El 14 de febrero de 2021 me sorprendió de golpe en Madrid —esquivando el confinamiento— en una especie de fiesta improvisada por un grupo de amigos que violaba todas las normas establecidas para los encuentros sociales en tiempos de covid. Eran amigos cercanos, todos cubanos, artistas, intelectuales, o de alguna forma vinculados al gremio cultural, al gremio de las humanidades. Sin embargo, ese día se hablaba poco de arte —al menos no en el sentido académico, o clásico, del término—; la atención, en cambio, parecía concentrarse básicamente en las expectativas que provocaba el inminente release(esa misma tarde) del video musical protagonizado por la cantante catalana Rosalía junto al rapero puertorriqueño Bad Bunny.
A la hora anunciada nos acercamos todos al ordenador y abrimos YouTube. Incluso sin tener una idea muy clara de la visualidad que podría acompañar la canción, ya sabíamos de antemano que la estrategia comercial era infalible: dos superestrellas de la música urbana celebraban el día de San Valentín con un dúo que versaba sobre el (des)amor. Entonces aparecieron las primeras imágenes: un paisaje onírico sobre el fondo del cielo que simulaba la luz de la hora mágica; la escenografía robada (o tomada prestada directamente) a Architecture au Claire de Lune de René Magritte; los protagonistas —o más bien sus cuerpos, cubiertos en terciopelo verde o diseños de Ottolinger y Versace— ardiendo en llamas a medida que el ocaso cae; en fin, todo un ambiente idílico que al contrastar con algunos fragmentos casi explícitos del texto y con la progresión armónica en mi menor (i-VI-III-♮VII6), sencilla pero muy efectiva, daba como resultado un videoclip bonito y de buena factura que parecía no haber violado ninguna de las reglas del marketing cultural actual.
El éxito de la canción era evidente: más de 8 millones de visualizaciones en las primeras 24 horas —lo cual, francamente, era de esperar. Sin embargo, lo que ya me resultó más difícil de comprender fue esa especie de fascinación que había ejercido el clip ante todos los presentes en aquella fiesta: mis amigos, irremediablemente, habían cedido ante la seducción que emanaba de Benito Martínez Ocasio, y contaminaba casi toda la cultura popular reciente de habla hispana.
Debo de confesarlo: yo no entiendo el fenómeno Bad Bunny. Sin embargo, el hecho de que no pueda explicármelo no quiere decir que deje de interesarme; sobre todo porque un razonamiento comodín del tipo “es solo una moda pasajera, solo un producto pop más, una construcción de la industria cultural” —aun cuando llegara a serlo— no me satisface. Bad Bunny, en apenas cinco años, ha influido de un modo bastante incisivo en determinados sectores de la cultura millennial que en otra época hubiese sido impensable: si antes Alejo Carpentier escribía sobre Stravinski y Edgard Varèse, o Julio Cortázar escribía sobre Charlie Parker, ahora los narradores jóvenes escriben sobre Bad Bunny.
Hace poco más de un año coincidí en La Habana Vieja con una amiga fotógrafa que desde hace un tiempo vive en Nueva York. Estábamos bebiendo unas copas en el bar que recientemente había abierto otro amigo común y de fondo reverberaba —tal vez proveniente de algún bicitaxi aparcado en cualquier esquina cercana— la banda sonora del momento (alguna canción random del álbum X 100pre). Cuando le comenté sobre el tema, me dijo lo siguiente: “Bueno, yo tampoco lo entiendo, pero lo que sí puedo asegurarte es que nada más de oír su voz ya me mojo”. Su respuesta fue demoledora; tanto así, que desde entonces le he llamado a este efecto, el factor Bad Bunny.
Cuando se quiere entender la música popular actual desde la racionalidad —y no desde la intuición, lo cual es el acercamiento de la mayor parte del público lego—, uno de los downsides fundamentales radica en el hecho de que las herramientas teóricas que se generan en los centros académicos llegan, por lo general, con un retraso abismal. Para colmo, la musicología, que desafortunadamente debe esperar por el desarrollo del resto de las humanidades para actualizarse, avanza siempre con un desfase mucho más pronunciado. Además, suele suceder a menudo que el musicólogo arrastra cierta malformación profesional (esa hipercodificación formal que el lenguaje de la música occidental instauró desde el siglo XVIII) y esto le dificulta analizar los fenómenos de la mass media desde sus complejidades simbólicas o sutilezas sociológicas.
Sé que lo que voy a decir ahora puede parecer arcaico ante el escenario de estos tiempos, pero lo cierto es que algunos de los peores ecos de la Escuela de Frankfurt —concretamente, determinados juicios de valores negativos que se desprenden de los escritos de Benjamin, Horkheimer, Adorno et al.— resuenan todavía en muchos análisis de la música pop actual, lo cual ha dejado un legado crítico no muy bueno. Si para colmo a esto le sumamos la influencia del estructuralismo francés, con esa adicción por las categorías, el metalenguaje y ciertas palabritas fancy que se pusieron de moda a partir de los 60 (“franjas ritmático-entonativas”, “estilemas”, “nivel morfosintáctico”, u otros neologismos similares), el escenario no es nada favorable ya que, obviamente, una comprensión de los fenómenos de la cultura de masas escapa a la simple descripción, categorización o taxonomía intelectual. Probablemente, el obstáculo mayor sea que, por alguna extraña razón, confiamos más en las teorías que leímos de otros autores, que en una realidad que nos está revelando a gritos muchas veces lo contrario; de modo que, si quisiéramos actualizar nuestra mirada analítica —con los ojos puestos en el presente y no en un pasado ya remoto—, deberíamos al menos intentar pensar estos fenómenos desde una lógica otra.
Pero volvamos a Bad Bunny. ¿Qué sabemos concretamente de él? —más allá, como es lógico, de lo que aparece en su artículo de Wikipedia.
Con más de 30 millones de seguidores en Instagram, Bad Bunny es por definición eso que hoy en día se llama un influencer: “Yo no soy músico. Un músico es quien toca un instrumento. Yo soy un artista que ve las cosas de forma diferente” —le gusta decir. A sus 27 años y con una corta carrera —pero que ha sido muy bien direccionada—, ya encarna en sí mismo una de las narrativas sociales más seductoras que podamos aspirar: el mito del éxito, del dreamer, del winner.
Se cuenta que se hizo solo, que trabajaba de acomodador en un supermercado y se dio a conocer a través de las redes sociales —¿acaso la versión actual y más sofisticada de las clásicas garage bands?—; aunque lo cierto es que, más allá de sus fuertes críticas a la industria musical, le debe fundamentalmente la relevancia que hoy tiene, a esas colaboraciones que hizo en el pasado con Ozuna, Nicky Jam, Cardi B, Drake o Jennifer López. Luego, en 2018, lanzaría su primer disco —estratégicamente, el mismo día de la festividad de Nochebuena— con críticas muy favorables en The New York Times, y que llegaría a ser clasificado entre los mejores álbumes latinos de la lista Billboard, además de ganar un Latin Grammy al siguiente año. Restaría solo su aparición en el show de Jimmy Fallon, o en las portadas de The New York Times Magazine y la revista Rolling Stone, para alcanzar ese status mucho más cercano al mítico rockstar que al típico cantante de reguetón.
Visto así, pareciera entonces como si el género urbano hubiese terminado por normalizarse y autoconfigurarse como uno de los brotes fundamentales que dimana del actual rizoma del mainstream. Y lo interesante, como ya de alguna forma dije, es que esta seducción no es solo seducción de pocos —de una masa joven y acrítica (como se le ha clasificado comúnmente) entregada al hedonismo, al ocio y al party—, sino que también contagia a intelectuales, artistas y otros miembros de algunos círculos cercanos al pensamiento crítico (tradicionalmente considerados elitistas), en esa especie de fenómeno que de alguna forma se ha denominado “la institucionalización del perreo” —creo, si mal no recuerdo, que fue a Mary Lou a quien por primera vez le escuché nombrar este concepto.
Aunque el perreo entre la intelectualidad cubana joven no es un asunto nuevo, con Bad Bunny sí que ha cobrado una nueva dimensión. La cuestión —me parece entender— no se localiza precisamente en el perreo mismo, sino en el modo en que este ha sido focalizado dentro de ese circuito. Si intentáramos encontrar un antecedente más o menos cercano al fenómeno, tendríamos que regresar a alrededor del año 2007, a la música de Calle 13 en aquella Habana pre-Obama. Los que vivimos esa época, recordaremos cómo no había fiesta —ya fuera de actores, pintores, filólogos o cineastas— en que no sonara a todo volumen el trino inicial y dembow de Atrévete-te-te. El perreo ya formaba parte entonces del día a día (como mismo lo formó, alguna vez antes, el repello o el despelote); sin embargo, aquellos intelectuales que perreaban, todavía sentían la necesidad de justificarse de algún modo: “Yo sé, el reguetón es una mierda, pero para bailar el ritmo está bueno”, escuchábamos decir entonces muy a menudo. Con Bad Bunny, este disclaimer deja de ser ya necesario.
Por estos días, como es lógico, he estado conversando sobre el tema con varios amigos; la mayoría de ellos obviamente millennials, ya que son quienes poseen esa predisposición generacional para comprender orgánicamente los misterios del factor Bad Bunny.
El primer gran elogio que se le suele hacer al cantante es el de artista prolífico. Al parecer, el hecho de haber sacado tres discos durante el año 2020 —independientemente de que entre su primer y segundo álbum en solitario hayan transcurrido unos dos años— causa cierta admiración; más aún cuando todo esto sucediera en plena pandemia de Covid-19. Lo entiendo, hay cierto halo mítico en la narrativa que puede desprenderse de este hecho. En los primeros meses del confinamiento, por ejemplo, se divulgaron varios relatos de figuras históricas (“genios del pasado”) que, durante períodos de cuarentena o aislamiento anteriores, también experimentaron alguna especie de renacer creativo: así, se esparcieron por la prensa las historias de Shakespeare componiendo Macbeth y King Lear, de Giovanni Boccaccio escribiendo el Decamerón, o de Issac Newton desarrollando su Teoría de la Gravedad y Victor Hugo trabajando en Les Misérables. De igual modo, el relato de Bad Bunny encerrado en su estudio, grabando canción tras canción, podría perfectamente inscribirse también dentro de estas narrativas.
Lo cierto es que, si obviamos por un momento el aura que envuelve todas estas historias, los hechos resultan completamente comprensibles y razonables: es perfectamente normal que durante largos meses de encierro las personas tengan mucho más tiempo libre y, por ende —o en parte también para matar el aburrimiento—, lo dediquen a realizar las actividades que mejor saben hacer. Además, habría que tener en cuenta que el proceso de manufactura alrededor del cual orbita la música urbana actual, ya no funciona según las dinámicas creativas tradicionales, sino que responde a métodos más propios de una cadena de producción.
Antes, el artista estaba forzado a esperar por la inspiración y tomarse su tiempo, ya que socialmente se requería de él (o de su quehacer creativo) una obra perfecta, universal, original y duradera —es decir, el trabajo del artista tenía como finalidad ideal la generación de una masterpiece, de un chef d’oeuvre. Sin embargo, los mecanismos propios de la industria cultural, así como también la tecnología que ha evolucionado junto con ella —y que agiliza extraordinariamente muchos de los procesos productivos— conjugado con la aceleración con la que hoy se experimenta la vida, han transformado esta dinámica de modo radical. Ahora, en cambio, más que las características intrínsecas de la obra misma, el foco está mucho más orientado hacia la productividad y hacia la generación de un mayor número de contenidos: una mayor producción, estadísticamente hablando, implicaría un mayor chance para lograr un hit. Por otro lado, todo parece indicar también que, hoy por hoy, el público siente una predisposición superior por perdonar pequeños diamantes chuecos, si al final el efecto fruitivo de la escucha resulta positivo —como consecuencia, en gran parte, del production value asociado a estas músicas que, con la sofisticación de su uso y experiencia, han desarrollado ya una indiscutible habilidad para camuflar estas imperfecciones.
En todo caso, nada de esto constituye en sí mismo un mérito o un demérito. Más bien, lo único que evidencia es ese desplazamiento de paradigmas que ya venía ocurriendo abiertamente desde la segunda mitad del siglo pasado. En este sentido, el fenómeno particular de Bad Bunny, lejos de plantear una ruptura, no hace sino remarcar la tendencia actual.
Otra de las virtudes que suele atribuírsele al rapero puertorriqueño es la de haber renovado las dinámicas y estrategias comerciales propias de la música latina y del género urbano. Digamos que en parte se lo concedo —generalmente se mencionan aquí numerosos ejemplos como prueba de ello, aunque sería apropiado en varios casos matizar algunos puntos.
Al menos, en lo que se refiere a sus premios y distinciones últimos dentro de Estados Unidos, sí parece ser cierto que con Bad Bunny la canción hispana ha ganado un nuevo tipo de legitimación dentro del mercado estadounidense —sobre todo viniendo de un cantante que hasta el momento, y a diferencia de estrellas anteriores como Shakira o Ricky Martin, se ha negado, de un modo más o menos enfático, a realizar el crossover a idioma inglés. Así, por ejemplo, su segundo disco en solitario ganó el premio al mejor álbum latino tanto en los American Music Awards como en los premios Grammy de 2021, y su más reciente producción, El último tour del mundo, es el primer trabajo totalmente en español que ha alcanzado la posición número uno de la lista Billboard 200. De cualquier forma, valdría la pena aclarar que nada esto —como es lógico— implicanecesariamente un mayor engagement por parte del público de habla no española, sino que, por el contrario, podría resultar un indicador de que los consumidores propios del mercado musical estadounidense se han diversificado hasta tal punto que, probablemente en su mayoría étnica, ya no se encuentren conformados por norteamericanos nativos puros.
Más allá de eso, sí que hay algo que parece estar mucho más claro: Bad Bunny encarna ese modelo que funciona perfectamente para erigirse como el pivote que separa la existente brecha generacional en relación a varias prácticas anteriores. Marca una diferencia: representa lo joven, lo millennial, y es por ello que muchos dentro de su generación se descubren reflejados de algún modo en sus canciones. No se trata, en este caso, solo de una cuestión de los temas (o contenidos) tratados en sus letras o en sus intervenciones mediáticas, sino que esto también se explicita —aunque a veces de manera tácita— en las formas tan particulares en que opera. Lo mismo puede descubrirse en el manejo personal que hace de sus redes sociales; que en los referentes culturales a los cuales a menudo suele apelar; que en otros elementos estilísticos muy actuales, como el uso de las acronimias o de alguna otra forma de texto condensado (propios de la nomenclatura y notaciónweb) en muchos de sus títulos —por ejemplo: YHLQMDLG, 25/8, RLNDT, <3, 200 MPH, P FKN R, o X 100pre.
Recientemente, la noticia del lanzamiento de las zapatillas deportivas Bad Bunny Forum-Easter Egg comenzó a circular también a gran velocidad en muchos medios de prensa digitales. En específico, lo que refería el anuncio era la última colaboración entre el cantante puertorriqueño con la gran multinacional alemana Adidas. Apenas dos semanas antes aparecía también The First Café Forum Buckle Low, unos sneakers diseñados igualmente como resultado de esa colaboración y que se agotaron en el acto. El marketing de esta primera entrega había sido perfectamente delineado: el día del cumpleaños del rapero, adidas Originals publicaba en su cuenta de Instagram una fotografía de Bad Bunny, desayunando, acompañada luego por el nuevo modelo. Sin embargo, para los seguidores del cantante, las zapatillas resultarían muy familiares puesto que, desde noviembre de 2020, ya podía verse al rapero luciendo The First Café en el videoclip de su canción Yo visto así —frase que, más adelante, se descubriría también rotulada en los propios sneakers, generando de este modo una cadena de referentes sígnicos. La voz de Bad Bunny cantaba: “Boté todas las Nikes y firmé con Adidas”.
No obstante, no era la primera vez que una noticia de este tipo aparecía asociada al rapero puertorriqueño: ya en septiembre de 2020 había circulado el anuncio de los Bad Bunny X Crocs Classic Clog —un modelo de zuecos fosforescentes lanzados también como resultado de la colaboración entre el cantante y la empresa Crocs, Inc. Aun así, nada de esto implica que Bad Bunny sea necesariamente un auténtico diseñador de calzado, aunque sí es cierto que como influencer lleva ya un buen tiempo marcando tendencias en cuanto al modo de vestir. Desde esa perspectiva, parece entonces bastante lógico que importantes marcas de moda aprovechen esta ventaja con el fin de implementar determinados acuerdos comerciales que les permitan generar aún más ventas —recordemos también que algo similar sucedió hace poco con el reguetonero colombiano J Balvin, quien ha firmado una colaboración parecida con la multinacional norteamericana Nike, Inc.
En cualquier caso, encontrarnos con nombres de cantantes pop relevantes vinculados al mundo del diseño de modas no resulta algo singular —ejemplos anteriores de superestrellas como Jennifer López, Rihanna o Shakira así lo atestiguan. Francamente, nada de esto hubiera captado mi atención si no fuera porque varios colegas cercanos llevan ya algún tiempo comentándome insistentemente (y hasta con cierta admiración) sobre algún que otro asunto de este tipo —lo cual sí considero muy interesante ya que se trata de un comportamiento sui generis y, sin lugar a dudas, también de una clara desviación del paradigma intelectual anterior.
La moda es una cuestión más o menos reciente dentro de los gremios académicos; apenas unos treinta años atrás este fenómeno no era visto del mismo modo. Recordemos, por ejemplo, cómo hacia 1987 Gilles Lipovetsky refería —incluso con cierto tono de queja— que el tema de la moda no se llevaba entre la intelectualidad europea de aquella época. Básicamente, se le percibía como un fenómeno trivial, oscuro, e inherente a la naturaleza propia del capitalismo. En los últimos años, sin embargo, he escuchado cada vez más a menudo dentro del campo crítico, conversaciones en torno a la esfera cultural que giran alrededor de los looks, los outfits y hasta sobre lo acertadas (o no) que han sido determinadas tendencias del mercado. Esa imagen —por ejemplo— de Slavoj Žižek desgreñado, luciendo un t-shirt todo sudado, y hablando en un inglés bastante tosco en medio de una conferencia académica, no parece (ya más) ser compatible con el mundo de hoy. Žižek se hizo trendingen otro contexto —entonces, el desaliño podría haber incluso representado una postura ética ante la sociedad—; sin embargo, me atrevería a suponer que, hoy por hoy, ya no sería posible (y menos aún para para un filósofo) volverse una figura hasta cierto punto mediática, si es que se luce de una forma tan poco agraciada, o se descuida intencionalmente la apariencia personal. Seguramente Guy Debord se espantaría con la espectacularidad de los tiempos.
El 6 de julio de 2020, en la cuenta oficial de Twitter de la icónica revista Playboy, se publicaba el siguiente mensaje: “Happy bunny, sad bunny. Good bunny… Guess who’ s coming to playboy”. Lo que realmente preludiaba el tweet era la entrevista que aparecería en el magazine al día siguiente —con sesión fotográfica incluida— bajo el título Bad Bunny is Not Playing God. Por si fuera poco, la publicación remataba su nueva entrega con un retrato del rapero puertorriqueño (incluso en dos versiones diferentes) como imagen de portada. La noticia causó sensación inmediatamente: si exceptuábamos al magnate y fundador de la revista Hugh Hefner —quien apareciera también en cubierta en el año 2017, en homenaje póstumo tras su fallecimiento—, Bad Bunny se convertía así en el primer hombre en protagonizar una portada de Playboy. Es decir, en los sesenta y seis años de la publicación se habían mostrado con anterioridad a otros diez hombres en la tapa, pero estos siempre iban acompañados de alguna modelo femenina; en este caso, Bad Bunny aparecía como único protagonista de una revista de entretenimiento que, en su concepción original, había sido concebida exclusivamente para un público masculino.
Pero la historia no termina aquí. Ya desde marzo de 2020 Ben Kohn (el actual director ejecutivo de Playboy Enterprises) había anunciado ante los medios que, debido a problemas en la distribución —originados fundamentalmente como consecuencia de la crisis del coronavirus—, la revista suspendería su edición impresa y quedaría solo como una publicación online. Sería, pues, justo la entrega del próximo verano —o sea, el número de la revista que ya he comentado anteriormente— el que abriría su versión digital. Así, Bad Bunny inauguraba con su imagen de portada, la nueva era del magazine en la web.
Si hay alguien que sepa dar un golpe de efecto, esos son los directivos de Playboy. Recordemos cómo el primer número de la revista (diciembre de 1953) abría ya, muy inteligentemente, con una imagen de portada de Marilyn Monroe —la estrella del momento— acompañado de lo más importante: un desnudo de la actriz en su centerfold. El magazine se convirtió ipso facto en un éxito comercial y vendió más de 50 000 copias en su primera entrega. Pero lo más curioso de todo esto es que Marilyn no había posado —ni nunca posó— para Playboy; Hefner había adquirido la imagen de una sesión de 1949, tomada por el fotógrafo Tom Kelley para un calendario erótico, cuando la Monroe todavía no era conocida y afrontaba algunos problemas financieros —de hecho, se sabe que Marilyn solo recibió 50 dólares en pago por el desnudo.
De manera similar, para el debut digital de Playboy la revista ha escogido ahora a otra estrella del momento —en definitivas cuentas, no deja de ser también otra playboy bunny, ¿no?—. Con solo echar un vistazo a su sitio web, salta inmediatamente a la vista cómo el magazine ha modificado su paradigma estético (si es que lo comparamos con lo que pudiera denominarse la Playboy clásica). Antes la visualidad de la revista estaba enfocada en un tipo de fotografía erótica sofisticada, a lo Helmut Newton: glamurosa y con una fuerte mirada masculina. Se trataba de una estética chic para un público potencial de bons vivants, de hombres ilustrados y lo suficientemente solventes como para contar con bastante tiempo libre para dedicárselo al gusto por la literatura, los placeres y el ocio. Ahora, en su nueva era online, Playboy se nos muestra más desenfadada, con una mirada mucho más juvenil, mucho más cool, y con una estética que emula la visualidad de los filtros y el estilo de Instagram. Resulta evidente, pues, que su público target ha cambiado de forma considerable. En este sentido, la elección de Bad Bunny como modelo de portada revela, en efecto, una estrategia de marketing muy favorable para el nuevo comienzo.
Pero volvamos, una vez más, a nuestra línea temática principal.
Últimamente he escuchado asegurar —con bastante frecuencia, y hasta optimismo— que el fenómeno de Bad Bunny está promoviendo, a su manera, un nuevo y alternativo modelo de masculinidad. Ciertos aspectos muy específicos como la forma de vestir, el estilismo, el maquillaje, o el simple hecho de pintarse las uñas, suelen ser manejados como criterios de peso a la hora de referirse a este asunto; y comúnmente se utilizan también como ejemplos característicos de una ruptura con las normas de género tradicionales. Probablemente, si nuestro eje de referencias solo se circunscribiera al contexto social hispano y latinoamericano —con su pesada carga inherente de machismo cultural y sistémico—, la afirmación podría resultar, ya no cierta, sino también muy significativa. Sin embargo, valdría la pena recordar que no sería la primera vez que expresiones similares (comúnmente interpretadas, además, como manifestaciones fashion) aparecen dentro de la cultura pop, sin que esto haya provocado una fractura sustancial en cuanto a los roles tradicionales o la mentalidad patriarcal normativa.
Por ejemplo, en relación al denominado nail art, ya desde finales del siglo pasado roqueros como Mick Jagger, Kurt Cobain, Lou Reed e incluso miembros de la escena punk como los Sex Pistols, habían incorporado dentro de sus looks las uñas pintadas; y más recientemente, exponentes de la actual cultura hip-hop norteamericana, como los raperos A$AP Ferg o Travis Scott, también suelen decorárselas muy a menudo. Asimismo, el uso de prendas femeninas a la hora de vestir tampoco constituye un fenómeno reciente. No olvidemos que a inicios de la década de 1990 uno de los rasgos distintivos del cantante Axl Rose fue el de llevar faldas durante sus actuaciones en vivo; y también (muy anterior a ello) la escena del glam rock había utilizado ya elementos del travestismo como forma de vestuario, lo cual se evidencia en el estilismo de artistas como David Bowie o la banda de heavy metal californiana Mötley Crüe —de quien se cuenta, por cierto, que su baterista Tommy Lee cumplió seis meses de prisión en 1998 por haber golpeado a su esposa (la entonces sex symbol Pamela Anderson).
De cualquier forma, si hay algo que no puede negársele a Bad Bunny es que en él se evidencia (dada la manera en que procede) una voluntad consciente por enviar determinados mensajes reivindicativos —si esto responde a una inquietud del cantante, personal y genuina, o por el contrario, se trata sencillamente de un componente adosado a su branding, este es ya otro asunto. En concreto, durante su presentación en The Tonight Show, en febrero de 2020, Bad Bunny apareció en escena con un pulóver en el que podía leerse el siguiente texto: “Mataron a Alexa, no a un hombre con falda”. De esta manera, el rapero expresaba su rechazo por el asesinato en Puerto Rico de una mujer transgénero homeless, así como también su desacuerdo con la manera homofóbica en que la policía local había manejado el caso.
Y aunque es cierto que, por un lado, el contenido de sus letras no se aleja demasiado de los estereotipos culturales del género urbano; no es menos cierto tampoco, por el otro, que en las imágenes de sus videos aparecen, muchas veces, planos en los que el estándar machista hegemónico parece contradecirse. Así, para Yo perreo sola, Bad Bunny se nos presenta transformado en drag queen —casi la totalidad de la canción— y el videoclip de Ignorantes muestra varias escenas que hacen alusiones a parejas en las que se articulan relaciones íntimas y afectivas, no necesariamente binarias. Asimismo, encontrarnos con modelos femeninas de tallas grandes en sus producciones audiovisuales (200 MPH, Caro) no resulta precisamente un fenómeno excepcional —aun cuando la proporción de chicas con cuerpos a lo Victoria’ s Secret supere por mucho a la de chicas curvy—; así como tampoco lo resulta proponer alternativas otras, un poco alejadas incluso del canon más ortodoxo —como por ejemplo, el hecho de aparecer al lado de muchachas que exhiben orgullosamente sus axilas sin depilar (Bellacoso).
Otro tanto sucede con las declaraciones que ha realizado abiertamente en contra del acoso sexual y la violencia de género. Se sabe que a raíz de los sucesos ocurridos con el boxeador puertorriqueño Félix Verdejo —quien ha sido acusado de asesinar a una mujer embarazada con la que mantenía una relación extramarital—, Bad Bunny eliminó de su canal oficial de YouTube el lyric video de la canción ¿Quién tú eres?, en el que podía verse al cantante (en un gimnasio) golpeando un punching bag mientras Verdejo le asistía como entrenador. Y probablemente, el ejemplo arquetípico en este caso se remonte a diciembre de 2018, cuando el rapero estrenó el clip de su canción Solo de mí, en el que la actriz venezolana Laura Chimaras simulaba ser víctima de abuso doméstico. Para el lanzamiento del video Bad Bunny escribía en su Instagram: “No estoy seguro si las peleas de gallo son maltrato, pero la violencia de género en contra de la mujer y la cantidad absurda de mujeres que son asesinadas al mes si lo es. ¿Cuándo vamos a darle prioridad a lo que realmente importa??! [sic] Siempre queremos culpar a todos menos al que tiene la culpa. Es hora de tomar acción ya!”.
Con todo, de aquí a intentar erigir a Bad Bunny como el más reciente estandarte en la defensa del nuevo feminismo me parecería indiscutiblemente pecar ya (si no de ingenuo) de demasiado optimista. Por un lado, sí que es comprensible que, al comparar el estilo famboyant del rapero puertorriqueño con el paradigma más tradicional del género urbano —el cual suele dar una mirada mucho más ruda de la masculinidad— pueda advertirse un contraste considerable; sin embargo, no deberíamos perder de vista el hecho de que (aunque lentamente) cierta fracción bastante influyente de la sociedad actual —que, en concreto, representa una parte muy importante del público potencial de Bad Bunny— ha cambiado notablemente en los últimos diez años, en relación, por ejemplo, con la primera década del siglo XXI. Así, se ha hecho cada vez más evidente cómo el concepto del amor —sobre todo entre los más jóvenes— ha experimentado una especie de desplazamiento hacia tipos de relaciones afectivas mucho más variadas y abiertas. En una comunidad donde el porno (y el posporno) ya hace tiempo ha dejado de ser un tabú y donde la fluidez sexual y la perspectiva de género vienen poco a poco normalizándose dentro de la nueva generación —e incluso, si se quiere, regularizándose—, ese carácter open mind presente en Bad Bunny se explicaría, pues, de manera mucho más simple, como el reflejo de un nuevo tipo de sociedad que ya es evidente que ha emergido.
Sin embrago, no por ello deja de haber mucho de sexismo, tanto en el contenido de sus canciones, como en otras de las posturas públicas del personaje Bad Bunny —es decir, del constructo; no ya de Benito Antonio, al cual obviamente no conocemos de nada. En este sentido, ciertos tópicos asociados a determinados roles de género, que el estilo del reguetón también ha contribuido mucho a diseminar, no dejan de seguir reproduciéndose en una gran (y nada despreciable) parte de su producción musical.
En otras palabras, puede que en Bad Bunny (para mencionar un ejemplo bien concreto) se exprese cierta tendencia —incluso reiterada, si la comparamos con el paradigma— por vestirse “a la femenina”; pero su virilidad, en cambio, nunca es puesta en duda muy a pesar de ello. De este modo, la imagen que se proyecta del rapero puertorriqueño sigue siendo la de un macho dominante, la de un primus inter pares. Del personaje de Bad Bunny (con esa vanidad desmedida y excesiva autoconfianza) se desprende la figura del conquistador, del seductor, del casanova; que —aun cuando muchas veces intenta matizar también bajo el envoltorio de cantante romántico— no duda abiertamente en vanagloriarse de su sex appeal, o en jactarse de su desempeño sexual. Por si fuera poco, su más reciente colaboración con la empresa de entretenimiento (en el sector de la lucha profesional) WWE sugiere también una solapada intención por proyectar la imagen del tipo duro, del tough guy —como se sabe, todo el ecosistema del wrestling está plagado de estereotipos de género. Recuerdo que no hace mucho, Julito Llópiz me comentaba por WhatsApp: “Lo que pasa con Bad Bunny es que él ha sabido perfilar su cabroná de otra manera. Él no puede andar diciendo por ahí (como Anuel AA) que si él estuvo preso, que si él tiene una pistola… porque lo que pasa con Bad Bunny es que al final él es el chico bueno”. Y sí, porque en el fondo Bad Bunny no deja de ser también otro macho alfa; tal vez un alfa de nuevo tipo, pero alfa al fin.
Algo similar ocurre con el entusiasmo que ha generado su compromiso político. Cuando en octubre de 2017 Bad Bunny se apareció en el concierto benéfico One Voice: Somos Live!, con una camiseta en la que se podía leer la frase “¿Tú eres twitero o presidente?”; o cuando —más adelante— aprovechara uno de sus debuts televisivos más importantes en Estados Unidos para lanzarle una crítica al gobierno de Donald Trump por su mala gestión en Puerto Rico tras el paso del huracán María; las miradas de muchos se posicionaron sobre este rasgo particular del cantante boricua. Luego llegarían las jornadas del Verano del 19, donde el rapero aparecería como una de las figuras públicas —junto a los también cantantes Residente, Ricky Martin y Ñengo Flow— presentes en las protestas populares ocurridas en San Juan para pedir la dimisión del entonces alcalde Ricardo Roselló, como consecuencia de la gran indignación generada a razón del escándalo político del Telegramgate.
Probablemente, a raíz de estos antecedentes se deba que muchos colegas, en julio pasado, se sintieran profundamente defraudados por el hecho de que el rapero no se expresara —aun cuando otros músicos urbanos (lo mismo de derechas que de izquierda) sí lo hicieran— en relación a las manifestaciones populares ocurridas el 11J en toda Cuba, en un legítimo reclamo del pueblo por exigir sus derechos civiles y libertades; así como tampoco lo realizara con respecto a la respuesta hostil, violenta y demagoga del gobierno de Miguel Díaz-Canel.
No obstante, nada puede reprochársele al cantante; en definitivas cuentas, ya él mismo lo ha aclarado en otras ocasiones: “Creo que es mi deber como persona influyente —ya no como artista, sino como persona— de vez en cuando tratar de hacer lo que puedo […] Si tengo el break de decirlo, pues lo digo, pero eso no me obliga a que siempre tenga que decirlo, ni me obliga entonces a señalar siempre todos los problemas, como si yo fuera legislador”.
En cambio, no por ello ciertos intelectuales cubanos (entusiastas de Bad Bunny) han perdido aún la ilusión de que, en un futuro próximo, pueda aparecer alguna que otra declaración pública tardía. No olvidemos que no es la primera vez que el rapero puertorriqueño ha sido señalado por no pronunciarse ante determinados movimientos políticos o sociales. En particular, hacia mayo de 2020, fue criticado por guardar silencio en relación a las protestas que se generaron en Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd; y quizás debido a esto, aparecería publicada en la revista TIME (casi un mes más tarde) una especie de explicación formal de Bad Bunny, junto a un poema suyo —a manera de disculpas— en el que expresaba su respaldo al movimiento Black Lives Matter. ¿Quién sabe si algo parecido pudiera suceder con respecto al tema Cuba?
Ahora bien —para reconectar con nuestra interrogante inicial—, si bien todo lo expuesto anteriormente ayuda a comprender un poco más el contexto en el que se ha venido desarrollando este fenómeno, lo cierto es que nada de ello proporciona una explicación favorable a la reciente fascinación de los jóvenes intelectuales por la música y la personalidad del rapero puertorriqueño (y, muchísimo menos, ayuda a descifrar los misterios del factor Bad Bunny). Ni siquiera Michael Jackson —el gran ídolo del pop musical— logró alcanzar en los 80 (que yo recuerde) un puesto o distinción similar dentro del “Panteón de las Humanidades”. Una cosa es otorgarle el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, pero otra muy diferente hubiera sido nominar al “Rey del Pop” para este galardón —eso, indudablemente, no solo hubiese sido imposible, sino también inaceptable. Sin embargo, coquetear con una idea similar en el caso de Bad Bunny, ya no parece ser algo tan descabellado —y muchísimo menos, indignante—, aunque solo se proponga a manera de broma. De hecho, tras la sarcástica hermenéutica detrás del hashtag —que se hiciera viral en Twitter, sobre 2019— #BadBunnyNobelDeLiteratura, podemos hallar los comentarios irónicos de numerosos usuarios que no solo (se hace evidente) dominan temas muy específicos concernientes a la filosofía, la teología y las ciencias sociales en general; sino que también, paradójicamente, poseen un exhaustivo conocimiento de la obra de Benito Martínez Ocasio —aspectos estos que revelan un desenfado iconoclasta muy inusual en el gremio, además de una inteligencia y sentido del humor muy finos.
Lo más curioso del caso es que si miráramos atentamente bajo la lupa de la exégesis tradicional moderna al cantante puertorriqueño, este entusiasmo —y hasta admiración, si se quiere— debería resultar, cuanto menos, contradictorio. Desde la perspectiva de un análisis clásico, el fenómeno de Bad Bunny no podría ser juzgado sino como axiomáticamente vulgar, y de una banalidad incuestionable. No en balde el novelista Antonio Jags, cuando hace poco le preguntaba sobre el tema, me decía lo siguiente: “Probablemente, Theodor Adorno te contestaría que la realidad se ha vuelto tan obscena, que ya hasta Bad Bunny es decente” —¡di tú!, ¡esos viejos pensadores alemanes, y su obsesión con la moral!
De cualquier manera, no habría que ir demasiado lejos para comprender que —desde una perspectiva tal vez un tanto apocalíptica, lo acepto— todo esto pudiera interpretarse, muy fácil, como la sintomatología natural de una sociedad en profunda decadencia; donde el mercado fundamentalmente actúa como el agente o entidad reguladora del gusto general, o donde el sujeto no llega a ser plenamente libre en su elección, o valoración, a la hora de emitir un juicio estético. Para colmo de males, es posible percibir también cierto carácter fetichista pronunciado (y muy agudo) en la forma en que explícitamente se articulan muchas de estas relaciones sociales. Pareciera como si el mundo de las apariencias hoy prevaleciera sobre lo real; como si la imagen —en tanto formalismo puro, y vacuo— prevaleciera sobre el contenido. En definitivas cuentas, en una sociedad del espectáculo lo verdaderamente importante resulta llegar a ser un buen performer —más allá de si se necesite, o no, ser un buen cantante.
E incluso más, ya que todo el imaginario social que se deriva del fenómeno de Bad Bunny, debería revivir antiguas problemáticas en torno al consumismo, al culto por el dinero, al narcisismo o al hedonismo contemporáneo. No es de extrañar, pues, que muchos de los criterios negativos que a veces se esgrimen en contra del rapero puertorriqueño, orbiten alrededor de ciertas prácticas personales —habitualmente valoradas de vicios—, como son la egolatría, el egoísmo, la autoexalzación (e, incluso, soberbia), o la codificación del yo como mercancía. Otro tanto sucede con la veneración de lo que hoy se considera “el éxito” (success), lo cual ha llevado al individuo a un constate juego de las apariencias, y con ello, a la normalización del fake it until you make it —es decir, a eso que hoy en día también se le conoce con el nombre de “infladera”. Conclusión, toda una cadena de males exacerbados como consecuencia de ese nihilsimo (generado también en parte, como una especie de efecto colateral al relativismo antropológico, o al anything goes) que pareciera haber forzado al sujeto contemporáneo a aferrarse a la hegemonía y al imperio de lo efímero, en un esfuerzo por evadir la angustia y el sufrimiento que presupone no encajar del todo en un mundo como el de hoy —posiblemente, aquí debería yo haber hecho alguna alusión al concepto de modernidad líquida de Zygmunt Bauman; pero la verdad es que como aún no se me ha ocurrido ninguna idea lo suficientemente interesante al respecto, lo mejor resulta, pues, ni siquiera tocar el tema.
No obstante, nada de esto parece hoy importar demasiado. Entre los intelectuales jóvenes entusiastas de Bad Bunny, lo anterior ni siquiera es tema de discusión. Pareciera como si nos hubiéramos cambiado las gafas y comenzáramos a percibir la realidad a través de unos cristales distintos; o como si la época hubiera experimentado una mutación hacia una “nueva sensibilidad”.
Pero, ¿qué ha cambiado entonces?
La verdad es que la pregunta resulta difícil de responder —y posiblemente ni siquiera tenga una única respuesta satisfactoria. Sin embargo, hace unos pocos años le escuché mencionar a mi amigo el escritor Román Aragoneses una frase —aunque creo que esta formaba parte de una teoría suya mucho más heterodoxa (pero ese es ya otro asunto)— que bien pudiera servirnos, un poco mejor, para ilustrar este fenómeno.
Román, casi a manera de aforismo, gustaba de decir: “¡eso!… eso es cuando se usaba ser un perdedor”. En realidad me parece entender también que (en su cosmovisión de astrólogo) la declaración contiene cierto componente místico: creo que de alguna forma Román lo asociaría al advenimiento irrevocable de la era de Acuario, después de haber cesado —muy recientemente y de forma definitiva— el ciclo de Piscis. Sinceramente, como mi conocimiento e interés por el zodíaco es casi nulo, no pienso tocar este punto aquí; pero en cualquier caso, poco importa esto para nuestra discusión ya que la frase contiene, al mismo tiempo, una verdad mucho más sugerente: si en una sociedad cualquiera, cierta cosa se “usaba” antes y ya no, eso evidentemente debería presuponer que “algo” en el espíritu de la época ha cambiado.
Entonces, ¿qué quiere decir esto de que antes “se usaba ser un perdedor”?
Una forma bastante ilustrativa de explicarlo podría ser a través del cantante Kurt Cobain —el líder en Seattle de la banda Nirvana y seguramente la figura mítica por excelencia de la cultura grunge en los 90. Cobain (exitoso, apuesto, rico, con un talento extraordinario; pero completamente abrumado por la existencia y enfrentando una relación sentimental bastante tóxica) encarna en sí mismo el personaje del inadaptado, del outsider, del loser (o sea, del perdedor). Y es precisamente este uno de los pilares más fundamentales en su notoriedad: el músico joven y de ingenio, sumergido plenamente en una depresión crónica y en su adicción por la heroína, que aparentemente termina suicidándose a la edad de 27 años. Es decir, su historia cumple con todos los rasgos distintivos propios de la narrativa del héroe trágico contemporáneo.
Para la cultura occidental, el relato del héroe trágico ha desempeñado una función primordial dentro del imaginario común —no olvidemos que incluso Jesucristo (quien padeció y murió en la cruz, como sacrificio, para salvarnos) puede ser leído también bajo los ojos de esta narrativa. Y más aún, porque esa imagen del “perdedor” se encuentra asociada también, particularmente, a la idea del genio incomprendido, solitario y atormentado por sus fantasmas. Piénsese, por ejemplo, en Ludwig van Beethoven: solo, huraño y sordo, sentado en su habitación escribiendo lo que sería su Novena Sinfonía(considerada, aún hoy, una de las obras maestras de la música), y angustiado por el amor que le profesara a una “amada inmortal” que no le correspondía —al igual que en la antigüedad clásica, donde el hecho de haber recibido un don generalmente debería ser compensado con alguna carencia o desventaja (Tiresias, el adivino de Tebas, podía ver el futuro pero era un hombre ciego; o Casandra, que también era profeta pero nadie le creía porque había sido maldecida), en la narrativa moderna del “genio” se puede muchas veces, de la misma forma, establecer una correlación con algún otro handicap al estilo del “perdedor”, o del héroe trágico.
En parte, mucha de esta mitología asociada al héroe trágico se acentúa fundamentalmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII con el Sturm und Drang —recordemos, por ejemplo, al joven Werther quitándose la vida en plena noche al repicar de las campanadas: el relato, como se sabe, se hizo profundamente popular en la Europa de la época, tipificándose incluso como síndrome psicológico, y provocando además preocupantes casos de suicidio mímico. El sufrimiento, pues, llegó a ser un elemento consustancial a la condición del artista y luego sería también uno de los troncos fundamentales que articularía el Romanticismo del XIX. Ejemplos posteriores se seguirán sucediendo entonces con más frecuencia: Vincent van Gogh, su desdichada vida y la gran reputación que adquiriría post mortem como artista; el pesimismo inherente al existencialismo filosófico y la idea del ser-para-la-muerte; la tipología del “perdedor” como núcleo central dentro del universo de Franz Kafka. Incluso en el vanguardismo del siglo xx, con su ruptura formal y aparente negación del pasado, esta idea romántica del artista continúa persistiendo como una parte muy importante en el espíritu del creador moderno.
Sin embargo, las reglas del juego parecen haber variado por completo. Con el advenimiento de la sociedad posindustrial y lo que a partir de 1979 Jean-François Lyotard definiría como la “caída de los grandes metarrelatos de la Modernidad” —o mejor dicho, “métarécits” en el francés original: es decir, “metanarrativas”—, hemos comenzado a experimentar un giro hacia esa “nueva sensibilidad” y, con ello, se ha producido también una evidente modificación en el paradigma axiológico. Un nuevo tipo de sensibilidad, como es natural, tiende a potenciar un tipo de narrativa otro.
En el mundo de hoy (dos décadas después de haber comenzado el siglo XXI), la modestia parece cada vez menos ser valorada como una virtud a seguir y la pobreza —que no hace mucho tiempo atrás pudo haberse incluso evaluado como categoría estética— dista enormemente ahora de ser apreciada como alguna especie de beneficio. A fin de cuentas, lo importante radica en el cómo se es percibido a través las redes sociales. Como dice una canción de Bad Bunny: “Yo estaba preso, pero sonaba en la radio […] // Cabrón, nacimo’ pobre’ pa’ morirno’ millonario’ // Porque está cabrón [léase “buenísimo”] ser yo, está cabrón ser yo […] // El Lamborghini en la cochera // Yo hago lo que me da la gana cuando quiera”.
Es decir, el héroe actual ha dejado de ser el portador del agón —o lo que es lo mismo: ha dejado de ser, ya, un héroe trágico. Ese elemento romántico del sufrimiento se perdió junto con el proyecto moderno. El héroe millennial no se suicida porque no hay nada de heroico en el suicidio —más allá de que en las series sobre samuráis, el seppuku siga legitimándose como un ritual que implique honor. Ya no es trágico el héroe, porque es un winner, y porque ya no hay belleza (si es que la belleza aún existe, o representa al menos algún criterio válido) en vivir, en carne propia, la tragedia. Lo trágico, de haberlo, es pura fatalidad —como sería el caso de la muerte de Juice WRLD a raíz de una sobredosis de percocet—, pero, evidentemente, nunca un sine qua non. Ya nadie quiere ser Van Gogh.
Asimismo, tal parece que existiera una tendencia en el sujeto por confiar solo en la inmediatez; por aferrarse al aquí y al ahora; por vivir únicamente el presente, el momento. En definitivas, el futuro ha demostrado ser lo demasiado incierto como para ser confiable, y por lo tanto, es difícil de domesticar. Esto, de alguna manera, resulta muy relevante ya que sería un aspecto más que podría confirmar la muerte definitiva de la trascendencia y también, con ello, de lo trascendental. Hace unos pocos meses, un amigo periodista —quien, casualmente, nació el mismo año que Benito— me decía lo siguiente: “Lo mejor que tiene Bad Bunny, es que no te va a cambiar la vida… ¡ni hace falta que te la cambie!”.
Ahora bien, todo este nuevo paradigma, ¿es positivo o perjudicial? Una vez más, es difícil de predecir a priori las connotaciones que, en un futuro próximo, tendría para la sociedad actual. De cualquier manera, creo que ya hoy contamos con bastante teoría pesimista al respecto y, posiblemente, intentar acercarnos a la vida —porque en definitivas, de eso se trata en el fondo— con una óptica un poco más optimista, pudiera tal vez resultar menos contraproducente. “Con estos toros, hay que arar” —como le escuché decir a mi abuelo en varias ocasiones. Si el siglo XXI habla un nuevo lenguaje, habrá que aprenderlo pues (o, de lo contrario, sucumbir en el intento de seguir nadando a contracorriente); porque lo que sí parece bastante probable, es que esta “nueva sensibilidad” ha llegado para quedarse, al menos, por un buen tiempo. En todo caso —y ya que algunos colegas con intenciones de influencers han puesto de moda dentro del contexto cultural cubano, el uso de las palabritas “cool” y “sexy”—, no sería mala idea (aunque aún no lo entendamos del todo) armarnos con ciertas herramientas propias de este nuevo lenguaje. A fin de cuentas, confesémoslo, además de la mayéutica, el quadrivium, o cualquier otra categoría aristotélica ininteligible que algún que otro intelectual por ahí todavía persiste en seguir utilizando; todos quisiéramos contar también con determinados recursos discursivos que, en su momento, pudieran provocar sobre muchos de nuestros interlocutores algún efecto similar al del factor Bad Bunny —¿o me equivoco?
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