10 películas gordas para un mundo flaco

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Los estereotipos rigen el mundo. El término “normalidad” es prácticamente sinónimo de estereotipo, y ambos confluyen en el territorio de la “mediocridad”. Los modelos normados y aceptados sin suspicacia por las mayorías, determinan la exclusión de todo el (o lo) que no responda a sus lógicas y reglas, así como el consecuente rechazo, discriminación, escarnio y castigo a quienes las desafíen.

La belleza humana tiende a ser un estereotipo que aglutina a otros muchos: raciales, físicos, de género, culturales. Todos comulgan en un modelo hegemónico que permanece como principio rector de unas percepciones globales. La belleza es sobre todo blanca, y más aún: delgada.

El color de la piel, la forma de los ojos, la textura del cabello, han ido siendo “aceptadas” —más bien asimiladas— por los patrones hegemónicos, pero los cuerpos que exceden las proporciones del Hombre de Vitruvio y de la muñeca Barbie apenas son tolerados.

La obesidad continúa habitando márgenes muy lejanos, a los que ha sido relegado desde criterios tanto médicos (con cierta razón) como estéticos (sin ninguna razón), y tiende a simbolizar estados desaconsejables de la salud, autoestima, triunfo y belleza. Las dietas se presentan como soluciones mágicas y radicales para transformar los cuerpos a imagen y semejanza de los modelos hegemónicos de felicidad.

La gordura tiende a ser vista como deformidad y fealdad, abocándose a lo monstruoso —otra noción basada en el desprecio y el horror a lo que divergen de los modelos normados de belleza. Incluso, muchas perspectivas dizque progresistas han utilizado la gordura para caricaturizar y criticar a sus enemigos. Los gordos terminan representando el exceso, el egoísmo, la brutalidad.

Los cubanos de edades por encima de los 40 años, tuvimos entre nuestros libros de cabecera la novela-panfleto soviética Los tres gordinflones, de Yuri Olesha, editado en 1974 para el público de la Isla. De muchas maneras aguzó el desprecio a los cuerpos gruesos, asociándolos con el “mal capitalista”.

El cine ha representado con frecuencia la obesidad y los obesos desde perspectivas sesgadas por la connotación esencialmente negativa o patética con que el mundo flaco vitupera y segrega quienes pesan más de lo aceptado. La presente lista busca cartografiar parte de este territorio fílmico.


1. Filmografía de Fatty Arbuckle




Roscoe “Fatty” Arbuckle (1887-1933) fue uno de los primeros y más famosos comediantes de la historia del cine. Sus películas, rodadas principalmente entre 1913 y 1921 en el naciente Hollywood, lo consolidaron como una de las más tempranas y grandes estrellas. A su vera germinaron los genios de Buster Keaton y Charles Chaplin, quienes aparecen como actores secundarios, contrafiguras, antagonistas o sidekicks en las cintas Arbuckle.

Sus frecuentes colaboraciones con Keaton —quien debutó precisamente en el cortometraje The Butcher Boy (1917)— hacen intuirlos como precursores del dueto de Stan Laurel y Oliver Hardy, los inefables “El gordo y el flaco”.

Ahora, queda preguntarse si el obliterado actor hubiera alcanzado igual fama fuera del redil humorístico. La misma interrogante sirve para los casos de cómicos más contemporáneos como el británico Benny Hill (1924-1992) o los estadounidenses John Belushi (1949-1982) y John Candy (1950-1994).

La comedia queda como espacio de tolerancia, como el gueto en que se permite a los gordos ser gordos. La risa como gesto conmiserativo del mundo flaco hacia las otredades obesas, y como último asidero para los cuerpos disonantes; también para los rostros “poco agraciados”. Lo mismo puede decirse del cine de terror (el mundo de los monstruos), donde han encontrado trascendente refugio numerosos rostros y cuerpos no canónicos.

Roscoe detestaba el apodo de “Fatty” (Gordito), pero permitía su uso comercial. Era el gordito excepcional que logró el éxito, el gordito alegre, agudo y chispeante, en quien los medios y los públicos no dudaron en cebarse cuando se vio acusado de violación y asesinato.

Su culpabilidad fue una certeza desde el primer momento, a pesar de que las cortes lo absolvieron. Pero ante la primera señal de tragedia, el mundo estaba listo para convertir al gordito alegre en el gordo criminal. Solo se necesitaba una leve vuelta de tuerca para que el bufón transmutara en monstruo.


2. Hambre (La Faim/Hunger, Peter Foldes, 1974)




Hambre es una suerte de parábola del egoísmo y una alegoría del consumismo contemporáneo como pulsión insaciable, así como un manifiesto contra la desigualdad rampante de las sociedades humanas.

Esto se expresa a través del apetito crónico de su protagonista, un burgués típico que devora la realidad circundante con cada vez mayor voracidad; hasta que olvida por qué y para qué come. Hasta que comer se vuelve el soberano objetivo y no un simple medio para permanecer vivo. Hasta que la vida se reduce a comer, deglutir el mundo, mientras se sume en una ansiosa inconsciencia.

La comida se convierte en adicción, todo lo que rodea al personaje es alimento. El consumismo alcanza dimensiones narcóticas, alucinógenas en este relato, uno de los primeros urdidos con ordenadores y quizás el primero en emplear el efecto del morphing.

Las acres y expresionistas líneas de Foldes dialogan con lo más avanzado del momento en tecnología digital, construyendo de conjunto un discurso formal en el que se suscita la orgánica conciliación entre maneras casi opuestas de concebir la imagen audiovisual.

El empleo del morphing provee al relato de una naturaleza proteica, casi ectoplásmica. Rehúye lo concreto y lo sólido, inscribiéndose en el ambivalente mundo de lo pesadillesco, donde termina sumergido el protagonista luego de convertirse en un grotesco Pantagruel regido por un hambre infinita.

Solo lo detienen las hordas famélicas y casi bestializadas que se revelan y consuman sobre su cuerpo abundante una revolución desesperada regida por un apetito igual de desmedido y absoluto.

En Hambre, la gordura deviene símbolo explícito y caricatura óptima de la opulencia clasista, de la ceba excesiva a que se someterían unos pocos a costa de muchos. El capitalismo gordo vs el tercer mundo desnutrido. Panzas prominentes vs abdómenes hundidos. Grasa vs huesos. Obesidad desmesurada vs la mesura forzada de la delgadez. Gordura equivale aquí a desigualdad.


3. Polyester (John Waters, 1981)




Polyester es un extrovertido melodrama con tintes absurdos que, como toda la obra previa y posterior de su director, evidencia el irrisorio baile de máscaras a que se reduce la sociedad.

Waters se presenta como el agudo espectador y sardónico cronista de un Grand Guignol multitudinario e infinito, del cual es imposible escapar -si acaso, bailar conscientemente a su ritmo y sobre todo reírse de sus estupideces cotidianas.

Francine Fishpaw (Divine) es una mujer obesa, una anti heroína trágica cuyo cuerpo es objeto de las principales injurias de su despreciativo marido Elmer (David Samson), director de un polémico cine pornográfico, que la desprecia y termina abandonándola por su libidinosa secretaria Sandra (Mink Stole). Su familia completa (dos hijos y un perro suicida) es una precaria alucinación, que solo funciona para la llana perspectiva de la bonachona y resignada mujer.

Francine es una santona estrafalaria que resume todos los atributos de las heroínas de folletín, y parece ungirse todas las mañanas en una pileta repleta de las lágrimas de Joan Crawford. Es una verdadera antípoda del propio director, pues se toma demasiado en serio un mundo demasiado ridículo. Cree ciegamente en la felicidad, la fe cristiana, el parentesco, el amor romántico y el mejoramiento humano.

Es una víctima ejemplar que al final termina siendo muy bien recompensada por un hado chocarrero, aburrido de jugar con sus suertes. Goza de la fortuna de los tontos, los aturdidos y los mediocres. A la vez, satiriza y revoluciona las equivalencias entre la belleza hegemónica y el melodrama, entre la delgadez y la felicidad.

Polyester sabotea el género desde la subversión formal y la exageración desenfrenada de sus modos y dispositivos. Extrae la débil pátina naturalista que comúnmente reviste al melodrama hollywoodense, radial y telenovelesco. Expone sus entrañas de colores cegadores. Waters filma la caricatura de una caricatura.


4. Batalla en el cielo (Carlos Reygadas, 2005)




Batalla en el cielo es una suerte de reescritura trágica de La bella y la bestia, centrada en la culpa, los fatalismos de clase y los “cuerpos desclasados” como los del protagonista Marcos (Marcos Hernández) y su esposa Berta (Berta Ruiz); así como en los privilegios de las clases acaudaladas y sus “cuerpos privilegiados”, como el de la coprotagonista Ana (Anapola Mushkadiz).

Marcos es un chofer mexicano pobre, gordo y “prieto”, marcado con todos los atributos físicos y pecuniarios de un perdedor, de un nadie desesperado. Es un monstruo que habita los estratos mudos de la sociedad, mero relleno de las multitudes anónimas.

Su esposa es casi un calco de su físico y tristeza. En su obeso hijo Irving (Omar Valentín Fernández) continúa la estirpe ctónica. El cuerpo del niño delata su predestinación incontestable. Su voluntad está anulada.

Ana es una “whitexican” modelada físicamente con primor olímpico, un ser casi aéreo que, aunque esté en el mismo auto que Marcos, aunque yazga en la misma cama, aunque cabalgue encima suyo dándole placer, siempre estará a una distancia insalvable. Entre ambos se abre una brecha que solo podrá ser rellenada con la sangre de un violento sacrificio.

El bestial Marcos desea a la bella y sutil Ana. Ella se le entrega como un gesto caritativo con el condenado a muerte, y lo impele a entregarse por el crimen que este comete al inicio de la película y le termina confesando ahogado por los remordimientos. Ana marca una tercera distancia entre ellos, además de la clasista y la física: la moral.  

El espacio entre Ana y Marcos es infranqueable excepto en la muerte. La paz sobreviene con la suspensión del mundo y todas sus normas férreas. La felicidad definitiva arribará a partir de la disolución de sus encarnaciones físicas en la podredumbre celestial.


5. Taxidermia (György Pálfi, 2006)




En Taxidermia, el gigantesco Kálmán Balatony (Gergõ Trócsányi) es uno de los más competitivos atletas húngaros del ficticio deporte de la glotonería o “speed eating”, durante el período socialista de la nación. Es un eje alrededor del cual giran un pasado localizado en la Segunda Guerra Mundial, y un presente post comunista.

Su padre ilegitimado, el ordenanza Vendel Morosgoványi (Csaba Czene), y su hijo anémico, el taxidermista Lajoska, aparecen como derivaciones, como dos de tantos pliegues y capas de grasa que deforman la anatomía de Kálmán. La fuerza de gravedad de su organismo descomunal parece afectar las lógicas pretéritas y futuras de Hungría, diluyéndolas en su presente crónico, absurdo y estático.

La de Kálmán es una gordura muy política. Su enorme cuerpo es un amplio panfleto que busca propagar el ideal de prosperidad del imperio soviético y su religión comunista. Es una valla andante, viva, autosustentable, permanente, a quien se le destina gran parte de la comida que supuestamente no para de manar a raudales de la cornucopia del socialismo.

Los húngaros tienen que saber comer, y comer bien. Incluso más que los rusos, ganadores permanentes del primer lugar en tales lides, que Kálmán nunca llega a ver legitimadas como deporte olímpico. Los cuerpos expandidos se alzan como una muralla lo suficientemente alta y hermética que logra ocultar el fracaso que sobreviene, y el final naufragio del proyecto sociopolítico.

Por eso el multipremiado gordo y su esposa Aczél Gizi (Adél Stanczel) —también campeona glotona de esos tiempos— engendran una descendencia raquítica como Lajoska.

El futuro es flaco. Es seco y vacío como la multitud de animales inertes que yacen en la tienda y el taller del vástago. El futuro ha sido drenado por el apetito infinito de Kálmán y de la alucinación soviética. Se ha convertido en un mensaje vacío y amorfo, panfleto ilegible, sueño abotagado.


6. Paraíso: Esperanza (Paradies: Hoffnung, Ulrich Seidl, 2013)




En consonancia con el título de la película, Paraíso: Esperanza, la jovencita púber Melanie (Melanie Lenz) se presenta como la esperanza de las dos mujeres náufragas de sí mismas que son su madre Teresa (Margarethe Tiesel), protagonista sedienta de amor de la previa cinta Paraíso: Amor (Paradies: Liebe, 2012), y su tía Ana Maria (María Hofstätter), respectiva protagonista de Paraíso: Fe (Paradies: Glaube, 2012).

La historia de Melanie cierra con broche de acíbar la trilogía fílmica Paraíso, que Ulrich Seidl centra en esta familia de mujeres marcadas por la frustración y la infelicidad, por la fuga y el aturdimiento.

La humanidad tiene el mal hábito de centrar sus esperanzas de mejoramiento moral en cada nueva generación que engendra y lanza al mundo. Cargan a los descendientes con los insoportables fardos de sus expectaciones. Los padres les endilgan a los hijos la misión de alcanzar las cumbres que ellos no pudieron ni quisieron conquistar. Y se van a dormir con las consciencias limpias y fracasadas.

Melanie es obesa. Es el peor de los augurios que podría esperarse. Por lo que su entrenamiento como futura mujer realizada y feliz comienza con el ingreso en un riguroso campamento dietético; mientras su madre seguirá buscando el amor imposible en África y su tía continuará predicando el amor de la Virgen María de puerta en puerta.

En el campamento, la joven es sometida a una metamorfosis forzosa, artificial, mientras experimenta un natural autodescubrimiento como sujeto erótico y emotivo. Padece un sobrepeso más dañino que el físico, inmune a las dietas y las rutinas de ejercicios.

Sobre sus espaldas carga con las esperanzas de una larga estirpe de perdedores, con deseos frustrados y espejismos de toda una civilización. Igual que el de Kálmán Balatony, el suyo es un cuerpo politizado a la fuerza, torturado por normas escritas y no escritas, estrangulado silenciosamente por arbitrios culturales.


7. Dios existe, su nombre es Petrunya (Gospod postoi, imeto i’ e Petrunija, Teona Strugar Mitevska, 2019)




Petrunya (Zorika Nuzheva) es una joven mujer macedonia, obesa, poco atractiva a los ojos del mundo, desempleada a pesar de su grado universitario en Historia. Vive en un remoto pueblito donde se ahoga en marismas de tedio, inutilidad y nieve sucia, presa de una desesperación sorda que la lleva a cometer inconscientemente una imperdonable herejía.

Algo, alguien, Dios quizás, la hace lanzarse al río helado durante una ceremonia religiosa tradicional de la Ortodoxia Griega, en la que las mujeres nunca han tenido permitido participar.

El pope lanza una cruz a las aguas y una multitud de mancebos deberá rescatarla, proclamándose campeón quien lo consiga. Pero esta vez Petrunya es quien se hace con la cruz. Toda la brutalidad reaccionaria oculta tras el rostro amable de las tradiciones cae sobre su desventurada cabeza.

Reglas no escritas, pero tatuadas en el más profundo tuétano de la sociedad local, establecen el más severo veto sobre la inmiscusión femenina en este ritual reservado para los hombres. ¿Por qué? Nadie lo sabe ni se preocupa en averiguarlo. Las masas, la policía y la iglesia se lanzan a recriminar a la mujer, arguyendo un mero axioma.

Dios existe… es un entusiasta relato de empoderamiento que más veces de lo aconsejado raya lo panfletario, pero consigue no escorar gracias sobre todo a la intensa interpretación de la Nuzheva, y a la propia ridiculez del maguffin escogido para catalizar su espinoso camino de la heroína: una pesca de la cruz.

La fotografía de Virginie Saint-Martin consigue además unos asfixiantes planos cerrados que refuerzan la tensa puesta en escena y revelan a plenitud el horror de los grupos humanos narcotizados por el odio colectivo; así como la indiferencia de otros tantos que solo buscan no mancharse las calzas con la sangre. La especie necesita destruir al prójimo tanto como respirar.


8. Nadie sabe que estoy aquí (Gaspar Antillo, 2020)




Nadie sabe que estoy aquí es una intimista historia de caída y reivindicación, que indaga en los rincones oscuros de la industria del espectáculo y las crueldades estéticas sus sistemas de representación y legitimación, basadas en el canon eurocentrista.

El director chileno Gaspar Antillo estructura un discreto pero orgánico discurso sobre la inclusividad y la diversidad a partir de la historia del ermitaño Memo Garrido (Jorge García), estrella infantil musical de los años ochenta. Su magnífica voz fuera entonces acreditada a otro cuerpo y a otro rostro dada su extrema obesidad, imperdonable para las demandas de unos públicos condicionados para adorar la delgadez blanca y ojiverde.

Memo es un “monstruo” misantrópico y escurridizo que reside junto con su tío Braulio (Luis Gnecco) en una casi mágica isla, localizada en la patagónica Región de los Lagos de Chile. Apenas modificado por el artificio humano, este paisaje de hosca y densa belleza dota el ascetismo de Memo de un halo lúgubre, feral y a la vez místico, que termina entrampando las percepciones, condicionadas en su mayoría por los cómodos y predecibles estereotipos.

Sujetos como Memo están culturalmente predestinados a caer en las simas de la locura, del caos y la final autodestrucción. Son seres a quienes no se les vaticinan destinos benévolos, pues nacen despojados del derecho a la felicidad, y son el rostro del mal.

Entes descolocados, desubicados, incongruentes con lo normado. Seres disonantes, incómodos, repulsivos. Cuando en realidad son mayormente la prueba de la ingente y reaccionaria arbitrariedad del constructo cultural conocido como belleza, que siempre escapará a todo redil canónico.

Esta infidencia debe ser “castigada” por desafiar los caprichos occidentales, relacionándola con el mal, la ignominia y la infamia. Convirtiéndola en los mil rostros de los seres infernales. Cuando estos solo quieren ser a su propia imagen y semejanza, y no a la de un ideal artificiosamente cruel.


9. Bestia (Hugo Covarrubias, 2021)




Bestia es un relato fílmico sobre la soledad de la torturadora de fondo. Esta película chilena concebida con la técnica animada el stop motion, se zambulle en las honduras psicológicas de una de las más connotadas asesinas del régimen de Augusto Pinochet: Íngrid Olderöck (1944-2001).

Descendiente directa de un matrimonio alemán nazi, estaba convencida de la validez de esta ideología. Y se consagró a destruir a todos los enemigos puestos a su cargo en el sótano de un centro de la DINA, entonces conocido irónicamente como Venda Sexy o la Discotéque.

Hugo Covarrubias enfatiza —arriesgándose a empatizar— en la abisal soledad en que existe el personaje, desolación que solo comparte con su fiel perro, quien es también instrumento de trabajo, fetiche sexual zoofílico, y suerte de tótem onírico.

La cabeza de la muñeca empleada para representar a Íngrid es de porcelana, algo que trasciende la mera decisión estética para convertirse en aguda metáfora de la esencial fragilidad adolecida por este tipo de seres. Aunque no signifique precisamente que sean débiles o dubitativos. La suya es la naturaleza quebradiza del hierro más duro.

La Olderöck es una mujer obesa, sin pareja, que lamenta su cuerpo, está libre de afectos, pero decide rellenar estos vacíos existenciales con los montones de cadáveres casi triturados por las sesiones de tortura, sobre todo de índole sexual, a que los somete con disciplinada constancia. Siempre en horarios de oficina.

La rutina en que ancla tanto su vida íntima como laboral, parece operar sobre ella como una fuerza binaria, en la que coexisten, en el más extraño equilibrio, el desastre y la cordura, la consecuencia y el derrumbe. Íngrid se autodestruye y se autorregenera a cada segundo, a tal velocidad que no se advierte el macabro proceso. Es un ente implosivo que resulta su propia pesadilla, y la de muchas, incontables víctimas.


10. Cerdita (Carlota Pereda, 2022)




Cerdita es una fábula gore sobre la reivindicación de las otredades obsesas en las que se inscribe su protagonista Sara (Laura Galán), una adolescente que sufre el más despiadado desprecio de todas sus condiscípulas por su gordura y su tamaño. La llaman “cerdita”, también a propósito de que sus padres regentan una carnicería, para reforzar el estereotipo.

En esta reescritura ampliada de su multipremiado cortometraje homónimo de 2019, relata el florecimiento sanguinolento de su protagonista, quien se ve involucrada en una descoyuntada historia de amor con un asesino en serie (Richard Holmes), único ser capaz de amarla por sí misma. Reconoce a la joven como un ser tan infernal como él, como otro habitante de los páramos que yacen en los mismos bordes de la civilización. Son entidades de las sombras, monstruos destinados a consumar alianzas contra el mundo reaccionario que los desprecia.

La presencia siempre esquiva del homicida lo llega a sugerir como una proyección de los secretos sentimientos vengativos que puede sentir Sara hacia sus atormentadoras, entre las que se haya Claudia (Irene Ferreiro), ex gorda y ex amiga de la infancia de Sara.

Es una fuerza kármica, el instrumento de una voluntad superior que dicta justicia sobre los viles. Algo que miles de niños y adolescentes víctimas del bullying desearían que existiese, así no tendrían que resignarse a los abusos o terminar ametrallando a sus enemigos. 

El asesino se convierte en una especie de espíritu protector de Sara, acercándose nuevamente la historia al cuento de Bella y Bestia, aunque la solidaridad de los fenómenos de Freaks (Todd Browning, 1932) se advierte como eje conductual. Sara es “uno de nosotros” para el hombre, por lo que la decisión final de la muchacha de salvar a las jóvenes y ejecutar al asesino, no puede evitar el amargo sabor de la traición.




Foto de portada: Fotograma de la película de animación Bestia.




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10 películas para amar a las asesinas

Antonio Enrique González Rojas

Ese cine de género es mucho más que “una chica y un arma”, sobre todo cuando
la chica empuña el arma.






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