Cuerpos trocados en el cine de Tomás Gutiérrez Alea

Tomás Gutiérrez Alea cifra la Revolución, las Cubas de su tiempo, en un discurso luctuoso, de transmutaciones que marcan parte sustancial de su obra. 

En Historias de la Revolución (1960), un herido anuncia otro herido. Esta película, que se considera la primera del ICAIC y del cine revolucionario, está cifrada en el trayecto de un cuerpo a su sepultura. Un fallecimiento abre Las doce sillas (1962) y Memorias del subdesarrollo (1968). La muerte de un burócrata (1966) y Guantanamera (1995) giran alrededor de cadáveres, funerarias, cementerios. La última cena (1976) constituye el performance de la inmolación de Cristo, mientras que Cumbite (1964) y Los sobrevivientes (1978) son la crónica de una muerte anunciada.

Tomás Gutiérrez Alea ha archivado en sus varios cadáveres la historia de la Revolución y sus inquietudes como intelectual y artista. En esa anatomía en desintegración, cuya sola presencia amenaza el mundo de los vivos, Titón ha escrito y reescrito su propia genealogía del devenir cubano. 

Sin embargo, no me propongo explicar los distintos valores que este director ha asignado a la muerte, los moribundos, los muertos en sus filmes. Esa es una indagación posible y legítima, pero me intriga más bien el itinerario imposible y quizás ilegítimo que sus cadáveres ocultan: los cadáveres de Titón también son ese archivo otro. 

Como Jacques Derrida propone en su ensayo Mal de Archivo. Una impresión freudiana (Trotta, 1997), la pregunta que pesa sobre cualquier acto de archivamiento es “¿dónde comienza su afuera?”. Por esta línea, por ejemplo, Historias de la Revolución esconde una suplantación que precede a cualquiera de las otras que tienen lugar dentro de los tres relatos que la componen.

Historias de la Revolución es la suplantación de Cuba Baila. Julio García Espinosa terminó esta película antes de Historias de la Revolución…, convirtiéndola en la primogénita del ICAIC. En cambio, la de Tomás Gutiérrez Alea llegó a los cines antes, porque acaso una Cuba épica, que muere, debe ser el alfa de las otras Cubas, especialmente de esa que baila.

Más que el Tomás Gutiérrez Alea autor, progenitor de un cine, me interesa el Tomás Gutiérrez Alea hijo de un proceso, de una generación, de un grupo social. Para encontrar ese otro Titón resulta imprescindible hurgar no ya en sus cadáveres, sino en sus criptas. 

Jacques Derrida, en su texto Fors, define la cripta como el lugar de una ausencia. La cripta, el monumento, la tumba son incorporadas al cadáver en calidad de apéndices, no son el cadáver mismo sino su exclusión, es decir, sus afueras. 

En La muerte de un burócrata, los afueras del cadáver del Tío Paco adquieren una densa materialidad. El carnet laboral del difunto, al decir de uno de los burócratas, constituye “un símbolo de su condición obrera”, “una prolongación de su propia persona” (Gutiérrez Alea). Y aunque este proletario ejemplar se esté descomponiendo en casa de su viuda, el cuerpo continúa en una tumba vacía del Cementerio de Colón porque así consta en los archivos. 

Veintinueve años más tarde, en Guantanamera, su última película, su obra post mortem, Tomás Gutiérrez Alea vuelve a enfatizar el abismo que separa un corpus de todo aquello que lo rodea y resignifica. 

En el viaje de la difunta Georgina desde Guantánamo a La Habana, su cadáver se trastoca con el de un hombre negro que debía ser enterrado en Matanzas. Cándido, el romance de juventud de Georgina descubre este inquilino que ocupa el ataúd, pretende instalarse en la tumba y hasta usurpa el nombre de Georgina. Cándido muere al ver su presencia unheimlich, siniestra, uncanny (Freud). Entonces los dos, Cándido y el cadáver negro de Georgina comparten la tierra de la misma necrópolis mientras el discurso fúnebre significa cómo su amor ha traspasado las fronteras de la vida hacia la eternidad. 

Para Derrida, el secreto de la cripta debe ser compartido por un tercero. Ese tercero, en alguna de las variantes que constituye su tríada, se encarna en nosotros, los espectadores de Guantanamera, que sabemos o más bien debemos reír ante esa transustanciación de cuerpos. El humor negro de Titón, sin embargo, nos vuelve doblemente cómplices de esta suplantación. La risa emerge, en el sentido en que Julia Kristeva lo explica en Pouvoirs de l’Horreur: Essai sur l’Abjection(Éditions du Seuil, 2017), como un encubrimiento de algo abyecto que ni Titón ni nosotros deseamos descubrir. 

El entierro de Guantanamera constituye en ese sentido un performance de ese otro enterramiento, el enterramiento de un secreto que nuestra risa cómplice amenaza con exhumar. ¿Acaso nos estamos riendo de que sea un negro el que ocupe el lugar designado a la guantanamera? Georgina, por la repetición proteica de la canción “Guantanamera” se nos convierte en símbolo de la nación cubana, ¿será que nos horroriza que se confunda con un cuerpo negro? ¿Será que este equívoco podría hacer vacilar el archivo de lo cubano?

Derrida defiende en Fors que el habitante de una cripta es siempre un muerto viviente, es decir, un cuerpo que amenaza aún con contagiarnos. Un cadáver es, para Derrida, un muerto que uno quiere mantener en vida, pero como muerto. El cadáver, para él, genera un placer exquisito, un dolor exquisito, porque esconde un secreto que no nos atrevemos a enunciar más que de manera fisiológica, como, por ejemplo, a carcajadas. 

Tomás Gutiérrez Alea ha encriptado ese cadáver negro para que sea descifrado, desencriptado por medio de lo que Derrida llama un “procedimiento anguloso y zigzagueante”. La niña rubia vestida de negro que aparece a lo largo del filme constituye un eco de esa misma transfiguración de la Georgina guantanamera blanca en la Georgina cubano negro.

El filósofo francés ofrece un método para llegar a la cosa que hiende en la cripta, su secreto. Según dice, encriptar conlleva tres operaciones conjuntas. Primero, tiene lugar un sistema de inversión. Por ejemplo, la niña rubia vestida de luto que Georgina, al comienzo del filme, cree haber visto “hace poco” se convierte en la muerte. 

Segundo, este sistema de inversión donde la niña rubia deviene la muerte precede a un acto de traducción. La traducción de un lenguaje a otro ocurre en Guantanamera cuando la muerte se resignifica en términos afrocubanos, y una voz en offexplica largamente el mito de Ikú, la muerte en el panteón yoruba. 

El tercer y último procedimiento consiste en la aparición de una equivalencia formal, o sea, un homónimo de Ikú que sería el de deidad negra.

Así, en Guantanamera, el mismo procedimiento que transforma a Georgina en un corpus negro provocando risa ante la usurpación, transfigura a Ikú, esqueleto que no duerme y come humanos, líder de los guerreros del mal, en una niña blanca de rizos dorados. 

¿Podría identificarse en estas metamorfosis, conscientes o no, el gesto de una generación, de una época, de una comunidad de artistas e intelectuales? ¿Podríamos exhumar una idea de lo cubano de esas criptas usurpadas, de esos cadáveres equívocos?

Intentaré responder o más bien dilatar ambas preguntas en un filme que Tomás Gutiérrez Alea siempre consideró bastardo, Cumbite (1964), al que intentó repetidamente expulsar de su obra y que, por lo tanto, constituye una pieza valiosa para explorar los afueras de su archivo. En una carta dirigida al escritor español Juan Goytisolo, antes de terminarlo, Tomás Gutiérrez Alea confiesa:

Cumbite es para mí un serio fracaso. (Esto te lo digo en voz baja, no quiero que otra gente se entere…). Tengo la desagradable sensación de haber dejado caer involuntariamente una gran mancha de tinta en un dibujo a medio hacer. Cuando esto sucede con un dibujo, se dicen unas cuantas malas palabras, pero al final uno arruga el papel, lo bota y empieza otro dibujo. Desgraciadamente, yo no puedo abandonar esta película que ya sé que vendrá tarada y contrahecha” (Tomás Gutiérrez Alea. Volver sobre mis pasos, Ediciones Unión, 2008, p. 104).

Esta cita refleja el tono de otras varias cartas que envía durante el rodaje, la edición y exhibición de la película. En la intimidad confesional de su correspondencia con intelectuales y amigos, se refiere a ella repetidamente como “la película de los haitianos” (se puede encontrar en varias cartas: vease Tomás Gutiérrez Alea. Volver sobre mis pasos, pp. 91, 104 y 112), expulsándola no solo de las fronteras de su cinematografía sino también de las de la nación cubana.

Paradójicamente, la película intenta leer el Haití de 1940 como un preludio de la Revolución Cubana. Cumbite se inspira en la novela Gobernadores del rocío, del escritor haitiano Jacques Roumain, publicada en 1944. Y cuenta la historia de Manuel, quien regresa a su pueblo natal después de veinte años en Cuba. Una vez allí, Manuel ayuda a su comunidad a vencer antiguas diferencias y trabajar unida contra la sequía.

La película se construye a partir de una serie de suplantaciones y borraduras del original. Mientras que Gobernadores del rocío recoge los esfuerzos de Manuel por legitimar su haitianidad, Cumbite es un intento por recuperar cierta imagen de Cuba. 

En la Cuba de Cumbite, Manuel logra convertirse en una mejor versión de sí mismo que intenta extender a su comunidad: “Allá en Cuba no nos resignábamos. Una vez hicimos una huelga contra los amos”, dice en la película. Y si bien la novela también contiene este parlamento, el guion cinematográfico de Onelio Jorge Cardoso suprime o atenúa meticulosamente otras versiones de Cuba que prevalecen en Gobernadores del rocío

El Manuel de la novela no solo pronuncia “huelga” en español (p. 136), sino también “aguantar” (p. 135), “carajo” (p. 133) “¡Alto!” (p. 147), y frases como “Matar a un haitiano o a un perro” (p. 147), “haitiano maldito, negro de mierda” (p. 140). Cuba y su Revolución se anuncian como promesa en Cumbite al espectador caribeño de 1964. 

Cumbite se inserta en el esfuerzo del ICAIC y varios intelectuales por inscribir a Haití y al Caribe en el panteón de la Revolución cubana, pero como en el caso de la Georgina de Guantanamera los cuerpos se confunden en la cripta de un archivo nacional que intenta compulsivamente blanquearse a pesar de todo. Veamos.

El lenguaje constituye uno de los índices de blanqueamiento más evidentes del filme. En Gobernadores del rocío, Jacques Roumain construye dos universos cuyas materialidades conviven en el pueblo de Fonds-Rouge. Si en un sentido estrictamente geográfico, se trata de un espacio árido y aislado, en el mundo de las palabras, el cuerpo de los habitantes de Founds-Rouge está hecho de con retazos de una naturaleza exuberante y tropical. Por ejemplo, la novela describe cómo “La risa de Annaïse, la novia de Manuel, rodaba en su garganta echada hacia atrás y sus dientes se mojaban con una blancura resplandeciente” (p. 178). Y esa risa, que parece una cascada, un trago de agua, mitiga la sequía del paisaje. 

Por otra parte, al decir de Michaelle Ascencio en el prólogo, la novela “es, en la literatura haitiana, el intento más logrado de creación de imágenes en una lengua (el francés) a través de otra (el creole)”. Las frases en francés, creole, español y latín convierten a Fond-Rouge en el espacio de convergencia de múltiples tradiciones, hacen de este lugar aparentemente desolado una región cosmopolita, multilingüe.

Cumbite, exceptuando las secuencias de prácticas religiosas que discutiré más adelante, no solo nivela la aridez del paisaje con su monolingüismo, sino que recoge los esfuerzos de algunos actores por suprimir las marcas caribeñas de su español en pro de un castellano estándar. A esto contribuyó probablemente el hecho de que buena parte de los diálogos se doblaron en un estudio. Pero también responde a una intencionalidad autoral de suprimir no solo los ruidos de ambiente sino también los de otro orden. 

Por ejemplo, Tomás Gutiérrez Alea comentó en una entrevista años después que le pidió a Salvador Wood que prestara su voz al personaje de Laurélien, pues al actor que le da cuerpo, Polinese Jean, “apenas hablaba español” (Oroz, Silvia: Tomás Gutiérrez Alea: los filmes que no filmé, Ediciones Unión, 1989, p. 81).

Michael Channan y Paul Schroeder evalúan Cumbite como la última película neorrealista de Titón. Esta inspiración neorrealista de la película propicia que participen miembros de la comunidad haitiana en Cuba y sus descendientes. Sin embargo, como ya se ha visto, Gutiérrez Alea coarta la incorporación de los sujetos reales que la ficción se propone abordar, pues su dirección no propicia que se muestren tal cual son, sino que intenta moldearlos a su propia idea de Haití. En efecto, varios de los actores no profesionales, entre ellos la pareja protagonista, parecen moverse como autómatas por los escenarios de Cumbite

Además, su voz aparece corregida en el filme no solo por medio del doblaje sino a otros niveles. Tomás Gutiérrez Alea, según dice, “encuentra” a Laurence Louis, el protagonista, en un corte de caña. La palabra “encontrar” remite al vocabulario de conquista y civilización europea en América. 

La forma en que Titón continúa describiendo a Laurence Luis confirma esta acepción. Para él, Laurence era una persona “dócil, pero sin ningún desarrollo cultural” (Oroz 80). 

¿Qué entiende este director por “cultura”? ¿Acaso no se trataba de que estos sujetos fueran los agentes vivos de —digamos— una cultura? ¿Acaso el director, dado su desconocimiento de esa “cultura”, no debía ocupar el lugar de un facilitador? La descripción de Laurence Louis como alguien “dócil” denuncia que posición de Titón fue otra, hace pensar en la inscripción violenta de una élite intelectual cubana dotada de cierto “desarrollo cultural” sobre un otro. 

Esa entrevista de Tomás Gutiérrez Alea a Silvia Oroz deja ver, además, una agresividad simbólica de mayor peso hacia Laurence Louis. El director se refiere a su protagonista como “hijo de haitianos”, y aunque parezca obvio ni él ni la crítica posterior ha reconocido que la persona que encarna el Manuel de Cumbite ha nacido en Cuba, es cubano.

Como él, varios de los sujetos que ayudaron a construir el filme sufren un destierro nominal. Por ejemplo, según el director, un “haitiano gordo, muy simpático” al que “le decían” Ti-Bombon construyó el interior de la “choza” de Manuel y sus padres (Oroz 83). Gutiérrez Alea califica este trabajo de “obra de arte”. No obstante, en los créditos de la película, la escenografía aparece exclusivamente a cargo de Salvador Fernández. Como en el caso de Guantanamera, la presencia negra termina significándose por medio de otro nombre.

Es necesario forzar la cripta de Cumbite, dar una vuelta de tuerca derrideana, para encontrar el cadáver que apesta y amenaza, el muerto vivo que se ha querido enterrar. Como el actor protagónico, Laurence Louis, Cumbite no es “la película de los haitianos”, sino una película cubana, la película nombra a Haití para evocar a Cuba, los haitianos no son de Haití sino de Cuba, son cubanos negros. El cadáver que hiende en el fondo de aquella cripta nacional, innombrable pero sensible, es el del negro cubano.

Según el crítico francés Marcel Martin: “Gutiérrez Alea se limita a mostrarnos a esos hombres en su indigencia y en sus frenéticas ceremonias vodú, en las que creen hallar el único remedio para su miseria, prisionera de supersticiones y de odios ancestrales” (vease Fornet, Ambrosio: Las trampas del oficio: apuntes sobre cine y sociedad, Ediciones ICAIC, 2007, p. 57).

Con pocos arreglos, estas palabras servirían para describir la secuencia que abre Memorias del subdesarrollo: un carnaval, una multitud mayormente negra que baila, los primeros planos que singularizan rostros negros en éxtasis, tumbadoras, la aparición de un hombre desmayado o herido o quizás asesinado. 

Hacia el final de Memorias…, se vuelve a este momento, ahora con Sergio, el protagonista blanco, burgués, en medio de la multitud danzante; y podemos ver la sangre que sale confusamente del cuerpo herido. La multitud se ha propiciado una víctima y rumbea alrededor del crimen.

El especialista cubano Luciano Castillo percibe en “la ceremonia religiosa nocturna” de Cumbite una “cierta ruptura en el tono” del resto de la obra, como si en ella “se insertara un documental de diez minutos”. Channan vuelve sobre esta “ceremonia vodú” para significar su “mirada” “casi antropológica” (p. 159), mientras que el dominicano Carlos Elías enfatiza cómo ha sido tratada con “bastante naturalidad la práctica del vodú” (Fornet 58).

¿En qué consiste esta mirada antropológica de la ceremonia religiosa? ¿Qué convierte en “antropológica” y “natural” a una película filmada en Cuba por un director que reconoce enfáticamente que “veía las cosas como alguien que está afuera” (Oroz 79)? 

No es, sin dudas, la presencia de los actores, cuyos orígenes son diversos no solo étnicamente sino también de clase. Teté Vergara, que tiene una acentuada presencia en este segmento es, por ejemplo, una destacada actriz santiaguera, y su performance vudú debió tener un carácter estrictamente profesional. 

El original literario de Jacques Roumain no “se regodea en todos los rituales” vudú (por utilizar las palabras de Luciano Castillo) al describir este momento, ni tampoco le otorga la misma extensión y relevancia que Titón. ¿Qué convierte en “antropológica” esta secuencia tan ficcional y armada como cualquier otra? La respuesta quizás se encuentra, precisamente, en la “mirada”, en ese ojo que al ver cuerpos negros danzando, descalzos, degollando animales descubre que ese y no otro es su ambiente “natural”. 

En Cuba, esa “mirada” pasa de las pinturas costumbristas de esclavos hechas por Víctor Patricio Landaluze hacia la fotografía antropológica del cruce de siglo. Una “mirada” que se ampara en la supuesta objetividad fotográfica para construir, científicamente, un nuevo sujeto: los negros brujos, que bailan, los ñáñigos, una versión caribeña del criminal lombrosino. ¿Viene de aquí la ascendencia antropológica de Cumbite

De tratarse de una relación posible, esta película sobre Haití y para Haití se convertiría por medio de ese “procedimiento anguloso y zigzagueante” que explica Derrida, en un homenaje a la mirada europoide que clasifica, ordena y jerarquiza no ya el lugar de la Revolución Haitiana en la genealogía caribeña, sino el espacio del negro en la Revolución Cubana. 

¿Qué espacio ocupa, entonces, la muerte de Manuel al final de la película? ¿En qué tradición se archiva este cadáver que, para Jacques Roumain, debía marcar el fin de las discordias entre los habitantes de Fonds-Rouge y el comienzo de un cumbite general que pusiera fin a la miseria?

El cubano Nicolás Guillén, al conocer la muerte de Roumain, poeta afrocaribeño como él, escribe en 1944 un homenaje muy distinto de ese ojo blanco que teme o se ríe del cuerpo negro que baila. Lo invita: 

“Cantemos, pues, querido, / Pisando el látigo caído / Del puño del amo vencido, / Una canción que nadie haya cantado”.




Referencias:
Ascencio, Michaelle. “Prólogo”. Roumain, Jacques. Gobernadores del rocío y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2004. IX-XLII.
Chanan, Michael. Cuban cinema. Minessota: University of Minessota Press, 2004.
Cumbite. Dir. Tomás Gutiérrez Alea. 1964.
Derrida, Jacques. “Les Mots Anglés de Nicolas Abraham et Maria Torok”. Abraham, Nicolas y Maria Torok. Cryptonymie: Le verbier de l’Homme aux Loups. Flammarion: Paris, 1988. 7-73.
—. Mal de Archivo. Una Impresión Freudiana. Madrid: Trotta, 1997.
Fornet, Ambrosio. Las trampas del oficio: apuntes sobre cine y sociedad. La Habana: Ediciones ICAIC, 2007.
Freud, Sigmund. The Uncanny. Trans. David McLintock. London: Penguin Books, 2003. Digital.
Guillén, Nicolás. Las grandes elegías y otros poemas. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1984.
Gutiérrez Alea, Tomás. Tomás Gutiérrez Alea. Volver sobre mis pasos. La Habana: Ediciones Unión, 2008.
Kristeva, Julia. Pouvoirs de l’Horreur: Essai sur l’Abjection. Paris: Éditions du Seuil, 2017.
La muerte de un burócrata. Dir. Tomás Gutiérrez Alea. 1966.
Oroz, Silvia. Tomás Gutiérrez Alea: los filmes que no filmé. La Habana: Ediciones Unión, 1989.
Roumain, Jacques. Gobernadores del rocío y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 2004.
Schroeder, Paul A. Tomas Gutierrez Alea: The Dialectics of a Filmmaker. Nueva York: Routledge, 2014 .





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