Luffy, la Quinta Marcha y los Tambores de la Liberación



Tengo la misma edad que el manga más exitoso de todos los tiempos. Ese dato, el de su primera publicación en una Weekly Shonen Jump de 1997, lo manejo desde hace más de diez años, cuando empecé a interesarme por detalles y circunstancias inaccesibles desde el “simple” visionado de los episodios.

Cuando eres tremendo intenso, como es el caso de un servidor, no es suficiente con fumarse los tropecientos capítulos del anime, dispararse alguna que otra de sus películas en un formato más pirata que los mismos Mugiwaras, o anotar en una agenda de tu mamá (sin que medie su autorización) la recompensa de cada uno de los Once Supernovas.

No. Yo quería tecnicismos, fechas y nombres. Y ahí estaba la Wikipedia offline, el majestuoso Kiwix, bellísimo compendio de todo lo que un adolescente cubano no tenía por qué saber.

Antes de la “generalización” del Internet por datos móviles en la Isla, allá por 2019, o eras un wikintelectual o te resignabas a solamente enterarte de lo que disponía para ti alguno de los tres diarios de tirada nacional, uniformes y monolíticos. Y yo, bueno, yo lo sabía todo sobre One Piece.

Vi el episodio 1071 tan rápido como pude, en cuanto estuvo disponible en un canal de Telegram al que estoy “suscrito”. Domingo tras domingo, el administrador cuelga los capítulos, tan filántropo y puntual que pareciera deleitarse en el hecho mismo de su revelación.

Ya con esta joyita en mi PC, Una Pieza de colección que había disparado el termómetro friki hasta niveles de hype bien puñeteros, cerré el cuarto con llave, apagué el móvil y encendí el pingüino, como si la vida o acaso su proyección más sincera se redujeran a estos veinte minutos de metraje.




Zunesha viene anunciándose desde hace siglos. Por supuesto, no le basta con ser un elefante gigantesco, precisamente mastodóntico, con dos muescas como cráteres donde deberían mostrarse sus globos oculares. Para nada.

Además de su singular fisonomía, este ser cuasi-mitológico carga en sus espaldas con el país natal de los minks (una peculiar raza de animales humanoides) y ha sido condenado a vagar por el Nuevo Mundo debido a un crimen que todavía se desconoce, y fue compañero del mítico Joy Boy, “propietario” original del One Piece.

Es así que, al tiempo que avanza hacia la Isla de Wano, Zunesha percibe el inminente anuncio de una nueva era, distinguiendo en los latidos de Monkey D. Luffy el ritmo acompasado de los Tambores de la Liberación.

El Gear 5 es una fucking locura. La caricaturización definitiva de la solemnidad; un homenaje en clave shonen a la tradición de las tiras cómicas; ese momento en el que te enteras de que para Eiichiro Oda, que lo puede todo, es tácitamente posible un combate entre aquel Bugs Bunny después del tercer porro y un Mushu de resaca y con esteroides.

El cuerpo y sus movimientos ondulados, los ojos hiper-saltones y las piernas “rodando” a toda velocidad, en una suerte de equivalencia visual para el vértigo y la prisa: Luffy ha devenido, con toda la intención, en el sobrino perdido de los Looney Tunes, la reencarnación nipona de los mejores Tom y Jerry.

Por momentos, pudiera recordarnos al tristemente célebre episodio 167 de Naruto Shippuden, con su Pain estreñido y su Kyubi de plástico, quién sabe si también de goma. Pero no, esas imágenes son solo los residuos de un trauma infantil del que aún no me recupero. En One Piece no pasan esas cosas.

“Lo dibujé así porque lo que realmente quiero es divertirme. Está bien si a la gente no le gusta, simplemente quiero poder jugar con mis peleas y pasármelo bien”, confesó Oda en una entrevista concedida en 2022. “Los mangas de batallas tienen que volverse cada vez más serios para cumplir las expectativas de los lectores”, continúa el artista, resuelto a vindicar su decisión. “Definitivamente, no quiero que mi obra se convierta en un manga serio de ese tipo”.

A bote pronto, dos lecturas.

La primera, un testimonio de esa independencia neorromántica del sujeto (mangaka, zapatero o modelo de ropa interior) con respecto a la sociedad de consumo en la que reside (y a la que le debe su prosperidad), donde la optimización de los beneficios estrictamente económicos suele coartar la libertad creativa.




La segunda, Eiichiro Oda lleva 26 años escribiendo la historia más fascinante y lucrativa que se haya concebido en este formato, batiendo récords de todo tipo y generando una influencia descomunal a su alrededor.

A estas alturas, Oda puede “improvisar” tanto como quiera: es el mercado quien debe hacerle concesiones al genio detrás de One Piece, no a la inversa. A pesar de que el autor se ha permitido un par de “licencias” en el diseño del Gear 5, NADIE dejará de seguir esta serie. Sin duda, la inversión de Shūeisha (la editorial) y Toei Animation (el estudio de animación) seguirá a salvo.

Aun así, la Quinta Marcha parece haber dividido al fandom en un simulacro de oposición binaria.

Por un lado, aquellos que disfrutan del desarrollo de una batalla, en tanto esta sea capaz de respetar ciertos códigos, normas protocolares de gravedad y compostura, haciendo uso de power-ups que impliquen, ante todo, un aumento bruto de fuerza y velocidad. Por el otro, los que le seguimos la rima a Oda y celebramos su entusiasmo, admitiendo que al trivializar (solo en apariencia) un momento de tantísima repercusión en el universo de este manga, One Piece se nutre de su propia genealogía y se desmarca aún más del shonen estándar.




Pregunta seria: ¿realmente nadie notó nada en el primer episodio del anime?

Varios amigos, en su momento, me hicieron comentarios del tipo “menos mal que los dibujos van mejorando con el tiempo” o “me resultó muy difícil ver los primeros cien capítulos, por la animación”.

Pues sí, eso: el estilo de Oda, si bien compartía rasgos esenciales a la condición primaria del género, establecía ciertas fórmulas visuales distinguibles con facilidad, alejándose de las líneas afiladas, los rostros “triangulares” y los cuerpos agotadoramente musculosos de Hokuto no Ken, Dragon Ball o Yū Yū Hakusho, por solo mencionar algunos. One Piece, de hecho,nunca ha sido un suceso “común”.

A pesar de que ya sobrepasa los mil episodios, la fábula que nos narra Eiichiro Oda se revitaliza en cada arco argumental, agitando todavía más ese potaje temático-narrativo que, a su vez, incorpora nuevos enigmas e intrigas sin haber esclarecido los ya formulados hace cinco o diez años.

La Isla de Wano, por ejemplo, pudiera incluso ser considerada una serie independiente per se, con espacios, personajes y conflictos suficientes para tal empresa. Aunque no haya alcanzado los niveles de epicidad de la Guerra en Marineford (acaso el mejor arco de toda la historia del anime), Wano es casi perfecta en su gestación y puesta en escena.

Por su parte, cada paraje que visitan los Muguiwaras presenta una “decoración” fácilmente identificable, ya sea por el clima, el estadio civilizatorio en el que se encuentren sus habitantes, o la cultura a la que se pretenda homenajear.

Algunas de las recreaciones más notables de Oda serían el ambiente desértico y su consiguiente intertextualidad arábiga y/o musulmana en Arabasta; los motivos típicamente españoles de Dressrosa, desde los nombres hasta la música; y la representación de un supuesto período Edo japonés en Wano, con samuráis, ninjas y geishas.

Así, One Piece lleva el principio del worldbuilding hasta límites insospechados, generando en cada sitio “descubierto” por la tripulación un nuevo universo de referencias que, a pesar de su “incompatibilidad” con respecto a una historia de piratas tradicional, sabe respetar la lógica interna de la serie e imbricarse orgánicamente en la narración.




Ahora mismo, 26 años después, la magnum opus de Eiichiro Oda ni siquiera me ha revelado de qué va ese tesoro que le da nombre y que todos persiguen sin descanso. El único Rey de los Piratas que ha existido, Gol D. Roger, se echó a reír al constatar su existencia en la isla Laugh Tale (tiene sentido, ¿no?), agradeciéndole a Joyboy (ni puta idea) por haber dejado algo así en aquel lugar durante el Siglo Vacío (???).

De eso, básicamente, se trata One Piece: un grupo de adolescentes, a los que se les incorpora un mapache (¿tanuki?) que habla, un cyborg nudista, un esqueleto rockero, y un tritón pasado de peso. Todos se embarcan en una aventura pirata con el fin de encontrar un “objeto” que, a todas luces, parece no existir más allá de la mitología o la imaginación colectiva.

Super cool, ¿verdad?





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