10 películas protagonizadas por lesbianas

El amor entre mujeres siempre ha sufrido una doble discriminación sexista y homofóbica, que lo hace más ilícito a los ojos del statu quo heteropatriarcal que el propio afecto sensual entre hombres; a la vez que ante la mirada masculinamente condicionada de la sociedad alcanza mayores cotas de erotismo.

En el mundo de las representaciones, la condición lésbica es más subrepticia, más subterránea, y por ende, más intolerable, provocadora y escandalosa, dados los aires de rebelión que emanan de dos cuerpos femeninos en explícita colisión lúbrica. Siguen gozando menos del “perdón” y la tolerancia social, siguen siendo segregadas a nichos más ocultos y profundos. Se pone aún más énfasis en silenciarlas.

El amor lésbico es casi el tabú definitivo, pues cataliza la descolocación definitiva de los órdenes milenariamente instituidos, implica la autosuficiencia final del género y la consecuente salida del hombre del panorama. El factor masculino es tachado de la ecuación, en una imperdonable y terrible castración simbólica que derruye su hegemonía hasta los cimientos. Más que el mero sexo entre mujeres, se teme al alegato de autonomía y emancipación que se deriva de este.

A pesar del silencio, el tema lésbico, sus conflictos, matices y disímiles rostros, llegó al cine más temprano que tarde, y la tercera década del siglo XX ya contó con una cinta abiertamente lésbica como Muchachas en uniforme (Leontine Sagan, 1931), que merece encabezar la siguiente, y cualquier lista sobre audiovisual y lesbianismo que se confeccione. Los restantes nueve títulos reunidos buscan explorar quiénes y cómo han representado esta condición sociocultural en el cine a través de su historia. 



1.- Muchachas en uniforme (Mädchen in Uniform, Leontine Sagan, 1931)

La historia de Muchachas en uniforme se desarrolla en la Prusia de 1910, a pocos años de la Primera Guerra Mundial, cuando los fuegos nacionalistas hacían bullir la sangre en las venas germanas. El colegio regido por la inclemente Oberin des Stifts (Emilia Unda), donde desembarca la joven Manuela von Meinhardis (Hertha Thiele) tras años de naufragio en las aguas de la orfandad, deviene una caja de resonancias reaccionarias, donde los orgullos belicistas enuncian las venideras conflagraciones. 

En medio de este vórtice ácido no se tiene permitido florecer la amistad, la sororidad, el amor, pues todo debe sacrificarse en el altar de la rectitud tradicionalista y aguzada como una pica lista para la batalla. Es un entorno yermo, que busca esterilizar a las jóvenes que sobreviven en sus entrañas, vestidas con uniformes a rayas que suprimen la identidad individual a favor de la homogenización y la obediencia colectiva. 

Pero la desnaturalizada esencia de todo régimen hará fracasar todo intento por evitar la germinación de afectos y alianzas entre las jóvenes pupilas, quienes concentran sus esperanzas y vocaciones por la belleza en la enigmática y feérica Fräulein von Bernburg (Dorothea Wieck), cuya presencia sutil, casi transparente, la convierte en un ser con una planta en el mundo burdo y otra en sutil.

Operando desde la bondad, la comprensión y la consideración individual, la bondadosa institutriz contrasta con el régimen militarista y patriarcal que la señora Des Stifts intenta imponerle a las muchachas uniformadas. Todas las noches besa a cada una de sus pupilas, subrayando sus naturalezas únicas e irrepetibles. 

Para Manuela, representa al inicio un oasis en el que saciar su sed de cariño parental, no satisfecha desde su infancia, pero no tarda en transitar hacia los amores más adultos. El beso de buenas noches en la mejilla transmuta en leve pero definitorio beso en la boca, que hizo historia en el cine; quizás solo emulado décadas después por el beso pederasta que en Los inocentes (The Innocents, Jack Clayton, 1961) la institutriz Miss Giddens imprime en la boca de su pre púber pupilo Miles.

El amor de Manuela y Fräulein Bernburg es tan tenue y discreto como estas mujeres, que discurren cual agua de manantial entre los pasillos agrestes del colegio. Es una relación basada en el entendimiento, la bondad y la amistad; virtudes todas que la belicosidad prusiana persigue someter y exterminar, a favor de endurecer a sus súbditos como máquinas de guerra, a golpe de hambre y disciplina, como declara en algún momento la directora.

En Muchachas…, el amor lésbico deviene alegoría de la libertad, tanto de aquella que la sociedad heteropatriarcal y de basamento judeo-cristiano le ha vedado a las mujeres durante milenios, como de la más general libertad de expresión que numerosos regímenes de esta misma civilización se han empeñado en inhibir a sus ciudadanos. La historia de la humanidad puede verse como una batalla encarnizada de unos pocos por coartar la voluntad y los deseos de muchos.

El amor entre dos mujeres es un acto de emancipación imperdonable para todas las instancias conservadoras de la sociedad, lo mismo que el libre explayamiento de la sexualidad en todas sus formas, lejos de las molduras binarias canonizadas y uniformadas con ropajes cuyos diseños de rayas verticales sugieren rejas. Las jóvenes del colegio parecen revestidas por jaulas perennes que refrenan todo gesto de voluntad.  




2.- Las ciervas (Les biches, Claude Chabrol, 1968)

Las ciervas es la primera cinta que aborda abiertamente el amor lésbico en los predios de la Nouvelle Vague francesa. Resulta también un posible precedente para el pequeño clásico del cine B que es Mujer blanca soltera (Single White Female, Barbet Schroeder, 1992). En ambas películas, las relaciones entre las mujeres protagonistas se despliegan como círculos autodestructivos, uróboros cuyas testas destrozan sus colas a dentelladas. 

La de la burguesa Frédérique (Stéphane Audran) y la joven casi mendiga Why (Jacqueline Sassard) es más una envenenada colisión clasista y una danza de poder y envidia, que un romance sáfico entre dos mujeres dispuestas a realizarse en su amor. No hay amor en Las ciervas, solo aburrimiento, vileza, egoísmo, toxicidad y tragedia. 

Frédérique es una inconstante y aburrida libertina, cuya holgura económica la convierte en un ser aburrido, sin objetivos fijos ni retos. Deambula por el mundo de fiesta en fiesta, coleccionando súbditos para su ridícula corte. Why es un ser perdido, pinta ciervas en el asfalto con tautológica obsesión y abraza la fortuita oportunidad que le brinda Frédérique de ser algo para alguien, sobre todo para ella misma. Su nombre —que significa “por qué” en inglés— revela a la joven como una interrogante huérfana de respuestas, como un sinsentido en fallida búsqueda de razones para vivir.

Why es una venida a más con una idea equivocada de la felicidad. El precario equilibro de su mundillo laxo y parasitario es removido por la irrupción del arquitecto Paul Thomas (Jean-Louis Trintignant). La relación entre ambas mujeres se derrumba como un castillo de naipes dorados.

Cuando Why explora otros modos de placer con el hombre, desafía el reinado absoluto de Frédérique, quien ve cómo una de sus marionetas se libera de los hilos y adquiere repentina vida propia. Este imperdonable pecado de la artista callejera es castigado con el sitio y toma de su breve reino. Paul Thomas se convierte en el objetivo de la monarca ofendida, en una plaza a conquistar. Las aguas estancadas de su vida cobran repentina vitalidad. Su oleaje se abalanza punitivo sobre la atrevida Why, recordándole que nada es quien nada tiene, y que la barda entre sus esferas de clase es infranqueable. 

Despojada del caprichoso favor real, la cierva escoge el sendero de la venganza y la usurpación en vez de optar por la emancipación. Su conciencia se enturbia en vez de aclararse. Su “revolución” parte de la envidia, consolidando las tristes y cínicas tesis de que el revolucionario solo persigue transformarse en el poder derrocado, y el proletariado solo ambiciona los privilegios de la burguesía y la aristocracia. La eterna aspiración humana al poder, que imposibilita cualquier utopía igualitaria. 

Why busca transformarse literalmente en Frédérique, asumir su identidad, vestir su piel. Se maquilla, viste y habla como ella, en una operación transmutatoria que testimonia su desquiciamiento y el de su clase. Es una snob en el sentido original y peyorativo del término: “sin nobleza”, aunque la opulencia de la otra mujer también se delate como un dead end de hastío infinito.

La cierva no puede existir sin su ama, con la que ha establecido una simbiosis envenenada, y su subsistencia independiente solo es posible si se transforma en esta. Tal es la moraleja que parece insinuar la fábula reaccionaria y desencantada que urde Chabrol con gran acritud. 




3.- Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren Tränen der Petra von Kant, Reiner Werner Fassbinder, 1972)

Es usual que la perspectiva cinematográfica masculina coloque a personajes lésbicos en situaciones de tensión, disfuncionalidad amatoria y decadencia. Algo que no pueden evitar ni siquiera autores de sino cuir como Fassbinder, quien reitera en Las amargas lágrimas… varios de los principales presupuestos previamente manejados por Chabrol en Las ciervas.

La exitosa y refinada Petra von Kant (Margit Carstensen) y la emergente y advenediza Karin Thimm (Hanna Schygulla) —con perversos aires de embaucadora Lolita—, establecen otra relación marcada por la simbiosis infecta que las avocará a un fatídico final. 

La conclusión de esta historia de amor entre una princesa de la moda y una mendiga oportunista no llega a los extremos mortales de Las ciervas, pero es igualmente cataclísmico. La Von Kant es más ingenua —hasta el más estrafalario patetismo— que Frédérique. Y Karin es más gélida y calculadora que la inestable Why. Karin no es pregunta aturdida, es una respuesta diáfana desde el principio.

Aunque en la cinta de Fassbinder no aparece en escena un personaje masculino como elemento disruptivo del romance, se mencionan varios hombres como motivos clave para las acciones de las mujeres. Petra se lanza al amor lésbico tras un matrimonio fallido y Karin deja en stand by su relación con Freddy, que aguarda en Australia, para hacer carrera en el mundo de la alta costura a costa de la influyente Petra. Los hombres son el principio y el final de las acciones de estas lesbianas, solo parecen lanzarse al amor sáfico como alternativa de sanación de las heridas provocadas por sus relaciones heterosexuales… para luego regresar a estas.

Aun con la presencia masculina fuera de campo, Las amargas lágrimas… es también un triángulo amoroso, cuyo tercer vértice es la atronadoramente silenciosa Marlene (Irm Hermann); tal vez el personaje más trascendente de toda la cinta. Sobre la laboriosa y devota sirvienta no se ofrece ningún dato de origen o motivo más que su amor por Petra. Soportar todo su desprecio, reducida a poco más que un robot diligente. 

Marlene no parece huir de fatales parejas masculinas ni servirse de su jefa para escalar en sociedad. No ha llegado al amor lésbico por decepciones heterosexuales, solo ha escogido adorar a Petra. Es un fantasma alegórico de la pureza afectiva entre dos mujeres, omnipresente durante toda la cinta. La cámara regresa a ella una y otra vez, renuncia a encuadrar a Petra y Karin, que son varias veces relacionadas con los maniquíes desnudos ubicados en las esquinas del extraño y agobiante habitáculo de la diseñadora. 

La ardorosa secuencia del flirteo tras el que se consolida la relación es contaminada por el tableteo incesante de la máquina de escribir que pulsa Marlene, como si de un desgarrado y eterno grito de dolor se tratase. En esta escena termina siendo más importante el derrumbe de la criada que la propia relación entre Petra y Karin. Más amargo que las lágrimas de Petra es el amor no correspondido de Marlene. Más que correspondido, es totalmente incomprendido o siquiera intuido por la modista, quien, en su anagnórisis, apenas atina a reconsiderarla como una fiel amiga. Nunca como la amante que la haría feliz. 

Gracias —y solo gracias— al personaje de Marlene, Las amargas lágrimas… trasciende la imagen trágica y tóxica que emana de previas cintas como Las ciervas. A pesar de que tampoco hay final feliz, solo lágrimas y abandono.




4.- Yo… Tú… Él… Ella… (Je tu il elle, Chantal Akerman, 1974)

La ópera prima de la cineasta belga es una suerte de road movie que va del anhelo hacia la emancipación, desde el desarraigo hacia la autosuficiencia, desde las carencias afectivas hacia la completitud. La protagonista, Julie (Chantal Akerman), cierra un círculo perfecto de crecimiento, articulado cinematográficamente desde un íntimo y reflexivo sosiego que pendula entre la introspección y la proactividad desafiante.

En el primero de los tres segmentos de la película, el personaje aparece autosegregado en un espacio físico más cercano a una emanación mental que a un apartamento externo a Julie. La joven procede a desnudar este cubo donde las resonancias de la soledad la abruman y vuelven asfixiante la atmósfera. Afuera hay un mundo imposiblemente cercano, inaccesible. La gran ventana juega el rol de ojos a través de los que se observa el universo, pero sin poder intervenir. 

Cuando el nicho vacío alcanza una casi perfecta pureza, la mujer ejecuta un segundo ritual desesperado: se despoja de su ropa y de sí misma, de sus esperanzas, sueños, aspiraciones. La película es una caja china cuyo primer nivel es la habitación. El segundo, el cuerpo de la Akerman. Y el tercero, su mente, volcada sobre una carta que escribe con obsesa dedicación —es otro desnudamiento, esta vez de la mente, del espíritu.

Julie se queda vacía, se acurruca en postura fetal y parece experimentar un segundo nacimiento. Quizás se acerque más a un aborto. Julie expele a Julie, se la arranca como un parásito dañino, purifica su matriz y finaliza su catártica confesión. Coquetea con la libertad, con escapar del gueto cerebral donde se ha enclaustrado para cumplimentar este ayuno o penitencia transmutatorios.

Finalmente, emprende la segunda parte del viaje. El movimiento cesa su circularidad tautológica y describe una línea recta hacia un objetivo localizado fuera de su mente. La road movie entra en su capítulo más realista cuando Julie se alía con un camionero (Niels Arestrup) para acelerar su periplo. Comparten soledades y deseos. Los caminos se mixturan momentáneamente. Ella se vuelve espectadora de Él, quien la toma como confesora temporal, hasta que se baje del vehículo para no verlo más y otra pasajera se cruce en su camino infinito. 

Mientras Julie, como mujer, vuelca sus ideas, preocupaciones y deseos lésbicos en una carta silenciosa sin más destinatario que su propia mente; el camionero, como hombre, se permite verbalizar sus cuitas, explayarse sobre su hastío matrimonial, contar una y otra vez la historia de sus infidelidades, de un incipiente deseo incestuoso hacia su hija adolescente, sin temer recriminaciones. 

Julie está condenada a los espacios interiores, al secreto, al silencio. Su voz casi siempre aparece en off. Apenas emite palabras, más allá de breves indicaciones a la mujer (Claire Wauthion) que aguarda al final del camino y que siempre ha estado al inicio de este.

El tercer segmento de la cinta transcurre en el apartamento de la segunda joven, cuya actitud reticente insinúa una historia que ha permanecido fuera de campo todo el tiempo. La película se vuelve la crónica de las resonancias de este dato oculto, sugerido, adivinado en la climática despedida en que se convierte la expansiva escena final de sexo entre ambas. 

Desnudas, luminosas, retozan explícitamente en un espacio que podría asumirse como antítesis de la umbrosa habitación del primer segmento. El coito es acto de revelación y rebelión, un adiós al pasado que engendra el fruto del futuro, que iniciará con el repentino portazo postrero, rumbo al completamiento personal. 




5.- Berlín interior (Interno Berlinese, Liliana Cavani, 1985)

Berlín interior cierra la trilogía fílmica de corte erótico y sadomasoquista dedicada por la Cavani a la Segunda Guerra Mundial. Los relatos de las previas cintas El portero de noche (Il portiere di notte, 1974) y La piel (La pelle, 1981) están, respectivamente, localizados en la Viena de posguerra —aunque buena parte de El portero… esté narrada en racconto, que remite a los tiempos de la conflagración— y en el Nápoles recién liberado del poder nazi-fascista. Mientras que la historia de Berlín… discurre en las vísperas de la contienda, durante uno de los momentos de mayor apogeo del poder nazi. 

Son tiempos de una gran cacería de brujas, en pos de una “limpieza” racial y moral del régimen, marcada por la homofobia rampante y el odio a cualquier manifestación del arte que desafíe de alguna manera la perspectiva militante, realista y propagandista del “arte germánico” de corte clásico. Son tiempos de escalamiento en los recovecos del poder, de tráfico de influencias, de festines de buitres sobre la abundante carroña de los desfavorecidos, mientras el Führer amplía sus dominios en Austria y fortalece sus alianzas con las potencias de Italia y Japón.

El matrimonio von Hollendorf, Louise (Gudrun Landgrebe) y Heinz (Kevin McNally), ocupan un muelle nicho en el panorama nacional socialista. El marido es una estrella en ascenso dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores, con ventajosos lazos con una ubicua Gestapo dedicada concienzudamente a purgar la “nueva Alemania”. No aparecen en todo el metraje la consabida esvástica, las huestes paramilitares o las multitudes judías segregadas. El de los protagonistas es un Berlin chic, refinado, lujoso, en el que la alta sociedad juega partidos de tenis cada domingo, toma clases de pintura, disfruta de bebidas finas y frecuenta los cabarets.  

En este mundo sumergido en el más sutil, dorado y perfumado veneno, florece el romance enfermo entre Louise y la joven Mitsuko Matsugae (Mio Takaki), hija del embajador japonés en la nación germana, suerte de Lolita exótica y embaucadora que catalizará la caída en picada hacia los infiernos del matrimonio. En este cosmos ponzoñoso del Berlín nazi es imposible la germinación de un sentimiento límpido: solo nacen los frutos más retorcidos y convulsos. 

Siguiendo el mismo curso de colisión del Humbert protagonista de la novela de Nabokov, Louise se lanza a amar a Mitzuko en lo que aparenta un deseo puro, más allá del rechazo social hacia lo sáfico. La seducción es rápida, la consagración física del cariño no demora, la obsesión entre ambas mujeres desafía los rumores prejuiciosos. 

Louise encuentra entre las carnes de la aristócrata oriental sensaciones desconocidas y se redescubre a sí misma en medio del éxtasis sensual. Hasta que Mitzuko se le revela tan traicionera como indispensable, tan vulgarmente manipuladora como ineluctable, a la vez que imprevisible como un tornado.

La relación de Louise —y luego Heinz— con la joven japonesa transita de la obsesión a la adicción más abyecta. Trasciende los dobleces mezquinos que una y otra vez les descubre Mitzuko, cada vez con menos pudor y disimulo. El enigma se transfigura en ramplona evidencia. La ambivalente sinuosidad inicial desaparece, las vestiduras y maneras contrastantes con la cotidianidad occidental de los Von Hollendorf se ven reducidos a burdos artilugios de pícara estafadora. 

Y, más abajo de estos pliegues, late la trágica y desesperada vocación suicida del sujeto descolocado y enloquecido bajo el peso del desarraigo. Las entrañas del rutilante Berlín del nazismo boyante se revelan tan negras como el pelo de Mitzuko, incapaces de albergar la pureza. 




6.- The Watermelon Woman (Cheryl Dunye, 1996)

Usualmente, las alteridades son miradas desde el statu quo como territorios homogéneos y, por ende, esterotipados. Sufren una especie de doble invisibilización: primero como nicho, luego como complejidad sociocultural. 

Ser lesbiana blanca no es lo mismo que ser lesbiana negra. Son condiciones diferentes y hasta divergentes. Lo que ha motivado varias de las muchas bifurcaciones experimentadas por el movimiento feminista lésbico —que ya de por sí es una bifurcación del más amplio campo feminista.

La lesbiana negra debe lidiar con una condición “racial” que llega a pesar más que su propio gusto sexual a la hora de ubicarse en la gran cartografía del mundo. Por eso, The Watermelon Woman, ópera prima de la liberiana-estadounidense Cheryl Dunye, es una película que aborda simultáneamente ambas problemáticas. Se erige como un doble gesto de emancipación y autodescubrimiento, además de asumir las maneras del falso documental como alegato sobre la violenta invisibilización de la mujer negra en el cine realizado en su nación durante la primera mitad del siglo XX.

Mixturando ficción, falso documental y “falso archivo”, Dunye se aboca al territorio del ensayo fílmico de esencia autorreferencial, con un resultado desigual que tiende a escorar por su costado dramático —ejecutado con un desparpajo que raya la chapucería en vez de la humorada pretendida con marcados tintes “indies”—, en tanto su arista falso-documentalística cuenta con la suficiente potencia como para compensar las impericias y validar el discurso total. 

Puede decirse que, para The Watermelon Woman, el falso documental no fue una de varias opciones, sino el único camino formal plausible y pleno para discursar sobre presencias aniquiladas, huellas borradas. Es un acto de rescritura, casi un ritual de resurrección, a partir de la recreación (recuperación) de imágenes, personas y condiciones suprimidas en meticulosas y sistemáticas operaciones de anulación. La ficción como último recurso para fijar la imagen que rehúye, sin traicionar su ausencia forzosa. 

La realizadora interpreta a Cheryl, una joven aspirante a cineasta que trabaja en una tienda de video, epicentro en esa época del consumo fílmico. Su constante revisión de las películas la lleva a descubrir las presencias anónimas de numerosas actrices negras en las primeras décadas del cine estadounidense. Sus nombres no eran acreditados, a pesar de interpretar personajes secundarios de peso en muchos títulos de Hollywood. 

Salvo raras excepciones, pocas actrices negras sobrevivían al anonimato en las cintas “blancas”, aunque de manera paralela discurría un cine “negro”, filmado e interpretado completamente por afroamericanos, tan vasto como demasiado desconocido hasta el día de hoy, fruto de otras tantas operaciones de obliteración histórica.

La Cheryl ficticia busca a Fae Richards (Lisa Marie Bronson), nombre oculto tras el apodo “The Watermelon Woman” con el que se le identificaba en las películas de la también “falsa” directora Martha Page (Alexandra Juhasz), posible versión de la cineasta Lois Weber —cuyo talento se compara con el propio David W. Griffith—, y en última instancia resumen de todas las realizadoras mujeres del primer Hollywood, segregadas a otro capítulo de la gran historia del olvido inducido.

Dunye opta por construir con Fae una mujer múltiple, una mujer símbolo, para resumir tantas identidades anuladas, a la vez que articula una suerte de imagen especular de sí misma con la que dialogar a través del tiempo e identificarse desde su singularidad como sujeto, además de su condición sociocultural. En su angustia por divisar sus raíces históricas, Cheryl Dunye resume en sí toda su contemporaneidad. Muta en símbolo que dialoga con símbolos pasados y les otorga voz.




7.- Bound (Lana y Lilly Washowski, 1996)

El debut fílmico de las directoras de The Matrix (1999) fue una mínima cinta que predecía un futuro muy diferente para el dueto que tres años después ganarían un nicho inamovible en la cultura pop gracias a su famosa distopía ciberpunk, para luego sumirse en un agotamiento creativo del cual no se han recuperado.

Bound es un thriller neo-noir que recuerda la intensidad claustrofóbica de previas películas de los hermanos Coen como Barton Fink (1991), o del noir clásico como Detour (Edgar G. Ulmer, 1945) o The Hitch-Hiker (Ida Lupino, 1953). Todas, producciones de poco presupuesto y hábiles puestas en escena, centradas en las violentas alianzas y colisiones de personajes sórdidos, desesperados, colocados en situaciones límites.

Bound no problematiza la cuestión lésbica propiamente dicha, el escarceo amoroso entre las protagonistas, Violet (Jennifer Tilly) y Corky (Gina Gershon), no es obligado a trascender tormentosos escrúpulos moralistas a favor de la autorreafirmación de la identidad sexual. Pero las condiciones femeninas y sáficas de los personajes sí resultan imprescindibles para consolidar las lógicas conflictuales de este relato, donde el timo y la traición antiheroica se revisten de rebelión del sujeto subordinado, periférico, tangencial. Redunda todo en una definitoria reformulación de un género mayormente regido por voluntades y violencias masculinas, incluso en sus variantes más contemporáneas. 

Tanto en clásicos noir como Gilda (Charles Vidor, 1946) y La dama de Shanghai (Orson Welles, 1947), como en los neo-noir Alphaville (Jean-Luc Godard, 1965) y Blade Runner (Riddley Scott, 1982), la femme fatale es el personaje-tipo que experimenta menos mutaciones. 

Lo mismo para el cine de gánsteres, donde son menos fatales, pero igualmente femmes, reducidas a esposas, amantes, aliadas en última instancia. Casi es una constante alrededor de la cual se experimenta con el resto de los códigos del género. Violet marca entonces una definitoria rebelión de las femme fatales contra la sujeción inamovible a un estatus de subordinadas de los hombres.

Violet es la “mujer florero” del mafioso Caesar (Joe Pantoliano), miembro de la “familia” Marzzone. Aprovechándose del camuflaje que le facilita su invisibilidad objetualizada, planifica con prolijo detalle una estafa a su esposo, que le garantizará venganza, prosperidad y libertad. Sobre todo, implicará su reubicación en las jerarquías de género dentro del masculino y reaccionario mundo del crimen organizado. 

El estereotipo en que se le ha encasillado impide que alguien pueda verla más allá de su aspecto sensual, cultivado a conciencia para satisfacer los parámetros más exigentes de la male gaze más conservadora. La confianza que su esposo concede a Violet se cimenta fundamentalmente en la subestimación, más que en el propio amor que pueda sentir por ella.

Corky, desde su identidad de lesbiana butch, abiertamente masculinizada, expresidiaria y hábil en trabajos pesados culturalmente endilgados a los hombres, es una antítesis tipológica de Violet. Su diálogo con el mundo es de discusión frontal, sin enmascaramientos. Su condición está a flor de piel. Se acerca mucho más al clásico antihéroe masculino que al final “se queda con la chica”, o es manipulado y abandonado por esta a golpe de sensualidad. Pero incluso, a los ojos de Caesar, es una persona a tener poco o nada en cuenta, segregada a una periferia más ctónica. Para él y su esfera de influencia es inconcebible la alianza tan proactiva entre ambas mujeres que terminará llevándolo al abismo.




8.- El duque de Burgundy (The Duke of Burgundy, Peter Strickland, 2014)

El duque de Burgundy puede definirse como una historia de parasitismo fetichista y simbiosis sadomasoquista, anclada en un ponzoñoso juego de poderes que revierte convencionales esquemas clasistas donde por lógica natural(izada), el servidor se somete ineluctablemente al servido. Strickland propone la sumisión como estrategia y acto de dominación sobre el poderoso, que termina sujeto, casi esclavizado, a un rol social predeterminado antes de su nacimiento. 

La película puede resumirse conceptualmente como la tragedia de una burguesa/aristócrata compelida a cumplir sus “obligaciones” abusivas por la proletaria “crónica” que se place en su posición inferior. Una alegoría de la fatalidad inconmovible. El empoderamiento definitivo sobreviene a través de un ritual o pantomima de sumisión. La clase alta es sitiada en su territorio por una clase baja maliciosa, que la compele a envilecerse desde el ejercicio abusivo de sus privilegios.     

Sobre estos malévolos estatutos se desarrollan las relaciones amatorias entre la lepidopteróloga Cynthia (Sidse Babett Knudsen) y su sirvienta Evelyn (Chiara D´Anna). La cotidianidad de la pareja está marcada por una mascarada fetichista BDSM que drena todas las energías de la primera hasta el quiebre y lleva a la segunda a insaciables cumbres de placer. 

La tautología ritual de los juegos de roles sadomasoquistas opera como suplicio para Cynthia y como frenesí erógeno para Evelyn, quien no repara en que tales prácticas sexuales, por muy extremos que resulten, deberían redundar en el placer mutuo. Es un pacto basado en la confianza y el amor que se atrofia en una desbalanceada relación de rehén y secuestradora.

Juego tras juego —van desde el sometimiento servil de la criada al ama, hasta el encierro de Evelyn en un baúl durante horas—, la película va trazando una cartografía del agotamiento y la desesperación, los puntos cardinales son el agobio y el horror sobrevenidos tras la toma de conciencia de que no hay una salida posible. 

Ambas mujeres orbitan como planetas derretidos alrededor de una estrella que no emana calor ni luz, sino desesperación. Viven en una época umbrosa, ubicada quizás a mitad de un siglo XX ucrónico (e inmóvil), en el que los hombres parecen no existir y el sadomasoquismo está naturalizado como práctica erógena entre las parejas. No puede hablarse de perversión, pero sí de perversidad.

En los modelos del universo de numerosas mitologías, los insectos son comúnmente ubicados en los planos infernales, en los estratos inferiores de la existencia. Fungen como heraldos simbólicos de los recovecos más viles (envilecidos) de la existencia, de las honduras más tenebrosas del placer definitivo, amoral, localizado más allá del bien y del mal —categorías inservibles para mesurar estos paisajes de sensorialidad absoluta. 

Nunca se ve el sol en la película, cuyos espacios están iluminados por un brillo ilocalizable y enfermizo. El crepúsculo, las sombras y la noche priman.

Las silenciosas colecciones de insectos empalados que conserva Cynthia —constantemente referidas en la cinta en secuencias inquietantes y casi surrealistas—, dialogan de una manera extraña pero consistente con las coordenadas del gusto doloroso en que discurre su existencia junto con Evelyn. 

El vacío muerto que recubren los exoesqueletos pudiera apelar a la desesperación que licua las entrañas de la estudiosa de los lepidópteros, quien apenas conserva íntegra su coraza exterior. Cynthia parece morir muchas veces durante el relato y está siempre a punto de sumarse a sus huestes huecas. 




9.- Las hijas del fuego (Albertina Carri, 2018)

Las hijas del fuego es un manifiesto lésbico audiovisual de lancinante militancia y cataclísmica emancipación. Es una historia de rebelión, una proclama disensora que frisa el más intenso agitprop, con el cuerpo como liza, reducto, bandera y ágora. 

El placer resulta aquí definitivo dispositivo de subversión, único capaz de poner en crisis todo el sistema heteronormativo, asentado en los cánones judeocristianos de tendencia binaria, cuya proscripción de todo tipo de carnalidad sensual busca mutilar la autoconciencia a favor de la dependencia a una ideología sacralizada a conveniencia, siempre externa, cuyas verdades siempre se localizan allende el yo. 

Las hijas… es un viaje hacia el cuerpo, una procesión hacia el yo, con el placer como credo y sacramento, como detonante de todo el potencial sensorial que permanece culturalmente reprimido. Es común referir que se emplea apenas el diez por ciento del potencial del cerebro. ¿A cuál porcentaje del potencial erógeno del cuerpo humano se nos ha concedido acceder y explotar? 

Contra una cultura vástago de la represión van estas hijas del fuego elucubradas por Albertina Carri, embaladas en un periplo incendiario a través de las carreteras de la meridional Tierra del Fuego, extremo continental de Latinoamérica que linda con la Antártida. Es una rebelión trashumante que no cesa, que depende del movimiento como del aire, que depende del sexo lésbico como del alimento. 

La panda de mujeres protagonistas va creciendo a tramos. De una manera fortuita, con el desparpajo casi absurdo de las cintas pornográficas, van apareciendo personajes que se suman de inmediato al goce promiscuo. Al final es una película pornográfica sobre mujeres que quieren rodar una película pornográfica. Y en este campo fílmico, todas las acciones son meras formalidades introductorias para el coito explícito y los placeres.

De la fricción nace el calor, luego la chispa, y finalmente la llama. Las mujeres frotan sus heteróclitos cuerpos (rollizos, canijos, atléticos, esbeltos) entre ellas y de conjunto los restriegan contra el mundo heteronormativo hasta conseguir que salten pavesas y se consagren en flamas indetenibles. 

No emulan las tácticas proselitistas de las religiones y partidos —prácticamente instituciones gemelas—, no buscan adeptos, no hacen propaganda, no mienten o exageran para convencer, aunque su adhesión política es indiscutible e irreversible. La de ellas es una militancia íntima, montaraz, sectaria. No obstante, aceptan a quien desee sumar su cuerpo al gran cuerpo colectivo que va articulándose con la alianza de las individualidades siempre nítidas, siempre lúcidas. Alcanzan el éxtasis no a partir del abandono de la conciencia, sino desde la expansiva consolidación de esta.  

Aunque el objetivo inicial es la referida filmación de una porno, todo se va diluyendo en la cotidianidad improvisada y performática del grupo en crecimiento, en sus gestos sensuales y sediciosos que registran sobre la misma realidad, que imprimen sobre sus cuerpos. 

La honestidad expresiva pasa por asumir el cuerpo como único espacio conocido frente a un cosmos de representaciones. La religión, la política, la felicidad, la moral, el bien, el mal, son representaciones arbitrarias, incompletas, tendenciosas, proteicas. Mientras que el cuerpo, a pesar de sus variaciones, es constante, es epicentro, es hogar y es instrumento óptimo para construir la felicidad. 

El puñado de amazonas que reúne la Carri pone proa a la plenitud, a la revelación de sí mismas a través del placer desprejuiciado en estado de puridad elemental, casi en abstracto. Avanzan hacia regiones de inconcebible libertad lúbrica, en las que explayarse en una orgía infinita. 




10.- Las herederas (Marcelo Martinessi, 2018)

Además de heterosexual y blanco, el canon representacional de la belleza humana es joven. Se privilegia la tersura sobre la arruga, que pasa a residir en el territorio de lo feo. Incluso en las comunidades de los márgenes, hacia los que se han segregado al universo LBGTIQ+, la juventud prevalece en los sistemas de representación. La tercera edad es la edad invisible, la edad enclaustrada, la edad sombra. Todos olvidan que los crepúsculos pueden ser muy luminosos. 

Por eso una película como la producción paraguaya Las herederas resulta aún bastante particular dentro del cine lésbico o que incluye personajes sáficos. Sus protagonistas son Chela (Ana Brun) y Chiquita (Margarita Irún), una pareja de mujeres que ha durado juntas quizás casi medio siglo y pueden darse el lujo de recapitular sus fiestas de cumpleaños de decenio en decenio. En las primeras secuencias, tratan de recordar con dificultad cómo celebraron los 40 años de Chela, y luego sus 50. Los recuerdos son madeja en la que se trastoca el orden de los acontecimientos y solo quedan las sensaciones.

La supervivencia de una pareja como esta ha cobrado un fuerte tributo de fingimiento y represión, sobre todo en Chela, que ha optado por el enclaustramiento, cómodo, dado su evidente origen alto burgués. Se vale de la más proactiva y ejecutiva Chiquita para subsistir y entenderse con el mundo. La propia naturaleza monógama de la relación indica además un plegamiento tradicionalista al ideal de “amor romántico” de signo monógamo, que privilegia la fidelidad a pesar de la extenuación de los afectos y la decadencia del deseo.

En esta coyuntura decisiva en la existencia de estas mujeres, el encarcelamiento temporal de Chiquita bajo una acusación de estafa, sacude la rutina y termina con la muelle reclusión de Chela en su mansión de austeridad fantasmagórica. 

Todo comienza a moverse para ella cuando se ve sin su “media naranja” con la que mantiene ya más una relación dependiente que amatoria o erógena. Bajo la necesidad de pagar las deudas, su entorno comienza a moverse, a transmutar violentamente. La adultez llega abruptamente para quien no parece haber salido de una prolongada juventud de porcelana. Otros mundos invaden el mundo de Chela, quiebran su exoesqueleto social, le abren de sopetón los ojos y sus pupilas no saben lidiar con tanta luz invasora. 

La cárcel de mujeres, la venta de sus reliquias familiares, la necesidad de manejarle a otras señoronas para sobrevivir el día, trastocan los puntos cardinales de la mujer y la compelen a mutar en sincronía, a conocer una realidad que había permanecido ajena, inexplorada. De viaje en viaje, la vida de Chela va cambiando. Como en las cintas de Abbas Kiarostami, la constante circulación en auto deviene alegoría dialéctica, evolutiva, cual road movie íntima de tramo breve pero alcance definitorio.  

Chela redescubre el deseo en la joven Angy (Ana Ivanova), o incluso quizás conoce formas insospechadas del deseo, que entran en contradicción con su edad biológica. Una existencia prolongada no implica obligatoriamente madurez ni experiencia. Angy es más vieja que Chela. Ha acumulado más vivencias, ha viajado más por la vida. Provoca que la vida de la mujer mayor se resetee y vuelva a ser la adolescente que su padre llamaba Poupée —“muñeca” en francés. Angy se empeña en comenzar a llamarla así, singularizando su relación afectiva, poniendo un espejo frente a Chela, que por primera vez se divisa con una nitidez enloquecedora y rebelde. 




© Imagen de portada: ‘Las hijas del fuego’ (fotograma), de Albertina Carri, 2018.




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Antonio Enrique González Rojas

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