5 películas para sobrevivir al coronavirus

Me encuentro confinado en mi casa. Según indican todos los pronósticos, cada vez más gente de todo el globo me irá acompañando en esta situación. Pongámonos, pues, manos a la obra y desinfectante en las manos: aquí van cinco películas para pasar, lo más cómodo posible, este autoaislamiento.


Contagion (2011)

Contagion (Steven Soderbergh) es la película que te recuerda cada segundo lo que hay ahí fuera.


Contagion (2011). Tráiler.

Con la presencia de estrellas como Matt Damon, Jude Law y Kate Winslet, Contagion narra la historia de un virus letal proveniente de Hong Kong. Allí, el murciélago equivocado entró en contacto con el cerdo equivocado y este fue a parar a la persona equivocada. De ahí en adelante los días pasan y cada segundo se hace contar.

Es cierto que cualquier parecido con la realidad es meramente accidental, pero no lo parece. Aunque es verdad que el mundo real no tiene a Matt Damon haciendo de Matt Damon, muchos hemos respirado la tensión de la pantalla en nuestras calles, en el transporte público, y hasta en el pensamiento.

En la China del filme se percibe el hartazgo de sus habitantes frente al racismo de Occidente. Los apedreamientos de poblaciones chinas en el norte de Italia y en Ucrania, hace tan solo unas semanas, demuestran que el hartazgo no es injustificado. Enfermedades como la peste negra, la viruela y muchas otras fueron atribuidas a un sarraceno e incivilizado Oriente, muy lejano de nosotros.

¿Un chino tosiendo? Su sufrimiento vale menos.

Si no es el tiempo de la comodidad, sí lo es el de la comunidad. Están, sin embargo, los que no terminan de entender esto.

Una suerte de cultura de la contracultura, menos reivindicativa que bloguera y apologética de la desobediencia per se, se permite diseminar peligrosísimas dudas en momentos clave. Los grupúsculos, si bien minoritarios, son coherentes y decididos. Destapando las sucias conexiones entre las organizaciones de protección de la salud y los billonarios negocios farmacéuticos, su discurso conecta con la más dura izquierda anticapitalista y con el negacionismo antivacunas. Sus palabras son casi tan nocivas como sus gérmenes.

Pero si el ser humano es una pila de mierda sobre otra, es también una pila de bellas hazañas, como decía Sábato.

El metraje reclama también la memoria de esos miles de héroes anónimos en bata que se enfrentaron a lo desconocido. 

Si nuestra generación carecía de grandes gestas, ahora sin duda las tiene. Un héroe en una selfie sigue siendo un héroe.

El murciélago equivocado.

El cerdo equivocado.

La persona equivocada.

¿La conclusión equivocada?

Si algo hemos aprendido de la historia es que las enfermedades son inevitables. Donde ahora vemos muestras, pacientes o focos, antes hubo viajes, amigos, calor humano y, no lo olvidemos, solamente personas.


Philadelphia (1993)

Para hablar de personas y no de enfermos, Jonathan Demme nos dejó Philadelphia.

Volviendo a poner los pies sobre la realidad, la cinta da voz a los afectados por la última gran pandemia que recuerda la humanidad: el VIH/SIDA.


Philadelphia (1993). Tráiler.

Creo que no estaría de más recordar a Tom Hanks, quien interpreta aquí el papel protagonista, y que actualmente atraviesa un momento delicado al haber dado positivo en coronavirus. 

Dicen por ahí, no obstante, que si pudo sobrevivir al sida, y a un naufragio, y pudo salvar al soldado Ryan en la Segunda Guerra Mundial y al teniente Dan en la Guerra de Vietnam, para él esto no va a ser más que una ligera gripe.

Tema tabú incluso en el momento de su estreno, la trama de Philadelphia se desarrolla en torno a un juicio realizado a un gran bufete por el presunto despido improcedente de uno de sus mejores abogados, al resultar este seropositivo. 

A lo largo del proceso se descubrirá que el despido estuvo influenciado no solo por el prejuicio contra el sida, sino también contra la homosexualidad.

Si bien el coronavirus y el sida tienen muchas diferencias en cuanto a gravedad y sobre todo en cuanto a contagio, ambos comparten haber aparecido en un grupo muy determinado que luego sería señalado como culpable. Justamente, es la idea de la culpa la que inunda la mirada de los personajes en Philadelphia; a ella se opone el deseo de seguir viviendo.

A los judíos, que envenenaban los pozos para provocar pestes y destruir la Cristiandad, los persiguieron muchos siglos de prejuicios, hasta hoy.

Es cierto que no hay que olvidar los condones, pero si del sida solo se contagiaban los gays, hay que decir que un par de años después de la aparición oficial de la enfermedad, más de la mitad de los infectados no lo eran. 

Recordaba Philadelphia mucho menos hollywoodiense: en esta cuarentena, me ha decepcionado.

Por suerte para la crítica, justo en los defectos de la película están las virtudes de su análisis.

En las calles de esa Philadelphia al ritmo de Bruce Springsteen, puede dar la impresión de que se cubre el tuétano de la cuestión sanitaria y económica del sida con un fárrago de ideología jurídica. Ese tribunal norteamericano, tan idealizado como el jurado de 12 hombres en pugna, debate al infinito sobre cuestiones de una justicia casi socrática para el hombre libre. La melancólica banda sonora de Howard Shore intenta esconder quién paga.

Pero este mito no habría tenido tanto éxito si no hubiera un poco de verdad en él.

La realidad es que, viéndolo a través de la historia, el sida fue una de las pruebas de hierro para el funcionamiento de un gran número de democracias liberales occidentales. En aquella pandemia se comprobó hasta qué punto los Estados del bienestar serían capaces de proveer a sus ciudadanos de sanidad universal y gratuita, además de garantizar su libertad.

Tras la tragedia del VIH la homofobia no dejó de caer en Occidente, hasta alcanzar mínimos históricos, y muchos países allanaron el camino al matrimonio igualitario; los drogadictos no eran ya sucios delincuentes, sino enfermos que precisaban ayuda; los programas de prevención y reducción de daños, que tantos debates filosóficos suscitaban, se volvieron una realidad.

De las crisis, y en esto incluyo a las pandemias, se sale con más o con menos derechos.

Si tras la peste negra, que barrió a casi la mitad de la población europea, el hombre comenzó a mirar al hombre antes que a Dios, es porque vio quién curaba mejor a los enfermos.

En estos momentos de excepcionalidad y “medidas de Estado”, hemos de recordar que el objetivo de todo político es que sus ideas trasciendan el debate. En cada una de esas medidas de alarma hay una victoria: tuya o de tu enemigo.

La guerra siempre continúa.

¿A qué mundo quieres salir cuando acabe la cuarentena?

Vayámonos de aquí.


28 Days Later… (2002)

Si lo que buscas es huir un poco del peso de la realidad y regocijarte en optimismo pensando que las cosas podrían ser mucho peor, la película para ti es 28 Days Later…, del aclamado Danny Boyle.


28 Days Later (2002). Tráiler.

Cinta de culto ya entre los amantes del género zombi, narra el escenario post-apocalíptico de Londres veintiocho días después del agresivo brote de una mutación del virus de la rabia.

La típica de zombis, dirían algunos. Otros incluso se aventurarían a afirmar que todos los filmes de zombis son efectivamente típicos, pues apenas se diferencian entre sí.

Pero entre susto y susto, también hay que saber escuchar los latidos.

Los infectados, escupiendo bilis, persiguen a sus víctimas humanas para devorarlas. De ellos salen gritos de odio e ira; ahí está su humanidad. En sus ojos inyectados en sangre que recorren la nocturnidad de las calles londinenses, algunos nostálgicos, tal vez vetustos, creyeron leer los viejos relatos del submundo.

Nada más lejos de la realidad.

Ese Mr. Hyde con que Robert Louis Stevenson presentaba la maldad humana andante, ahora corría.

Los antiguos muertos vivientes o zombis lentos fueron reemplazados por los infectados o zombis rápidos. La tonalidad grisácea del blanco y negro de los lúgubres cementerios fue sustituida por un verde clínico en cuya pared gotea un esputo de sangre. Al filo de una rápida globalización, el vudú, las lápidas y las cruces fueron apuñaladas por el bisturí.

La película, estrenada en noviembre de 2002, compartió meses de cartelera con el primer brote de SARS, desde China para el mundo. Un año antes, tras los atentados del 11 de septiembre, comenzaba la Guerra contra el Terrorismo que desembocaría en masivas guerras subsidiarias, como la afgana o la iraquí. 

El mundo de 28 Days Later es un mundo acomplejado, rodeado de ansiedades y fobias; uno que se percibe a sí mismo en una vertiginosa caída libre donde todo puede estallar en cualquier momento. 

La angustia de la invasión zombi es similar a la de la caída de Lehman Brothers.

Los efectos de esta cosmovisión nihilista, donde el bien y el mal no explican nada y donde la especie humana se extingue por un simple virus, destruyen a los personajes. Son incapaces de formar una comunidad social que se sostenga, ya que los deseos de los fuertes priman sobre los de los demás sin ningún escrúpulo, como en la misma cruda cadena de la que huyen.

Los crímenes de los supervivientes del holocausto zombi, precisamente por su naturaleza tan profundamente humana, horrorizan más que los crímenes de los infectados.

Pero para los que piensan que esta guerra no puede ser momento de ateísmos, y que arrepentirse tiene que servir para algo, también hay pelis.


Faust (1926)

Es por todos sabido que en tiempos de crisis y epidemias, los mitos ancestrales vuelven a la palestra para perseguir a los hombres. Regresan a acecharnos las diez plagas de Egipto del Antiguo Testamento, o el Apocalipsis; fuera de lo bíblico, está la antigua leyenda germánica de Fausto.


Faust (1926). Fragmento.

He de decir que leí el libro homónimo de Goethe hace bastantes años, y muy mal, por lo que no lo entendí. Me consuela convencerme de que si lo hubiera leído muy bien, seguramente tampoco lo habría entendido. Por suerte, la soberbia de la obra maestra cinematográfica que es el Fausto de Friedrich Wilhelm Murnau, estrenado en pleno expresionismo alemán, me es más cercana.

En ese terreno de combate entre el Bien y el Mal que es la existencia, Mefisto, propagador de guerras y miserias, apuesta con un arcángel de Dios sobre la fidelidad de Fausto. Este, hombre de Dios y de la cruz, se desvive día y noche entre libros y pócimas rogando a los cielos por encontrar la cura de la peste que asola a su pueblo. La intención mefistofélica no es la destrucción vírica de la humanidad, sino algo aún peor: la perversión de los hombres buenos.

El sufrimiento de los que se autoflagelan, de los que odian y señalan buscando culpables y traidores, sigue siendo impío a los ojos del Divino. Demasiada amargura en sus corazones.

Solamente la calidez del cariño y la piedad de los que, entre papiros, buscan el conocimiento por el bien de los demás, podrá salvar al pueblo de Dios en esta reminiscencia del libro de Job.

En estos tiempos de excepcionalidad, la mano de Mefistófeles tienta con hacer arrojar el crucifijo a la llama, encerrando así al corazón en el cuerpo. Sabe que en época de dificultad se mira a la muerte a la cara y la carne se arrastra hacia la salvación del uno mismo. La vida se repliega como basilisco, recordando los momentos del placer perdido.

He aquí cuando se confunden la pasión con la locura.

Fausto se da cuenta de que ni el brillo del oro ni el de la corona del Emperador podrán evitar que el fuego del éxtasis inicial empiece a quemar secamente desde dentro. Los suyos sufren y él se ha ido.

Entre la blanca mano delicada y la mano muerta de la amada está ese deseo descontrolado, libidinoso e ilegítimo que explica los demonios de las masacres, violaciones, allanamientos y defenestraciones de los momentos límite.

Solamente la palabra que con más eco retumba en la creación podrá ser la salvación: amor.

El virus no es el mal; el mal es el virus.


Shaun of the Dead (2004)

Pero bajemos un poco del cielo a la tierra, que me apetece reírme.

Para los que poco o nada tenemos que aportar a la situación, el humor es sin duda el enfoque más sano para esta cuarentena.


Shaun of the Dead (2004). Tráiler.

Shaun of the Dead (Edgar Wright) es una de esas pequeñas obras maestras de la comedia que nadie conoce. Combinando, como nunca antes se había hecho, el género zombi y la clásica romantic comedy, el resultado es una película fresca, talentosa y, sobre todo, desternillante.

Proveniente de las tierras de Shakespeare, algo de su espíritu permanece: ese humor inglés, tan brillante como eterno, no se saltaría la hora del té ni aunque se abran los suelos.

A la carne putrefacta del terror histórico de George A. Romero o John Carpenter, se unen unos diálogos dignos de los Monty Python. El guion, con la perfección de una cábala, es todo un sistema de chistes sin terminar que esperan a completarse después para así picar aún más.

Todo un eterno retorno del ingenio. No en vano la palabra inglesa wit abarca desde la inteligencia hasta la corrosión, pasando por la belleza.

Mi cariño por esta cinta es tal, que si normalmente acostumbro a pausar por escenas los filmes sobre los que escribo, para tomar apuntes, con este me ha sido imposible. El descojone es tan dinámico y generalizado que el diafragma, una vez dilatado, te pide seguir y seguir.

Mi decantación por recomendarla, a riesgo de repetirme en el cine de muertos vivientes, es porque pone frente al espejo lo mejor del género cómico y del terrorífico.

Si en la madre patria de la posmodernidad inerte, el de al lado del bus no deja de toser, tal vez es hora de que empiece a sonar el techno distópico de Kernkraft 400.

Si es el momento del confinamiento y el pánico, es también el momento de escuchar Ghost Town de The Specials o Panic de The Smiths, así como de emborracharse bien a la luz de la oscuridad.