En 1964 el joven y genial documentalista Nicolás Guillén Landrián, harto de la hostilidad que el gobierno de La Habana mostraba por su obra, huyó al extremo oriental del país, a Baracoa, buscando un tema y un ambiente distinto.
En ese año se terminaba la carretera de La Farola, la séptima y última maravilla de la ingeniería cubana —desde entonces no se construyó ninguna más—, que comunicaba por tierra, o mejor dicho por lomas, a esa ciudad con Guantánamo y Santiago de Cuba.
Si Pinar del Río, al oeste, era la cenicienta del país, Baracoa, al este, era el enigma. Fue la primera ciudad fundada por los conquistadores, y luego quedó aislada por su insignificancia económica y por la dificultad del acceso. La Farola no modificó esta realidad hasta hoy.
“Baracoa es una cárcel con parque”, dice un lugareño en uno de los filmes de Landrián.
El joven negro fue allí a filmar lo que más amaba: pueblo en estado de naturaleza. Y subiendo por el río Toa, el más caudaloso del país, en un cayuco o bote pequeño, vio venir otro en el que remaba un muchacho de dieciséis años, sobrino del que le acompañaba en su bote.
¿Cómo te llamas?, preguntó Landrián al adolescente con aspecto de aborigen, que llegaba al encuentro del tío.
Ociel, respondió.
¡Ociel del Toa! exclamó Landrián, y en ese momento debe haberse disparado en su mente lo que buscaba: el documental de igual nombre que es a mi juicio la obra maestra y casi única de la cinematografía cubana.
Uno de los enigmas de Baracoa es que no sabemos si ese documental que ahora vemos es o no el documental. En la copia que circula no aparece la palabra fin y la música y la imagen se interrumpen abruptamente. Varias de las personas que fueron filmadas dicen que el metraje era mucho, mucho mayor que los dieciséis minutos que tenemos actualmente.
Aún así, Ociel del Toa permanece como un ejemplo de arte máximo (único en el cine si prescindimos de Nanook el esquimal de Flaherty): el Poder de la Pobreza. Mientras que los propagandistas del ICAIC filmaban un pueblo salvado por el gobierno, Landrián recordaba que en ese pueblo había niños trabajando muy duro.
Pero ni siquiera es este mérito escandaloso lo que levanta el filme: se presenta aquí no solo la pobreza económica, sino la riqueza espiritual.
El muchacho piensa en la muerte. El muchacho dice la verdad. El muchacho asiste a un rito protestante.
Y los Pobres aparecen todo el tiempo como sostenidos por algo que no puede definirse. Y no porque Landrián fuese ateo. El pastor protestante está filmado con reticencia. Simplemente el ojo implacable de Landrián, el mismo que encontró de inmediato en el adolescente a un modelo de categoría, el que insultaba a los poderosos con una objetividad que en el fondo no era agresiva, filmaba con honestidad lo que él mismo siempre fue: un pobre.
Un pobre sostenido por la llama de su propia pobreza como la Zarza Ardiente y no se quema. Un pobre que no necesita nada.
El muchacho perdido en la historia no está perdido. Tampoco sus familiares y amigos. ¿Cómo es que está salvado, en medio del Toa resplandeciente? No lo sabemos. Pero lo vemos en el filme.
El notable malacólogo baracoense y joven activista de la oposición Juannier Rodríguez Matos me preguntó, en una época en la que él hacía periodismo audiovisual, qué asunto de interés podría encontrar en su región. Busca a Ociel del Toa, le dije, quizás aún viva.
Como Juannier está casi más tiempo en el calabozo que en la calle, la pesquisa se me antojaba más que dudosa. Cuando me dijo que había encontrado a Ociel Marrero Labañino en Baracoa, no lo pude creer. Y cuando Ociel accedió a venir a mi casa en Camagüey para participar en la 25 sesión de la Peña del Júcaro, la tertulia libre que hace más de veinte años dedico a Martí y a la cultura cubana, ya fue fiesta.
Bueno, también venía Juannier, pero “el compañero que lo atiende” lo secuestró en la terminal de Baracoa.
Juannier ha encontrado y entrevistado además a otros dos de los personajes del filme: Hilda y Filín, en los que el recuerdo de Landrián sigue vivo. Hilda conserva el peine que le regaló el camagüeyano. En la Peña, un poeta y una curadora de arte bailaron en honor de Landrián: Ociel cantó, delante de las cámaras, para recordarlo. Antes, en mi jardín, había leído los Salmos a los jóvenes.
Sí, después del cayuco fue soldado de las FAR y del MININT. Ahora se define como cristiano y a sus 71 sólidos años es un predicador pentecostal, y su fe impone.
El muchacho que preguntaba por la muerte ha estado en peligro de morir más de diez veces y, según testimonia sin cesar, ha sido iluminado. El muchacho que asistía a un rito bautista y que luego se apartó de la fe para meterse a soldado, es ahora cristiano.
¡Profecía cumplida, don Nicolás!
Mientras la corona del Sacro Imperio descendía sobre la testa de Carlomagno, sus soldados gritaban: ¡Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera! Ni Ociel ni Juannier ni yo creemos en emperadores ni en soldaditos que repiten consignas. Hay otro poder, de pura pobreza, tan abajo que no precisa descender, que fluye luminosa, horizontalmente, caudalosamente como el Toa.
A Landrián lo dejaron sin obra, sin vida, sin el pueblo que amaba; lo declararon loco, lo sometieron a electroshock, lo condenaron al ostracismo y al exilio. Filmó la pobreza y fue arrasado.
Abrazo a Ociel en su casa de las afueras de Baracoa y Landrián me susurra: Tranquilo, Rafael: Cristo, el pobre, impera.