El filin es contrarrevolucionario

El adversario sonríe malignamente: esa consigna errónea fue superada de inmediato por la Revolución, allá por la década del sesenta. 

Corrieron los intelectuales revolucionarios a salvar a la Revolución de una nueva batalla cultural, ahora no la del pueblo llano divirtiéndose ante la cámara del defenestrado documental P.M., mientras los heroicos cortadores de caña, a ritmo de una marcha, como en Las doce sillas, se rompían la vida sin una rumba de consuelo. No, se trataba de la canción “Adiós felicidad”, que había sido declarada en la prensa por un gurú estalinista como peligrosa, emblema del filin, una enfermedad de las guitarras criollas debido a la penetración de la cultura norteamericana en la Cuba de los cincuenta. 

Cabrera Infante se divierte, en Delito por bailar el chachachá, con ese asunto de la penetración, muy criticado y rechazado, dicho sea con asombro, por el gurú Alfredo Guevara. Pero si el chachachá nada tiene que ver con los Estados Unidos, el filin, descendiente de la antigua trova nacional, ciertamente sí. 

Sin entrar en dominios de teoría musical que me son ajenos, recuérdese el desenfado coloquial —sí, antes que los poetas, rasgo de época— de la genial Billie Holiday, y la soltura de los cantantes y compositores del género que nos ocupa. Moraima Secada y Pacho Alonso también hablaban el texto que debían cantar, con un efecto dramático y sentimental muy Billie, y más intenso y más variado que el de Billie. Sobre todo, muy criollo. 

¡Cuán cubano ese desenfado, ese temperamento! 

¿Influencias o coincidencias? 

Alejo Carpentier tuvo que acudir a defender al filin, no vaya a ser que no quedara un solo cantante de mérito en Cuba, después de perder a Celia Cruz y a una legión de soneros, y que el Concierto de Ébano de Stravinski fuera prohibido por estar penetrado el ruso con los ritmos corruptores del jazz… 

En verdad, el gurú se estaba pasando. Lo pararon a tiempo, y es de agradecerlo, lo que no evitó que Martha Valdés, reina del filin, tuviera que esperar años y años para comprar una guitarra a su altura, o casi, y que el filin siga siendo un patrimonio reverenciado, pero muy distante de la publicidad del son edulcorante, la nueva trova política, y otras insignias del socialismo musical.

¿Cómo es que en este país se pudo llegar a estos absurdos? Pues porque, en el fondo, y según la lógica del régimen, no lo eran… 

La canción “Adiós, felicidad” es de tema sentimental, no político, pero permítanme confesar que mi primo Bebo, que se iría por Camarioca, se la cantaba con sorna a mi tío Emiliano. En ausencia de libertad de expresión, una canción inocente podía convertirse en vocera de los sentimientos de millones de cubanos a quienes les habían destruido el plan de sus vidas, la felicidad que sabían que podían conquistar con una vida honesta, excepto porque habíamos cedido a una penetración muy fálica y muy impropia del sovietismo, una incultura radical que no tenía ni nacionalidad ni futuro. Pero había más, mucho más p.m. 

“No hay cabarets en Rusia”, le decía Bebo a Emiliano. 

El filin era y es música de club, de cabaret. Al anochecer no se podía ir a esos sitios porque estaban cerrados o eran impagables o uno había llegado exhausto del corte de la caña. 

“Vino blanco de la caña”, decía Bebo. 

“Vino rojo de Moscú. Vino tinto del G2…”. 

La incultura soviética en versión cubiche era, es, hostil al vino del sano, bendito hedonismo criollo. 

Con los años uno pudo escuchar filin en el Pico Blanco del Saint John, con una sangría en la mano, pero la hostilidad no desaparece, y esa es una de las causas por las que la economía socialista cubana es mucho más cacofónica que la de otros países que pasaron por esa penetración: aquí se trabaja para el placer, o no se trabaja y se roba. 

Además: esa serenidad y esa profundidad del filin… 

Comparado con el bolero, trágico y a menudo deprimente, el filin es tranquilo. Los conflictos elementales de muchos boleros son reemplazados por unas calas de mucha inteligencia en la vida amorosa de las personas. Un cubano para nada gritón, ni desesperado ni revolucionario aparece en esas canciones. Hay pensamiento, equilibrio, hondura. El conflicto puede ser tremendo, pero está enfrentado con una sabiduría tropical. 

La alegría del filin es semidivina, y de cuando en cuando menciona a Dios: nada que ver con la sensualidad a veces primitiva del “Échale salsita” y otras guanajerías. 

Un cubano sabio, que encuentra la felicidad en la pareja o en el universo como la cosa más natural e inmediata del mundo, aflora en esas canciones prodigiosas. 

Como escritor, confieso que las envidio. Como persona, las escucho como lecciones de vida. Un erotismo que no le tiene miedo a nada, porque es erotismo puro, ni siquiera al fracaso, el dolor, la decadencia, la enfermedad y la muerte: la vida como es, con otro tipo de fuerza y hasta de heroísmo: la posibilidad de amar a cualquier precio. 

Una Cuba espiritual que ascendía en la clase media de los cincuenta, como los treinta pisos del Focsa, como evidencias para la unanimidad del pueblo. 

Una Cuba que sigue siendo posible. 

“El comunismo no tiene porvenir”, había dicho Boris Pasternak, ruso penetrante, “porque no tiene una idea de la felicidad”. 

Escuchen el timbre abisal de Pablo Milanés cantando a Martha Valdés, y comprenderán que el cubano tiene una idea de la felicidad. 

El socialismo sigue existiendo aquí, todavía, afuera. Podrá durar afuera lo que Dios quiera, precisamente porque al cubano nunca le ha interesado lo de afuera, sino la casa, la pareja, la intimidad, la calma, el silencio. Adentro, en el alma del p.m., en la gloriosa paz de la noche cubana, el socialismo está, por la gracia de Dios y del filin, condenado.