‘El caso Padilla’: epopeya del espanto y el sudor

Padilla representó su Galileo.
Reinaldo Arenas

Al poeta desnudo (frente a los poetas) 
le arrebataron su tiempo 
para que se diluyera en el tiempo de la Historia.
 
Le sajaron las manos, 
porque para épocas siempre difíciles 
nada hay mejor que un par de muñones silenciosos.
  
Le sacaron los ojos 
y le vaciaron las cuencas de lágrimas, 
para que no divisara a las personas frente a sí 
(especialmente a los poetas y a los amigos de un mes antes) 
porque para el horror basta un grito enmascarado de mea culpa.
 
Le quemaron los labios ya resecos y cuarteados 
para acusar, para mentir, 
y con cada interjección aniquilar el sueño (todos los sueños); 
le fracturaron las piernas, le pulverizaron las rótulas
(única manera de rendir sus nunca genuflexas rodillas)
porque en tiempos indescriptibles 
¿algo hay mejor que un par de piernas rotas para fabricar antorchas?

Le quemaron su bosque de argumentos
hasta reducir a cenizas cada desobediencia.
Le hendieron el pecho, el corazón, los hombros.
Le hicieron agradecer todos los tormentos.
Le explicaron después 
que todo ese descuartizamiento resultaría inútil
sin rendir la lengua,
porque en tiempos yermos
nada es tan útil para esparcir mentiras y fomentar el odio.

Y finalmente lo obligaron a que,
de una vez, comenzase a hablar, 
a gritar, vociferar,
porque en tiempos negros,
esta es sin duda, la prueba decisiva… 

… pero olvidaron secuestrarle el sudor al poeta que se hizo mar frente a los intelectuales, frente a los amigos de treinta días atrás, frente a la esposa —convertida en estatua de sal por atreverse a mirar hacia delante—, frente a las cámaras —que dijeron “Now!” y echaron a rodar durante las torturantes horas. 



Cartel de la película ‘El caso Padilla’, de Pavel Giroud.


Mientras hablaba y se autocondenaba, Heberto Padilla se hizo oleaje, cuyas crestas se nutrieron de los espumarajos desesperados que manaban incontenibles entre los dientes afilados del poeta. 

Las olas se estrellaron contra los numerosos arrecifes de aplausos aterrorizados que nacieron de las manos —también raptadas— de los presentes; más allá de esta barrera, el poeta trató de abrasarlos y abrazarlos a la vez. 

Las olas les dieron ánimos y los hacían aferrarse a sus propias mandíbulas para no desmoronarse del azoro y ser barridos definitivamente por el sudor. Cuando no aplaudían, las manos permanecían engarrotadas en las mandíbulas hasta entumecerlas, hasta fracturarlas.

El sudor es el lenguaje del que parece haberse valido Padilla para expresar su verdadero mensaje, para revelar sus sentimientos sinceros, esa noche del 27 de abril de 1971, en los predios de la sede nacional de la UNEAC, donde sus palabras estaban aherrojadas y su voluntad descoyuntada, y solo podía decir lo que querían que dijera. 

Pero el sudor infinito, incontenible, rebelde, que apostilla cada palabra largada por Padilla contra sí, contra sus amigos y colegas bajo presión inquisitorial, quiebra toda la armonía retorcida de la mascarada, delata la pantomima. Revela y ahoga a los titiriteros. Humedece el retablo de cartón hasta deformarlo, hasta diluirlo en más sudor, en más oleaje, en más espumarajos.



Heberto Padilla, por cortesía de Pavel Giroud.


El sudor indómito de Padilla es imposible de apreciar, de sentir, en las transcripciones, testimonios, entrevistas, cartas, artículos, libros. Hasta el estreno del documental El caso Padilla (Pavel Giroud, 2022), eran las únicas fuentes disponibles para conocer acerca de este escarmiento semipúblico, instrumentado por los órganos represores cubanos, con la pretensión de convertirlo en advertencia eficaz para el resto de los escritores cubanos desviados de las líneas trazadas en los centros de poder en Cuba y dictadas desde estos con intenciones cada vez más axiomáticas, incontrovertibles, evangélicas. 

Gracias a la grabación revelada por Giroud en su película, ahora casi se puede paladear el sudor que cubre a Padilla como una coraza elocuente, más explícita que todas las palabras autoacusatorias inducidas por más de un mes de cárcel y presiones tan fuertes que pudieron haberlo convertido en un diamante. 

Lo que se presentó esa noche frente a los escritores cubanos era un Padilla prensado a varias atmósferas, un Padilla licuado y refundido en una fragua violenta e implacable, un Padilla que no era Padilla, sino una copia al carbón —y carbonizada— de un memorando oficial ahogado en cuños.

Las letras y las palabras, los abecedarios y los idiomas todos, apenas pueden bocetar lo que el sudor del poeta tatúa indeleblemente en la memoria de los testigos tardíos que en el siglo XXI contemplan el seppuku que Padilla asume con la impericia del hombre de paz, de versos, opiniones, provocaciones. Nunca un hombre de guerra, y menos de lealtades mortales a unos amos deificados. 

El del poeta es un suicidio que duele y dura más —infinitamente más, se expande hasta ahora mismo, hasta mañana, hasta el siglo XXII— que el seppuku terrible que Motome Chijiiwa busca practicarse con una espada de bambú en la inmensa película Harakiri (Masaki Kobayashi, 1962)



Gabriel García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza, por cortesía de Pavel Giroud.


El de Padilla es un suicidio público sin ninguna hoja que lo ayude a rasgarse el vientre. Es también un asesinato escandaloso, múltiple: el asesinato de su condición humana, de su dignidad, de su honestidad, de sus afectos y de sus versos. 

Padilla muere mil veces, una muerte por palabra, una muerte por gota de sudor que ya hacia el final de su acto de ilusionismo —¿o es un acto de malabarismo, en el que vapulea múltiples hipérboles que convierte en mensajes encriptados para sus amigos?— tiñe su camisa oscura, la entenebrece más. 

Sobre su camisa cae una noche húmeda sin estrellas, cae un chaparrón silencioso y elocuente que traiciona cada una de sus palabras traidoras y rebeldes al mismo tiempo. Padilla no es “ni héroe ni mártir”, sino sudor. 

Si el teniente Armando Quesada —al frente entonces de la revista El Caimán Barbudo— se hubiera percatado del sudor que colmó la habitación, justo hasta los cuellos de todos los presentes, hubiera estallado mucho antes que cuando, hacia las postrimerías del escarnio, Norberto Fuentes emitiera la nota disonante, quebrando la sinfonía monocorde a punto de terminar “satisfactoriamente” para los verdugos, tal como se aprecia en el documento audiovisual con nitidez lúgubre. 

Quesada debió haberse abalanzado mucho antes contra las olas de sudor que emanaban cada vez más sediciosamente del cuerpo de Padilla, de la frente de Padilla, de la boca de Padilla, de la poesía de Padilla, de la autocrítica de Padilla, de la parodia de Padilla, de la sátira de Padilla. 



Heberto Padilla durante la autocrítica, por cortesía de Pavel Giroud.


Tal como Calígula asaltó alguna vez el mar para destronar sin éxito al dios Neptuno, Quesada debió haberse lanzado contra el oleaje de Padilla. Debió haber tratado de aliviar la inundación que finalmente hizo naufragar todas las pretensiones del poder de domeñar definitivamente la libertad de pensamiento y expresión; todas sus pretensiones de cortar todas las cabezas de un único golpe de guillotina total y totalitario; de fundar un escuadrón de asertivos y acéfalos voceros para esparcir su discurso único a los cuatro vientos y a los cinco sentidos.

El sudor de Padilla se embraveció hasta quebrar la nave de los locos que echaron a navegar esa noche en la UNEAC —que nunca más fue la misma— y el documental lo recuerda, por encima de toda la nobleza con que se ha intentado silenciar los ecos de ese 27 de abril

Sepultó bajo su coraza líquida y salada la misa negra que se celebraba, cuya principal víctima propiciatoria era el vapuleado Padilla, el desesperado Padilla. Mientras que el resto de los “escogidos” (César López, Pablo Armando Fernández, Belkis Cuza Malé, Manuel Díaz MartínezNorberto FuentesJosé Lezama Lima…) debía aportar una libra de su carne y los 21 gramos completos de sus almas a los mercaderes de voluntades, so pena de pasar por la misma “reeducación” inquisitorial.

El sudor de Padilla desborda incluso el propio documental de Giroud, que optó por fragmentar y resumir el material original —presuntamente dirigido por Santiago Álvarez. Decidió clarificar sus pasajes más significativos, complementándolo con otros audiovisuales menos poderosos —cualquier otro material decrece al lado del documento revelado—, para así articular un texto didáctico antes que ensayístico, parcializado antes que polisémico, explícito antes que sugerente, reporteril antes que cinematográfico. 

No parece ser el objetivo del realizador que el material “puro” se convierta en una cartografía del miedo y la inquisición contemporánea, más allá del hecho puntual que refiere, del contexto específico al que apela. No confía en la abrumadora suficiencia expresiva de la grabación original, como sí confió el ucraniano Serguéi Losnitza en los archivos con que construyó su díptico anti-estalinista El juicio (2018) y Funeral de Estado (2019).



‘El caso Padilla’ (tráiler).


Claro que Padilla no es tan universalmente conocido como Stalin. Mas esta propia anonimidad con que se presentaría, desnudo de informaciones complementarias, ante los potenciales públicos no cubanos o cubanos de generaciones distanciadas de los acontecimientos, podría ser más efectivo testimonio de cómo un poder absoluto no repara en vejar y derruir al más mínimo de sus súbditos con tal de hacerse obedecer; nunca respetar o amar, pues la ausencia absoluta de decoro o cualquier tinte de moralidad que se advierte en la orquestación de la mea culpa ejemplarizante de Padilla, solo habla de verdugos tristes y aburridos. Pero esta tristeza y este aburrimiento destruyen y matan como las garras del asno.

Con su película, Giroud fractura, contamina con apuntes didácticos y abruma de subrayados uno de los documentos más importantes de la historia cubana posterior a 1959, quizás el más significativo de las artes nacionales en esa segunda mitad del siglo XX. Pero su gesto desclasificador, de verdadera resonancia histórica, trasciende al fin y al cabo todas las impericias, ingenuidades y redundancias que puedan señalársele a su obra. 

Se ha especulado cómo obtuvo el documento, a través de cuáles canales arribó precisamente a sus manos este registro del miedo y el sudor; cuando lo verdaderamente relevante es lo que decidió hacer con la grabación una vez la adquirió. Decidió sacarla de las sombras, romper los sellos de silencios y cautelas, logró lavarle las innumerables costras de miedo que la envolvían. 

En un acto loable de responsabilidad intelectual y ética, lo sacó a la luz. Decisión que quizás se sublime cuando se pueda disponer del metraje en estado puro, cuando todas las horas de sudor y furia estén a disposición de todos los que deseen verlas, de todos los que deseen invocar esa noche decisiva, donde la historia se retorció sin que casi nadie se enterase. Donde la historia vomitó palabras absurdas y, sobre todo, sudó un océano.




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Pavel Giroud

Jorge de Armas

Pavel Giroud es director y guionista de cine cubano radicado en España. Entre otros filmes, es director del documental ‘El caso Padilla’ (2022), sobre la autoinculpación del poeta Heberto Padilla, del que conversa en esta entrevista.