Empezando por el final y la muerte
La última película que vi en el Festival de Cine de La Habana de 2019 fue sobre un funeral. Sobre las exequias de Iósif Vissariónovich Stalin, el más poderoso emperador comunista de todos los tiempos.
Rey bigotudo de los jinetes del Apocalipsis que repartió con total desinterés, a manos llenas, grandes porciones de muerte, carestía, hambre y la peste más mortífera del universo: el miedo. Logró clonarse en cada súbdito de su señorío soviético, transmutando con la más perfecta alquimia, la voluntad en sumisión. Sus estatuas pantagruélicas, empotradas en cada plaza roja de Rusia, las colonias y las satrapías de Europa del Este, reforzaban en cientos de millones de almas una sensación de ubicuidad, omnisciencia e inmanencia: incontables ojos del Argos Panoptes que era esta deidad cesárea, dueño y señor de la Homogeneidad (más que Unión) Soviética, poseedor entonces de casi la mitad del mundo.
Su muerte, suscitada el 5 de marzo de 1953 tras varios días de agonía en su lecho, paralizó a toda esta porción de la Humanidad, cual apoplejía violenta que dejase tullido al planeta. En realidad, se trataba de un drástico autoexorcismo con que la Tierra expulsaba de sí a uno de los demonios más virulentos que la han atormentado en toda su historia, directo hacia las simas oscuras de donde emergió.
Pero tras la partida del monarca, su poder, su terror, su infinita densidad simbólica continuaron latiendo y avanzando en una inercia que engendraría una última monstruosidad estalinista: sus titánicas, exorbitantes y desmedidas honras fúnebres, que se propagaron como una onda expansiva, como un megatsunami de lisonjas, flores, tributos, panegíricos, encomios, apologías. Inundó todos los resquicios de sus dominios, hasta los más mínimos y recónditos.
Y esa fiesta de los excesos es lo que recoge el documental Funeral de Estado (2019), la más reciente creación del cardinal realizador ucraniano Sergei Loznitsa, que llegó a los públicos cubanos gracias a la sección “Panorama Documental”, con sede en el Multicine Infanta.
Más de dos horas de metraje, declarado inédito en casi su totalidad —y primorosamente restaurados—, muestran los diferentes actos del desorbitado espectáculo con que se lamentó y honró la caída del Titán georgiano —como todo buen tirano europeo, no era ruso; como francés no era Napoleón; ni alemán era Hitler—, sobre todo para acallar las trompetas que anunciaban el fin de una era. Que prologaban la desarticulación de un poder. Las inmediatas pugnas y purgas que sobrevinieron y concluyeron en la conocida como desestalinización, emprendida poco después por uno de sus chambelanes más inmediatos: Nikita Jruschov.
Loznitsa monta indistintamente imágenes en rutilantes colores y en nítidos blanco y negro, escogidas de entre (quizás) numerosas horas a su disposición, para construir secuencias que a su vez entretejerán una ambiciosa coralidad de millones y millones de protagonistas, movilizados y paralizados por el miedo, el azoro, la obediencia refleja y el acriticismo. Algunos aquejados de un dolor bastante real; o quizás solo verosímil, tras años de autoconvencerse de lo verdadero del amor hacia el magno dictador que les permitía estar vivos como una dádiva, como un pago por la fidelidad incondicional más absoluta.
La parsimoniosa y protocolar nota oficial de la muerte del tirano es leída por gangosas voces a fantasmales públicos de obreros y campesinos con rostros petrificados por la desesperanza. Las palabras son demoradas por lectores que se regodean en los infinitos títulos nobiliarios de Stalin, reticentes a llegar al clímax inevitable a que los impele el tiempo y la Historia.
No se menciona casi nunca la palabra “muerte”. El nombre temible de la gran reguladora de la Historia es sustituida por un eufemismo, el recurso lingüístico más caro a la política siniestra y diestra. “El corazón de Iósif Vissariónovich Stalin paró de latir” es más o menos la frase común.
Como la más planificada dramaturgia, le sucede al anuncio un último y desesperado acto de resistencia contra la ineluctable dialéctica: reafirmaciones enardecidas de lealtad al Partido Comunista, promesas de continuar al infinito y más acá las tareas dictadas por Stalin. De recordarlo. De amarlo. De pensar en él cada minuto. De replicarlo en cada acción y cada palabra. De perpetuar su legado. De memorizar y soñar con sus enseñanzas. “Líder y maestro”, es llamado por todos.
Mientras el temible cadáver embalsamado yace en Moscú, en medio de una hirsuta fronda de arecas —que es algo así como la planta oficial del Socialismo; la más habitual de las presencias en las tantas y tantas reuniones cubanas—, sitiado por una legión de esplendentes coronas de flores venidas de todas partes, el resto de las colonias-repúblicas socialistas reproduce en cada estatua los mismos rituales.
De hecho, las flores son las últimas víctimas de Stalin. Millones han sido arrancadas para confeccionar con sus cadáveres tributos a un cadáver. Es el funeral de Stalin, pero también de las flores que se le sacrifican. Antes de eso, muchos millones más de personas fueron entretejidas en gulags como ofrenda a su vida.
Loznitsa no escatima planos y secuencias, y más planos y secuencias, de las muchedumbres que se reúnen en larga fila para pasar por un segundo ante el cuerpo, para mirarlo o llorarlo. Muchas más circulan ante las estatuas ubicadas en las otras ciudades. Pero estas no gozan del privilegio de comprobar la efectiva muerte y fin del Estalinismo en su alfa y omega que es Stalin.
Los monumentos reproducen y perpetúan al líder altivo, glorioso, vivo, en franco desafío a las leyes naturales. Por lo que estas personas siguen rindiendo tributo a un ente abstracto, a un símbolo terrible. O visto de otra muy diferente manera: gozan a su vez del privilegio de declarar muertas a todas las manifestaciones de Stalin a lo largo de su imperio.
Entonces, este es también el funeral de un símbolo. La piedra y el bronce son abandonadas por el espíritu que se les insufló. Sus perpetuos ojos vigilantes se enceguecen. Argos Panoptes muere entre más y más flores muertas.
Caras y caras pasan ante las cámaras. Los rostros de una época. Los rostros que vieron, (sobre)vivieron y sufrieron la Segunda Guerra Mundial de mil maneras. Los ojos que vieron a Stalin vivo y muerto. Ojos y ojos que reafirman su muerte. Como Stalin miró y vigiló al mundo socialista con mil ojos, ahora el mundo socialista lo mira a él, ya inane, indefenso, inerte. Descubrir su naturaleza perecible es un acto de obscenidad cataclísmica.
La mayor parte del documental se concentra en las procesiones. El director enfatiza en la tautología de esos momentos. La hace casi palpable, incordiante, desde un hábil uso de lo fuera de campo. Provoca y reta las voluntades de los espectadores —no pocos abandonaron aquí la sala durante la proyección— al límite, haciéndoles ver y ver personas y personas que caminan mirando hacia el borde vacío de la pantalla, que sustrae el objeto de sus concentraciones. Miran hacia algo tan abstracto como el futuro brillante y la lucha que se les prometió, como el paraíso comunista que nunca llegó; aunque Stalin profetizó en algún momento su arribo definitivo para 1980.
Personas concentradas, marchando apretadas, escuchando arengas en un estado de semiinconsciencia, de abstracción, de vacío existencial. Un estado de nada. Multitudes reunidas durante horas y días, para que el adiós final prolongue el poder absoluto un poco más. La sensación temporal del documental es abrumadora y llama a seguir estudiando las faces, preguntarse por sus vidas, por sus historias personales, sus sueños, sus secretos, sus nombres. El horror del anonimato. El horror de venir e ir al vacío materialista que preconiza el ateísmo científico.
En su compleja linealidad narrativa, el funeral llega a su fin. El cadáver de Stalin es rescatado de la selva roja, blanca y verde donde se ha expuesto y se le conduce ceremoniosamente al mausoleo que compartiría con Lenin hasta que durante el Halloween de 1961 fuera retirado por Jruschov. En el festivo Día de todos los Muertos, Stalin fue expulsado de la Kaaba comunista, del santuario más sagrado de esta religión atea de dioses carnales.
Tras los discursos dubitativos de Malenkov, Beria y Molotov, que reiteran una y otra vez la orfandad en que Stalin ha dejado al mundo soviético y a todo el planeta (es declarado genio y hombre más importante de la Historia), quedan la nieve y las flores muertas. El Sol salió y la Tierra siguió girando en el espacio. No sobrevino el Apocalipsis, solo el desenmascaramiento y el destierro de la memoria afectiva.
Loznitsa no intenciona, no delata un juicio condenatorio de Stalin excepto en los intertítulos finales que revelan estadísticas no menos terribles por conocidas. Expone con un naturalismo neutral que también se aleja de la espectacularidad nazi de una Leni Riefenstahl, o el propio kitsch apologético de casi toda la filmografía soviética gestada bajo el reinado del georgiano.
La gelidez objetivista de las imágenes ofrece un campo (o una liza, más bien) amplio para las interpretaciones. Funeral de Estado es una obra extremadamente dialógica con sus públicos, pues su aparente amplitud se revela como una incompletitud propositiva, que invita a construir de conjunto los significados, a estructurar juicios de valor con gran libertad, a significar los 135 minutos de significantes largados en pantalla.
Intermezzo catártico e impresionista
Un festival de cine es un amasijo de películas, imposibles de visionar en su totalidad durante los escasos días de que disponen los públicos para desandar salas. Un laberinto lleno cuyo único mapa casi que es el instinto y la suerte de atajar cintas como la de Loznitsa. Una valoración total resulta igualmente imposible, aunque mis días hayan sido una alternancia casi continua de cintas. Una ambiciosa y tozuda trashumancia a contrarreloj.
La imagen del festival como curaduría, como museografía de una gran exposición de imágenes en movimiento siempre será incompleta, inconclusa, fragmentaria. Llena de espacios vacíos que nunca serán llenados, y que terminarán siendo parte orgánica del conjunto. Brindo entonces por una recepción imperfecta.
Cuba y los realizadores cubanos fueron dos de los espacios en blanco que más pude llenar, gracias a las previas visualizaciones de cintas que concursaron. O bien gracias a la prioridad que les conferí en unas andanzas en busca de lo mejor de los nacionales, que no fueron traicionadas, gracias a las calidades exhibidas por los largometrajes documentales Brouwer. El origen de la sombra (Lisandra López y Katherine Travieso-Gavilán, 2019) y A media voz (Patricia Pérez y Heidi Hassan, 2019) —galardonado este último con el Coral en su categoría—, el también premiado cortometraje de ficción Flying Pigeon (Daniel Santoyo, 2019), y la desafiante película Las campañas de invierno (2019) del autor Rafael de Jesús Ramírez, quien junto a Alejandro Alonso (con su más reciente Home) fue una vez más relegado a la sección fuera de competencia titulada “Vanguardia”, por la política de un Festival que sigue priorizando en su competencia oficial las narrativas convencionales o sus alrededores.
La sección “Vanguardia”: mantenerse a buen resguardo de quienes fuerzan las fronteras perceptuales y se lanzan a búsquedas lingüísticas complejas. Quizás buscando largar un puente entre lo (re)conocido y lo desconocido para que se produzca un proceso de crecimiento, que al final queda reservado para unos pocos. Véase esto como un triunfo mínimo o un fracaso masivo.
Los festivales generalmente son zonas de protección de ese cine que no gusta (ni gustará) a las mayorías, y no programadores de obras que las satisfagan en sus más básicas exigencias perceptuales. Ser propositivos antes que complacientes. Aunque las salas queden casi vacías, y las películas sean clasificadas de “basura” por espectadores enardecidos, como pude atestiguar más de una vez. La incomodidad es el estadio uno del ejercicio intelectual, y no todos están convidados a pasar esta prueba de fuego.
Hablo de unos públicos que en su gran mayoría solo están interesados en el entretenimiento llano que los lleva a premiar comedias tontorronas que olvidarán al día siguiente. Triste, pero cierto.
Son unas audiencias que apenas aprecian la más epidérmica arista anecdótica del cine, y le demandan la emoción facilona, la simpatía pintoresca y costumbrista; lo cual convierte la experiencia colectiva de recepción en una verdadera tortura repleta de comentarios en alta voz, muy irrespetuosos con el derecho del otro (yo) al silencio que requiere la concentración. En teléfonos celulares chillando a cada minuto a pesar de las advertencias de enmudecerles el volumen. De personas contestando y compartiendo con quien no le importa, detalles de sus vidas. De personas despreciando lo que el otro (yo) tiene derecho a apreciar. De personas opinando contra el derecho que tiene el otro (yo) de no escucharlas.
Todavía hay quienes lamentan la extinción de la sala de cine, del ritual social de visionaje en grupo. Yo lo aplaudo cada vez más, y espantado de todo me refugio en mí.
Winter is not coming
Las campañas de invierno es el primer largometraje terminado de Rafael Ramírez —pues Year of Meteors permanece en una etapa de posproducción que quizás no supere nunca—, una de las voces más complejas y sólidas del audiovisual cubano contemporáneo, con obras tan cerebrales como Diario de la niebla (2015) y Los perros de Amundsen (2017).
Es una cinta que queda definida por la frase que enuncia uno de los tantos seres bizarros habitantes de esta dimensión mental que Ramírez nos deja otear a distancia segura: “la realidad es lógica, la lógica es irreal”.
Tal paradoja define quizás todo el cine de este creador de mundos, de este fundador de sistemas de pensamiento, de este mezclador de ideas, demonios y obsesiones, cuyos resultados se revelan poliédricos, ignotos y misteriosos. Pues Ramírez no comunica, sino revela pliegues de su conciencia. No articula relatos, sino que propone perennes ejercicios de permutación, analogía, conjugación y simbolización.
Todo lo cual se cimenta sobre el axioma férreo que plantea que como toda creatura humana, la lógica es arbitrio, es la adaptación del mundo (de los mundos) a nuestra imagen y semejanza. Es el credo de la gran religión antropocéntrica en la cual todos comulgan y militan; unos inconscientemente, otros conscientemente; otros lúcidamente, como Ramírez.
Pues la creación es un acto tetradimensional donde se consigue que el hecho de mirarse hacia adentro resulte a la vez una ojeada a las expansiones infinitas del cosmos, convirtiéndonos en agujeros blancos que interconectan realidades. El “adentro” se convierte en el “afuera”, y el “afuera” en el “adentro”. No solo el “arriba” es el “abajo”. Por eso el cazador Gracus del primer acto de la película, está ni muerto ni vivo, sino suspendido en un tercer estado de la existencia.
La obra de Ramírez no entiende de dualidades aisladas, sino de hermafroditismos, de lo proteico, de lo mutable. Es también un ejercicio de descondicionamiento perceptivo, de auto desconocimiento, de autodeconstrucción, de autoextrañamiento. Y Las campañas… es hasta ahora, el epítome del juego de exterminación-creación que lleva jugando consigo mismo hace años.
Juego de libertades y miedos que se concreta en un discurso de la extrañeza, revelador a su vez de cuán frágil es la idea del mundo que tenemos, del imago mundi que se abraza cómodamente para no avizorar el vacío cognitivo, que en realidad está repleto de la materia oscura de la libertad.
Pudiera decirse preciosamente que Las campañas de invierno es una película sobre la antimateria, una oda a la masa crítica. Un “arte del campo unificado”, que se logra mucho más rápidamente que la teoría que se le escapó a Einstein y a sus seguidores. Como dije, es un agujero blanco, no más que un sencillo atajo entre planos de la existencia.
El director empalma un manojo de escenas a partir de unas leyes de engarce creadas por él mismo a partir de una muy personal lógica. Posible como todas las lógicas, que al final son irreales. Y lo irreal pertenece al mundo de lo infinito, al mundo de la libertad, de la materia oscura, de la antimateria.
La mayoría de los personajes expresan sus parlamentos en un estado de éxtasis renuente que rehúye la serenidad alienada de los actores hipnotizados con que Werner Herzog filmó su película quizás más inquietante: Corazón de cristal (1976). Todos parecen existir en el estado intermedio y tangencial del ni muerto-ni vivo cazador Gracus; que no es precisamente la dimensión vampírica.
Se sugieren encrucijadas y convergencias dimensionales en bellas secuencias tributarias de los claustrofóbicos y ajados espacios cubiculares de Jan Švankmajer, donde acontecen sucesos que dejan en desuso los propios conceptos de lo “imposible” y lo “innominable”. La película toda sugiere un viaje del héroe lleno de respuestas que exigen acertijos que las clarifiquen, sin esfinges retadoras que los emitan. Pues en la verdad yace el propio enigma. Como la lógica toda, la verdad toda es irreal: no es más que un avatar de una totalidad tan real que es inaprensible sino se dosifica en episodios como estos.
El protagonista parece jugar un juego de guerra donde la vida y la muerte no son importantes, sino su condición de obstáculo, de portal y salida, de llave y de puerta. El juego se sugiere como un parásito lógico de la realidad irreal. Otro agujero blanco que se nutre del cosmos y lo interconecta con otros cosmos. Otra parada en el viaje multidireccional del protagonista, que remonta varios senderos a la vez.
Rafael Ramírez nos ofrenda su película, a la vez que nos sacrifica a esta. Somos dioses y víctimas propiciatorias hasta tanto no entendamos lo absurdo de lo binario, de lo dual, de lo real. Hasta que no nos lancemos a jugar su juego cerebral, poético, donde lo posible no tiene contraparte ni negación.
Sobre Roy Andersson sentado en una rama, reflexionando
Exhibida en la sección “Panorama contemporáneo internacional”, Om det Oändliga (About Endlessness, 2019), dirigida por otro tan imprescindible como el sueco Roy Andersson (Canciones del segundo piso, La comedia de la vida), dialoga narrativamente con Las campañas… en tanto la fragmentación del relato, acometida de una manera más radical hasta respecto a su propia filmografía previa, ya signada por lo episódico, por la viñeta, por el relato múltiple.
Desde una puesta en escena muy semejante a la anterior Una paloma sentada en una rama reflexionando sobre la existencia (2014), basada en plano generales, composiciones meticulosas, tonos pasteles y actuaciones gélidas, About Endlessness expande el concepto de coralidad fílmica hasta la casi total disolución de los arcos argumentales conectores que desarrollen conflictos y psicologías. Aquí apenas aparece un cura que perdió la fe y no sabe qué hacer, invadiendo de vez en cuando otras historias.
Un hombre habla par de veces de un amigo ausente. Una voz en off cronica las diferentes y muy mínimas situaciones. Resulta el gran narrador-personaje de tales cuadros o viñetas, la gran amalgama que las engarza.
Andersson se consolida aquí como un artista de lo discreto, de lo minúsculo, del gesto, de lo performativo. Un orfebre de la imagen que consigue altos valores visuales en cada segmento, como si la película sola fuera una gran exposición de óleos o acuarelas llamados a la vida por un segundo.
Andersson es un cronista de lo absurdo disfrazado de cotidianidad, o mejor: de lo absurdo que puede llegar a ser lo cotidiano. Y de lo cotidiano como reservorio surreal. Y de lo onírico absoluto, como esa pareja que se desplaza entre nubes verdosas sobre una ciudad en ruinas; un espectáculo que ya nadie podría ver, pues la vida parece haber dejado el mundo. La pareja serían dos fantasmas aturdidos y concentrados en su amor, o bien una reflexión tardía de una felicidad pretérita, producto de un fenómeno óptico muy raro.
El pasado se filtra entre las hendijas del relato, diluyendo la linealidad temporal diegética. La historia reaparece como un interlocutor de Andersson, de manera mucho más sutil que en Una paloma… Hitler en el bunker, asediado, azorado, burlado por sus oficiales: escena compuesta con el primor y el talento plástico que nunca tuvo el Führer en su juventud de acuarelista bohemio y mediocre. Tinieblas pasteles, densidades cromáticas, caos estetizado hasta la perfección.
About Endlessness puede leerse como el poema que es el texto expresado en off. Una articulación de sensaciones dispersas, engarzadas en una lógica discursiva altamente fluida, sin intentar nunca aherrojarlas en una coherencia argumental de sesgo más prosístico. El personaje-narrador-observador con trazas de omnisciencia, da testimonio de sus avistamientos invisibles, de su inmiscusión privilegiada y momentánea en instantes quizás definitorios, quizás insignificantes para las vidas de sus protagonistas.
Andersson prefigura aquí un panteón humano, erizado de dioses y adioses fugaces. Rinde culto a la minucia y la eleva a unas alturas épicas desde su representación magnética, seductora en su hieratismo. Invita a decodificar los planos generales de los que hace gala, a enlazar todos sus elementos escenográficos y humanos como puntos sin numeración de un juego donde saldrá la figura que el jugador desee. Pues puede empezar por el punto que desee, y seguir a voluntad, regresando al trazo de origen, corrigiéndolo e iniciando una nueva figuración. Siempre saldrá un paisaje humano.
Cada viñeta es parte y totalidad. Realidades que siguen una lógica irreal. Mucho más incluso que en Las campañas de invierno. Pues el sueco busca captar las ondas expansivas de seres implosionados. Las resonancias de una realidad autofágica, que remonta senderos solo dirigidos hacia el interior, hacia el mundo de las esencialidades. Busca el sentido de la existencia en la puridad de un fugaz sentimiento, de un efímero conflicto, de una respiración leve.
Tal vez busque al Dios de los pequeños universos.
De la ausencia solo se habla a media voz
Seducido por los encantos y cantos de sirena de la ficción, cometí el error más habitual de un cinéfilo en medio de un festival: no ver documentales, los cuales tampoco fueron muy beneficiados por los programadores, quienes pusieron a las cintas concursantes en esta categoría, en la franca desventaja de tres pases a uno.
Tres veces se pudieron visionar las ficciones y solo una cada documental. Aunque el acceso mejoró un tanto al ser trasladadas sus proyecciones al cine 23 y 12, mejor ubicado y con más lunetas, se dio una vez más por sentado su convocatoria limitada para unos públicos decantados en su mayoría por el placer de las historias “irreales”.
Ya conocía de antemano Brouwer. El origen de la sombra y regulé bien mis horarios para ver A media voz, que sumó el Coral a un palmarés iniciado con el premio a Mejor Documental en la aún reciente edición 32 del prestigioso Festival de Cine Documental de Ámsterdam (IDFA).
La película en cuestión, articulada como un diálogo entre dos amigas-hermanas cubanas que emigraron de Cuba en plena y lozana eclosión de sus potenciales como realizadoras, es básicamente un acto de redescubrimiento, sanación y confesión. Van en pos de saldar la deuda eterna que el que se fue guarda consigo mismo, y con el “yo” que en una realidad alternativa, se quedó.
A la vez es una crónica de la reubicación y de la reconstrucción personal que demanda este proceso drástico, esta remoción de paradigmas y perspectivas asentadas en el espacio geocultural donde se nació y se creció. Es una recapitulación de consecuencias y posibilidades, articulada desde el cine ensayo, terreno de licitud creativa donde confluyen todos los recursos expresivos posibles del audiovisual, de lo visual, de lo sonoro, de lo dramático.
Heidi Hassan y Patricia Pérez establecen una suerte de epistolario de imágenes y palabras que entreteje grabaciones de archivo, fotos instantáneas y artísticas, recreaciones ficcionales (con actores incluidos), monólogos previamente guionizados ante el lente. La infertilidad que atormenta los cuarenta años de las dos protagonistas —dudas por un lado, intentos insistentes e infructuosos por el otro— es la metáfora más cabal y precisa de lo estéril que puede llegar a ser el proceso de reacomodamiento, de injerto sociocultural en un contexto ajeno.
La supervivencia es quizás la noción y la experiencia que más se modifica en estos procesos, a los cuales atinadamente Hassan y Pérez sustraen cualquier precisión cronológica (apenas se advierte el año 1988 en unas grabaciones que registran su niñez). Así como dejan claro muchas veces que el entendimiento pleno de todo el abanico de conflictualidades sucede solo entre ellas. Para el espectador queda la cartografía de sensaciones y emociones derivadas de acontecimientos muchas veces sugeridos, enunciados, insinuados. Los detalles surgen cuando una coprotagonista pone al tanto a la otra coprotagonista de sucesos efectivamente desconocidos para ella.
Las dos mujeres huyen indistintamente de una nación distópica que les promete quizás una relativa subsistencia. Se desplazan por este mismo eje para convertirse en supervivientes de sus propias condiciones de extrañas, en mundos más extraños aun.
Pero hay que aclarar que A media voz es una historia de supervivencia y hasta de resistencia, mas nunca de arrepentimiento y fracaso. Estas heroínas han hecho y hacen sus caminos por un jardín mundial de senderos que se bifurcan hacia posibilidades nulas o posibles. Se llaman a susurros desde sus respectivos caminos. Hacen balance. Se fortalecen mutuamente al habitar de nuevo una patria íntima que han cultivado desde la infancia. Una patria portátil, cómoda, bien a la medida de sí mismas. Un terreno feraz donde todas las semillas germinan. Proyectan sus respectivas nostalgias sobre sí mismas.
Por eso el documental termina discutiendo sobre el concepto orgánico de nación, vista como partícula personal construida desde la intimidad a partir de la criba y jerarquización de elementos culturales, rituales, éticos, sociales, pero sobre todo emocionales. En vez de ser denominador común que se obtendría al cotejar todas las perspectivas y percepciones de sus habitantes, la nación es entonces todo lo contrario: el descuartizamiento simbólico de una esencia cultural entre todos sus vástagos que la devorarán, metabolizarán y la reconstruirán generación tras generación, comunidad tras comunidad, persona tras persona.
De ahí lo proteico de esta huidiza noción. De ahí su capacidad expansiva, ubicua y nuevamente íntima.
Hassan y Pérez se retratan y se autorretratan a lo largo del metraje. Una es resonancia de la otra. Sus historias migrantes son como vasos comunicantes que se complementan, manteniendo un delicado y muchas veces precario equilibrio de fuerzas y remembranzas. Son principio y fin de sus propias vidas. Son el eterno retorno y la eterna partida.
Hablando a media voz se evita el grito y el cuchicheo, el escándalo y el miedo, la alharaca y el secreto. Hablando a media voz se moderan los tonos, se tranquilizan los ánimos, se sosiegan las angustias. Hablando a media voz se dirimen matices y se clarifican las vidas.
Primero fue la sombra
Brouwer. El origen de la sombra es también un retrato, pero bien lejos de toda pretensión biográfica, descriptiva, cronológica y naturalista. Es un retrato definitivamente expresionista de uno de los más importantes músicos y pensadores musicales de la historia del arte cubano.
Katherine Travieso-Gavilán y uno de los duetos creativos audiovisuales más lúcidos y efectivos de la contemporaneidad: Lisandra López (debutante aquí como directora) y Alejandro Alonso (director de obras tan importantes como El proyecto, ahora a cargo de la dirección de fotografía), evitan lanzarse a descubrir, exponer y explicar didácticamente —e ingenuamente— la vida, obra y carácter de Leo Brouwer. Hacen todo lo contrario.
Este documental es un retrato que como todo el arte desde las vanguardias, rehúye el realismo mimético que animó también los albores de la fotografía y el cinematógrafo. Y se convierte en la crónica de la impresión que provoca el que es mirado a los que lo miran. En la resonancia de la personalidad filmada en las personalidades que la filman.
Los creadores optan entonces por retratar el misterio que es y siempre será una singularidad humana, articulando un relato que plano a plano, secuencia a secuencia, se enrarece, se ensombrece, se extraña. Hasta terminar en una interrogante emitida por la gran pregunta en que Brouwer termina convirtiéndose hacia el final.
El músico y pensador recorre a lo largo del metraje un camino inverso que inicia en la luz y se explaya, se realiza y se sublima en la sombra. Va desde escenas más luminosas, concretas —donde se revelan ciertas rutinas, pensamientos y dinámicas de su cotidianidad— hasta encuadres enrarecidos, retóricas propias de la misantropía, coloquios introspectivos.
Es un ermitaño que ha hecho de su mente, de la (su) música y de la cultura, su ermita inexpugnable. Se sabe náufrago del pecio nacional al que odia y ama en ambigua y equilibrada paridad (y puridad). Se salva, aferrándose a sí mismo, de la marisma subdesarrollada que siente acechante a su alrededor. Es un Sergio mirando por un telescopio musical hacia su interior, y no hacia el paisaje cubano que evade y lamenta.
El encuadre concebido por Alonso sustrae cualquier concreción a otros seres humanos que no sean el protagonista retratado, convirtiendo sus interacciones en una suerte de diálogos con fantasmas, de pláticas esquizoides con habitantes que no son de una isla que ya no es.
Brouwer aparece casi siempre como sumergido en un mundo desenfocado, confuso, a punto de desmoronarse y desaparecer. A punto de ser otra cosa. La cámara conscientemente miope, discierne con nitidez su faz muy cercana —el primer plano es principio estético y discursivo de la obra— y extravía los contornos y formas de más allá.
El entorno y el país se difuminan alrededor del retratado. Cuando todo a su alrededor pierde la coherencia, solo le resta ser coherente él mismo. Preservar en sí mismo una esencia cultural que ve diluirse con celeridad.
Su rostro, sus palabras y su música son lo único concreto en el documental. Y la música casi se materializa en una de las escenas más bellas de la película, donde las manos de Brouwer se muestran en todo su esplendor como últimas fronteras entre el mundo material y el mundo sensorial de los sonidos y los silencios rítmicos. Las manos que pulsan las teclas, las cuerdas, y conducen las orquestas. Herramientas, facilitadoras y mediadoras para extraer las melodías de los instrumentos, y para organizar a cabalidad los sonidos de cada uno de los músicos bajo su rectoría.
Como bien lo decreta su propio título, Brouwer. El origen… es también un viaje de los cineastas hacia el ensombrecimiento del alma que provoca la lucidez. El sendero intelectual no es un camino hacia la luz, sino hacia las sombras y el tormento. Hacia las dudas cada vez más abrumadoramente ontológicas, cada vez más pavorosas, más densas y desesperanzadoras.
Leo Brouwer se revela entonces como otro sobreviviente de un exilio camusiano del que es juez y parte, del que es adentro y afuera. Es extranjero en un país que no reconoce, aunque no deja de sentirlo.
Epílogo inconcluyente…
Estas son algunas de las películas que más me motivaron y provocaron entre las frondas y las hojarascas de un Festival copioso, e inaprensible —a veces incomprensible, a veces inteligible, tanto como absurdo y augusto— hasta para un espectador tan ambicioso como yo.
Otras cintas me seguirán provocando y se convertirán en deudas críticas que saldaré a veces, o dejaré para siempre en el quizás. Al menos las menciono como proposiciones personales:
Flying Pigeon (Cuba, Daniel Santoyo), Blanco en blanco (Chile, Théo Court), Bacurau (Brasil, Klever Mendoça Filho y Juliano Dornelles), Parásitos (Corea del Sur, Bong Joon-Ho), Monstruos (Rumanía, Marius Olteanu), Los océanos son los verdaderos continentes (Cuba-Italia, Tommaso Santambroglio).
Y el que las quiera ver, se las copio.
Eduardo del Llano y Jorge Molina: Dos viejos pánicos
Antonio Enrique González Rojas
Jorge Molina y Eduardo del Llano son dos ejemplares del homo novum cubanensis, que a estas alturas ha devenido homúnculo forjado y regurgitado por la alquimia revolucionaria (authentic since 1959).