¿Quién le tiene miedo al cine cubano?

Tras la acre coyuntura —con leves aires sediciosos— que casi da al traste el pasado año con la Muestra Joven ICAIC, a este evento le fue permitido regresar en 2019, para continuar siendo la discreta, pero cardinal vitrina que es, donde se pueden apreciar los derroteros más inmediatos de la creación audiovisual independiente cubana.

La selección oficial de marras, sin grandes herejías contra el canon, no deja de contar con una significativa porción de obras que buscan diseccionar la contemporaneidad nacional. En este nicho se acomodan y dialogan Alberto (Raúl Prado, 2018), Ángela (Juan Pablo Daranas, 2018), Dalila y su hermano (Rogelio Orizondo, 2019), El último país (Gretel Marín, 2018), Las muertes de Arístides (Lázaro Lemus, 2019), Los viejos heraldos (Luis Alejandro Yero, 2018), La bahía (Alessandra Santiesteban y Ricardo Sarmiento, 2018) y Home (Alejandro Alonso, 2019). 

Ubicadas casi todas estas películas en elapartado documental —excepto las ficciones Alberto y Ángela —, logran sortear saludablemente el sesgo reporteril que ha marcado una considerable zona de la fílmica nacional; por razones muy plausibles, pero que han terminado largando sombras confusas sobre las propias nociones de documentalismo y periodismo.

Se mantiene como tendencia estable y afortunada la búsqueda de discursos audiovisuales complejos, a resguardo de “objetivismos” expositivos. Como en casi ningún otro apartado fílmico cubano, el campo documental, con perspectivas cine-ensayísticas, se sincroniza con las más audaces tendencias globales. Por obra de una verdadera ironía histórica, puede aquí apreciarse la (re)connotación de un concepto como el “Cine-Ojo” estipulado por el ruso Dziga Vertov (El hombre de la cámara), cuyo primer estamento estipula la “objetividad total e integral en la captación de las imágenes”. Sin embargo, no existe nada más subjetivo que la propia mirada humana.

En esta cuerda del “neo Cine-Ojo” se mueve la realizadora Gretel Marin con El último país, largometraje (65 minutos) donde registra su regreso a Cuba después de una estancia significativa en el extranjero, dejando muy claro su transitoria calidad de visitante. No va entonces la obra del síndrome de Anteo, donde el hijo pródigo solo encuentra su verdadera medida en el reino de su nación; donde el cubano emigrante se devuelve como única alternativa a su confusión en lejanas tierras. No. 

Gretel es una ciudadana de un mundo que no parece haber sido cruel con ella, y no deja de reconocerse cubana bien pendiente de Cuba, a cuyo espacio físico la atan su familia, sus padres, abuela, tíos, primos, y preocupaciones sociopolíticas. El documental, de hecho, registra sus diferentes intentos por realizar un documental sobre Cuba durante ese efímero resquicio de esperanza conocido como la Primavera de Obama, donde el futuro volvió a revelárseles a los isleños como una posibilidad real y definida. Una posibilidad tan palpable, que la mayoría de los entrevistados por Gretel no saben qué hacer con esta. El metabolismo insular rechaza el nuevo paquete de alternativas casi como un cuerpo extraño, invasivo. No está listo para asimilar tal estado de cosas, siquiera su posibilidad.

Durante todo el metraje de El último país, el relato aparece fragmentario, disperso, casi aturdido. Gretel se confiesa casi incapaz de armar coherentemente el puzle que va revelándosele a fuerza de respuestas cautelosas, expectantes y ofuscadas de sus interpelados. Casi siempre mediando el miedo al micrófono no oficial. 

El producto final resulta la historia confesa de su renuncia a la articulación de un constructo más aristotélico, más convencionalmente lógico, más coherente. Gretel regresa a un país confuso, marcada por una experiencia de ultramar que le provoca un extrañamiento del cual solo se percata durante este regreso. Y le regala (¿tributa?) al país un documental difuso, lleno de preguntas sin respuestas, lleno de dudas. Al punto que termina convirtiéndose en una parodia amarga de los abundantes documentales reporteriles que le preceden, dada la estética inmediata, observacional, que escoge la realizadora. 

El emigrado cubano y sus trances resuenan igualmente en las ficciones Alberto y Ángela. En el caso del cortometraje de Raúl Prado, la trama remonta los senderos de la fractura familiar cubana bajo el mazazo de la incompatibilidad y la intolerancia política, que no dejaba (ni deja) posibilidades para la concordia entre todos, con todos y para el bien de todos. 

La crisis ochentera del Mariel sirve como detonante de esta historia de retornos, reencuentros, remordimientos, resquemores y desamores filiales, teñida de cierto tono melodramático. Lacerado resulta el relato, no obstante, por desigualdades en la dinámica narrativa, conducente de las acciones hacia un apresurado clímax donde se resuelve con celeridad el conflicto articulado a base de pistas enturbiadas por un manejo algo torpe de los resortes del suspense. 

Cine cubano. La era videodrone (algunos videoclips cubanos al margen).

La era videodrone (algunos videoclips cubanos al margen)

Antonio Enrique González Rojas

Resulta muy válida y saludable —en tiempos de ensañamiento con las iniciativas privadas de los cubanos en Cuba— la prosperidad y el florecimiento de pequeñas (y “alegales”) empresas especializadas en la realización de videoclips.

Ángela, sin embargo, deviene el dichoso regreso del realizador Juan Pablo Daranas (Yunaisi, Crepúsculo) a los predios fílmicos cubanos, donde aportó algunas de las mejores incursiones en el terreno fictivo, desde una agudeza narrativa poco común para el contexto, y una sensibilidad nutrida por referentes magistrales del cine mundial. De hecho, esta película, filmada en Nueva York, resulta una de las piezas estética y discursivamente más arriesgadas de su categoría, dada sus constantes pendulaciones hasta rediles más familiares al campo documental.

A juzgar por una puntual acreditación de la participación de Idalmis García —actriz protagónica— en la escritura del guion, y autora de la idea sobre el personaje central, Ángela apunta a un alter ego muy cercano a la realidad inmigrante de esta mujer. Amén de sus casi constantes intervenciones en contextos no guionizados, donde induce diálogos-entrevistas con personajes “reales”; cubanos exiliados que reconstruyen la isla en Estados Unidos a fuerza de evocaciones culturales y artísticas. 

Ángela se convierte por momentos (los más acertados) en pretexto para indagar y husmear en las complejidades de esta Cuba migrada. La otra zona conflictual del cortometraje discursa sobre el juego de soledades en que se zambulle el inmigrante. 

Emigrar se ha convertido, sin dudas, en un valor cimero para los cubanos, en una isla donde “proyecto de vida” es poco menos que una aspiración vana, imposible. La existencia en medio de los numerosos binarismos sociopolíticos y culturales que demarcan la faz del país, convierte las tierras de ultramar en promesas desorbitantes, expandidas bajo la lente de aumento de la zozobra. 

Ángela/Idalmis —quizás también el propio Daranas, residente él mismo en los Estados Unidos— vive un sueño a medias en la Gran Manzana, donde la prosperidad no siempre equivale a la realización personal y profesional. Tampoco el retorno es una opción. La saudade se apacigua en abrevaderos donde Cuba es convocada, recreada. A la larga, esta Cuba de tamboreros, rumba y guaguancó, enclavada en medio del Central Park, no es menos real y palpable para sus evocadores que la propia isla física que abandonaron, muchos para no regresar. Solo les queda replicar la nación donde quiera que estén.

A propósito de los destinos de la nación, las obras Dalila y su hermano y Los viejos heraldos articulan un inconsciente pero oportuno díptico que escruta las resonancias de esta en los distintos estratos generacionales cubanos, sus relaciones con el poder y su sistema simbólico. 

Consecuente con la segmentación dramatúrgica y la voluntad performática que caracteriza todo su teatro, Rogelio Orizondo aborda los predios audiovisuales con el mismo espíritu propositivo de mordaces juegos de asociaciones. Dalila… se revela (¿conscientemente?) concomitante con la más breve pieza Briana (Ricardo Sarmiento, 2017), participante en la Muestra de 2018, en cuanto a la perspectiva observacional de un personaje infantil en pos de registrar sus lógicas de pensamiento y apropiación del mundo circundante, desde el pleno descubrimiento de sus recovecos. Pero termina apropiándose de esto solo para darle un fuerte vuelco simbólico, provocado fundamentalmente por la alternancia de los pasajes de la pequeña Dalila y su hermano más pequeño aún, con pasajes de la guerra revolucionaria cubana desarrollada entre 1956 y 1958… o más bien con la fetichización hipertrofiada de todo lo relacionado con dicha gesta.

Futuro y pasado colisionan en el presente diegético de la película, a fuerza de montaje; a golpe de engarzar bizarramente dos relatos aparentemente desvinculados. Tan desligados como las líneas de derrota que siguen en Cuba el statu quo y los cubanos “de a pie”, y hasta los que poseen automóviles. Los primerospermanecen alineados —y alienados— sobre una legitimidad histórica proclamada a los cuatro vientos, y refrendada por un sistema iconográfico con todo y panteón, sin olvidar las reliquias sagradas acompañantes. Mientras que los segundos transcurren por sendas alternas, paralelas, casi siempre al margen del discurso oficial. Extrañados, distanciados, aburridos, insensibilizados (incluso sin percatarse de ello) por tanto historicismo rancio y epicista.

Cine cubano. La maldita circunstancia de la desconexión por todas partes

La maldita circunstancia de la desconexión por todas partes

Antonio Enrique González Rojas

El diálogo posible y equilibrado entre poder y nación es reemplazado por los intentos oficiales cubanos de aplicar a Internet los mismos métodos de control que desplegó sobre los medios analógicos del siglo XX.

 A la vitalidad de los niños apenas inmersos en la doctrina, de la cual se apropia lúdicamente, Orizondo contrapone la exhibición de los restos meticulosamente taxidermizados de un mulo montado por Camilo Cienfuegos y un caballo cabalgado por Ernesto Guevara durante esos años de contienda antibatistiana. Las nobles bestias, inconscientes durante sus respectivas vidas del rol jugado como monturas de los dos paladines, experimentan ahora la momificación que frena el natural ciclo vital. 

Más que un testimonio histórico, estos animales terminan siendo una anomalía negadora de la dialéctica de la existencia: uno de tantos tozudos intentos por perpetuar lo transitorio desde la preservación idolátrica del último fragmento material posible. Es negar que la Historia se define por su progresión temporal; que es movimiento. Y la deificación/congelación de cualquiera de sus elementos no es más que una aberración de la lógica de la existencia humana.

De contrastes va también Los viejos heraldos, que ya acumula en su palmarés el aún reciente premio al Mejor cortometraje documental del 40 Festival de Cine de La Habana. Luis Alejandro Yero opta por registrar las rutinas calmas de dos ancianos habitantes de un no-lugar más cercano a un eterno limbo —en gran medida gracias a la esplendente luminosidad lograda por la cinematógrafa Natalia Medina— que a un habitáculo ubicado en nuestro mismo plano de la realidad. El autor consigue así una precisa metáfora del margen, de las otredades extrañadas, ya por escogencia propia o por circunstancias ajenas a su voluntad.                     

La contraposición con los rumbos del statu quo no sucede aquí por montaje paralelo, sino por la presencia de un televisor en una vivienda tan frágil que parece a punto de diluirse seráficamente en tanta luz que la repleta. Este intruso tecnológico, que quiebra el sosiego general casi onírico, es un cordón umbilical que mantiene a sus protagonistas anexados    —más bien aherrojados— a un tiempo histórico al cual ya no pertenecen, y no parecen querer pertenecer.

Los viejos de Yero son heraldos silenciosos del desfase del país consigo mismo, del divorcio irreconciliable entre lógicas históricas. El televisor es heraldo de un sistema de autorrepresentación formalista, solemne, hierático hasta el kitsch. A pesar de yacer a pocos pasos de los ancianos, el televisor está a incontables años luz. Emitiendo unidireccionalmente, ajeno, insensible a la decrepitud vital y radiante emanada por estos ancianos.

Los protagonistas todos —la pareja y el televisor— conviven en una inercia sin intimidad, en una tolerancia sin comunicación posible. Existen en sus respectivas autonomías misantrópicas, como resultado de un pacto de no agresión, pero también de no diálogo, de no entusiasmo, de no fe, de no convencimiento. 

En connivencia con Dalila…, aquí el equipo electrodoméstico es la vitrina donde se exhibe el fetiche rígido de sí mismo en que se ha convertido el statu quo cubano. Es un escaparate donde las vanidades arden sin hoguera, donde la monotonía se autocelebra, donde la emoción ante la vieja pantomima murió. Tal parece que los viejos envejecieron contemplando la misma secuencia de imágenes una y otra vez, sin variaciones perceptibles en su dramaturgia ni sus personajes. Quizás a Dalila y su hermanito les suceda lo mismo, y se desvanezcan en arrugas ante la mirada ciega e impertérrita de los equinos disecados.        

La alienación advertida en estos documentales alcanza un vórtice máximo de disociación caótica en Home, película con la cual regresa a la Muestra el realizador Alejandro Alonso (Velas, El proyecto, Duelo, Metatrón, El hijo del sueño), quizás el más virtuoso constructor de alegorías audiovisuales de la fílmica nacional en estos tiempos. 

Con Home, Alonso desafía las taxonomías canónicas. El breve metraje (doce minutos) propone un amasijo de formas y sonidos cercano a la experiencia psicodélica. Menos lógico que nunca, y por ende más libre, Alonso logra exponer una miríada de sensaciones en un mayor estado de puridad que películas previas. 

El montaje frenético hace que las imágenes se intuyan, se presientan, más que se logren realmente fijar en la retina y la mente. Ante los ojos receptores transitan grabados con mambises, el nombre de Cuba acompañado por fraseos en inglés, fenómenos naturales, mares de antorchas, personajes ignotos concediendo entrevistas ambiguas también en inglés. Una nebulosa cohorte de sugerencias desafiantes de toda capacidad asociativa. Ya es casi imposible desligar a este creador del empleo orgánico de la película de 16 milímetros como soporte ideal para evocar las praderas mentales.

Cine cubano. Gato por liebre.

Gato por liebre

Ronald Antonio Ramírez

Anacronismos en el cine cubano.

Alonso resulta más sincero que nunca, al hacer menos concesiones, frisando los bordes de la abstracción absoluta como manifiesto de su individualidad perceptual. Abre su cabeza en un acto de desnudamiento existencial, y deja manar sin criba ni explicaciones la barahúnda de ideas que anidan en su mente. A los espectadores solo les queda engarzar libremente los fragmentos despedidos por la erupción cerebral (y visceral) que es Home.

Algo nítido —lo único— es que la nación está presente, latente, hirviente, en todo el metraje. Más bien la relación de Alonso con la nación, a la que parece ver como una entelequia cada vez más agonizantemente leve. Cuba aparece como una constante simbiótica en todos los flujos mentales que gotean de Home. Una constante que se transparenta y extraña cada vez más, confundiéndose con las otras emanaciones oníricas desplazadas por todo el metraje de este ensayo audiovisual con fuertes aires de videocreación. 

Su ubicación en el apartado documental de la Muestra delata una inercial (e insuficiente) clasificación de Alonso como documentalista, y un agotamiento definitivo de los nichos operativos clásicos. Aunque Home no deja de ser una documentación, cuanto menos honesta, de este yo que cada vez más protagoniza los “documentales” cubanos, convirtiéndolos en verdaderas implosiones de sentidos.

Con La bahía y Las muertes de Arístides regresan respectivamente dos viejos pánicos cubanos, dos obsesiones simbólicas embozadas bajo la dermis social de la nación: la inacabada Central Electronuclear de Juraguá (CEN) y la cultura belicista, en este caso encarnada en las tragedias del servicio militar obligatorio y la perpetua amenaza de viajar hasta Angola para mirar cara a cara a la muerte.

Con su propuesta, Alessandra Santiesteban y Ricardo Sarmiento retoman el batón largado recientemente por Carlos Machado Quintela con su largometraje La obra del siglo (2015), y se acercan de nuevo a la monstruosidad que yace en la costa cienfueguera en estado tan ambiguo como el gato de Schrödinger. Es una ruina a medio hacer. No ha nacido ni ha muerto. Permanece en un estado de latencia indefinida, como feto criogenizado al aire libre, susceptible del vandalismo local por décadas. Su domo erizado de fierros comparte honores con otras eternas atrofias como el Instituto Superior de Arte (ISA) y la Autopista Nacional, ilustres trompicones en la carrera por alcanzar la cúspide del paradigma moderno civilizatorio que siempre ha marcado el horizonte triunfal del “proyecto cubano”. Incluso, podemos sumarle los viajes cósmicos que nunca sucedieron después del ascenso de Arnaldo Tamayo en 1980.

Como Quintela, los autores de La bahía vadean convencionalismos narrativos y acercamientos reporteriles, aunque tampoco apelan a la dramatización. Terminan concomitando más estéticamente con otra pieza sobre la quebradura arquitectónica de la utopía cubana: El proyecto (Alejandro Alonso, 2017). Colocados conscientemente en el centro de las acciones, Santiesteban y Sarmiento protagonizan una verdadera pesquisa, con aires detectivescos y conspiratorios, para robar secretos de una zona vedada al público, cercada, vigilada. Se confiesan voyeristas, extranjeros, fisgones motivados por este secreto a voces que apenas puede otearse a distancia prudencial. Lo más cercano al Área 51 que tenemos en Cuba. Sus destinos permanecen tan ignotos como los de la nación misma. Su suerte futura apenas se supone a través de furtivos rumores y especulaciones. Su grandeza se delata incompleta, hueca y disfuncional.

Los documentalistas se acercaron a la CEN movidos por pura curiosidad, sin planes más nítidos que mirar de cerca, entrar en los predios vetados, palpar la piel dura de este kilómetro 0 y kilómetro final de la grandilocuencia triunfalista. Como El último país, La bahía termina siendo una historia de obstrucciones, de imposibilidades, de resquicios, suposiciones, vistazos, escapes. Es como un libro leído con la vista perimetral, a golpe de rabillo de ojo. A pesar de sus dimensiones pantagruélicas, la mole atómica escapa a la percepción abierta. Se oculta justo en el punto ciego del ojo.     

La distancia entre la Ciudad Nuclear —donde transcurren casi todas las acciones de la cinta de Machado Quintela, pues el domo apenas se aprecia siempre en lontananza— y la CEN es prácticamente infranqueable. No se mide en unidades métricas convencionales sino en tabúes y secretos, en ambiciones y fracasos. El rey está desnudo, pero ningún atrevido vocea esta verdad. La desnudez de la Central es muy terrible como para asumirla. Lo mejor es ignorar, y de vez en cuando evocarla con curiosidad.              

Por su parte, Las muertes de Arístides viene a nutrir las incursiones cubanas en el subgénero conocido como “documental animado” (Now, Uvero, Velas; este último codirigido por el propio Lemus junto a Alejandro Alonso) con una pluralidad de técnicas que abarcan desde la fotoanimación hasta la animación digital de variados modos. Con este instrumental totalmente recreativo, el documental de marras deviene ejercicio evocativo: la reconstrucción de una historia dolorosa desde el amasijo sensorial y emocional yacente en profundas simas de la memoria.

Cine cubano. Manual del perfecto cine revolucionario

Manual del perfecto cine revolucionario

Reynaldo Lastre

El cine ha subestimado el verdadero sentido de ‘Historias de la Revolución’.

El desarrollo de la anécdota cede paso a la cartografía de sus consecuencias, mientras el epistolario oralizado en off brinda una zigzagueante línea guía en medio del laberinto. Como el Stalker (1979), de Tarkovski, Lemus nunca conduce al espectador por senderos rectos que optimizarían las distancias, sino que invita a un itinerario sinuoso, donde cada bifurcación conduce al lugar correcto. Aquí, el tránsito es la razón definitiva del periplo.

El propio título ofrece información definitoria de lo que está por visionarse: no se va a indagar detectivescamente por los pormenores de la muerte “objetiva” de Arístides —para cuya revelación basta con un escueto texto epilogar—, sino las resonancias de esta, expandidas ad infinitum, hasta el presente de Lemus. Y luego remontan el futuro de todos los espectadores potenciales. Cada vez que se le recuerda y se le evoca, Arístides muere de nuevo. Desde el título también parece hablar el director de cuánto murió cada ser amado por Arístides, una vez fuera mutilado de su familia y la existencia. 

La secuencia inicial subsiguiente ilustra con nitidez la naturaleza de la película, desplegando una metáfora de la introspección autoral que marca todo el relato. Es el sincero reconocimiento de que lo narrado previamente (en otra secuencia fotoanimada, previa al título) y a continuación, emana siempre de la memoria, alegorizada como un fanal cuyo halo roba un limitado espacio a la nada circundante. 

Las imágenes imbricadas por Lemus —que además de dirigir, se encargó de la fotografía y el montaje— dialogan con las fragmentarias cartas en un juego de contrastes entre los textos escritos y los contextos que impacta(ro)n y modifica(ro)n. También como graficaciones no terapéuticas.    

Aunque no directamente involucrado en la deconstrucción del mapa sociopolítico cubano, el cortometraje de ficción Cositas malas (2018), primera incursión en el audiovisual de “acción real” del realizador Víctor Alfonso, sí propone para nuestra fílmica una desprejuiciada y contundente vuelta de tuerca a la representación de uno de sus nichos más sagrados y sacralizados: la niñez y su universo. 

Regidos han estado casi todos los abordajes televisivos y cinematográficos por el   apotegma martiano que define a niños y niñas como “la esperanza del mundo”. La bondad, la nobleza y la ingenuidad como pilares intrínsecos e inamovibles. Décadas antes la literatura nacional ya había quebrado tales bardas axiomáticas con escrituras como las de Guillermo Vidal (Matarile) y Marvelis Marrero —cuyo cuento homónimo adapta Víctor—, las cuales largaron sobre el campo cultural cubano historias de niños abusivos, pervertidos, sádicos, sin consciencia moral; en elemental despliegue de los instintos de dominación, sumisión y primacía tribal, casi animal. 

Tomando la acremente determinista La guerra de las canicas (Wilbert Nogel y Adrián R. Hartill, 2007) y la sardónica Alejandrito y el cuco (Alex Medina, 2014) como proemios de la ruptura, Cositas… despoja finalmente a la niñez fílmica nacional del velo sagrado y lo convierte en sudario.

Víctor no solo termina reformulándose como hábil director de actores de carne y hueso, sino también abandona su peplo de comediógrafo para sumergirse de lleno en las aguas del “realismo sucio” y el suspenso, con discretos pero perceptibles tintes neo noir. Las risas quedan fuera en esta fábula abyecta sobre la manipulación más cerebral, donde villanos y antihéroes colisionan. 

La frialdad calculadora con que el “villano” despliega su gestión en el plano diegético es reforzada orgánicamente por una puesta en escena en perenne distanciamiento, que evita cualquier exceso de empatía con los personajes. El intenso ritmo de las acciones privilegia y subraya la progresión dramatúrgica —articulada con un montaje dramático pletórico de analepsis y prolepsis— y el desenvolvimiento lógico de los métodos de la evil mastermind de marras. 

Cositas… desecha otra lógica “clásica” en su constructo fílmico: el determinismo contextual de las actitudes del niño. Incluso, una mirada perspicaz puede advertir cierta parodia desarticuladora. Habla de iniquidades acurrucadas en lo más recóndito de la consciencia o el alma, como quiera llamársele. Sin atisbos de amabilidad ni juicios moralistas por parte del realizador, expone desde una casi cínica neutralidad, perversiones esenciales y psicopatías calculadoras no condicionadas por experiencias traumáticas, ni paliadas a fuerza de educación y cariño.  

Cine cubano. Tres jinetes audiovisuales del apocalipsis cubano

Tres jinetes audiovisuales del apocalipsis cubano

Antonio Enrique González Rojas

Indagaciones acerca del fracaso del proyecto sociopolítico cubano.

En este mismo terreno fictivo del concurso oficial de la Muestra descollan otros tres cortometrajes de sólida construcción dramatúrgica, y competentes puestas en escena coronadas por despliegues histriónicos apreciables de la mano de Milton García en Flying Pigeon (Daniel Santoyo, 2018) y Fin (Yimit Ramírez) y Lola Amores (la apreciada Santa) en Los amantes (Alán González, 2018). 

Flying… resulta uno de los acercamientos audiovisuales contemporáneos más efectivos a la corriente del “realismo sucio”, a la manera de una fábula sobre la supervivencia callejera y el amor filial en tiempos desesperados, con ciertos tintes de bildungsroman. Concentrando el énfasis del relato en las relaciones entre los dos personajes protagónicos (interpretados respectivamente por Milton y Mario Guerra), Santoyo mantiene sus pies lejos de las aguas pornomiséricas, y apoya las acciones con una cinematografía que enfatiza la soledad pesada de la madrugada urbana, la casi absoluta parálisis del transcurrir del tiempo en estas horas nulas. 

Las calles están completamente vacías, los edificios se alzan indiferentes. Todo el entorno hace oídos sordos a la iniquidad. Las construcciones, aglomeradas con la monotonía de sus estructuras seriadas y despintadas, más bien semejan una audiencia aburrida e indiferente al drama humano que sucede a sus pies. La cinematografía subraya tal soledad urbanística y nocturnal —tiempo de licitud por excelencia— con paneos contemplativos sobre las cúspides angulosas de dichos edificios.             

En medio de este ambiente de acre neutralidad sucede esta historia de formación, crecimiento, adaptación al medio y a sus condiciones, con un epílogo de tautológica moraleja, donde el karma sardónico opera, delatando la futilidad que yace tras la fatalidad rectora de las acciones. 

Al igual que en Flying…, la cinematografía y el espacio resultan cardinales en todo el concepto artístico desplegado por Alán González en Los amantes, donde aguza y explaya las concepciones planteadas con gran efectividad en su cortometraje previo El hormiguero (2017). Una gran secuencia y un espacio cerrado, sin insinuación de salida alguna —ni puertas, ni ventanas, o sus remotas posibilidades, se dejan entrever—, le sirve para prefigurar las circunstancias desesperadas en que se debaten los protagonistas.

El contexto es resonancia directa y traspolación opresiva del estado paroxístico de los protagonistas (Lola Amores y Noslén Sánchez), y predomina en todo el metraje, que a su vez termina siendo un gran clímax; o dado el escamoteo de algunos elementos dramatúrgicos claves: un epílogo intenso. No hay reposos en las acciones, determinadas por la desesperación y la desesperanza. Ambos personajes delatan talantes antitéticos. El desfase de sus ritmos y conductas es brutal. Proactiva hasta el desborde una, el otro recesivo hasta la nulidad, lidian con una crisis aparentemente insoluble que los trasciende con el más abrumador determinismo.

Los amantes es una película sobre suertes echadas, sobre destinos ineluctables, sobre la tragedia total. Es una caja hermética donde se acumulan atmósferas tras atmósferas hasta un potencial estallido que solo se conjetura. Alán se interesa por narrar un proceso de shock y reacción, de reformulación personal en pleno estado anómalo de las cosas.

Milton García repite protagónico en Fin, donde le toca un rol mucho más rotundo y axial. Yimit Ramírez (Koala, Mataperro, Gloria eterna, QHUP) pone a girar todos los sucesos alrededor de los traumas, confusiones y dilemas de su personaje, hasta el punto que los contextos alternadamente realistas y surreales parecen ser meras replicaciones de su frenético estado mental. La puesta en escena y las lógicas de acción están engarzadas sobre las maneras del trauma y la crisis, por lo que la diégesis termina pendulando en un amplio e inclusivo arco. De la alucinación a la Tierra, y de la Tierra a la alucinación.

La catarsis y el tormento pavimentan el camino nada heroico de este personaje en perpetuo trance y permutación de estados del ser. Colocado está justo al borde del fin de la cordura. Se aboca al principio de una iniciación en una esfera existencial otra, que se presenta como desquiciada, alucinada, fantasmagóricamente psicodélica, matizada por cierta mordacidad camp hacia el final del relato. Para tal clímax, Yimit propone una coreografía centrada en el extrovertido despliegue de un desnudo anti erótico, farsesco hasta lo estrambótico.       

Así, Fin termina siendo otro paso en las búsquedas formales de este director en continua y ardorosa autoindagación, en perpetuo juego con los recursos fílmicos. Motivado por una gran voluntad de provocar —con una pizca no tóxica de epatancia— las perceptivas de quienes les toque visionar sus obras.

Todas estas obras referidas, el resto de la selección oficial, además los programas colaterales nacionales e internacionales, podrán ser apreciados indistintamente, entre el 2 y el 7 de abril, en los cines Chaplin y 23 y 12, la sala Terence Piard de la Muestra Joven (23 entre 8 y 10) y en la sala de proyección del Centro Cultural Cinematográfico Fresa y Chocolate. 

Cine cubano. Churchill, entre la oscuridad y la luz

Churchill, entre la oscuridad y la luz

Ronald Antonio Ramírez

A propósito de la película The Darkest Hours, de Joe Wright.

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