El baile de los monstruos en el cine cubano

El hecho de que en los mismos albores de la Revolución cubana se pospusiera el estreno de una película como Cuba baila (Julio García Espinosa, 1960) a favor de promover Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960) como el primer largometraje de ficción producido después del derrocamiento de Fulgencio Batista —a pesar de que el primero estuvo a punto antes— propone un llamativo proemio para la posterior censura del documental P.M. (Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, 1961) poco tiempo después. 

Nótese que en la cinta de García Espinosa, y en esta prístina obra “maldita”, tienen una considerable preeminencia los bailes populares, consecuentemente animados por sonoridades populares; amén de lo muy diferente de sus respectivas líneas discursivas. 

Desde su propio título, Cuba baila proponía un solaz jolgorioso que simbolizaba de alguna manera la alegría sobrevenida con el fin de la dictadura batistiana, a la vez que aprovechaba para satirizar el pasado inmediato desde una ligereza costumbrista, deviniendo quizás el precursor más temprano del posterior programa televisivo San Nicolás del Peladero, y muchos más de la obra teatral Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero, dadas las evidentes coincidencias argumentales.

A tenor de la confesa y evidente influencia del neorrealismo italiano en la generación fundadora del ICAIC, P.M. buscaba sincronizar la fílmica nacional con otras corrientes estilísticas como el Free Cinema británico, el Cinéma Vérité francés y el Direct Cinema estadounidense, un tanto concomitantes con la línea social italiana, y sobre todo de una contemporaneidad más inmediata. Para esto, sus realizadores decidieron hacer un ejercicio de estilo divergente del cariz didáctico y propagandístico, a la vez que formalista y rígido, que iba tomando la documentalística cubana del momento. Y terminaron en el contexto popular aderezado por música de tumbadoras y trompetas nocturnales en bares habaneros, para obtener la consabida imago Cuba que terminó resultando demasiado “profunda”, demasiado “popular”, demasiado orgánica para un poder que comenzaba a fraguar lo pedestales de un simbolismo épico, libelista, paradigmático, en detrimento de la representación y problematización de otras zonas socioculturales. 

Esto llevó a la sobrevaloración de la obra en cuestión, y su censura abierta bajo argumentos y términos ya confesamente representacionales, en tanto las imágenes registradas por Jiménez Leal y Cabrera Infante afectaban la épica pulcritud con que la Revolución empezaba a autorrepresentarse. 

La colisión entre arte y política cubanos puede rastrearse en el referido estreno prioritario de la ópera prima de Titón: épica, alegórica, libelista, esforzada —aunque superior a muchas películas que le sucedieron—, por encima de la gozona ópera prima de García Espinosa. 

De sinónimo de la alegría, el baile popular pasó a ser símbolo de la alienación social.

El mensaje estaba claro: Cuba no bailaría, sino era al ritmo del sacrificio, que en posteriores palabras de Fidel Castro, era lo único que la Revolución tendría para ofrecer al pueblo. La caída de Batista no se celebraría con bailables populares, sino con la sangre, el sudor y las lágrimas del holocausto voluntario a la construcción del paradigma social primero verde y luego rojo, e irremisiblemente zurdo.

Con este primordial conflicto, el baile popular, o más bien, el “bailable popular” como ritual social de distención inofensivamente hedonista y disfrute del ocio, terminó estigmatizado en los sistemas de representación audiovisual cubanos hasta el presente. De sinónimo de la alegría pasó a ser símbolo de la alienación social, espacio y plataforma para la catarsis colectiva, a la vez que esfera de extrañamiento, monstruosidad, y aquelarre grotesco. A pesar de que, contradictoriamente, los valores nacionales estaban inmersos en un proceso de relegitimación y revalorización, como contrapropuesta a las influencias externas (luego pasarían a ser anatemizadas como “extranjerizantes” y “diversionistas”), sobre todo de los Estados Unidos y por extensión el Occidente anglófono, pues hasta los músicos británicos pagaron por los pecadores —¿quizás como tardía retaliación por la invasión del siglo XVIII a La Habana?

A la par de las sonoridades del mozambique de Pello el Afrocán, del pilón de Pacho Alonso, y la conga de los hermanos Bravo, validados por los circuitos de promoción oficiales, el grotesco baile de los beodos de P.M. adquirió significaciones oscuras. Cual justicia poética, una nada despreciable zona del audiovisual cubano ha cobrado cuentas, una y otra vez, por la excesiva condena. El cañón que según el aforismo popular fue disparado contra la bijirita ha terminado quemando las manos de sus artilleros originales (que son casi los mismos hasta ahora). 

Y esto no demoró muchos años, pues ya en 1965 y 1966, otro cineasta que poco después ocuparía el trono de los “malditos”: Nicolás Guillén Landrián, filmó los respectivos documentales Los del baile y Reportaje. En el primero, se registran festejos populares urbanos al inicial ritmo del mozambique, y el segundo tiene como clímax un baile campesino conclusivo a un mitin político, lleno de autoridades fuera de campo, donde se celebró confusamente la “muerte de la ignorancia”. 

En estas dos obras pudiera localizarse la significación consciente que haría este cineasta del bailable popular como momento y espacio ideales para desarrollar la tesis de la extrañeza de amplias (¿masivas?) zonas de la población cubana respecto al curso oficial de las “transformaciones” socioculturales y económicas. Extrañeza dada, en primer lugar, por el desconocimiento de los gestores del poder, de la autonomía cultural de estos vastos sectores, que sin desagradecer la evangelización ideológica que se les aplicaba, anclada en estrategias didactistas (preferible a “educativas”, término que trasciende las limitadas bondades de la nada menospreciable alfabetización) y económicas, no dejaban por ¿opción o fatalismo? de recorrer sus sendas heredadas, tradicionales; a tiempos y a ritmos divergentes con el meteoro revolucionario que les exigía la adaptación a unos modelos de desarrollo y felicidad planificados a cientos de kilómetros de distancia.

Tal tragedia de la alienación, una y otra vez propuesta por Guillén Landrián en su obra documental, se ve graficada por la eliminación de la sonoridad ambiental de la última secuencia de bailes, a favor de una banda sonora extradiegética poco menos que lúgubre. Lo suficientemente oscura para resemantizar a fondo la alegría sibarita de los bailadores de mozambique como una pantomima gótica, una mueca corporal. Baile de marionetas poseídas por una inercia feral e ineluctable.

P.M. regresa en las parejas tambaleantes y los rostros eufóricos de Los del baile, donde la ingenuidad observacional del precedente es sustituida por la deconstrucción de estas aristas sociales, marginadas y desterradas de los sistemas representacionales fomentados por el statu quo, donde el optimismo y la devoción política primaban. Claro, Landrián pertenecía a la institución cine, y sabido de sobra es el precio que finalmente pagó.

La música termina de cubrir la danza con un manto de tragedia. 

El recurso expresivo referido se reitera con mayor sofisticación fílmica en Reportaje, donde la cámara dialoga mucho más directamente con los rostros extraños de los campesinos danzantes y desafiantes hasta el contoneo erótico de la icónica joven de sombrero e ignoto rostro, suerte de versión fílmica de la Gitana tropical. Son miradas tórridas, clamadoras, engarzadas en rostros provocadores. Pura antítesis diegética de lo presupuesto para una festividad como la registrada. Como operación abiertamente ensayística del autor, el ralentí reconfigura el baile, convirtiendo a los protagonistas en autómatas y posesos. Una vez más, los primeros planos y grandes primeros planos, casi plano-detalles, enfatizan en la individualidad que peligra en el maremágnum movilizatorio y cuantitativo. La música que solapa el tintineante lateo del contexto, termina de cubrir la danza con un manto de tragedia.   

Amén de que perceptivas limitadas puedan condenar a Nicolás Guillén Landrián por la que es su mayor virtud: la apropiación sincera de retazos de una realidad y su dinamización en un discurso íntimamente comprometido con la consecuencia personal, Reportaje es una puesta en escena del autor que delata una previa puesta en escena diegética. Toda la movilización campesina que se “reporta” es también un montaje que fuerza la realidad natural dentro de una moldura prestablecida de combatividad, militancia y compromiso. La quema al inicio del muñeco bautizado como “Don Ignorancia”. La reunión ante unos funcionarios o líderes institucionales mencionados de trasfondo, casi ininteligiblemente, por una voz que conduce aplausos y homenajes. Los frugales estimulantes gastronómicos que todos devoran con fruición, y que dialogan con planos semejantes de P.M. Y luego el baile como colofón de un acto “fructífero”. Landrián termina complementando con su lienzo audiovisual los expresionistas Campesinos felices de Carlos Enríquez.       

Ahora, el director de Coffea Arabiga (1968) mira el bailable popular desde cierta postura conmiserativa —¿qué artista o intelectual no percibe alguna vez a sus congéneres así? Quien tire la piedra es un hipócrita—, o más bien compasiva, siempre reivindicadora no de una clase, sino de la vida en toda su simple complejidad. Pero al final, la bondad transversaliza toda su obra. Sin embargo, Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) viene a convertir este ritual, esta dinámica sociocultural, en un verdadero vórtice del terror y de la insania irreversible, del fracaso total de la fe en el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud.

La también icónica escena-prólogo de este clásico cubano, está dotada de tal autonomía que la convierten en un minicortometraje feroz. Al ritmo de la cantilena “¿Dónde está Teresa?” sucede un homicidio violento que no detiene el jolgorio general. Más bien los disparos criminales se suman a las notas como parte del furor musical. La violencia y sus peores consecuencias son parte naturalizada de esta multitud enérgica y viril que baila y no llora, toma y no llora, aterrorizando a la injusticia y hasta a la misma justicia, más que cualquier sollozo. 

Una mirada “guillén-landrianiana” saja de un zarpazo la salvaje batahola llena de sonido y furia: una mujer (¿Teresa?) clava su mirada bestial, desafiante, terrible, en un público previamente acorralado por tal desborde. Esta secuencia, más que proemio de la película completa, es introductoria del vagabundeo de Sergio entre las tropas de adolescentes, alistadas en medio de una noche cavernosa en espera de una invasión estadounidense durante los días de la Crisis de Octubre: segundo y climático gran momento expresionista de la cinta, momento de vorágine, horror, desmesura, megalomanía, paroxismo beligerante colectivo, donde el protagonista termina espantado de tanta lucidez crítica. 

Volviendo al baile y la búsqueda retórica de Teresa, tenemos que Titón urde una alegoría de las complejidades subyacentes bajo el fresco kitsch de la nación liberada del analfabetismo y los “rezagos del capitalismo”, como los cuadros de la pintora de La insoportable levedad del ser, donde una esquina de un paisaje perfecto se levantaba para mostrar suciedades, oscuridades y todo tipo de máculas. La película no solo parece revelar las escoriaciones bajo la triunfante sonrisa oficial, sino que alerta sobre las presiones acumuladas, sobre los demonios que van acurrucándose en la representación del país. 

Estas presiones puede que no terminen derrocando al statu quo de manera violenta (como no lo han hecho hasta ahora, ni lo harán), pero sí carcomen las entrañas de la nación. La fiesta deviene, una vez más, pretexto para la catarsis irracional, para que la nación alivie tales presiones obliteradas a modo de géiser. A las mascaradas marciales y disciplinadas de los desfiles oficiales se responde con la expansión bestial de otra homogeneidad, pero caótica, con una desatada fiesta de los instintos más básicos.

La historia opera de maneras misteriosas.

Ubicado en un reluctante observatorio, el punto de vista del autorrelegado y anacrónico protagonista de Memorias…, resulta muy cómodo para garrapatear un boceto tan brutal de un momento tan inevitablemente violento como los primeros años de una revolución. Que yo sepa, nadie preguntó nunca a Titón si este proemio tributaba de alguna manera consciente a P.M. o las también previas obras de Guillén Landrián. Sin duda, conocía todo esto. Él tampoco dijo nada. Pero la historia opera de maneras misteriosas.           

Pocos años después, la censurada y postergada Un día de noviembre (Humberto Solás, 1972) apela a un recurso parecido en sus escenas finales que, además de insinuar una suerte de intento por diluir desde el optimismo las significaciones oscuras de los bailables populares, provoca lecturas inquietantemente raciales y racistas. Esteban concluye su periplo-repaso-despedida por las personas y sucesos protagónicos de su vida amenazada por una enfermedad terminal, con la visita a un festejo estudiantil en recompensa por la destacada labor de los danzantes en la escuela al campo, como se explicita un poco ingenuamente en la voz de un “maestro de ceremonias”. 

El personaje observa la algazara que se contorsiona despreocupada, alegre, mientras el montaje urde sucesivas analepsis que retrotraen a la juventud de Esteban, erizada de protestas estudiantiles antibatistianas fuertemente reprimidas, como evidencian las imágenes documentales empleadas y harto conocidas por los cubanos de tanto reiterarlas la televisión nacional. Una lectura superficial habla del combatiente valeroso, cuyo sacrificio es premiado con la felicidad de la siguiente generación. Pero el montaje, también urdido por el mismo Nelson Rodríguez de Memorias…, va llevando, corte a corte, a establecer relaciones más sutiles, más incordiantes, entre el revuelto jolgorio del presente diegético y las pasadas turbamultas, hasta que ambas se entremezclan en un amasijo de sentidos, contrasentidos y sinsentidos.  

Esteban sonríe satisfecho desde su altura, físicamente superior al resto de los danzantes, y por ende moralmente superior. Pero el héroe moribundo se pasea entre un grupo eminentemente blanco, estimulado por una música de clara sonoridad foránea. No estamos ante las masas estrambóticas de preeminencia negra de P.M., Los del baile y Memorias… La representación de la fiesta “blanca” adquiere un cariz más calmo, aunque quizás más frívolo y epidérmico, cual retorno de un clasismo nunca extirpado de la médula nacional.

A tenor con toda la cinta, tenemos que Esteban está muriendo. Recién concientiza su agonía, y el argumento va de esto. Son los grises setenta. Es hora de que su generación, artífice del derrocamiento batistiano, protagonista de la guerra civil del Escambray, de la Crisis de Octubre, de la Campaña de Alfabetización y otros procesos, ceda el merecido protagonismo a favor de la hornada de jóvenes que se dispone a relevarla por ley natural e histórica (y no hay nada más natural que la dialéctica histórica). Esteban está dispuesto a la abdicación, y busca entre los bailarines jovenzuelos sus posibles herederos. Las analepsis ayudan a exponer los sucesos que dan sentido a su existencia, que signan su generación, mientras la vida de los muchachos aún permanece en la ebullición hormonal liberada en el baile. Esteban se sumerge en una sopa primigenia donde se condensará la correspondiente identidad generacional de los sucesores. Pero a él ya le toca ceder espacio, compulsado a reposar el sueño de los justos.  

Entretanto, en épocas paralelas y cercanas a las cintas referidas, el ICAIC intentó recuperar el cine musical danzario de ficción de corte popular, costumbrista, con aventuras poco menos (o poco más) que lamentables como la temprana Un día en el solar (Eduardo Manet, 1965) y la posterior Patakín ¡quiere decir fábula! (Manuel Octavio Gómez, 1982), que terminaron engendrando un tardío heredero tan pedestre como Irremediablemente juntos (Jorge Luis Sánchez, 2012). Los dos primeros títulos de esta involuntaria y fatal trilogía reflejan el fracaso de intentos por revalidar atributos populares de guisa afrocubana en producciones de socialista entretenimiento, mientras que el tercero sucumbe a una impericia creativa guiada por propósitos más “comprometidos” y problémicos.    

En los ochenta se incrementa la presencia de orquestas populares en las comedias costumbristas de la época como Los pájaros tirándole a la escopeta (Rolando Díaz, 1984) y Plaff o demasiado miedo a la vida (Juan Carlos Tabío, 1988), donde aparecen secuencias de bailables populares de sosegada naturaleza cederista y sindical. Películas en que no obstante se propone el (no) diálogo intergeneracional, y para el específico caso de Plaff…: la paranoia derivada de la intolerancia atrincherada en una tozudez irracional. Los personajes y extras bailan un comedido casino, sin más propósitos que matizar lúdicamente tales cintas y (sobre todo el caso de Los pájaros…) estimular las audiencias con intérpretes de alta popularidad. 

El reguetón es el himno del subdesarrollo rampante.

Pero con el audiovisual cubano del siglo XXI llegan nuevas obras donde el baile popular y el correspondiente bailable devienen recursos expresivos antitéticos respecto a su natural jubiloso, sustituido entonces por un amargor costumbrista de sesgo fatalista y distópico. La llaneza de su tautología coreográfica y musical resulta otra vez metáfora tanto de la inercial (¿inerte?) alienación social; y de la terrible ciclicidad redundante en que el planeta Cuba gira alrededor de un eje umbílico, altamente extrañado e indiferente a una realidad que nunca varió, y sigue fluyendo, hirviendo en sordina, como un perenne ruido de fondo en los discursos oficiales.      

La videocreación intitulada Resurrección (Lázaro Saavedra, 2007) se apropia de P.M. unos 45 años después, cual acre homenaje rescritural. La ordalía es resincronizada a fuerza de nuevo montaje al ritmo de un entonces de moda tema reguetonero: género que ha llegado a Cuba para quedarse, como suerte de marabú musical que mina la cultura popular, con una furia elemental que lo convierte casi en una fuerza (vengativa) de la naturaleza ya negada en las épocas de P.M. como rezago de un pasado neocolonial, vil y clasista. La imagen “inconveniente” que los censores tempranos del documental de Jiménez Leal y Cabrera Infante negaron al suprimirlo de la esfera pública, regresa con los colmillos más fieros que nunca para desgarrar los sistemas representacionales de la utopía social. 

La Resurrección pensada por Saavedra resulta entonces una orgiástica celebración visual del fracaso de un paradigma, y la vigorizada alienación popular resultante. Tal como ocurrió de otras maneras con toda la obra documental de Guillén Landrián luego de ser digitalizada, redescubierta y revindicada por los realizadores cubanos del XXI, P.M. regresa fantasmal y amenazante del Purgatorio al que fuera condenado injustamente. Y retorna vitalmente dialogante con la contemporaneidad inmediata. Los beodos danzantes, los tamboreros y bar rats registrados con no poca inocencia por lo creadores originarios de la pieza maldita del cine cubano retornan del destierro con su eterno contoneo para clamar su perennidad.  

Abro paréntesis: Más de una década antes, tales “demonios” ya habían asomado sus rostros en el también vindicatorio —y sin dudas clásico— videoclip Pasaporte (1995), concebido por Rudy Mora y Orlando Cruzata para el tema de los percusionistas Tata Güines y Miguel Angá. Pues los entonces lozanos creadores optaron por una perspectiva casi documental para desarrollar un relato audiovisual marcado por el “realismo” urbano antes que la puesta en escena impecable, estilizada, que normalmente se concibe para este género. Una provocadora e intrusa cámara en mano se sumerge en los recovecos laberínticos de las ciudadelas habaneras, revelando otredades, dinámicas, sistemas de valores, lenguajes y modos gestuales propios del crisol auténtico donde se fragua la rumba. Cierro paréntesis.

El reguetón, como himno del subdesarrollo rampante y rasero fidedigno de valores sociales, reaparece en la breve ficción nada gratuitamente titulada A.M. (Lala Miñoso, 2011), donde se exploran las dinámicas de la heteronormatividad reaccionaria en los predios del proxenetismo y la marginalidad delincuencial. El protagonista Yoandi es un Cuban pimp de secretas preferencias homosexuales, la revelación de las cuales en su esfera de relaciones e influencias implica un descrédito total. Expuesto por una de sus prostitutas, estalla en climática tunda que transcurre paralela a una fiesta animada con reguetón a escasos metros, pero totalmente indiferente respecto a la tunda en proceso. Aquí reemerge el asesinado del bailable introductorio de Memorias… El sonido opaca el acto de violencia de género física, y más bien termina convirtiéndose en banda sonora de la paliza. El montaje paralelo que estructura la pieza establece una concomitancia estrecha entre tal violencia física y la no menos cruel indiferencia de los danzantes catárticos. Terminan fundiéndose en una armónica coreografía de la brutalidad, donde todos bailan al ritmo de la barbarie más elementalmente virulenta. Lo único que hay que hacer es seguir el ritmo.

Un carácter más nítidamente sociopolítico adquiere el empleo del baile popular en la obra de Carlos Lechuga, quien resulta legatario más directo de las obras de los sesenta, dotando a su cortometraje de ficción Los bañistas (2010) de unos jugosos créditos que rompen con el pacto de lectura establecido durante toda la obra, para reformular la diégesis completa y ofrecer a los espectadores un epílogo brechtiano e incordiante. 

En un contexto ruinoso, una mujer madura se descalza frente a la cámara y ejecuta unos torpes pasos de baile, que devienen pantomima distópica, ruinas en sí mismos de la alegría que hubieron de simbolizar. Más que redundancia, subraya las secuencias previas donde unos niños aparecen nadando en una piscina vacía, alzados del suelo por unas sillas: otra mímica triste. Aunque pueda entenderse como una posible alegoría de la tenacidad en medio de las circunstancias más adversas, el baile seco, sordo y mudo de la señora revela automática inercialidad, estrategia última de resignada supervivencia en medio del apocalipsis de la utopía prometida. Adaptabilidad mínima a toda costa, incluso de unos sueños y principios solapados, latentes, subconscientes.

Hay que cumplir con la puesta en escena, bailar al ritmo establecido, para invisibilizarse y continuar royendo entrañas tras bambalinas.

En su ópera prima de largo metraje Melaza (2012), Lechuga recupera a sus nadadores en el vacío y el baile, esta vez en más estrecha connivencia con el Reportaje de Guillén Landrián, en tanto los avatares de la pareja protagónica de Mónica y Aldo —tras torcer sus integridades hasta el quebranto, enmarcadas todas las acciones en un batey adosado a un central muerto, inactivo, oxidado— terminan en un “acto político-cultural” altamente enrarecido, bastante semejante al reportado por Landrián. 

Las monótonas arengas infestadas de cifras triunfales, muy parecidas también a las registradas en el documental Compacta y revolucionaria (Cláudia Alvez, 2011), tienen como epílogo una astrosa conga, cuyos tambores son manoteados bajo el sol tórrido de Reportaje, a fin de animar a la pequeña congregación que no tiene más nada interesante que hacer que concurrir a la ceremonia. La antiheroicidad de los personajes, protagónicos, secundarios y extras, se consolida en esta escena climática y epilogar a la vez, más allá de las previas secuencias donde se describe minuciosamente las concesiones que Mónica y Aldo deben hacer para sobrevivir a las indistintas presiones que amenazan la tranquilidad y el sostenimiento de sus vidas. La recepcionista del central occiso se prostituye, el maestro de la escuela rural vende carne de res a domicilio. Pero al final se purifican en el bailable de todos. 

Se suman a la mascarada populista, cuyos danzantes se hallan en un ambiguo estado intermedio entre la conciencia y la inconsciencia, entre la conveniencia y el miedo, entre la resignación y la aceptación. Bailan, se mueven, porque no queda más que bailar y moverse para distender el cerebro, para aturdir los pensamientos, o para sencillamente suplirlos cómodamente con una motivación externa que evite la germinación de demonios y miedos. Una final mirada cómplice entrambos zanja el pacto, y comienzan a saltar y a contonearse como celebración del inicio del resto de sus vidas, clarificados y aceptados de una vez todos los términos del contrato social no escrito. Bailan para sobrellevarse a sí mismos mediante la autonegación catártica, y la expansión narcótica de los sentidos. Hay que cumplir con la puesta en escena, bailar al ritmo establecido, para invisibilizarse y continuar royendo entrañas tras bambalinas. 

Esta sensación de puesta en escena es abiertamente refrendada en las postrimerías de la que sería, hasta ahora, la más pesimista película de Fernando Pérez: Últimos días en La Habana (2016), que a tenor con los tiempos que corren, pudiera modificar su título con un gerundio, y rebautizarse como Sobreviviendo en La Habana o …en Cuba. En una brillante y surtida tienda imbuida de espíritu navideño, todos bailan con evidente teatralidad, como en un comercial estereotipado. El ritmo lo marca un olvidado tema del también olvidado grupo SBS de los noventa cubanos. Todo invita a un baile donde todo se olvidará, quizás como parte de otro alucinante certamen de la raza de los gerundios: Olvidando en Cuba.

Esta alucinante secuencia establece una ruptura significativa con el tono realista sostenido a todo lo largo de la cinta, que propone una cartografía del margen social cubano, a la par de una melodramática y pesimista alegoría del desaliento y la desesperanza nacionales. Luego del desarrollo de tal tipo de relato, el protagonista sobreviviente Miguel —nada menos que una viva encarnación de la penuria— entra en una esfera que no puede ser más que onírica, plagada de personas innaturalmente alegres, cercanas a las autómatas esposas de Stepford.

Aquí el baile ve revertida su función catártica a favor de una alienación otra, pletórica de afectada contención y planificada ritmicidad. Es recontextualizado, bien lejos de los tumultos opresivos y caóticos, reubicándose en un aséptico ámbito de la abundancia material. La luz sobreabundante, pero artificial, sustituye las penumbras y sombras confusas registradas en P.M., Los del baile y Memorias… El baile popular resulta máscara de sí mismo, coyunda de sus propias posibilidades de expresión y expansión. El extravío almidonado sustituye al extravío feroz. Pero al final, todos bailan, todos se hurtan de los problemas, todos se refugian en la seguridad del movimiento tautológico, vacío. Hasta la alienación siempre.  

Este año, la Muestra Joven ICAIC, en su edición 17, socializó —con el consecuente limitado alcance— dos obras documentales de respectivos sesgos ensayístico y reflexivo, donde se vuelve a abordar el baile popular: El futuro (Janis Reyes, 2018) y El cementerio se alumbra (Luis Alejandro Yero, 2018).

Un “maleconazo” carnavalesco para evitar un “maleconazo” político.

Janis Reyes estructura, más allá de la dimensión danzaria, toda una cartografía del movimiento que jalona diferentes coordenadas sociales, espaciales, motivacionales y expresivas. Devela así varias zonas socioculturales que siguen teniendo a la noche como gran escenario. Esta multiplicidad de variantes —grupos de break dance, una “fiesta” techno, un espectáculo de danza en espacios urbanos con su correspondiente público plenamente receptivo, una arrebolada y acrobática bailadora de rumba, y un asfixiante tumulto carnavalesco— consuma una suerte de expansión antropológica de la nocturnidad lúdica cubana registrada décadas antes por Cabrera Infante y Jiménez Leal.

Desde este diálogo quizás inconsciente, quizás no, la realizadora establece constantes y mutaciones contemporáneas. Termina penetrando en espacios íntimos, donde registra la reproducción del jolgorio multitudinario en la rutina intramuros del hogar, en un proceso de contaminación del entorno privado con prácticas más asociadas a lo público. La replicación de rituales sociales en la esfera íntima, cual moneda con dos caras idénticas o Jano con rostros mellizos. Dos personas traspolan al interior de su vivienda las dinámicas ambientales y sonoras de una discoteca, con todo y juego de luces, más la grabación de un DJ mezclando y animando. Es una puesta en escena donde la fiesta marca su final dominio en la vida del cubano, permeando todos los estratos posibles como alternativa escapista y refugio final más viable.

A la vez, puede verse como la alternativa más viable que halla la sociedad para moverse a contrapelo del exoesqueleto sociopolítico inamovible, estático y enquistado que la rodea. O bien, desde una perspectiva más pesimista (y posible) resulta un margen de permisibilidad catártica, controlado por el poder exoesquelético. De nuevo la consabida estrategia del “pan y el circo”.   

Otro de los aciertos dramatúrgicos de El futuro en este (doble) sentido, es el seguimiento de los diferentes sucesos que transcurren en un mismo segmento del malecón habanero. Inicia el documental con el paso matutino del cortejo fúnebre de Fidel Castro. Exiguos “cordones” humanos formados a ambos lados de la calle posan con el formalismo indiferente de costumbre. Hacia las postrimerías de la obra, ese mismo espacio sirve de escenario al ingente despliegue multitudinario del carnaval habanero. Se demarca una dualidad conductual histórica, donde la fiesta catártica —y su protagonista: el baile— resulta no menos que una profilaxis que previene y ahoga otro despliegue masivo con más consciencia de fuerza. Un “maleconazo” carnavalesco para evitar un “maleconazo” político. No importa cuán impostado y automático sea el tributo a Fidel, ni cuán espontánea sea la conga, mientras cada etapa suceda según lo planeado, y la balanza mantenga el equilibrio.

Con El cementerio…, Yero despliega una noble pesquisa para identificar, en medio de la nocturnidad borrosa y homogeneizadora, las singularidades insomnes que tienen en las horas de oscuridad un ambiente más propicio para ser y expresarse. Cronica la noche citadina no habanera, engarzando historias desde una pensada aleatoriedad. Alterna mínimas historias, algunas de las cuales se desarrollan o culminan en una fiesta, donde el lente concomita con Guillén Landrián, y opta por explorar a partir de grandes primeros planos el éxtasis abiertamente lúbrico de una bailante, presumiblemente de reguetón, a jugar por los códigos gestuales casi inequívocos. 

Al igual que en Reportaje, la música extradiegética solapa todo sonido diegético, con los mismos claros objetivos de establecer una antítesis semiótica. La gitanilla campesina púber filmada por Landrián es sustituida ahora por la más agresiva mulata al estilo del segmento introductorio de Memorias del subdesarrollo. Una suerte de maridaje híbrido entrambos clásicos, donde lo sugerido por los dos sujetos de los sesenta se concreta y explaya en el baile abiertamente orgiástico que desarrolla el personaje de Yero. La fiesta en cuestión resulta burbuja que mantiene a raya al silencio y la soledad nocturnal acechantes justo al umbral. Amenazante con invadir el paisaje ruidoso con toda su peligrosa carga de sugerencias, miedos. Con la reveladora invitación a la introspección y la reflexión.