Manual del perfecto cine revolucionario

La crítica de cine cubano ha subestimado el verdadero sentido del filme Historias de la Revolución, de Tomás Gutiérrez Alea, en su rol de proporcionar el ABC de la nueva escuela cinematográfica que emergería del recién creado Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) en la Isla. Ese manual del perfecto cine revolucionario debía portar un sex-appeal mágico que emulase la eficacia de los discursos del mismísimo Fidel Castro, esos que estaban flechando el corazón de influyentes personalidades de la izquierda mundial, como Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. 

La tarea no era sencilla, pero la decisión de crear el ICAIC y juntar allí a los que, a todas luces, eran los nombres más sobresalientes, “los más entendidos” jóvenes apasionados por el séptimo arte en Cuba, fue un paso decisivo. 

La idea de Alfredo Guevara —primer director de la institución y “hombre de confianza” de Fidel Castro— de producir una banda sonora que se acoplara a la lírica revolucionaria, parecía unánime, al menos en esos primeros años en los que todavía se hablaba de apertura, libertad de expresión y de creación en el arte, como puede leerse en esos textos llenos de entusiasmo que escribieran Gutiérrez Alea y el propio Cabrera Infante, segundos al mando (aún no habían llegado los días del documental PM y las famosas “Palabras a los intelectuales”). 

Poco tiempo después, ambos renunciarían a sus cargos como consejeros en el instituto: Alea se quedaría como un frío acompañante del proceso (solamente haciendo películas), mientras Cabrera Infante se decantaría por Lunes de Revolución, apostando al peor postor (el semanario fue clausurado a principios de noviembre de 1961), y prácticamente todos los que participaron en el proyecto serían esparcidos en lugares inimaginables. 

Pero regresemos a Historias de la Revolución y sus efectos. El filme consta de tres relatos (en un principio iban a ser cinco), que conjugan entretenimiento y didactismo, proporcionando una única y gran heroína a los espectadores, la Revolución. 

“El herido”, el primero de la trilogía, ficcionaliza una historia paralela al asalto al Palacio Presidencial, ocurrida aquel 13 de marzo 1957 en La Habana. “Rebeldes” transcurre en la Sierra Maestra, en 1958, mientras en el último de los tres, “Santa Clara” acudimos a los hechos que desembocaron en la derrota de la tiranía batistiana, cuando se logra descarrilar un tren militar cargado de armas para aprovisionar al ejército. 

Los tres episodios son presentados como tres momentos de una misma lucha armada (aunque sabemos que se trató de grupos de resistencia diferentes), producto de ese afán de entregar un relato monolítico de la gesta. Pero lo que nos interesa aquí son los mensajes cifrados que el filme lanza a sus espectadores. 

El primer mensaje cargaba un doble propósito: la producción de un nuevo sujeto revolucionario, ese que más tarde sería conceptualizado por el Che Guevara como el “hombre nuevo”. Este concepto permitía elaborar estrategias de segregación interna (emancipación de la clase obrera y fidelismo a un mismo tiempo), mientras se proponía como modelo para la izquierda mundial. 

Así, no solamente eran representados de forma negativa los batistianos de las tres historias: la policía (los casquitos) y el ejército, sino también a los burgueses del primer relato. Basta recordar la escena de ese episodio donde la criada de la casa baja las escaleras rumbo a la calle, para hacer las compras, mientras la pareja de burgueses permanece en sus habitaciones, contemplando el paisaje desde la ventana. La criada, perteneciente a la clase proletaria, entra en contacto con la realidad en ese descenso, mientras sus amos prefieren su torre de marfil, ese sitio donde pueden permanecer incólumes frente a los acontecimientos. 

El hombre nuevo, justo y valiente, en este ideal romántico del cine naciente, encarna en la piel del proletariado, aunque los creadores del nuevo orden revolucionario, Fidel, Raúl, el Che, no lo sean.

El contacto con la realidad de todos los días fue presentado como uno de los primeros argumentos para repudiar a la burguesía cubana. Esa política se ramificó en el cine y la literatura (piénsese en el monumento que se erigió con aquel Sergio de Memorias del subdesarrollo y su telescopio), hasta llegar a una realidad cada instante más convulsa.

Esa pareja del primer relato, que vive en su torre de marfil, representará para el cine cubano el primer arquetipo del burgués en tiempos de Revolución. El guion no pierde un segundo su estrategia e introduce la vuelta de tuerca que desencadena en un torbellino de muerte y lágrimas. 

El giro es introducido cuando unos jóvenes irrumpen esa calma con un herido de bala en busca de un sitio seguro. La chica, burguesa, pero de “conciencia revolucionaria”, decide darles refugio a contrapelo de la opinión de su amante, que en una tácita protesta decide abandonar la casa. Mientras este vaga por las calles de la ciudad, solo y desesperado, un montaje paralelo muestra los cuidados con que la chica atiende al herido y a su acompañante en el apartamento.

La suerte está echada. Los afectos quedan separados. La chica no es proletaria, pero logra redimirse arriesgando su propio pellejo, mientras su amante solo piensa en sí mismo, y por tanto, puede ser repudiado. 

Para mayor dislate, cuando llega la noche el chico decide hospedarse en un hotel, despertando la sospecha del encargado, quien llama a la policía. Bajo la presión del interrogatorio les revela su dirección, y es seguidamente llevado a su apartamento. En la confrontación con la policía, pierden la vida no solo los jóvenes revolucionarios, sino también su novia, mientras él logra esconderse en la tiniebla de la parte trasera del edificio. 

Al amanecer del día siguiente, pide ayuda al repartidor de la leche, desesperado y precavido por las patrullas que todavía pretenden darle caza y lo toman por uno de los reaccionarios. Al principio el lechero se niega a ayudarlo, lo que conduce instantáneamente a los espectadores a pensar en una posibilidad que se reduce a una moraleja: al chico le han pagado con la misma moneda y ahora pueden reflexionar, junto al personaje, en las consecuencias de una mala acción. 

Pero no, ese interés emparentado con una moral judeo-cristiana es menos importante que el verdadero mensaje que interesa al primer filme estrenado por el ICAIC: la supuesta redención de los oprimidos. 

El lechero solo fue presa de un leve momento de duda, pero finalmente decide ayudarlo y le permite escapar en el transporte. Llegado ese punto, el espectador entiende la diferencia entre los dos hombres: uno es cobarde y el otro valiente. Las distintas clases sociales a que pertenecen marcan la diferencia de sus actitudes. La sobrevida del burgués es su gran castigo.

El hombre nuevo, justo y valiente, en este ideal romántico del cine naciente, encarna en la piel del proletariado, aunque los creadores del nuevo orden revolucionario, Fidel, Raúl, el Che, no lo sean. La inclusión de burgueses con atributos de rebeldía les servirá de salvoconducto para convencer a los más agudos espectadores. 

El triunfo es glorioso, pero amargo, nos induce a pensar la historia.

Lo curioso es que el director es el primero que no parece muy convencido con esta fantasía, y a medida avanza el filme va perdiendo el empuje reflexivo de su primer relato, a tal extremo que los otros dos funcionan como una coletilla donde se escuchan más balas que conversaciones. Ese espacio dialógico donde por fuerza deben consumarse todas las distinciones entre un revolucionario y sus opuestos, no podía sostenerse demasiado tiempo. 

Esa es la razón por la que la segunda y la tercera historia pasan de la clandestinidad al espacio de la guerrilla. Es decir, pasan del gesto a la acción. Era más sencillo alargar la cadena de acciones dilatando el tempo fílmico a fuerza de tiroteos, siempre y cuando quede clara la distinción entre buenos y malos. En algún que otro personaje reconocemos miradas y gestos del Che Guevara y de Camilo Cienfuegos, como si la semejanza con el panteón de héroes revolucionarios les pudiera agregar valentía a sus caracteres.

La franca contraposición con los órganos de represión batistiana es tan marcada que termina siendo burda. Los jóvenes asesinados del primer cuento son arrojados a la calle para que así puedan servir de escarmiento, con ese horror que provoca la muerte sin resguardos. Pero los alzados del segundo cuento no quieren desprenderse de uno de sus compañeros, que ha sido herido bajo las balas de una avioneta enemiga y no puede moverse de su sitio a riesgo de perder su vida. Para aquellos la muerte de los jóvenes no significa nada, mientras estos son capaces de morir por defender una vida que ya se presentaba como perdida desde un inicio. 

Esta balanza simbólica entre la vida y la muerte sopesa toda la película: los batistianos no respetan la muerte de los otros, pero le huyen despavoridos, mientras los insurgentes la dignifican en los demás, pero no sienten miedo de ella. De esa forma, comenzaba a afincarse también por la vía cinematográfica el “metarrelato identitario y teleológico de la Revolución cubana”, como le ha llamado Rafael Rojas, que presentaba a los rebeldes con el mismo candor con que la historiografía imaginaba los veteranos que se oponían al régimen colonial. 

Se viajaba medio siglo atrás, hacia las gestas de la independencia del siglo XIX, buscando ese resorte simbólico que tan eficazmente ha proporcionado la épica desde los tiempos de Homero. La república de generales y doctores, con sus querellas políticas, no representaba una herencia tan cara a la Revolución como aquel romanticismo del XIX con machetes y maniguas, donde se quemaban ciudades y se gritaba “¡A degüello!” desde un veloz corcel.

A la trepidante falta de realidad, se suma un narrador omnisciente en el tercer relato, como si el estilo marmóreo y evidente de las imágenes no proyectara bastante didactismo. Es un narrador épico, que modula patéticamente la voz para contarle al mundo la última gran hazaña del ejército rebelde: la batalla de Santa Clara. 

Alea, estudioso de Eisenstein y de Brecht, introduce conflictos dialécticos en los tres relatos. Pero en este el director se vale de una técnica que derrocha puerilidad. Mientras se celebra el descarrilamiento del tren militar que simbolizó el fin de la era batistiana, una mujer llora la muerte de su amado, quien perdiera la vida en el último minuto de la guerra. El triunfo es glorioso, pero amargo, nos induce a pensar la historia. Mientras la viuda nos devuelve una mirada desafiante, nos unimos a su luto por los caídos, y aprendemos a valorar el nuevo orden revolucionario guardando el luto por los sacrificados. 

Bajo este modelo bien armado debía operar el nuevo cine. Esta será la nueva cara de ese pequeño país llamado Cuba que comenzaba a fascinar a Occidente. 

Historias de la Revolución es una de las cintas que más lugares comunes reúne en todo el cine de los años sesenta.

El filme, que circuló en festivales desde Moscú hasta Campuchea, cosechó sus propios exégetas. Michel Cardenac, un olvidado crítico de circunstancia, comparó Historias de la Revolución con El acorazado Potemkin, y aseguraba que su realización “evidencia una maestría y una madurez admirables.” Dice Cardenac más adelante en su texto, aparecido en el magacín parisino Las Lettres Francaises, en 1962: “El héroe del tercer episodio no es ya el individuo, sino el pueblo”. 

Hasta Marcel Martin, un reputado crítico y teórico del cine, elogió el filme por su “calidad estilística” y su incisivo análisis de “la evolución sicológica de los personajes sin caer en el esquematismo ni en un tipicismo barato”. 

Uno queda boquiabierto al leer estas reseñas, porque Historias de la Revolución es una de las cintas que más lugares comunes reúne en todo el cine de los años sesenta. Tan es así, que su propio director comenzó tempranamente a renegar de ella. Pero la fascinación con la película era una extensión de aquella fantasía roja con la Revolución Cubana —como la definiera Iván de la Nuez— que estaba conmocionando a toda la izquierda mundial. El nuevo cine cubano y los discursos de Fidel Castro comenzaban a ser una misma cosa.

Alea, el más controvertido y fascinante de los directores de la Isla, decidió borrar la película de su ficha curricular. Una de las razones tenía que ver con esa “pérdida de la cubanía” que se había apoderado de las imágenes, a fuerza de tanta tensión y expectativa (el director describe el rodaje como una “experiencia terrible” que le hizo adelgazar unas veinte libras). El rapto revolucionario había desplazado el goce, el baile, la música popular y el melodrama. No por gusto el ICAIC decidió su estreno comercial primero, a pesar de que Cuba baila, de Julio García Espinosa, estaba lista con anterioridad. 

Por una parte, la fiesta; por la otra, la heroicidad. Esas fueron las dos brechas posibles del nuevo cine cubano, como bien ha anotado Michael Chanan en su ya canónico libro. El ICAIC privilegió una en detrimento de la otra. Esa necesidad de propagar la mistificación del triunfo revolucionario, fue la que condujo más tarde a la censura del documental PM. Mientras se entroniza a Santiago Álvarez, se parametra a Guillén Landrián. 

Bajo esta lógica creció el metarrelato llamado ICAIC, y su punto de partida, su “kilómetro cero”, fue Historias de la Revolución. Allí se elaboró un pasado heroico, a la vez que se pautaba un camino hacia el horizonte, un manual de instrucciones infalible. 

Ya en el año setenta, desde la revista Pensamiento Crítico, un joven Heras León reactivaba la memoria de ese nacimiento con una evocación emotiva. La reivindicación iba de la mano de una coartada: aunque el cine cubano había producido obras maestras como Lucía, La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo, aquella pieza menor portaba algo más valioso que la técnica, los shots o la dirección de actores (esos son los elementos que enumera el crítico). Aquella película, escribía emocionado Eduardo Heras León, “reflejaba una verdad”. 

No se equivocaba el narrador, pues esa verdad estética todavía ensombrece la producción y distribución de un exiguo cine cubano que trata de zafarse, infructuosamente, de ese nefasto cordón umbilical. 

Todavía el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos cree que la fantasía que emerge de su bautizo es la forma más eficaz para homenajear su legado.