficción, no una, sino dos obras audiovisuales que usan contextos conocidos dentro del género, identificados con Cuba como escenario fabulado, debe significar algo.
Yo, como escritor de literatura de ciencia ficción, que me paso la vida luchando porque los zombis ataquen en La Habana y no en New York, lo veo como una señal. Una señal de que está apareciendo un nuevo cine fantástico cubano. Un cine que no tiene prejuicios con el género que tanto amo, que no teme abordar escenarios complejos con bajo presupuesto y que, sobre todo, no se regodea en el asombroso worldbuilding o en la superficialidad de los efectos especiales. Un cine que critica y llama a la reflexión desde una pasarela fantástica. Eso, en mi opinión, es lo que hace el arte, es lo que hace la ciencia ficción.
© Imagen de portada: Elia Pellegrini
Nota:
[1] Chojin-Locke (en japonés) es un manga creado por Hiriji Yuki, posteriormente adaptado a anime, exhibido en Cuba.
Un pomo de mermelada francesa
No pertenezco a algo que dice llamarse Comité de Defensa de la Revolución. No defiendo a la Revolución, defiendo mi derecho y en todo caso el de mis vecinos. “Además, soy izquierdoanarquista”.