Abel Molina Macías consiguió los audios originales del doblaje cubano del ICAIC para que Miguel restaurara algunos de los animes estrenados en Cuba en la década de los 80. Se exhibieron en los cines como parte del proyecto “¿Infancia? ¡Presente!”, unos meses antes de la pandemia.
Miguel le preguntó si cerca de su casa (Habana del Este) había alguna cueva. Abel le comentó que tenía un amigo arqueólogo, Marcos Acosta.
Temprano en la mañana salimos para la Oficina del Historiador de la Ciudad. Marcos nos dijo que estuvo trabajando en la Cueva del Aguacate, en San José de las Lajas, y se ofreció a acompañarnos. Llevaba meses sin ir. El presupuesto de la oficina había ido a parar al Aniversario 500 de la fundación de La Habana.
Quedamos con él para ir a la cueva el domingo siguiente. Ese día, Marcos, apenado, nos dijo que le sería imposible acompañarnos porque se le había presentado un compromiso familiar. Con un mapa improvisado y unas instrucciones, nos aventuramos en busca de la locación.
Las Charcas es un pueblito de unas cinco o seis casas que hace honor a su nombre. La delegada, según la descripción de Marcos, es una mujer con mucho sentido de pertenencia no solo con Las Charcas, sino también con la cueva. Decidimos parquear dentro de la maleza, adentrados en el camino que debíamos continuar a pie para no levantar sospechas.
Había un sol intenso. Caminamos en la dirección que nos indicó Marcos: “Van a avanzar hasta que vean unas formaciones rocosas. Ahí cogen izquierda en un trillo y avanzan unos 100 metros hasta que vean una piedra. Cuando lleguen a la piedra den 10 pasos atrás hasta ver un trillo medio escondido que parece que no llega a ninguna parte, pero sigan avanzando por ahí, hasta que la vegetación se hace más espesa. Ya van a estar en la cueva, pero no la podrán ver porque estará debajo de ustedes. Entonces van a tener que bordear por la izquierda hasta que vean otro trillo con unas lianas. Ábranse camino por las lianas, hasta que el camino se divida en dos trillos más. Cualquiera de los dos los va a llevar a los dos extremos de la cueva”.
No sé cómo Miguel memorizó todo aquello. Parecía Indiana Jones.
De pronto, Miguel sintió un ardor tremendo en la mano derecha. Pensamos que lo había picado una de las avispas que habitan en el lugar. Luego comprendimos que habían sido las hojas espinosas de una planta que estaba justo en la entrada de la cueva. Una planta que custodiaba la oquedad de los arrecifes fósiles.
Fotograma de Corazón Azul.
Miguel, aún con dolor en la mano, tiró fotos y tomó algunos planos para luego estudiar el espacio y hacer el storyboard. Se dio cuenta que la horizontal que describían las rocas le permitiría hacer un paneo largo donde registraría las formas particulares en que ha trabajado la erosión en el granito que asemeja a cabezas de dinosaurios, manos monstruosas, paisajes extraterrestres. Marcos nos había dicho que la cueva tenía pictografías de más de dos mil años. Nunca pudimos encontrarlas.
Al día siguiente, Miguel se fue a Buenos Aires a presentar Nadie en el Centro Cultural Kirchner. La infección siguió creciendo. Decidió esperar. No sabía cuánto podía costarle un médico. Pasaron cuatro días y tenía la mano tan hinchada que apenas podía moverla. Fue una suerte que Gabriel Salvia, su anfitrión, con su seguro médico, consiguiera que le inyectaran antibióticos.
A su regreso a La Habana, decidió filmarse la mano. Su personaje tiene una enfermedad degenerativa en la piel a causa de las mutaciones.
La noche y las antorchas en la cueva
El productor Ricardo Figueredo nos dijo que fuéramos a ver a Angelito en Cubanacán y así conseguimos las ocho antorchas. Angelito nos advirtió que para encenderlas debíamos combinar petróleo con gasolina.
Nos pasamos de capacidad. En un auto para cinco personas, éramos seis. Los dos hombres (Miguel y su sobrino Mauricio Fuentes) iban delante. Las cuatro mujeres, unas encima de otras, fuimos detrás (Yasnay Salazar, Chabeli Núñez y Evelyn Corvea, que más adelante diseñaría el cartel de la película, y yo).
Había que estar en Las Charcas antes del anochecer. Caminamos con los últimos rayos de sol poco menos de un kilómetro, hasta llegar a la cueva. Entre las imágenes de ese día hay una foto que Miguel le hizo a Yasnay con un cráneo de vaca. Parece una máscara veneciana. Miguel había recogido ese cráneo junto a otros huesos en el camino.
¿Por qué Miguel filmaría en una cueva, de noche, y en medio de la nada? La única luz, además de las estrellas y las antorchas, provenía de las linternas de nuestros teléfonos.
“El cine es un arte joven”, decía Tarkovski. Él trabajaba en la música, las imágenes y obras de arte, especialmente pinturas, que les dieran a sus películas una apariencia de antigüedad.
Tal vez esta idea también rondaba a Miguel, quien condujo a sus personajes hacia un hábitat absolutamente primitivo,iluminados por el fuego.
Las antorchas comenzaron a apagarse. Volvíamos a encenderlas una a una. Pero al llegar a la última, la primera ya se había extinguido. En un momento de desesperación, Miguel agarró el caldero de gasolina y yo comencé a gritar:
—¡Miguel, no! ¡Va a coger candela el coso ese!
La cueva se iluminó de repente. Del caldero emergió una llamarada. Miguel bañaba las antorchas con gasolina y se olvidó del petróleo. La gasolina y el fuego comenzaron a bajar a través del palo de la antorcha que yo sostenía en mis manos. Yasnay me gritó que tuviera cuidado.
Fotograma de Corazón Azul.
Yo tiré mi antorcha al suelo mientras Miguel se dirigía a posicionar la suya. Estaba flamante. Sin darse cuenta, la pasó muy cerca de los rostros de Mauricio y de Chabeli, que gritó aterrorizada. Yo recogí mi antorcha y la puse en el extremo izquierdo del cuadro. Miguel corrió a ponerse en el centro, antes de que las llamas volvieran a extinguirse.
Las antorchas de Angelito alcanzaron lo justo para que quedara el plano y Miguel pudiera, además, reorganizarnos. Con diferentes vestuarios, peinados y en distintas posiciones, duplicó la cantidad de personajes en la escena.
Cada vez que Miguel actuaba, la cámara rodaba sola. Gracias a eso tenemos algunos materiales del making. Hasta un beso furtivo entre dos actrices durante la puesta del sol en la cueva. Aquel ambiente primitivo y nocturno despertó pasiones y nuevos amores de rodaje.
Un poema de Jamila Medina
Teníamos que ir una vez más a la cueva. Jamila nos había dicho que estaba interesada en ir. Dos pandemias azotaban la Isla, la del Covid-19 y la del hambre. No queríamos estar solos en medio de la nada. Nos levantamos muy temprano. Yo tenía que hacer mi monólogo. Fue el más difícil de mi personaje en la película.
Otra vez la planta custodio atacó con saña. Esta vez se dirigió al muslo de Jamila. La mordida de las espinas venenosas no llegó a inflamarse porque nos aseguramos de llevar yodo.
Miguel Coyula y Jamila Medina.
Para el almuerzo teníamos sardinas con tostadas. De postre, turrón de maní. Jamila, además, llevó mangos y aguacates.
Miguel tenía que estar en un equilibrio precario. Dadas las condiciones de la cueva, con una vegetación tupida y una sola entrada de luz, utilizamos un espejo para rebotar la luz sobre mi rostro.
Tuve que repetir tantas veces mis líneas que durante los cortes escuchaba la voz de Jamila recitándolas. Probablemente ya las soñaba dentro de su poema Azimut.
Lynn Cruz y Jamila Medina.
Jamila se nos perdió de vista justo cuando la cámara empezaba en mis pies y Miguel paneaba hacia la derecha 180 grados. Yo tenía que correr a toda velocidad para que la cámara me reencontrara al otro lado de la cueva. Fue una operación difícil, tanto para Miguel, como para mí. La repetimos varias veces. La luz comenzó a bajar y la penumbra se apoderó del lugar. Jamila apareció de la nada.
—¡Caballero, miren lo que encontré!
En su teléfono tenía las imágenes. Entró a rastras a otra cavidad más profunda. En una claraboya había muchos huesos de vacas. Al parecer, los que las mataban, las descuartizaban y luego lanzaban los restos por la claraboya. Nadie querría estar veinticinco años en la cárcel por matar una vaca. Nos dio mala impresión. Lo menos que queríamos era encontrarnos con un matavacas. Poco tiempo después despenalizaron la matanza de vacas.
Casi finalizando la jornada, ya exhausta y con ganas de irse, Jamila dijo:
—Ahora sí que no me pueden hacer un cuento porque ya veo el trabajo que pasan ustedes.
Nunca supimos quién o quiénes le hicieron el cuento.
El colapso del sistema de Miguel
Tuvimos que volver a la cueva. Miguel necesitaba que la luz dibujara un abismo debajo de la roca donde reposa la cabeza de Elena.
Regresamos solos, en medio de la cuarentena. La atmósfera estaba tensa cuando salimos aquella mañana. Sentí que algo iba a pasar.
Cuando llegamos, había excrementos de vaca hasta dentro de la cueva. Comenzamos a rodar. Fue muy difícil. Miguel estaba con la cámara, atrapado entre el borde del abismo y la distancia que debía mantener respecto a mi cabeza. En equilibrio precario tenía que mirar verticalmente hacia abajo. Poco tiempo después de que empezáramos a filmar comenzó a marearse y tuvo que cortar. Se sentía afiebrado.
De pronto escuchamos unos pasos que se dirigían hacia nosotros. Nos pusimos en guardia. Los pasos se sentían cada vez más cercanos hasta que una cabeza enorme se asomó entre las lianas a la entrada la cueva.
Era una vaca. Probablemente la dueña del excremento. Miguel seguía mal. A duras penas volvió a filmar otra toma. Luego debía filmarse a sí mismo. Se subió en la parte más alta de los arrecifes con el vestuario de su personaje (pantalón de corduroy, botas, guantes, enguatada y un sobretodo negro que le cubría hasta las rodillas).
La humedad y el calor agudizaron su malestar. La vista y la cabeza le daban vueltas. No perdió la concentración aunquesu cuerpo siguió padeciendo. Estaba pálido y sudaba frío. Cuando finalmente terminó la escena, como si la adrenalina abandonase su cuerpo, se desplomó de un golpe.
Sentía que no iba a poder manejar de regreso a casa. Se quitó solo una parte del vestuario. Su obsesión era llegar al carro y sentarse. Una vez que encendió el motor y avanzó, se preocupó porque los mareos continuaban y trató de concentrarse en el camino para no chocar.
En la puerta del garaje y aliviado, al menos mentalmente, suspiró:
—¡Menos mal que no tendremos que volver a ese lugar!
La cueva, para él, es símbolo de enfermedad y dolor físico.
Los síntomas se agudizaron. Miguel tenía escalofríos. Prácticamente no se podía mover por los dolores en su espalda.
Tres días después fuimos al policlínico para ver si se trataba de histoplasmosis. En el laboratorio, el resultado de sus análisis lo dejaba en la total incertidumbre. Aquellos síntomas no se debían al guano de murciélago que había en la cueva. Finalmente fuimos a ver a un neurólogo.
Miguel se había hecho una resonancia magnética. Una hernia discal se sumaba a los achaques con los que arrastraba desde que filmamos la escena del Ríomar.
Miguel comenzó a hacer películas cuando tenía 17 años. Desde entonces carga con sus equipos. En teoría, no podría volver a hacerlo. Tendría problemas hasta para editar. Su cine extremo a los 40 años de edad le provocó una falla sistémica.
Un año después, otra resonancia en el Hospital Hermanos Ameijeiras reveló que no se trataba de una hernia discal, sino de una protusión en la columna.
Como si la ficción de su personaje se tratara de una premonición, comenzaron a aparecerle manchas por una dermatitis en la piel. Suerte que esa fue una de las últimas escenas que rodamos de la película, aunque solo unos pocos meses después regresamos y Miguel tuvo que pasar por alto sus padecimientos. Así que ya ven, no hay que hacerles caso a los médicos.
Armas de fuego
Empecé a preocuparme. Puse un post en mi muro de Facebook. “¿Alguien sabe si le ha pasado algo a Carlos Urdanivia? Íbamos a rentarle unas armas para ‘Corazón azul’, pero no supimos más de él”.