‘Plantados’: Más allá de lo bueno y lo malo

El arte político cubano de las últimas décadas se ha caracterizado por acciones performáticas no muy diferentes de las piezas museables. El debate sobre la libertad de expresión se trasladó a los escenarios de exposiciones y bienales, donde alguna obra problemática había sido arbitrariamente censurada.

Nos hemos habituado a documentar protestas de artistas en eventos menores que solo llegan a oídos de colegas del gremio y grupúsculos de entendidos. Plantados, de Lilo Vilaplana, democratiza el debate, apelando a la indignación patriótica y la emotividad del espectador común.

Al arte político cubano le están vedados los medios de producción de la propaganda, todavía en manos de una camarilla. Los vehículos de concientización, ya sean canciones, documentales o memorias, deben ser producidos en los estudios independientes de la diáspora.

El director Lilo Vilaplana, radicado en Colombia desde los años 90, domina el lenguaje del culebrón latino y las técnicas expresivas del narcorromance. En sus manos, los medios de producción de propaganda consiguen la catarsis colectiva que ha puesto a los cubanos a reflexionar sobre el trauma del presidio histórico y otros graves asuntos que aún quedan por dilucidar.

Plantados irrumpe en pantalla con una saludable dosis de sensacionalismo. Desde los primeros segundos, nos asalta con todos los recursos a su disposición. Los batacazos llueven, los aullidos están salpicados de foleys que mezclan fuego, sangre y pólvora. Hay chirridos de bisagras y cabillas, chasquidos de bayonetas que atraviesan tripas y tableteo de bandejas arrastradas por las rejas. Ahorrar sensaciones sería faltar a la memoria de los presos plantados, y Lilo domina la paleta total de After Effects.

En la prisión de Ariza, a los 18 años, escuché estas historias en boca de sus protagonistas y sé que son ciertas. Conocí a personas que habían estado en las “mojoneras” y en los campos de muerte de Isla de Pinos. En 1974, presencié una huelga de hambre de presos amarillos en el Vivac de Santa Clara y entendí lo que era jugarse la vida por una causa. Conversé con reclusos que habían desactivado los cartuchos de dinamita en los cimientos de las Circulares durante la Crisis de Octubre. Mientras tanto, el resto del país vivía en la más completa ignorancia con respecto a esos crímenes. Soy un espectador privilegiado de la película de Vilaplana.

Pero el asunto no es la verdad a secas, sino los medios con que se trasmite: el medio es hoy, más que nunca, el mensaje. Me cuesta imaginar lo que será para otros esta Cuba en flashback, vista por el retrovisor de la camioneta de un gusano vengativo. ¿El History Channel en clave Narcos? ¿Quién creerá a las víctimas de un jefe de capos venerado por la izquierda, a quien nunca pudo probársele nada?

La película abre en el parqueo de un supermercado, Sedano’s o Presidente, en un familiar paisaje pequeñohabanero. La violencia del exilio se expresa mejor en sus locaciones, vistas por Vilaplana como dislocaciones, como sobresaturados carruseles de imágenes. Allí se encuentran los antagonistas, en el escenario de lo chillón miamense.

Vilaplana sabe filmar a Miami: sus casitas con césped sencillo, sus viuditas infladas de Botox, sus camionetas rojas sobre carreteras grises, sus yucas musculosos criados con Chef Boyardee. Es decir: la gran frustración oculta bajo diez capas de afeites y atardeceres tropicales.

Lo que hay en el fondo es un montón de perdedores a los que nadie cree, unas mentes perdidas que nadie conoce ni compadece. A colombianos, argentinos y chilenos les vale madre nuestra insufrible tragedia cubanoamericana. Hasta el Festival de Cine de Miami decidió darse aires y distanciarse de este filme brutal, ideológicamente cuestionable.

Cuando estamos a punto de dar fast-forward y salirnos de la cacofonía serial de Vilaplana, del ritmo empericado de sus secuencias, nos damos cuenta de que ante nuestros ojos hay dos, tal vez tres generaciones de actores y actrices reunidos al azar, varias capas de arrugas, acentos y escuelas de sobreactuación que se reencuentran en la tapiada de Miami: Gilberto Reyes, Carlos Cruz, Héctor Medina, Isabel Moreno, Gretel Trujillo y Boncó Quiñongo —sin dudas, la gran revelación de Plantados—, y comprendemos que, a pesar de la grandilocuencia del guion, el elenco ha conseguido transmitir el pathos del que carecen las producciones de los cubanos de Cuba.

Y es que los procedimientos digitales añaden un nivel patológico a las actuaciones. El mejor tratamiento para un esbirro castrista en uniforme de revolucionario, y la mejor manera de presentar un almacén de los suburbios donde un verdugo cabe acostado en el maletero de un Nissan, es la estética de Call of Duty, el lenguaje de juego de video que tiene a La Habana y a Miami como dos de sus hábitats canónicos.

Por eso los buenos y los malos de la película están correctamente caracterizados en el vehículo colombiano de Vilaplana. He aquí por fin la historia de nuestro presidio político reimaginada y remezclada, lista para presentarse ante el consumidor global. De ninguna otra manera el mundo entendería el mensaje, y Lilo Vilaplana ha tenido la modestia de aceptarlo y la cordura de atenerse a las consecuencias. Es la razón por la que pronostico que su película “mala” hará el milagro de convertir el anticastrismo en otro tema de repertorio. Es la razón por la que Plantados será una “buena” película.

Ahora el mártir Pedro Luis Boitel, como el espíritu en la máquina, puede oír a su madre contando la historia de cómo lo dejaron morir de hambre. Ahora el verdugo es equipado, por la magia del cine, con una conciencia telenovelesca que le ordena volarse la tapa de los sesos. Ahora Armando Valladares, Jorge Valls y Mario Chanes de Armas regresan como caballeros andantes, mientras que Ramiro Valdés es una especie de Joffrey Baratheon del medioevo castrista. Atrás quedó la historia natural de la infamia, obra de memorialistas ingenuos: esta es historia plantada, vil y plana.  

Lo que acabamos de presenciar en formato tearjerker,es vuelto a relatar por los sobrevivientes al final de la cinta. Vemos los rostros baconianos de seres reales que residieron en la fortaleza de La Cabaña, donde cada noche escuchaban las descargas de fusilería, los gritos de “¡Viva Cristo Rey!” y los tiros de gracia de una superproducción argentina protagonizada por Ernesto Che Guevara.

Si Plantados es, después de todo, el making-of del castrismo, ¿quién va a culpar a los argentinos por negarse a creer este episodio sangriento de la biografía de su más grande actor del siglo XX? ¿O al canadiense Jaie Laplante por querer cancelar a unos fantasmas recién salidos de la mojonera que han venido a putearle su Festival de Cine de Miami con la versión caribeña de Dictator’s Playbook?




Lynn Cruz

‘Corazón azul’, o el gen de Dios

Néstor Díaz de Villegas

Corazón azul es la imitación de una autopsia: el cuerpo tendido en la mesa es el cine cubano. Miguel Coyula aplica los lineamientos de una poética PlayStation. Su obra va más allá de lo independiente, y llega a crear una linterna mágica que se vale del exorcismo para dejar al descubierto la posesión satánica de la Isla de Cuba.