‘Tundra’ o el extraño caso del señor Larduet

La película cubana Tundra (José Luis Aparicio, 2021) se estrenará mundialmente en Curta Cinema, el Festival Internacional de Cortometrajes de Río de Janeiro, que transcurrirá entre el 3 y el 10 de noviembre de 2021. 

La nueva propuesta del director de El secadero (2018) y codirector del controversial documental Sueños al pairo (cod.Fernando Fragela, 2020), despliega, a partir de un guion de Carlos Melián (Pizza de jamónEl rodeo), un paisaje distópico de incordiante atemporalidad que bien pudiera remitir a un ochentero y sarmiento pasado, o a un indefinido futuro andrajoso, donde el tiempo ya no tiene sentido y los cubanos subsisten en una plúmbea monotonía sin sueños



Este mundo quizás es ya una pura emanación de la latencia automática y desesperanzada de sus habitantes, de los que quedan, de los que no saben por qué se quedaron, de los que simplemente están y se dedican a ser y estar sin buscarle más explicaciones al asunto; y mucho menos a la naturalizada existencia de unas monstruosas entidades sedentarias que fructifican por todos lados sin lógicas precisas ni excesivas alarmas, más allá de los impedimentos que crean en las viviendas cuando crecen demasiado y bloquean las puertas. Un personaje llega a sugerir a otro que cuando esto suceda salga entonces por la ventana.

La conformidad y la indiferencia pautan las existencias de quienes han aprendido a vivir ignorando el contexto como el más efectivo método de subsistencia, lo cual los hace aceptar todas las circunstancias y fenómenos suscitados a su alrededor, aprendiendo instantáneamente a convivir con estos, no importa cuán terribles, estrambóticos o absurdos resulten. Mirar al vacío es siempre la mejor opción.



Los monstruos de Aparicio y Melián no necesitan camuflarse como los extraterrestres de La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), La cosa (John Carpenter, 1982) o They Live! (John Carpenter, 1988), sino que, sin origen precisado —pueden provenir del espacio exterior, o de la rancia podredumbre interior—, se suman abiertamente a un ecosistema ya atrofiado, menguado, abotargado como un mueble de cartón bagazo humedecido por incontables lluvias. Son la más pura encarnación de la obscenidad, yaciendo con indolentes por todos lados, exhibiéndose con provocadora pereza.   

En un mundo donde el acatamiento es el reflejo condicionado más arraigado, ya nada asombra ni alarma, provenga del poder tan invisible como palpable en cada grieta de esta realidad tan erosionada, o bien de los márgenes de este. Unos omnipresentes volantes, pegados en todas partes y lanzados desde avionetas rezan la nada disimulada sigla O.B.D.C y hegemonizan el universo semiótico de los habitantes —sin que se necesiten las gafas de They Live! para divisarlos tras los inofensivos y variados contenidos comerciales de carteles y revistas, pues sencillamente estos no parecen existir ya. No importa a quién o qué, solo obedece, acepta, asume, consiente, sométete a todo. Prohibida toda actitud proactiva, prohibidas las iniciativas, la ambición y el deseo.



Como la también cubana película Gloria eterna (Yimit Ramírez, 2017), Tundra aborda la arista más sosegadamente terrible de la distopía, que es la faz libre de discrepancias, disensos, rebeliones y demás encarnaciones de la inconformidad inherente a la naturaleza humana. La peor distopía es la que se invisibiliza a conveniencia hasta que se olvidan los motivos originales de tal actitud, que termina convirtiéndose en aptitud

La peor distopía es la que se convierte en el aire que se respira, que pasa de condicionante a condición, de anomalía a normalidad, hasta que se diluyen todas las posibles alternativas que desafíen su statu quo. El pesimismo se convierte en apatía y hasta la propia mirada de los realizadores, más que extrañada, resulta indolente y glacial, como los suelos casi estériles de la tundra. 



En este universo vive Walfrido Larduet —interpretado por Mario Guerra, quien también encarnara al burócrata de bajo rango protagonista de Gloria eterna, un melancólico inspector de la empresa eléctrica que se ve envuelto en un onírico intríngulis de aires neo-noir de muy específico signo lyncheano (Blue Velvet, Twin PeaksLost Highway), donde el deseo parece acecharlo desde todos los rincones de su mente, como un demonio, y tiende a materializarse en una sicalíptica mujer de rojo (Neisy Alpízar). Una Laura Palmer con la libido fuera de los gráficos que detona la rutinaria y zombificada existencia del personaje, pero sobre todo lo hace dudar de la propia naturaleza de la realidad, sumergiéndolo en una pequeña pero definitoria crisis de (auto)percepción y de (auto)reconocimiento como un ente del deseo.

Pero más que sujeto de deseo, la recurrencia de la dama encarnada le revela —o recuerda— también a Larduet que es un ser reprimido, quebrado, mutilado. Un muñón mecanizado y ya casi inconscientemente conforme, para quien este repentino sitio que le impone el apetito lúbrico es una intrusión no deseada e ignota. Es una agresión que desencaja las piezas de su mundo, permitiendo la entrada de fantasmagorías residentes en otra dimensión, endémicas de un plano de la existencia completamente vedado y velado para él y sus congéneres.



Como los monstruos pudieran ser proyecciones o canalizaciones infectas de la adocenada mansedumbre colectiva, cual úlceras de una enfermedad crónica, la mujer roja —así se identifica en los créditos finales— quizás sea la manifestación de cierta resistencia residual que le recuerda a la humanidad que está viva y por qué. El grito —o estertor— final de una voluntad aherrojada y casi disuelta. El último alarido gutural del mesmerizado señor Waldermar del cuento de Poe.

La percepción del mundo que tiene Larduet se relativiza angustiosamente. Todo deja de ser concreto para desplazar su existencia a una zona proteica, dotada de la ambivalencia turbia de la duermevela o la semivigilia. Larduet pasa de la cotidiana y maciza grisura a vivir en una zona de eclipse o crepuscular, de transición, de mezcla, de ensoñación y alucinación. Una cálida zona de duda, perplejidad, vaguedad y desconcierto, donde reinan los estados alterados y el movimiento perpetuo. 



El relato de Tundra transita entonces en una alternancia constante entrambas zonas, que hallan en Larduet una suerte de canal o médium factible para manifestarse respectivamente. El inspector es un escogido renuente, un privilegiado con la maldición de la percepción extradimensional y también extrasensorial, claro. Puede otear más allá del muro de Berlín en que lo han convertido a él y a todos los residentes de la distopía obediente. Aunque la dama de rojo opera a manera de lubricación y guía de estos procesos de tránsito entre esferas, y termina multiplicándose en otros personajes como la adolescente Laurita (Laura Molina) o la meretriz Kirenia Natasha (Neisy Alpízar), contaminándolos de su lubricidad, resignificándolos, ofreciéndolos a Larduet para que dé rienda suelta a los instintos lujuriosos que terminan avasallándolo, drenándolo, sumiéndolo en un conflicto crónico, y posiblemente irresoluble, con el autómata distópico que ha sido gran parte de su vida en la tundra. 



No hay didactismos inoportunos que expliciten las respectivas condiciones de realidad e imaginación —mucho menos las circunstancias que provocaron el estado de cosas diegético— sino que la historia apuesta por la confusión y la sustracción de datos como principales recursos narrativos y expresivos, dialogando con soluciones como las propuestas por David Lynch en la perturbadora Lost Highway (1997). 

Con Tundra, José Luis Aparicio transita del naturalismo de obras previas a predios surrealistas, oniristas, a las cerebrales praderas de la extrañeza y el símbolo en fuga. Aunque continúa su incursión en los campos genéricos —en este caso, la ciencia ficción distópica y posiblemente ucrónica, y el terror, mientras que en El secadero apelara al grotesco universo tarantinesco—, lo consigue ahora desde la sensorialidad, la insinuación, desde el cultivo meticuloso de una atmósfera de desasosiego y duda, y desde la forja de personajes implosivos y sutilmente extravagantes que poblarán sus páramos fríos.  




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El camino a ‘Vicenta B’: Fin del rodaje

Carlos Lechuga

Con la película anterior pensé que no iba a volver a filmar y ahora lo he podido vivir minuto a minuto sin adelantarme ni tratar de evitar los momentos de dolor. Estar más viejo ayuda a eso. A estar en el momento. A saber estar