Más que las oquedades del cuerpo y los vericuetos del sexo, la pornografía expone de la manera más explícita y prosaica posible el terror al cuerpo y al sexo, injertado en la médula de la civilización occidental por la religiosidad judeo-cristiana desde hace más de dos milenios.
Para estos dogmas, el cuerpo devino territorio infernal, blasfemo, herético, tabú. La desnudez resultó pecado abisal. Y el coito se convirtió en la más perversa y nociva de las prácticas, por encima del asesinato, aun cuando en los Diez Mandamientos no se le censure explícitamente —quizás el sexto y el noveno pueden incluirlo dentro de sus respectivas taxonomías de actos y pensamientos impuros—, como sí sucede con el homicidio, nítidamente vetado en el quinto, desobedecido ingentemente por las numerosas guerras libradas en nombre del Dios bíblico.
Órdenes de sino monacal como los famosos Caballeros del Temple (Templarios), dedicados a los asuntos bélicos, guardaban no obstante las más estrictas conductas célibes, exhibiéndolas como un mérito cimero. Matar, por ende, ha resultado más lícito que practicar el coito. Los poemas y relatos épicos destilan sangre de cada palabra, pero se cuidan de siquiera insinuar escarceos erógenos entre sus personajes. La muerte es gloriosa, el sexo es vergonzoso.
La pornografía, como prédica máxima del furor lúbrico, ha sido hasta hoy mismo uno de los campos representacionales y artísticos más vilipendiados y segregados a los estratos inferiores de los devenires humanos. El estigma del mal gusto, la banalidad, la frivolidad, la perversión y la desvergüenza sella hasta hoy las suertes de una práctica que a la vez cuenta con las mayores demandas a escala global.
Su cariz ctónico la han convertido en oficio de marginales y en profesión accesible para las otredades. Última opción, oportunidad postrera, alternativa extrema. Como tal la han abordado muchos cineastas en las películas que recoge esta lista.
Los pornógrafos (Shōhei Imamura, 1966)
Décadas antes que Takashi Miike concibiera las peripecias de la disfuncional y escatológica familia de Visitor Q (2001) o Sion Sono pensara los retorcimientos parentales de Strange Circus (2005) y Cold Fish (2010), Shōhei Imamura escribió —junto a Koji Numata, a partir de una novela de Akiyuki Nosaka— y dirigió una película como Jinruigaku nyūmon: Erogotoshitachi yori, más conocida como Los pornógrafos, para la productora Nikkatsu Corporation; que unos años después largara al mercado su famosa serie fílmica de exploitation titulada Roman Porn.
En esta línea, los directores desarrollaron a plenitud varios de los “provocadores” tópicos propuestos ya por películas como la de Imamura: voyerismo, incesto, pornografía, prostitución; enmarcados para Los pornógrafos en un mundo de límites diluidos entre el realismo marginal más descarnado y el surrealismo con fuertes tintes grotescos. Todo mirado desde un ángulo cruel, cuyo acre sarcasmo también precede a directores como el terrible Tod Solondz.
El señor Ogata (Shoichi Ozawa) es un picaresco sobreviviente que volatina justo al borde del fracaso y la perdición. Su principal negocio es la filmación y comercialización de películas pornográficas, completamente ilegales en el Japón de los 60. Asimismo, se desempeña como alcahuete ocasional para adultos mayores que desean tener encuentros con jovencitas vírgenes —aunque estas a la larga resulten prostitutas profesionales recién paridas con aspecto juvenil y dotes histriónicas para simular el candor púber requerido.
Sus películas, según se detiene a explicar en algún momento, tienen como destinatarios a hombres de las clases medias que de tanto trabajar se han vuelto impotentes y encuentran el placer vedado a su carnalidad en el consumo de estos títulos rodados con premura, apenas presupuesto y actores casi infrahumanos, como se encarga de reflejarlos despiadadamente Immamura: tipejos con genitales bien dotados pero con retardo cognitivo marcado, muchachas con debilidad mental más pronunciada y que son inescrupulosamente explotadas por sus padres —quienes a su vez interpretan a médicos y ladrones violadores en las propias películas.
Imamura diseña alrededor del antiheroico Ogata, con el más gozoso desprejuicio, un mundo de licitud amoral donde todas estas “monstruosidades” están orgánicamente naturalizadas, tanto como la carpa donde al parecer ha reencarnado el cónyuge muerto de su esposa Haru (Sumiko Sakamoto), viuda con dos hijos adolescentes: Koishi (Masaomi Kōndo) y Keiko (Kaiko Sagawa). Koishi padece de un fuerte complejo de Edipo y Keiko, con vocación de delincuente, se convierte en objeto del deseo de Ogata.
Entre estos miembros de la familia, la disfuncionalidad se torna en extraña organicidad, la misma que opera alrededor de Ogata, quien indistintamente deviene víctima y victimario, sin apenas transiciones dramáticas.
Si bien se muestra poco o nada de las producciones pornográficas, los sucesos, conflictos y personajes de la película resultan de una impudicia tal, que emulan con la provocación del propio acto sexual expuesto sin sutilezas en una pantalla. Esta postura es reforzada por el propio ejercicio de metatextualidad que despliega Imamura, en tanto toda la película, desde los créditos iniciales hasta los finales, está siendo proyectada por el propio Ogata y su equipo. Es tan excesiva, fantasiosa e hiperbólica como un filme puramente porno.
El éxtasis de la rosa negra (Tatsumi Kumashiro, 1975)
Once años después de Los pornógrafos, Nikkatsu regresa a los temas pornográficos con Kurobara shôten o El éxtasis de la rosa negra, cuyo relato se coloca igualmente en el carril satírico, pero con el alto componente erótico —con tintes sadomasoquistas— característico de la para entonces bien asentada línea del Roman Porn.
Juzo (Shin Kishida) es un desgarbado y bostezante director de cine para adultos, pletórico de hábiles recursos para hacer salir adelante baratos y casi instantáneos proyectos fílmicos, los cuales muchas veces resultan irónicamente consecuentes con la máxima de Glauber Rocha, que aboga por que una cámara y una idea en la cabeza son suficientes para hacer una película. Muchas veces el cine pornográfico es literalmente eso. Lo artesanal, ingenuo y ocurrente de tales producciones también remite a los albores del mismo cine, donde apenas existía una cámara y el mundo.
Como no pocos, el realizador de marras es un manipulador empoderado, para quien los actores son meras marionetas cuyo valor depende de su utilidad ante el lente, y luego en las pantallas de los potenciales clientes. La actriz de sus películas es embarazada por su coprotagonista, con quien mantiene una relación sentimental, y el futuro cojea. Juzo y su equipo dependen de cuán fordistas consigan ser sus ritmos de producción. Lo barato del precio de venta de cada cinta es compensado por su abrumadora cantidad.
Precisamente Juzo se lanza a este mundo con su miríada de oportunidades por descubrir, con un mal embozado equipo de grabación de sonido. El jadeo de un perro, un gato lamiendo su hocico previamente embadurnado de leche, animales marinos en un acuario, una mujer sufriendo una intervención estomatológica; todo es registrado por el micrófono para construir el universo sonoro de estas películas, filmadas por Juzo al estilo de las épocas silentes. Con alto grado de improvisación, la pareja en pleno coito sigue las instrucciones orales del realizador, quien durante la toma única sin cortes regula sus ritmos, posiciones, expresiones, siempre a favor de captar con la cámara los planos más lúbricamente explícitos. No importa la incomodidad de las acrobáticas posiciones, bien lejos del verdadero provecho de los protagonistas.
En ese mundo donde las oportunidades y soluciones aguardan por un ojo avizor y emprendedor como el suyo, Juzo termina hallando a su futura estrella: Naomi (Naomi Tan), cuya circunspección es refrendada por lo tradicional de su indumentaria. Ya en la previa Flores y serpientes (Masaru Konuma, 1974) —célebre debut de la Tan, devenida diva del sadomasoquismo— esta actriz había encarnado a otra recatada mujer que se redescubre a fuerza de las torturas sádicas que le propinan.
Aquí emprende semejante camino la (anti)heroína, de la mano de Juzo, quien va quebrando las defensas pudibundas de Naomi a fuerza de complejas operaciones de seducción y sexo muy cercano a la violación, a lo que esta responde siempre con los celebérrimos y ambivalentes gemidos de placer-dolor que la hicieron reinar en el Roman Porn. En medio de estos escarceos nace una historia de amor entre director y actriz que remueve y reconfigura violentamente la posición del creador respecto a la “materia prima” de sus obras.
Insertos (John Byrum, 1975)
Toda película sobre la pornografía es casi siempre una película sobre el cine, sobre los dramas íntimos de sus gestores, sobre la miríada de hogueras de vanidades que alimentan las retortas alquímicas donde se destilan las historias. El relato de Insertos —muy escandalosamente atípica para el Hollywood de entonces, y mucho más para el de ahora— se localiza en una zona de eclipse, poblada por seres abocados a su transición hacia lo fantasmal. El cine pornográfico es propuesto como el último reducto para los ángeles caídos y para las almas de segunda mano que apenas logran rozar el subsuelo del parnaso ambicionado.
Corren los años de la Gran Depresión provocada en Estados Unidos por el crack de 1929, a la par de la más radical transmutación que el cine ha experimentado en toda su historia: el arribo del sonido. El personaje, apenas nombrado Chico maravilla (Boy Wonder), e interpretado por Richard Dreyfuss, es un director exitoso de la ya casi extinta época silente, en plena caída libre. Es un ser abisal, en cuyo genio prematuro parece haber residido su propia perdición. No se explican sus desgracias previas a las acciones recogidas por la película, pero la tajante vocación por el desastre y la autodestrucción que demuestra durante todo el metraje compensan con creces cualquier dato oculto. Alcohólico, impotente, abrumado por su lucidez intelectual y su negrísima perspectiva de la vida y sus habitantes, Boy Wonder subsiste a golpe de coñac barato y filmes pornográficos más baratos aún, grabados en la sala de su casa, sin sonido. Últimos estertores de la edad dorada silenciosa.
A su alrededor aletean sin despegar seres esperanzados como el ingenuo alcornoque apodado Rex, The Wonder Dog (Stephen Davis), galán de sus películas y sepulturero de profesión, quien confunde el fin del camino con el principio del éxito. Su “estrella” femenina es la extrovertida y muy trágica Harlene, cuya palmaria interpretación la equipara con divas escatológicas del cine de John Huston, como la Gaye Dawn (Claire Trevor) de Cayo Largo (1948) y la Oma (Susan Tyrrell) de Fat City(1972).
La filmación de estas películas opera como una suerte de suicidio seriado para Boy Wonder, quien las usa de lastre para asegurar, fotograma a fotograma, su precipitación consciente e ineluctable. A la vez, el rodaje saca a relucir el demonio creativo escondido en el espantajo retaco, descalzo, enfundado en una florida bata de casa, con barba de tres días. Un llamativo e inmaculado anillo reluce en una de sus manos, como un recordatorio impoluto de su gloria. Su cinismo también se mantiene lustroso, emparentándolo con los ácidos detectives del Noir y el Neo-noir, concepción respaldada por los otros dos personajes de esta película de una sola locación: el magnate de baja estofa Big Mac (Bob Hoskins) y la casi cadavérica Cathy Cake (Jessica Harper), con nítidos aires de vampiresa empoderada.
Insertos deviene una estrella de cinco puntas desamorada, donde sucede otra historia de amor entre Boy Wonder y la aspirante a actriz Mrs. Cake, en medio de la filmación de una incompleta película, que para ambos es una afilada cuerda floja en cuyo otro extremo les espera el Infierno.
Hardcore (Paul Schrader, 1979)
La segunda película dirigida por el guionista de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) es una historia de azoros, colisiones, crisis e incomunicación, donde el filme pornográfico, entonces recientemente legalizado en Estados Unidos, se convierte en canal vinculante entre dos mundos tan incompatibles como la materia y la antimateria.
El protagonista Jake Van Dorn (George C. Scott) no es un director, ni actor, ni productor de la próspera industria, sino un empresario maduro de Grand Rapids, Michigan, una calma ciudad del Medio Oeste; devoto a su iglesia calvinista, su negocio y su familia, y sobre todo de su hija adolescente Kristen (Ilah Davis). Inspirado en el padre del director —criado también en los rígidos cánones de esta fe protestante—, Van Dorn es un hombre que parece comportarse según las reglas de un mundo cómodo, tranquilo, ajeno por completo a las realidades paralelas que transcurren en las grandes ciudades. Vive en unas cicunstacias muy cercanas a las idealizaciones televisivas, a lo I Love Lucy de la “feliz” década de los 50.
La inercia cómoda de su existencia experimenta un brusco frenazo cuando desaparece su correcta hija, que pasaba el fin de semana en una convención calvinista juvenil cercana a Los Ángeles. Las pesquisas policiales infructuosas lo llevan a solicitar los servicios del sórdido detective Andy Mast (Peter Boyle), quien finalmente descubre una pista de la jovencita en una película pornográfica, donde hace un trío junto a dos hombres.
El visionaje de esta cinta somete la sólida cosmovisión de Van Dorn a una crisis inesperada, convirtiendo su mullida existencia en una cama de espinas, revelándole un “más allá” que no es el cielo de Dios y Cristo, sino una selva oscura donde no le espera ningún Virgilio para guiarlo y sacarlo con vida. El hombre se decide a emprender una expedición a los estratos nocturnales de Los Ángeles como un cazador que se aprestara a internarse en la jungla, dispuesto a camuflarse, engañar, utilizar a todo y a todos, en su propósito de hallar a su hija perdida.
A partir de entonces, Van Dorn sirve de lazarillo a los espectadores de entonces, casi tan ajenos como él a estas estratificaciones de la realidad estadounidense que Hollywood les iba mostrando de a poco, con títulos como el ya referido Taxi Driver, The Warriors (Walter Hill, 1979) y Cruising (William Friedkin, 1980); concebidos siempre desde la distancia curiosa del observador conscientemente ajeno que no deja de insuflarle aires pintorescos y hasta prejuiciosos —sin descender a las simas surreales de El fantástico mundo de los hippies (Juan Orol, 1970) — a su representación de estos contextos y sus personajes endémicos, para quienes las prácticas sexuales de toda laya son el aire que respiran.
A medida que avanza el metraje, el hombre va distanciándose de la pátina positiva que inicialmente pudiera apreciársele y termina comportándose como un colonizador entre aborígenes, a los que engaña y manipula para lograr sus objetivos. Se enmascara como productor de pornografía para rastrear a la joven, se alía oportunistamente con la actriz porno Niki (Season Hubley), y termina incursionando por los callejones cada vez más extremos del placer, para terminar concluyendo lapidariamente —en boca del detective Mast— que no entenderá nunca ese mundo al que acaba de arrancarle a su hija.
Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997)
Boogie Nights es un remake del falso documental de cortometraje The Dirk Diggler Story (1988) filmado por el propio Paul Thomas Anderson a los 18 años, a cuya historia de base: la evocación y reconstrucción del ascenso y caída de una ficticia estrella masculina del porno de los 70, se le rebaja la acritud original, rayana en la crueldad de un enfoque despectivo muy poco disimulado, con algunos tintes homofóbicos.
De una figura tan trágica como el actor real que la inspiró, John Holmes, fallecido en 1981 por sobredosis —sobre quien se rodó un biopic titulado Wonderland (James Cox, 2003) que no aparece en esta lista—, el nuevo Diggler encarnado por Mark Wahlberg se convierte en protagonista de una comedia en el significado originario del término: una historia con final feliz. Además, se elimina la homosexualidad manifiesta del personaje, a cambio de una más inofensiva y estrecha cofradía con la nueva concepción del personaje de Reed Rothchild (John C. Reilly), quien en vez de su pareja, se convierte en su atolondrado sidekick.
A la vez, Anderson expande el relato hasta una mayor coralidad que le permite trazar una cartografía compleja del mundo de la industria pornográfica estadounidense de finales de los años 70 y principios de los 80. Una industria frenética alimentada por las vidas frenéticas de sus gestores y estrellas, avasallados por sus propios ritmos y la sensación constante de incompletitud, vacío e infelicidad que los agobia sin tener casi consciencia de ellos, y mucho menos saber cómo paliarla y romper la inercia.
Para la mayoría de los personajes de Boogie Nights, menos para el omnipotente director Jack Horner (Burt Reynolds), la pornografía se presenta como una etapa transicional en camino al cumplimiento de sus verdaderos proyectos y sueños. Incluso para Diggler, quien solo sabe que quiere ser una estrella en el ámbito del espectáculo y busca denodadamente brillar como cantante y actor, más allá del descomunal pene que lo consolida en el cine para adultos.
Aunque la película de 1997 termina resultando una mirada más amable que el corto de 1988 a un grupo de seres ilusionados, Anderson parece condescenderlos, todo el tiempo, hasta frisar la más pura lástima. Al final del filme parece leerse la sardónica moraleja que reivindica su referente original: los frívolos y los tontos también merecen ser felices. La sinceridad salva a esta panda de niños grandes que giran parasíticamente alrededor de Horner, quien los hace brillar brindándoles su luz propia. Cuando se salen de órbita, apenas atinan a deambular sin rumbo. Diggler aprende esta lección de la manera más agria, aunque se le perdone la vida esta vez y regrese como el hijo pródigo al seno del todopoderoso padre.
Director al fin, Anderson pondera la figura de Horner como un alter ego que le resulta más familiar con su complejo de Dios y sus aspiraciones legítimas por filmar auténtico cine artístico, más allá del registro de un coito aparatoso. Aunque solo llegue a concebir películas serie Z, cuyos principales valores para los públicos siguen siendo las escenas de sexo explícito, y la pornografía siga siendo el alfa y la omega de esta deidad encerrado en su propia gloria.
Orgazmo (Trey Parker, 1997)
En el mismo año que Boogie Nights, el director Trey Parker —conocido sobre todo por su serie animada South Park— estrena otro acercamiento fílmico al mundo de la pornografía, pero apropiándose totalmente de sus códigos estéticos, concomitantes con el cine trash, en abierto homenaje a la línea Troma, cuyo gurú Lloyd Kaufman cuenta con un cameo en el epilogar cliffhanger de la cinta.
Orgazmo se vale de la irreverencia a flor de piel que caracteriza toda la obra de Parker —donde se incluye también la deliciosa Team America. World Police (2004)—, para punzar principalmente la médula puritana de Estados Unidos y sus propias representaciones de lo sagrado, lo correcto, lo respetable, lo decente; aunque termine defendiendo las mismas esencias morales, pero librándolas de todas las molduras prejuiciosas que las condicionan, ritualizan y privilegian.
Con esta película devenida de culto, Parker también se burla de la propia manufactura del cine hollywoodense, de sus raseros y sus jerarquías creativas; algo que inconscientemente ha hecho el cine pornográfico desde sus mismos inicios. A su marcha siempre paralela respecto al resto de la creación audiovisual se han sumado posteriormente miríadas de realizadores y movimientos iconoclastas como el referido Troma y su famosa saga fílmica del Vengador Tóxico, posible inspiración del vigilante Orgazmo —el cual pudiera citarse a su vez como posible referencia del “spidermanesco” Hentai Kamen nipón, con su característica máscara de bragas.
Una buena parte de la inmensa producción fílmica pornográfica se caracteriza por la voraz fagocitación de géneros, relatos y personajes de la historia, la literatura, el cine, la historieta, entre los que, por supuesto, se hallan héroes y superhéroes como Tarzán, el Zorro y Flash Gordon, los cuales cuentan con sus respectivas y famosas versiones XXX, donde se ven convertidos en paladines del placer lúbrico, más allá de sus acciones justicieras.
El ficticio superhéroe Orgazmo se presenta como una creación original del siniestro director Maxxx Orbison (Michael Dean Jacobs), quien dota al personaje de la poderosa arma el “Orgasmorator”, como clave de su poder. No parece casualidad que este artilugio remita a la máquina mortal de orgasmos múltiples donde el genio maléfico Duran Duran intenta destruir a la erótica y cienciaficcionera heroína de Barbarella (Roger Vadim, 1968).
Tras una serie de incidentes ridículos, Orbison termina seduciendo y reclutando para el rodaje de su película al cándido y joven mormón Joe Young (Trey Parker), cuyo aspecto e inexplicables habilidades para el combate cuerpo a cuerpo lo hacen apto para encarnar a Orgazmo. A lo largo de la cinta, es acompañado por celebridades porno del momento como Ron Jeremy, Juli Ashton, Chasey Lain, Shayla LeVeaux y Jill Kelly.
Mientras que en Hardcore Paul Schrader coloca en curso de colisión el provinciano modo de vida calvinista y la marginalia de Los Ángeles, Parker mixtura en Orgazmo, con un mayor y sacrílego descaro, a la pacata y polémica Iglesia de los Santos de los Últimos Días y a la industria pornográfica. Joe Young como Orgazmo deviene hibridación antitética pero viable, que logra conciliar inmaculadamente las aristas más loables de ambos polos opuestos y complementarios desde sus respectivos discursos del exceso espiritual y corporal.
El pornógrafo (Bertrand Bonello, 2001)
Jacques Laurent (Jean-Pierre Léaud) es un agotado director de pornografía que alrededor del Mayo Francés de 1968 —según explica en algún momento de las anticlimáticas postrimerías de El pornógrafo— inició una gloriosa carrera en este campo fílmico, detenida inexplicablemente en 1984, para vivir a partir de entonces en una anónima inercia donde pudo “pensar bastante”. Los albores del siglo xxi lo llevan a retomar, por motivos igualmente oscuros, la filmación de películas para adultos, algo en lo que se reconoce bueno.
Laurent filma cuerpos desnudos en frescos orgiásticos durante un período de desafío, reconfiguración y expansiva libertad política que culminó en el glorioso y harto conocido fracaso. Se detiene justo en la simbólica fecha de la distopía, de la reacción, del agotamiento y el pesimismo instituido como normalidad. Laurent no es revolucionario, pero su existencia delata una rara simbiosis con las mareas políticas de las distintas épocas que vive.
Su hijo Joseph (Jérémie Renier), quien renunció a él al descubrir su profesión, está involucrado, durante la presente transición secular, en un borroso movimiento revolucionario juvenil que preconiza el silencio como última forma de impugnación del sistema. Más que vástagos, estos jóvenes franceses de turno son ecos atenuados y sombras diluidas de la rebelión primaveral prístina. La revolución se promete distópica.
A la par de estos apocalípticamente anodinos tiempos, el misantrópico y melancólico Laurent intenta rodar de nuevo películas pornográficas desde una fidelidad renuente a sus instintos unívocamente autorales, pero solo para descubrir su incapacidad de lobo estepario de adaptarse a los ritmos de los nuevos tiempos. Es un Meursault, un Dr. Zhivago, un Sergio, que halla en el autoexilio un mínimo consuelo para su irremediable sensación de no pertenencia, para paliar el irremisible sentimiento autodestructivo que acompaña a los espíritus demasiado sensibles, pero sin fuerzas en lo absoluto para desafiar a la vida e imponerse.
El director de pornografía que propone Bonello dista por completo de los más hedonistas realizadores y productores como Ogata (Los pornógrafos), Juzo (El éxtasis de la rosa negra), Jack Horner (Boogie Nights) o Maxxx Orbison (Orgazmo), dialogando más con el autodestructivo Wonder Boy de Insertos, a cuya explosividad contrapone una sorda implosividad. Un Big Crunch existencial que comprime todo su universo en una indivisible esfera de melancolía ultra masiva.
Al inicio de la película establece un nexo empático con la actriz Jenny —interpretada por la hipnótica actriz y directora porno Ovidie—, protagonista de la cinta con que regresa a la industria, tras el posible periplo por el desierto en conversaciones con Satanás. La casi extraterrenal joven se insinúa como una encarnación del deseo nunca hallado, del amor en fuga.
Aunque de una sensibilidad tan extrema —igual que su inexpresión y su inamovilidad— como la de Wonder Boy, Laurent no fue precipitado al reducto de la pornografía por una conducta desenfrenada, sino que parece estar resignado de nacimiento al lento proceso degenerativo que es su paso por la vida. Quizás filma a personas gozándose en el sexo para el completamiento protésico de una incapacidad ingénita para sencillamente sentirse vivo. Pareciera ser el voyerista total que proyecta sus deseos en los otros, incapaz de alcanzarlo con sus sentidos y su cuerpo. Pero de tan anodino y opaco, Jacques Laurent resalta entre la multitud en que posiblemente desea desaparecer, diluirse.
Torremolinos 73 (Pablo Berger, 2002)
Pablo Berger ficciona con Torremolinos 73 la misteriosa y mítica filmación en 1973 de la película española Aventuras y desventuras de una viuda muy cachonda, porno de autor o porno de arte filmada por el director debutante —como el propio Berger, que hizo de esta su ópera prima— Alfredo López (interpretado aquí por Javier Cámara) y protagonizada por su esposa Carmen García (asumida por Candela Peña), con la colaboración de realizadores daneses. Las pistas subsistentes indican que este primer largometraje pornográfico de España fue un éxito en Dinamarca y apenas fue vista en el país de origen por un millar de espectadores. No hay registros oficiales de su producción y estreno, de la actriz sobreviven fotos con la cara oculta y testimonios dispersos del mundo de la farándula.
Aventuras y desventuras… —retitulada Torremolinos 73 por Berger— fue concebida en pleno franquismo. El puritanismo, pacatería, y moralismo, característicos a todos los regímenes totalitarios, no importa si diestros o siniestros, mantenía entonces a raya todo lo referente a la sexualidad, sus expresiones y expansiones públicas.
Amén de las conductas y posturas de los personajes, Berger consigue recrear este ambiente de tensiones solapadas con una aséptica y minuciosa reproducción de la España de principios de los años 70. Sin revelar en ningún momento una manufactura artificiosa, los espacios remiten a una sutil impostura, a un montaje social consensuado, a una puesta en escena colectiva. Es una mascarada prolija donde cada casa y zona pública deviene escaparate moral de las buenas costumbres y la civilidad. Es una engañosa Belle Époque de zarzuela, que pudiera revertirse en la impresión de un posible sesgo nostálgico y conservador del discurso de Berger. Pero el pulimento de monótonos colores sepias y grises parece ser sutilmente elocuente a favor de las razones contrarias.
La estridencia pop de los amarillos, naranjas y rojos brillantes de los diferentes disfraces y maquillajes que usan Alfredo y Carmen durante las filmaciones de sus películas pornográficas caseras —inicialmente engañados por Don Carlos (Juan Diego), el jefe de Alfredo, respecto al objetivo de estas cintas, destinadas aparentemente a complementar los tomos de una enciclopedia escandinava sobre la reproducción en el mundo—, son lo suficientemente elocuentes. La alegría del sexo desprejuiciado, libre, expansivo, contrasta con lo grisáceo del resto del contexto, donde hasta un “moderno” televisor que Alfredo compra con los primeros salarios, se ve en inexplicable en blanco y negro.
Alfredo vende enciclopedias ilustradas sobre la Guerra Civil Española, acompañadas por un busto teñido en oro de Francisco Franco. Nadie las quiere, nadie las compra. Todos lo rechazan violentamente, casi siempre con silencios y portazos. Su jefe declara luego que los vendedores de enciclopedias a domicilios están acabados. Es el hartazgo sordo, la disidencia muda, la rebelión inconsciente contra la inercia patriotera y reaccionaria.
Alfredo tiene ante la sí la oportunidad de reinventarse como sujeto sexual y social. La necesidad le impele a filmar estas películas educativas, cuyo éxito se manifiesta sobre todo en sus protagonistas. La cámara, y el cine por extensión, les ofrece una licencia de libertad expresiva. Detona en ellos los deseos artificialmente obliterados por los condicionamientos sociales. La relación de Carmen con la cámara va cambiando, hasta que la mira, la domina y la somete a su poder erótico. La pornografía, como zona legítimamente válida del cine, sirve para que Alfredo conozca la obra de Ingmar Bergman, para que se auto descubra como realizador que consecuentemente busca en su Torremolinos 73 conciliar la pornografía y el arte.
Una película serbia (Srđan Spasojević, 2010)
Más allá de las dimensiones más turbias y terribles de la pornografía, donde reina la tortura, el dolor, la violación y la perversión más meticulosamente salvajes, Una película serbia (Srpski film) va del mal en estado de sublime puridad. Aunque las intenciones manifiestas de su director Spasojević y su coguionista (Aleksandar Radivojević) hayan sido primariamente desafiar “el fascismo cinematográfico a través de la rectitud política” del Estado serbio, como se encargaron de preconizar a voz en cuello.
Una vez más, la despreciada y subestimada pornografía resulta dispositivo político para desafiar los status quo que se anclan en moralismos, didactismos y patriotismos esterilizados, e inevitablemente estériles. Por eso surgen películas conscientemente provocadoras, asqueantes, repulsivas, casi insoportables, como esta, cuya segunda mitad sumerge al espectador en un vórtice de violencia gore que sería la peor pesadilla de Tarantino y sus juegos estéticos, quizás más cercana a las concepciones del japonés Sion Sono (Suicide Club, Cold Fish, Strange Circus).
Milos (Srđan Todorović) es la estrella porno masculina más famosa de Serbia. Casado y con un hijo, se ha retirado de este mundo e intenta sobrevivir, lleno de deudas y añorando su pasado glorioso, registrado en las películas que mira una y otra vez. Es contactado por Vukmir (Sergej Trifunović), un magnate con ínfulas de visionario que quiere revolucionar el cine con nuevas aproximaciones a la pornografía protagonizada por víctimas, más allá del snuff, que parece ser el límite máximo posible. Pero no, el horizonte sigue prolongándose a regiones más ignotas aún. Se busca destrozar la inocencia en su más pura médula, sumergiéndose en simas de horror, no solo inalcanzadas hasta entonces, sino desconocidas por completo. Y Spasojević está dispuesto a mostrarlas sin reservarse nada, ni proteger sensibilidades.
Busca que nos tapemos los ojos, que miremos la película entre los dedos. Busca hacer sentir a los espectadores como las víctimas abusadas y asesinadas, con la calculada y estilizada brutalidad de un psicópata máximo que dispone de la complicidad de misteriosas organizaciones que cuentan con todos los recursos para filmar esto y comercializarlo entre públicos aficionados.
El concepto del terror como miedo a lo desconocido se descoyunta ante Una película serbia, la cual decide horrorizar a fuerza de explicitud, a fuerza de exhibicionismo. Tal y como el concepto de la lubricidad desde lo velado y sugerido se despedaza ante las hiperbólicas orgías del cine pornográfico, sobrepoblado por vaginas dilatadas y falos tensos al máximo, captados en bien iluminados primeros planos.
El horror de Una película serbia no es sobrenatural, no proviene de las dimensiones extraterrenas lovecraftianas, sino justo de los abismos sin fondo de la humanidad, de las dimensiones endógenas donde se acurrucan cosas que es mejor no despertar.
Trilogía documental After Porn Ends (Bryce Wagoner, 2012, 2017, Brittany Andrews, 2019)
Todo ser humano tiene un después en su vida. Como la línea y el horizonte, el fin de los relatos —literarios, teatrales, fílmicos— es una invención de la especie para controlar el infinito a partir de su simplificación. El concepto de epílogo es una mínima y casi temerosa concesión a lo incontrolable del flujo de la existencia, que solo saber transcurrir hacia alguna parte, sin detenerse un segundo.
La trilogía documental After Porn Ends —iniciada en 2012 por el actor y realizador Bryce Wagoner, quien dirigió su secuela de 2017, y traspasó la dirección de la tercera parte a Brittany Andrews en 2019— delata esta voluntad epilogar de inquirir en el después de las rutilantes carreras de las más famosas estrellas pornográficas, mayormente de la segunda mitad del siglo xx e inicios del xxi; de seguir escribiendo sus historias allende los créditos finales de sus películas. Esto implica revelar las aristas humanas de estas semidiosas y semidioses de figuras hiperbólicas, gigantescos protagonistas de coitos cósmicos, capaces de crear el universo en cada orgasmo de potencia igualable al Big Bang. Y a la vez delatar el constructo épico que es la pornografía en sentido general, tan fantasiosa como un cuento de hadas, un mito o una leyenda poblados por héroes, monstruos, magos y deidades, que son sencillamente interpretados por estas mujeres y hombres.
Luego de finalizar cada evento prodigioso, los seres humanos regresan a sus hogares, a sus miedos, conflictos e inseguridades. Luego de finalizar toda la saga, cuando filman el último acto, regresan a una vida que será casi siempre más extensa que su estrellato.
Wagoner y Andrews cartografían todo un mapa estelar donde fulguran leyendas de la pornografía, como Johnnie Keyes —protagonista del largometraje Detrás de la puerta verde (Artie y Jim Mitchell, 1972)— y Georgina Spelvin —protagonista de otra de las obras maestras de la pornografía: El diablo en Miss Jones (Gerard Damiano, 1973). También recogen los testimonios de los veteranos Nina Hartley, Seka, Randy West, Herschel Savage, el polémico Darren James —quien, sin saberse infectado por el SIDA contagió a varias modelos, poniendo en crisis a la propia industria—, de Asia Carrera (con todo y su cociente intelectual de 156), Christy Canyon, Jenna Presley, Priya Rai, Tera Patrick y más.
Sin apenas pretenciones formales, estas películas de convencional estructura narrativa —talking heads alternadas con secuencias expositivas y didácticas— tienen su principal valor en las propias variopintas personalidades de sus protagonistas, en sus posturas ante la sexualidad, la pornografía y la pospornografía, y a fin de cuentas, ante la vida.
Dada la breve edad en que se inician en la industria, apenas alcanzada la mayoría legal, y dado el meteórico ascenso a las cumbres de la fama, muchos se asumen como princesas y príncipes protagonistas de sus propios cuentos maravillosos. La realidad externa a los sets se desdibuja en un tercer plano nebuloso y solo las lentejuelas son precisas, concretas. La clave para sobrevivir es estar conscientes todo el tiempo de que se actúa una ilusión, de que se representan sueños, de que todo va a terminar tarde o temprano. Si no, la vida termina a la par de la ilusión.
© Imagen de portada: Анастасия Беккер.
10 películas sobre monjas perturbadas
Antonio Enrique González Rojas
Las monjas, a la par que símbolos ideológicos eclesiales de la virtud definitiva y la entrega absoluta a Dios, han devenido encarnaciones últimas de la doble represión, sexual y de género.