Lars von Trier ha dedicado buena parte de su vida adulta no solo a gestar un cine de arte, autoral, de pretensiones filosóficas trascendentales, sino también, y precisamente por ello, a cobijarse tras una reputación de intratable y temible.
Fiel a su estilo esencialmente dogmático —que nunca le permitiría abandonar el empleo de la cámara al hombro, o en mano—, The House That Jack Built (2018)es un nuevo episodio en su búsqueda espiritual de la maldad. El despertar asustadizo de la bestia humana que, entrampada por las leyes y reglas de la convivencia en sociedad, encuentra en el director danés un admirador.
Es la cuerda temática en la que Lars von Trier se siente realizado. De ahí el aprehensivo carácter dialogante e introspectivo, metafísico, de un narrador-personaje que intentará convencernos de que actúa movilizado por los más altos designios de una autoridad divina que lo faculta para buscar y encontrar el arte, la belleza, por medio de la destrucción y la muerte del prójimo.
Por eso The House That Jack Built no es la anécdota de un asesino furtivo (alguien aficionado a la caza de la especie humana, víctima dilecta de sí misma). El asunto es más oscuro. Lars von Trier se apropia de la semilla del mal y la inocula en los terrenos fértiles del inconsciente del espectador, pero también de los personajes, que esperan ser desatados para hacer de las suyas a la más mínima oportunidad, sin demasiadas razones. Solo el libre fluir de los instintos primarios.
Cinéfilo conocedor de los esquemas narrativos, Lars von Trier se permite empezar el largometraje asumiendo el manido recurso de la chica en apuros. Que una dama en desgracia aparezca abandonada a su suerte en medio de la nada permite augurar, sin equívocos, que todo irá a peor de una manera previsible.
Jack es un hombre descompuesto, disfuncional, un ser humano herido y solo. Lars von Trier apuesta por concebir su personalidad a partir de conversaciones desquiciantes con interlocutores que irán apareciendo para luego ser aniquilados con furia. Su primer asesinato establece las causas patológicas que movilizan a Jack en su intento voraz de convertirse en un artista escogido por Dios para una gran misión en la vida: alcanzar cierto grado superior del ser.
A partir de una conversación causal, Lars von Trier articula los motivos triviales que transformarán al protagonista en un asesino en serie. Dice el primer personaje femenino exterminado por Jack, dirigiéndose a él: “Esta porquería no funciona ¿Tienes un gato que me puedas prestar?”.
Lo interesante de la frase, y del diálogo entre los dos personajes, ocurre en el campo lingüístico de la traducción: lo que para los angloparlantes adquiere un sentido y significado obvio —más allá de nominar al personaje, “jack” es el término para “gato hidráulico”—, es más difícil de asumir por los hispanohablantes. Una analogía nominal con el personaje, ya que tanto el gato (“Jack”), como el hombre en su condición de persona (Jack), deberían estar aptos para levantar grandes pesos muertos, pero no pueden, porque los dos están quebrados de una forma u otra.
La conversación tensa un encuentro que acabará de manera desagradable sin que ninguna de las partes pueda hacer nada para evitarlo. Dice ella al escuchar que Jack no está en condiciones de ayudarla a resolver el problema de su coche: “¡Qué raro! Pensé que todos tenían un gato”, admite decepcionada mientras insiste en pedirle a Jack que le eche una mano, a lo cual él responde: “Bueno, no tengo que revisar tu auto. El problema con tu gato es que está roto”.
En una película de ínfulas metafísicas los diálogos suelen ser más decisivos e informativos que las supuestas acciones dramáticas. De ahí la importancia que es posible conceder al intercambio verbal entre los personajes bajo presión.
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El error del personaje femenino en apuros no es recabar auxilio de un desconocido. Tampoco explotar su condición de mujer atractiva y elegante, sino practicar el juego insano de la provocación gestual y verbal. “Podrías ser un asesino en serie. Lo siento, pero te ves como uno”, afirma sin medir las consecuencias de sus palabras. Es el personaje femenino, por tanto, quien concede a Jack la idea de convertirse en un homicida serial.
(Que sea Uma Thurman la actriz que interpreta el personaje de la mujer arrogante y en apuros, no es obra de la casualidad: ella encarnó a lo largo de una sangrienta trilogía tarantinesca —Kill Bill— el arquetipo de la mujer con habilidades para matar y sobrevivir cualquier intento de asesinato feroz. Lars von Trier, conocedor pero no partidario de la tendencia reivindicativa del cine contemporáneo —que apuesta por empoderar a las mujeres desde el emplazamiento y destrucción simbólica de la autoridad de la que siempre han estado investidos los personajes masculinos—, desiste de ser el artista políticamente correcto).
Así, desde la perspectiva de Jack, y en parte del director, debe ser castigada no por el pecado de ser mujer, sino por su incapacidad para callarse, haciendo enojar a Jack. También debe ser escarmentada por amedrentarlo sin razón. Llega a decir: “Un gato como este puede hacer mucho daño. ¿No lo crees?”. Lars precisaba crear un personaje femenino que resucitase el relato canónico, pecaminoso, de la mujer que intenta imponer su voluntad desde la manipulación emocional de un hombre de mecha corta.
El personaje femenino, que no sabe aún que se encuentra en apuros más allá del pinchazo que sufrió su automóvil, es la encarnación de la mujer desafiante y engreída, que descree de la capacidad homicida de los hombres.
(Lars Von Trier se atreve una vez más a promover la reconversión crítica del hombre pusilánime que acaba siendo dominando, e incluso destruido, por las mujeres. Es un viejo pánico personal exacerbado ahora por el auge del movimiento feminista y su actitud combativa ante el acoso constante de los grandes depredadores sexuales de la industria del cine, encarnados en la figura de Harvey Weinstein, el rostro visible de un escándalo extendido y mayúsculo, que también salpicó al autor danés, sobre todo tras las insinuaciones de la cantante islandesa Björk, quien en declaraciones a la prensa dio a entender que había sido victimizada por Lars von Trier durante el rodaje de Dancer in the Dark (2000).
Esta actitud burlona y condescendiente es la que provoca su muerte violenta. El círculo del desprecio que siente por Jack, sin apenas conocerlo, a contrapelo de estar él haciéndole un favor desinteresado, cierra con una frase lapidaria: “Eres demasiado cobarde para matar a alguien”. Entonces le cierran el pico.
Jack destruye a golpes el mito de la mujer adulta que puede cuidar de sí misma. El pecado mortal es el de la arrogancia, pero también la incontinencia verbal femenina.
Lars von Trier es un director que siempre ha permitido que sus personajes se expliquen. Las metamorfosis múltiples de sus personajes protagónicos acaban siempre siendo expuestas de alguna manera poco común.
The House That Jack Built no es la excepción. La película no narra la historia repetida del asesino en serie que se dedica a cazar al semejante porque en algún momento olvidado de su niñez fue abusado por una figura familiar autoritaria. The House… no es la historia de una venganza contra la sociedad que desprecia al individuo incapaz de aceptar las normas. El asesino en serie, descrito desde el cine convencional como un desajustado, aquí es un sujeto investido de atribuciones y deberes casi místicos.
Lo que somete al análisis Lars von Trier son las bazas civilizatorias que magnifican el arte y lo bello como escalón superior de la evolución humana y del ser social, librado al fin de sus comportamientos atávicos.
El ordenamiento cósmico y la existencia del Universo como el jardín de recreo de un Dios descompensado y tiránico, que olvidó a su creación más preciada, el Hombre, es el sustrato reflexivo de un filme que ahonda así en el tema de la maldad consustancial a los seres humanos, pero también en la posibilidad de conseguir la felicidad individual a través de la praxis del libre albedrío personal, así sea a la manera dantesca de un asesino en serie condenado al Infierno.
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Jack, sin entenderlo bien ni saber por qué, anhela jugar a ser un ángel rebelde, un usurpador de funciones, un destructor de lo creado por el Dios omnisciente e irresponsable, ese repartidor de justicia que castiga a los herejes y pecadores después de haberles concedido la opción de ser buenos o malos.
Jack, más que un ángel de luz caído en desgracia, no solo se enfrenta a Dios, también, en sintonía con la mentalidad maquiavélica del Dios judeocristiano, es parte integral de un plan superior que lo supera y convierte en un esclavo del sentido del humor sádico que caracteriza al Pantocrátor del Antiguo Testamento, del cual Jack es deudor y cómplice, al citarlo como su principal fuente de inspiración a la hora de matar.
El diálogo constante entre Jack y Virgilio —como poeta de compañía en un viaje de castigo eterno al inframundo— acentúa la sensación de un largometraje deferente. Con personajes, más que solitarios, necesitados de conseguir algo de comprensión y empatía, en este caso por parte de los demás. Es decir, nosotros.
Si bien Jack es una persona de éxito a la cual no le basta con ser próspero, el debate interior que lo consume también lo compele a escoger entre dos únicas posibilidades en pugna. Por un lado, asumir su mediocridad: un ingeniero con limitaciones creativas que no encuentra la forma de evitar convertirse en epígono. Un continuador incapacitado para dejar huella. En la banda contraria, la ambición de acercarse a competir con Dios, Gran Arquitecto del Universo, y a quien Jack reclama la concesión del talento artístico suficiente que le permita ejercer con aplomo su función de creador divino, demiurgo demoníaco que halla en el asesinato ese impulso estético de búsqueda del arte y la belleza.
Jack, en esencia, es un iconoclasta que desea convertirse en ídolo de masas. Un dictador doméstico, un maniático con delirios de grandeza. Necesita encontrar una razón superior. Asume la tarea épica de construir una morada hecha a su imagen y semejanza, lo cual puede ser entendido como una metáfora sobre el destino crepuscular y servil del hombre que al adorar a Dios acaba desobedeciéndole. No tiene miedo de morir, sino de ser olvidado sin remedio.
Para ser recordado es preciso matar. Más que el arrepentimiento, la contrición y el acecho de la culpa son dos de las constantes morales del cine de Von Trier.
A partir del segundo incidente que narra Jack se pone en entredicho otro de los grandes mitos de la sociedad contemporánea: la seguridad ciudadana basada en la vigilancia por parte de las fuerzas de la ley y el orden, burladas en este caso por un individuo muy motivado para hacer el daño.
De paso, cuestiona otro de los cimientos de la sociedad norteamericana actual: la práctica de la autoprotección y preservación de la integridad física personal. Si bien con el primer asesinato Jack había castigado la arrogancia y frivolidad de una mujer insoportable, con el segundo se propone expiar la avaricia ajena, incluso la gula y pereza de los que tragan sin parar para mitigar su ansiedad.
Jack, es preciso verlo de esta manera, más que un asesino en serie o cazador, se asume como un ángel terrible que redime con la muerte a los que han incurrido en algún pecado capital. No importa que en un inicio no pase de ser un asesino amateur.
Que recurra a la asfixia mecánica para hacer justicia divina, por mano propia, habla también de un individuo que disfruta el escarnio del asesinato.
El trastorno obsesivo-compulsivo que padece lo impulsa no solo a limpiar de manera concienzuda la segunda escena del crimen, casi al extremo de ser atrapado, sino a mantener impoluta su casa y lugar de trabajo, donde construye esas maquetas inacabadas de una obra infinita que es su gran proyecto de vida: trascender.
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Jack, en tanto personaje autoconsciente que se aventura a demoler la cuarta pared para confraternizar con el espectador, es honesto y transparente en la medida que asume y confiesa lo que podrían ser entendidos como sus grandes defectos: egoísmo, vulgaridad, rudeza, impulsividad, narcicismo, inteligencia, irracionalidad, manipulación, cambios de humor, superioridad verbal.
Asumir la convivencia como simulacro cívico de aceptación amorosa y respeto por los demás es lo que le facilita a Jack convertirse en un personaje paródico, casi esperpéntico, que entiende la empatía impostada como una puesta en escena. La doble moral como parte de la educación intelectual y sentimental del ser. Lars von Trier insiste en criticar el comportamiento hipócrita y los simulacros sobre los que se establecen las normas de convivencia social.
Si bien la comprensión del asesinato como una de las bellas artes se remonta a la sensibilidad decimonónica y romántica, Lars von Trier filosofa al respecto desde un argumento visceral, que peca por exceso al regodearse en las atrocidades humanas.
Con la tercera muerte —una amante que se equivocó al escoger como pareja posible a un asesino en serie—, Jack incorpora al debate la problemática del amor y el sexo. Es cuando ocurre su metamorfosis decisiva como el Señor Sofisticación. De regreso al empleo de la alegoría de la caza como ese ritual desagradable y sádico que practican los seres humanos sin necesidad, no para alimentarse, sino para consumar así el placer de saciar el instinto predatorio de la especie, Lars von Trier, Jack mediante, se permite emplazar dos de las instituciones sagradas de la cultura europea y norteamericana en su versión extendida.
Por un lado, la familia como la estructura celular básica bajo amenaza de ser desarticulada, pero también cual instancia civilizatoria que limita la realización del hombre. Por el otro, la condición de madre, la mujer cosificada al punto de quedar reducida a un objeto reproductivo responsable de la crianza de la descendencia, y por ello, obligada casi siempre a renunciar a sus otras facetas individuales, en especial, la de ser una persona sexualmente activa.
Con la música estacional de Vivaldi sonando como parte de la banda sonora, en medio de un paraje boscoso y pastoril, Jack lleva adelante el exterminio de una familia monoparental, regida por una madre confiada que anhela encontrar en el hombre que la asesinará un patrón de referencia masculino con el que acompañar el proceso educativo de sus dos hijos varones.
Más que cazar o sacrificar —dos infinitivos brutales que de solo pronunciarlos hacen sentir más que incómodo a Jack—, este lleva adelante una limpieza étnica, un ejercicio de tiro al blanco que respeta, eso sí, los códigos éticos de la caza, los de matar en un sentido ascendente, empezando por la menor de las crías, luego el objetivo mediano para acabar finalmente con la progenitora.
Lo que Jack elimina del paisaje dramático de su vida es la posibilidad de una relación sentimental convencional donde él deba asumir el papel de esposo y padre. De una forma u otra, Virgilio, su interlocutor, acaba justificando lo imposible: “La caza, después de todo, es una metáfora del amor”.
Si bien Jack aparenta alergias o cierta apatía ante los efectos indeseados del amor y sus ansias, ello no significa que practique el celibato. La suya es una sexualidad mórbida y primitiva que lo llevará en algún momento al asesinato de su pareja que, aunque le atrae en lo físico, también le asquea, más que todo por no encontrarla a la altura de las circunstancias y del nivel de exigencia intelectual.
Acabar con su vida por ser una pecadora de lujuria ignorante, practicándole una mastectomía doble y sin anestesia, responde a la necesidad argumental de insistir en la ablación como reacción inmediata a la castración simbólica del hombre.
Tal brutalidad sin sentido tan solo para llegar al momento en que Jack arroja, de forma retórica, una pregunta: “¿Por qué siempre es culpa del hombre?”, y luego ratifica: “Las mujeres siempre son las víctimas, ¿verdad? Y los hombres siempre son los criminales”.
Aquí subyace el verdadero entramado ideológico de un largometraje que describe el estado anímico de una generación de hombres atrapados en el marasmo del discurso feminista. Pero también expone la renuencia masculina a ser blanco de la culpa ancestral que durante muchos siglos acarrearon las mujeres como una maldición.
The House That Jack Built podría ser entendida como una reacción ante un fenómeno que ha rebasado el campo de acción del debate político para expresarse en todas las esferas humanas, incluida la subjetividad hormonal del sujeto masculino hegemónico —puesto en ridículo— que teme perder sus privilegios, por lo que actúa en consecuencia.
Si algo nos demuestra el intento fallido de Lars von Trier de construir su casa ideal, es que el camino del Infierno está empedrado de viejas intenciones.