Además de la visualidad que confieren ambientes marcados por el mar y la lluvia, los filmes de Fernando Pérez se distinguen por ambientarse en barrios emblemáticos de La Habana, con la muy frecuente simbolización de ciertos espacios citadinos como escaleras y azoteas, o puentes y túneles, desde la ópera prima Clandestinos (1988) hasta Últimos días en La Habana (2016).
El exergo de Clandestinos se refiere a La Habana de 1956-1958, y desde las primeras escenas se muestra una ciudad próspera y hermosa, con vallas de neón; una ciudad lustrosa de colores pastel.
No obstante, aparecen el túnel y la escalera vinculados a dos momentos trágicos: Ernesto (Luis Alberto García) está a punto de ser atrapado por los esbirros en el túnel o subterráneo de la alcantarilla donde provocan un apagón, mientras que en el techo o azotea de un edificio terminan acosados Ernesto y Nereida (Isabel Santos). Cuando él se ve obligado a rendirse, desciende las escaleras que dan entrada al edificio con la muchacha en brazos. De modo que tanto el túnel como la azotea y la escalera se asocian, simbólicamente, al ascenso moral de los personajes.
Dentro del mismo registro elegante y melancólico para mostrar La Habana aparece Hello Hemingway (1990), que rememora hermosas vistas de la Finca Vigía y el Paseo del Prado. En esta Habana distendida y juvenil, la escalera reaparece dentro de una escena de apariencia juguetona y romántica (cuando Larita y su futuro novio coquetean mientras bajan por la escalera del Instituto de La Habana), aunque de todos modos este momento se carga de significación dramática porque aclara la incomprensión entre ambos jóvenes debido a la combatividad colectivista de Víctor (Raúl Paz) y la pasividad individualista de Larita (Laura de la Uz).
La imagen idílica de La Habana cambia radicalmente cuando el cineasta afronta temáticas contemporáneas. A partir de Madagascar (1993) la ciudad deviene personaje triste y lóbrego, representada sobre todo mediante los símiles del túnel oscuro y la escalera estrecha, sinuosa e interminable, como las que recorren madre e hija en sus constantes permutas.
En momentos de particular desaliento, la madre (Zayda Castellanos) es vista caminando, o sentada, en lugares icónicos de la ciudad como el monumento al Maine o el Puente de Hierro, y además Laurita aparece con frecuencia encima de azoteas varias, llorando, bailando o rezando, como si la muchacha manifestara una aspiración a la soledad y a la altura perturbadora para su madre, quien es mostrada muchas veces por debajo de ella.
Además, el principio y el final de Madagascar se ambientan entre puentes y túneles. Laurita y su madre salen del túnel, luego de que la madre adopte similar actitud que la hija y asegure que mañana faltará al trabajo y se va a tomar un descanso, mientras la hija asegura que cuando duerme sueña con la realidad exacta de todos los días. Ambas están rodeadas por peatones y ciclistas macilentos, en calles por las que no circula ni un solo vehículo automotor.
Al igual que la Laurita de Madagascar, Bebé, la narradora de La vida es silbar (1998) aparece solitaria, vestida de negro y “flotando” sobre la ciudad, en pleno Malecón, al principio de La vida es silbar.
A este mismo espacio, por la zona de la entrada de la bahía, regresará el epílogo del filme, ambientado en la distopía del año 2020, cuando todos los cubanos aprenderán a silbar, y a silbar bien, pero Bebé ya no sabe. Y si Bebé se adueña del Malecón, cada personaje se enseñorea de un espacio citadino donde destacan azoteas y escaleras, como Julia (Coralita Veloz) en el asilo de ancianos.
Al igual que Madagascar, y a pesar de ser una película mucho más luminosa y optimista, también La vida es silbar presenta una estructura de túnel sin salida, con su final abierto que concluye con una suerte de epílogo circular; ambas retoman las situaciones dramáticas del inicio, como explicitando el criterio autoral de realidad metafísicamente cerrada, enclaustrada, inmutable.
Las mismas escaleras sombrías de Madagascar reaparecen en Suite Habana para registrar, sobre todo, el ascenso de los personajes o su salida hacia la luz, y así el filme insiste mucho más en las azoteas, visto el caso de que temáticamente se recrea más bien la búsqueda de soluciones a la crisis, en el empeño de los cubanos por cobrar altura.
Suite Habana es un concierto de azoteas diversas, por encima de las cuales descuellan la farola de El Morro o la cúpula del capitolio, en contraste con las imágenes y sonidos al nivel de la calle, más relacionadas con la dura cotidianidad centrohabanera.
La perspectiva panorámica, por encima de las azoteas, indica siempre el punto de vista del autor —la generalización por encima de lo contingente—, mientras que las escaleras, su ascenso o descenso por parte de los personajes, tienen que ver con la inmersión en la cotidianidad o el paso a otro nivel de existencia: la abuela y Francisquito cuando van para la escuela; Raquel cuando se despide de la cartomántica y vuelve a su realidad; Jorge Luis cuando asciende la escalerilla del avión que se lo lleva de Cuba…
Los iconos del paisaje cotidiano habanero, con toda su erosión y mugre, reflejan las ansiedades, temores y frustraciones de un período de pesimismo y desazón en Suite Habana, donde las escaleras suelen registrar el ascenso de los personajes, o su salida hacia la luz, y tal vez por ello se insiste en las azoteas, visto el caso de que temáticamente el autor se recrea más bien en el empeño de los cubanos por cobrar altura.
Las escaleras oscuras y derruidas de Madagascar o Suite Habana difieren en apariencia de la que muestra Madrigal (2007) cuando Javier (interpretado por Carlos Enrique Almirante) asciende una amplia y marmórea escalinata para acceder a casa de Luisita. Sin embargo, en un filme cuyo tema se relaciona con las apariencias y la incapacidad para ver la verdad, pudiéramos pensar que tanta blancura tal vez oculte motivos oscuros en ambos personajes, y en la intención final de la historia.
Madrigal insiste también en los túneles y azoteas cuando se muestra, en la primera parte de la historia, el cuarto humilde de Javier instalado en una azotea-palomar. Este es el lugar donde escribe el cuento que se representa en la segunda parte. Además, aparece en las dos historias el hueco abierto de una alcantarilla, y dos sitios tan identificables como el Puente de Hierro y el Túnel de Línea (referentes también en la anterior Madagascar) usados para reforzar la entrada de los personajes en la tragedia y la oscuridad, como le ocurre a Javier cuando entra por el túnel, sobre un camión, para llevarle el arpa y el cuento a la muchacha que se suicidó al creerse nuevamente engañada.
Vuelven a ser sombrías y ruinosas las escaleras por las que asciende Miguel (casi nunca se le ve bajando) para llegar al cuartucho donde vive con Diego, o para recoger agua con que bañarse en Últimos días en La Habana (2018). En torno al incomunicado personaje, aparecen no solo escaleras, sino también pasillos, balcones, cuarterías, y paredes sucias que recuerdan similares espacios en Madagascar y Suite Habana.
Incluso cuando Miguel va a buscar sexo de alquiler para su amigo, camina por los portales oscuros que sugieren un túnel de marginalidad y decadencia, muy similar a los pasadizos sórdidos de la historia de erotismo distópico en Madrigal. Sin embargo, la azotea, como en otros filmes de Fernando Pérez, es un espacio más despejado, luminoso y tranquilizador donde Miguel puede, por ejemplo, conversar con Fefa, la vecina generosa, mientras ella está ocupada tendiendo ropa, y preocupada por el cumpleaños y la salud de Dieguito.
Al final del filme, Yusisleidy está sentada en la azotea que heredó de su difunto tío, hablándole a la cámara y contando el destino de los demás personajes. Porque a lo largo del itinerario descrito por los personajes entre el mar y el concreto citadino, o el ascenso imprescindible que los lleva del túnel a la escalera y, peldaño a peldaño, hasta la azotea, Fernando Pérez recrea estilemas australes que aluden a la capacidad de resistencia en un país lastimado por la estrechez, la pobreza y el desgaste del sueño utópico.
La Habana: entre Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate
Cincuenta y veinticinco años cumplieron Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate respectivamente. En 2019 celebramos el aniversario 500 de La Habana. Tanta conmemoración pudiera obnubilar la profunda pesadumbre y los factores de desequilibrio, caos e incertidumbre que traslucen ambos filmes.