Mi germanofilia diagnosticada es ya ampliamente conocida entre mis familiares. En no pocas ocasiones, a propuesta mía, sale a la palestra una cinta alemana después de que hayamos consumido la última superproducción de Netflix. Por esta razón, ni a mi madre, ni a mi tío abuelo, ni a mi prima extrañó en lo más mínimo que, tras sentarnos a ver la archiconocida Don’t Look Up, de Adam McKay con Leonardo DiCaprio, pasásemos a una película mucho menos conocida: La revolución silenciosa (Das schweigende Klassenzimmer), de Lars Kraume.
Kraume es una de esas promesas del cine alemán contemporáneo que me gustan particularmente a mí, que soy amante del cine y de la historia a partes iguales. La filmografía de este director ha explorado diversos episodios de la tormentosa historia de su país en el siglo pasado. En ella cabe destacar la miniserie Bauhaus, una nueva era (2019) —sobre los inicios de la escuela Bauhaus—, El caso Fritz Bauer (2015) —sobre el arresto del nazi Adolf Eichmann en Argentina— y la ya mencionada La revolución silenciosa (2018).
Este último filme está basado en hechos que realmente sucedieron en un instituto de la pequeña ciudad metalúrgica de Stalinstadt, en la RDA. En 1956, cuando aún se estaba desarrollando lejos de allí, en Budapest, el levantamiento contra la dominación soviética, toda una clase permaneció en silencio, desafiante, durante un minuto, en solidaridad con los revolucionarios húngaros.
A pesar de que los estudiantes intentan inicialmente buscar una coartada que permita despolitizar la señal de protesta, el asunto pronto se les escapará de las manos. A medida que más y más autoridades van sabiendo del suceso, desde escolares hasta ministeriales, diversos elementos de la Seguridad del Estado se movilizarán contra lo que sospechan que puede ser una “contrarrevolución” en una localidad socialista modelo. Serán interrogados e intimidados para que nombren un culpable y una pesadilla les rondará la cabeza durante todo el metraje: la posibilidad de que no los dejen graduarse.
Antes de entrar a analizar pormenorizadamente el film conviene situarse en el momento histórico en que éste transcurre. De entrada, la historia sucede en una época de Alemania poco abordada, pero apasionante: cuando aún se podía cruzar pacíficamente de este a oeste. Estos doce años, desde 1949 a 1961, fueron insólitos, ya que nunca antes en la historia de la humanidad se había podido pasar de un sistema económico a su antagonista con relativa tranquilidad. Un solo punto de control permitía ir en tranvía desde el capitalismo al socialismo y viceversa; era un sistema de locos.
A pesar de que el SED —el partido único de Alemania oriental— llegó al poder a través de la intimidación política, precisamente por la facilidad para abandonar la nueva república, muchos de los que se quedaron en ella, además de por un sentimiento de pertenencia a su tierra, lo hicieron por un deseo de levantar una patria socialista nueva y próspera sobre las cenizas del nazismo. En ese sentido, fueron muchos los socialistas de buen corazón que permanecieron de aquel lado con la intención de construir una sociedad mejor y más igualitaria.
Pero, a medida que pasaban los años, los germano-orientales iban percibiendo cómo se quedaban atrás con respecto a su contraparte capitalista sin importar su fuerza de voluntad. Mientras que en Berlín occidental ya prácticamente no quedaban ruinas, en la parte oriental apenas podía asegurarse el uso de electricidad y agua corriente para los hogares. A la vez que en uno había elecciones libres, en el otro ni siquiera se reconocía el derecho a huelga ante los aumentos en las cuotas de producción que demandaban los líderes del Partido, sin ningún tipo de incremento salarial.
Tras un sinfín de decepciones, la obligación de callar ante ellas y la tristeza por saber que no podrían gozar en el socialismo de las comodidades que había en Occidente, muchos sencillamente hacían las maletas y se marchaban. Bastantes de los más jóvenes no encontraban otra razón para quedarse que la familia.
En medio de este contexto tan difícil, nos encontramos con unos personajes igual de complejos en una película frustrante por la incapacidad de hallar en ella una línea divisoria nítida entre buenos y malos. El sistema está por encima de las personas y estas no se relacionan entre sí de manera directa, sino que sus interacciones pasan primero por el aparato del Estado. Las personas no desean obrar mal, pero se ven atrapadas en una espiral donde la moral cede ante el miedo al castigo.
Los estudiantes se ven inmersos en la contradicción entre desear trascender y no dejarse subyugar por el sistema, y querer complacer a sus padres, que tanto han sacrificado por ellos y que sí conocen las consecuencias que trae la desobediencia. Estos mayores de procedencia diversa —desde gente del régimen, exnazis y hasta represaliados— comparten el objetivo de que el bienestar de sus hijos no peligre, y esto pasa por que puedan acceder a la universidad. Gracias al socialismo o no, en muchos casos son la primera generación de la familia en recibir una educación hasta el final; son su tesoro y no quieren perderlo.
Los hijos son, por su parte, idealistas, interpretando a veces equivocadamente la prudencia y el pragmatismo como tibieza y cobardía. Al contrario que el régimen, desean someter sus decisiones a la mayoría y el consenso, pero tienen miedo del escarmiento que se les viene encima a ellos y a los suyos.
Una vez comenzado el proceso de depuración, los alumnos serán sometidos a una gran presión psicológica y se les impedirá reunirse para que no puedan articular una coartada conjunta. La idea es que desconfíen los unos de los otros y acaben traicionándose. Cuanto más avanza la cinta, más claro queda que aquellos que se refieren a los demás como “camaradas” —Genosse en alemán— son los que más desprecian la camaradería. Saben que todo terminará en una sesión en la que las manos se alzarán en unanimidad y se condenará a un culpable.
Mientras seguíamos tensos el avance de la trama, notaba a mi tío abuelo suspirar. No quise girarme a verlo, pues lo último que deseaba era interrumpir su conexión con la película. La iba parando de vez en cuando para hacernos saber lo duro que se le estaba haciendo terminarla. En alguna ocasión la detuvo y comenzó a hacer analogías con Cuba. Lo que más me impresionó es que fue capaz de predecir eventos de la película en base a su experiencia con el régimen castrista. Yo sabía que él había tenido un encontronazo con el sistema en su época de estudiante, pero jamás había profundizado conmigo sobre el tema. Seguimos el filme y, tras algún que otro parón más, llegamos con intensa emotividad a los créditos finales.
Mi prima y yo, dos post-millennials absolutos, comprendíamos la crudeza de lo que habíamos visto. Desde pequeños se nos había enseñado que procedíamos de un país secuestrado por una dictadura. Esta era de izquierda, pero podía haber sido de derecha; realmente eso no importaba. La psicología infame del opresor y el oprimido, la dialéctica del siervo y el esclavo, era la misma, más allá de la ideología. Ella y yo entendíamos esto desde el punto de vista teórico, pero distábamos una vida de sentir la impotencia con que La revolución silenciosa había dejado a mi tío. Finalmente nos contó su historia.
Corría 1980 y él se encontraba cursando su último año en la Facultad de Estomatología de la Universidad de La Habana. El éxodo del Mariel había estallado en ese último semestre y, a pesar de que muchos intentaban seguir con su vida en una calma tensa, la realidad era que gran parte de la población se encontraba movilizada para cometer actos de repudio y demás vejaciones contra quienes deseaban emigrar. Era la primera vez que se respiraba en el país una atmósfera tan cercana a la guerra civil.
Desde un par de años antes, a partir de que muchas familias exiliadas en Miami regresaron a visitar a sus parientes —aunque con más restricciones en un inicio que las que hay ahora con el coronavirus—, muchos cubanos de la Isla se dieron cuenta de la brecha en el nivel de vida que sufrían en comparación con sus familiares de Estados Unidos. A raíz de estos viajes se fue extendiendo el deseo de abandonar el país, no ya por razones políticas, sino económicas.
Hasta entonces Cuba había sido un Estado socialista más de la órbita soviética con sus fronteras y sus límites correctamente definidos. Pero desde ese momento el país se fue acercando a un escenario similar al de las dos Alemanias. La sociedad insular tenía ahora un espejo para contemplar lo que era el desarrollo paralelo en un modelo no totalitario.
Entre los muchos cubanos que se vieron reflejados estaba un joven estudiante de odontología y miembro de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), compañero de mi tío abuelo, que decidió partir por el Mariel. El día antes de irse se lo comunicó a mi tío, mientras este se fumaba un cigarrillo en el aparcamiento de la universidad con un amigo. Les dejó su carné de la Juventud y se despidieron emotivamente en un momento en el que los adioses eran para siempre.
Cuando mi tío y su compañero entregaron el carné en la secretaría general, comenzaron los problemas. Inmediatamente se les abrió un expediente a ambos. A los dirigentes académicos no les cabía en la cabeza cómo aquellos dos muchachos no habían hecho nada para hacer cambiar de parecer al chico, detenerlo o contrarrestar su “diversionismo ideológico” ahí mismo. Se llamó a las familias y se les informó que esos graves comportamientos, que sin duda demostraban un endeble compromiso con la Revolución, no serían tolerados. Como todos sabemos, de lo que se acusaba a mi tío y a su amigo es de no haberle dado una paliza a su compañero en el acto.
En todo momento en que las autoridades universitarias estuvieron en comunicación con las familias se aseguraron de dejar en el aire la graduación de los chicos y las consecuencias que podía tener la falta que habían cometido. Mis bisabuelos, padres de la primera generación de la familia en ir a la universidad, estaban atónitos solo de pensar que un suceso así llevase al ostracismo profesional a uno de sus hijos.
Por último, se convocó una sesión extraordinaria de la UJC. Asistieron miembros de todas las carreras, desde alumnos, maestros y, lo más doloroso, también compañeros de clase. Los que los conocían sacaron todo tipo de “trapos sucios”, rencillas e información privada. Todos ellos levantaron la mano afirmativamente cuando llegó el momento.
Pero, en contra de lo esperado, una voz discordante les quitó el gusto de la unanimidad. Una de las mujeres que trabajaba en la administración universitaria, y esposa del vicedecano de la Facultad de Estomatología, salió en defensa de los chicos. Argumentó que ellos no podían haber hecho nada más si el muchacho ya había decidido marcharse.
Mi tío y su compañero fueron expulsados de la UJC por su “falta de combatividad” contra el enemigo. Hacia el amigo la alevosía fue todavía mayor y en su caso se hicieron constar también sus “tendencias homosexuales”. La mujer que los defendió fue igualmente expulsada a las varias semanas, en este caso por “dudosa moral”. La acusaron delante de su marido, que también era miembro del organismo, de haber tenido relaciones extramatrimoniales. Fue su castigo por no haber seguido la línea oficial.
A pesar de que pudo graduarse, mi tío nunca más volvió a dirigirse a los que algún día fueron sus compañeros de clase.
Borges decía de Alemania en su cuento Deutsches Requiem que esta nación era un “espejo de la humanidad”, un pueblo que había librado, ellos en su raza, todas las grandes batallas de la especie humana. Es cierto que es una afirmación bastante intuitiva sobre el país germano, que, al fin y al cabo, conoció todos los demonios del siglo XX en sus carnes y padeció por igual los totalitarismos fascista y comunista. Pero una cosa es decir esa frase tan bonita y culta, y otra muy distinta es que los hechos narrados en una película ambientada en la RDA de 1956 se hayan replicado en La Habana de 1980 y hayan tenido a un miembro de mi familia como protagonista.
Cuando uno analiza Cuba tiene a veces la tentación de sentenciar aquello como el resultado inexorable del experimento comunista. Pero lo más triste del país no ocurre en nombre de una ideología de izquierda contra una derecha, sino en el de la psicología de la bota militar contra un rostro humano, que diría Orwell.
En Alemania aprendí del cuidado asesoramiento que la Seguridad del Estado de la RDA prestó a los organismos kafkianos cubanos en sus menesteres. Lo curioso es que la propia Stasi había formado sus perfiles no solamente a imagen y semejanza de la NKVD estalinista, sino que también había reciclado cuadros de la Gestapo.
Si nos pusiéramos a enlazar podríamos establecer una transitividad universal de la represión trazable desde la Ojrana zarista —de la que tanto aprendieron los bolcheviques— hasta el Servicio Bolivariano de Inteligencia. Esa línea del malque hiela la sangre termina por demostrar que el problema no son las ideas, sino el sadismo de quien defiende la superposición de sus sistemas resultantes a las personas de carne y hueso.
Cuba está en Alemania y Alemania en Cuba; una parte de ambas fue prefabricada en base a un modelo que ya no existe. Si bien nuestra Isla es étnicamente de origen hispano-latino y africano, nunca podremos terminar de valorar el fuerte vínculo cultural que nos une con naciones como la antigua RDA o la Europa eslava por haber sido miembros de una comunidad fraternal que pensaba en un sistema alternativo. Éramos hermanos, no obstante, en un mundo esquizofrénico y, para recordarlo, están obras como Good Bye, Lenin! (2003), La vida de los otros (2006) y también ahora La revolución silenciosa. Si lo olvidamos, regresará.
‘El Mayor’, una película sin grados
Antonio Enrique González Rojas
‘El Mayor’ (Rigoberto López, 2020) solo merece el apelativo de “espectáculo malo”.