Historias muy personales a propósito de Pablo Milanés

Estar habituado a algunas redes sociales supongo que ayuda cuando uno, que no ha superado la experiencia de trabajar en una sala de redacción, quiere mantenerse enterado, que no informado, sobre ciertos acontecimientos. 

Sin embargo, en mi caso, las redes han tenido a veces un impacto adverso cuando han sido el único medio por el que primero me he enterado de la muerte de alguna celebridad querida o emocionalmente cercana. Creo que con cada una el luto se lleva de distinta manera. 

Con los cantantes y músicos, me pasa que la primera reacción es ir a YouTube y buscar aquellos temas que me impactaron. Con los escritores, tiendo a buscar o imaginar dónde podría estar aquel libro suyo que leí una vez y que me obligó a procurar sus obras anteriores o a estar pendiente de las próximas. 

La noticia de la muerte de Pablo Milanés me ha zumbado a ese pedazo personal de la memoria en una de las habitaciones del caserón de una pequeña ciudad en el centro de una isla. Una casa, un pueblo, un país que, al menos como yo los conocí, ya no existen. 

Nos sentábamos en aquellos sillones inmensos a conversar y a balancearnos con ritmos de guitarras y tres, y a escuchar de fondo aquel disco excepcional titulado Años (Volumen III) que venía editado en un “cassette de estudio”, pieza para coleccionistas. 

Pablo Milanés nos acercaba a grandes de la trova tradicional, como hacía casi una década lo había hecho para toda Cuba en aquel tema a dúo con Miguelito Cuní (Convergencia) que muchos tarareaban sin importarle demasiado aquellas letras algo abstractas: “la línea recta que convergió”.

Con cada muerte el luto se lleva de distinta manera.

Mi amiga Rayma Elena y yo apenas vislumbrábamos que la fama colosal de Compay Segundo estaría a la vuelta de la esquina, mucho menos que lo veríamos actuar en vivo antes de que se acabara la década, en el Teatro La Caridad de Santa Clara, ni que yo lograría conversar con él lo suficiente como para dedicarle un documental de radio. 

Sin embargo, al final, nos reuníamos en su casa también para escuchar a Pablo Milanés, en tiempos en que casi no sonaban sus canciones más “revolucionarias”, esas socorridas para quienes también en las emisoras recibían órdenes de “atemperar” los días luctuosos. 

Los años 80 nos habían legado una colección extenuante de aquellas melodías de “amor y combate”. Ya no eran los temas de la década anterior, esos que seguramente sacarán ahora a colación algunos, convencidos —o al menos eso se dirán para convencerse— de que ellos, por esa época, nunca escribieron odas al Vietnam heroico o a la unidad Latinoamericana. 

Entonces se escuchaba música que inspiraba a “cambiar el mundo”: pobre del cantor de nuestros días que no arriesgue su cuerda por no arriesgar su vida. Aunque, para niños como yo, nacidos a principios de los 70, la inspiración se tradujera en puros patrones rítmicos que uno repetía en pos de la perfección: “los caminos, los caminos, no se hicieron solos; cuando el hombre, cuando el hombre dejó de arrastrarse”.

El tiempo, el implacable”, diría Milanés. Y es bueno reconocer que en esos 80 finales, los de mi adolescencia, temas como Ya se va aquella edadLa novia que nunca tuve y El primer amor marcaron una educación emocional, por mucho que uno tratara —a veces de manera muy consciente— de librarse la saturación sonora del pop romanticón hispanoamericano.

En la TV, Pablo tenía su programa Proposiciones, para conversar y cantar casi siempre a guitarra limpia, pero creo que éramos muy pocos los que lo habíamos seguido. De todas formas, en ese templo universal del bullying que fue la ESVOC Ernesto Guevara, costaba un montón no identificarse con la mayoría, aunque uno también añadiera que prefería aquella serie musical Perspectiva de Jorge Gómez, a cualquier otro Recital/Colorama extenso.

Una casa, un pueblo, un país que ya no existen.

Por suerte un documental, el que acompañaba la grabación del disco Querido Pablo, había hecho otro poco por acercar a mis condiscípulos a la posibilidad de imaginar que había vida fuera de los edificios de concreto en los que pasábamos casi toda la semana. 

Hay que agradecerle a Pablo que, a pesar de todo el impacto avasallador de “los problemas ideológicos”, mis compañeros descubrieran un poco de luz al final del túnel del adoctrinamiento, aunque se quedaran pensando en cómo era posible no malograr la voz entre tantas carcajadas, como lo hacían Pablo y Ana Belén en aquella mítica Canción/De que callada manera.  

Yo, aunque prefería identificarme con más de un cantautor y estaba por descubrir y entender a Simon & Garfunkel, seguía teniendo a Pablo Milanés en el estante de las obras de consulta. Todavía dependía del radio, de la voluntad de los realizadores por proponer sonoridades diferentes y de la suerte de que la endeble televisión nacional decidiera trasmitir algún programa inusual sobre la música que yo seguía y yo estuviera ahí frente al viejo Крым 218. Aunque más que sus temas, versionados en esa década por diversos artistas, yo lo que quería era imitar su voz, su cadencia o su “musicalidad”, aspecto que siempre señalaba mi madre a la hora de explicar su animadversión por Silvio Rodríguez.

Con mi gran amigo Tadeo y las páginas de un cancionero de aquellos de La Nueva Trova, teníamos un dúo eventual para temas de Silvio —entonces con Afrocuba— y Pablo, que ya había dejado de ser el Pablito al que muchos mayores de mi entorno se referían con algo de sorna. ¿Cantar? formaba parte de nuestra enseñanza musical, aunque ninguno de los dos había estudiado música y yo hubiera dado cualquier cosa por vencer mi timidez y decidirme de una vez por todas a estudiar un instrumento.

Tadeo, por su parte, me superaba en osadía y aunque insistió en que nos presentáramos juntos, yo nunca consentí en participar en aquella especie de inmolación, cuando una noche —ante toda la unidad— en el cine del ya entonces IPVCE, subió al escenario y micrófono en mano procedió a regalarle a un público “chota” y burlón —¡a capella!— En nombre de los nuevos. Supongo que hasta el propio Pablo Milanés hubiera celebrado su valentía. 

La suerte de que la televisión nacional decidiera trasmitir algún programa sobre la música que yo seguía y yo estuviera ahí frente al Крым 218.

Y “¡qué valiente!” era una de las frases con las que se referían a un disco posterior, ya en la novena década del siglo XX, cuando se escuchaba Pecado original y comenzaba a descomponerse la imagen más triunfalista de lo que hasta ese momento todavía identificaban como la Revolución cubana. 

La mía personal se había desvanecido en la pantalla del cine Yara un par de años antes, tras la proyección de Papeles secundarios de Orlando Rojas. Hasta entonces no había visto en el cine ninguna película nacional que representaba la Cuba en que yo vivía o en la que quería vivir. Me digo que habitaba una ilusión más que un país y el filme me lo había revelado. 

Pablo Milanés me lo recordaría a mediados de los 90, en esa canción que puse y repuse en un programa de radio que dirigí, que le da título a su disco de 1995: Plegaria. “Quién resistirá, quién sabe la distancia entre Babilonia y el Dorado aquel”, me preguntaba yo también por aquellos años. 

Y me hubiera gustado alardear de profeta, de supremo conocedor de respuestas a grandes preguntas, pero el 27 de junio de 2009 en mi otro rincón del mundo, el Barbican de Londres, cuando la escuché en vivo por primera vez, comprobé que seguía haciéndome las mismas preguntas: “¿dónde me hallarás si tardas en volverte, Cristo de este templo que arderá?”.

Minutos antes, allí mismo, tarareando Los días de gloria, le sumé a las pérdidas a las que alude la canción, la de un país, el mío. Llevaba un par de años leyendo textos sobre emigración y diásporas, convencido de que, como el entrañable cantautor, llegaría el momento en que empezaría a notar también ausencias, la terrible evidencia de que todo cambia cuando dejamos atrás un lugar, eso que él supo integrar con música en tantas canciones: “Ay, abuela; ay, Bayamo; cuanto más pasan los años, más recordamos.

La cacofonía más ruidosa en la que transcurre la vida en nuestra nación.

Suena a cliché eso de Cuba siendo “la isla de la música”, ya lo sé, aunque haya tantos y tantos autores empeñados en convencernos de todo lo que encierra esa referencia. A veces, sin teorizar mucho, me lo explico dándole prioridad a las memorias. 

Me digo que me es imposible recordar a Cuba, o incluso verme reflejado en las historias cubanas que otros cuentan, si no hallo ninguna referencia musical, si no imagino un tema de fondo, así describan un paisaje actual que ilustre la cacofonía más ruidosa en la que transcurre la vida en esa nación. 

En definitiva, ruido y caos siempre hemos tenido, pero me imagino que sea difícil utilizarlos como elementos evocadores de recuerdos. 

Hoy me desperté con la noticia de que Pablo Milanés ya no estaba entre nosotros y no se me ocurre mejor homenaje que el de saber que su música sigue siendo fundamental para conformar mis memorias del país donde ambos nacimos. 




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Diez canciones de Pablo

El escritor Ernesto Hernández Busto enlista diez canciones de Pablo Milanés que lo han acompañado a lo largo de los años. “No son las más famosas, pero siempre reconforta volver a ellas”.

Ernesto Hernández Busto