¿Bosque sin leñador?

La vehemencia es una finta. María E. Rodríguez, cubana residente en Estrasburgo, traductora en la Unión Europea, ha escrito un texto rabioso sobre Carlos Varela y su reciente concierto en Madrid por los veinticinco años del lanzamiento de Como los peces. En Caleta, un poema de La pieza oscura, ese libro aparentemente perfecto de Enrique Lihn, se lee: «… el amor vive a dos pasos del odio/ y la ternura, muerta, se refugia en el sueño/ que agranda la mirada del loco del villorrio».

Descreo poderosamente de la gente que no entiende una cosa así, que cree que hay una falta moral o, peor aún, intelectual, en la utilización de la rabia como motor del pensamiento. Tuvo María que amar mucho ese disco en su juventud para haberle reservado al cabo de los años palabras tan furiosas. Pero no es la rabia, es decir, su honestidad, que no vuelve a un texto mejor ni peor, lo que me interesa, sino el compendio de ideas reaccionarias que el artículo pone en circulación.

María cree que Carlos Varela, después de Como los peces, se tragó la lengua, y cree que hizo mal en tragársela. Cuenta que en los noventa, cuando solo tenía el mar de frente, y la miseria alrededor, la música de Varela estaba detrás, y que se llevó a Francia la cinta de Como los peces, una suerte de tesoro. Parece tratarse de una música que la salvaba o la aliviaba en cierta medida.

Yo empecé a escuchar Como los peces, y todo Varela, a los quince, dieciséis años. Era un adolescente comunista, ya estábamos a mediados de los dos mil. Junto con Boomerang, el disco recién salido de Habana Abierta, los temas de Varela me incomodaban, me perturbaban. En los noventa, María vivía sin sosiego. A mediados de los dos mil, yo era cerreramente feliz. El arte, dice Foster Wallace que le dijo una vez un maestro suyo, tiene que perturbar al cómodo y aliviar al perturbado.

Veinticinco años después, Como los peces es aún una pieza de doce temas cargada de una extraña vibración, básicamente de una furia lánguida irrepetible. Poco antes del lanzamiento, las canciones se estrenaron en el teatro Karl Marx, justo el 5 de agosto de 1994, el día en que decenas de cubanos se lanzaban a las calles del Malecón en un penúltimo gesto desesperado, antes de subirse definitivamente a sus balsas improvisadas para cruzar el estrecho de la Florida o hundirse en él.

María quería, luego del golpe emocional de esa devastación, que Varela «se atreviera y sacara otro disco, y otro, y otro, y que todos fueran patadas a la cara del gobierno cubano». En los discos siguientes hay canciones, si así se le quieren ver, que son todavía patadas de ese tipo, pero Varela, afortunadamente, no hizo lo que María esperaba que él hiciera. Reciclar la protesta, ofrecer su cuerpo como ofrenda de nada.

El público es algo que el artista, si es, en algún punto tiene siempre que traicionar. Hay un afán tosco, además, en el deseo de que la obra de un artista principal para uno tenga como propósito final lanzar patadas a la cara de un gobierno. Que el artista sea disuelto como un punto de barro en la máscara de agua del poder. Como los peces no es un pico de denuncia, es un pico de belleza, y la belleza contiene esa denuncia solo como un subconjunto de sí misma.


Carlos Valera

Carlos Varela y el jolgorio poscomunista

María E. Rodríguez

Carlos Varela vino a Madrid a festejar los 25 años de su disco Como los peces. La felicidad que se respiró allí solo puede compararse con la solvencia y la desmemoria. Carlos Varela es nuestro Alzheimer Nacional.


Después que compones El leñador sin bosque, después que compones Guillermo Tell, después que compones Como me hicieron a mí (la canción de Varela que más debo haber escuchado en mi vida), ¿qué haces? Ya lo has dicho todo, has llegado al límite de esa expresión, y solo puedes ponerle letras nuevas a una vieja canción ya anteriormente interpretada por ti. Aldo y El B, igualmente ídolos de una generación, aún rapean a cada tanto los atropellos del régimen. Pero, ¿desde cuándo no componen un tema verdaderamente nuevo? No hay en la repetición ningún efecto político superior al silencio, pero sí hay en el silencio un efecto estético superior a la repetición.

Escuchar Como los peces no en los noventa, sino en los dos mil (y es algo que todavía puede pasarle a quien hoy lo escuche en Cuba por primera vez), te evidencia que tu presente es el pasado de alguien, que tu vida ha sido idénticamente vivida por otros hace muy poco tiempo atrás. En El telón, un ensayo sobre la historia moderna del arte y la literatura europeos, Milán Kundera cuenta que en 1989, durante la caída del régimen comunista checo, un amigo le comentó que lo que Praga necesitaba en ese momento era un Balzac, y le relató la historia de un anciano del partido caído en desgracia, cuya vida apenas lograba diferenciarse de la vida de Papá Goriot durante la Restauración.

Kundera y el amigo empezaron a reír. «¿Por qué nos reíamos?», se pregunta Kundera. «¿Acaso era tan ridículo el viejo apparátchik? ¿Ridículo por repetir lo que otro había vivido ya? ¡Pero es que no repetía nada en absoluto! La Historia es la que se repetía. Y, para repetirse, hay que carecer de pudor, de inteligencia, de gusto. Es el mal gusto de la Historia lo que nos hizo reír».

Luego también se pregunta Kundera si Praga necesitaba realmente un Balzac, y se responde que tal vez para los checos fuera necesario, pero que ningún novelista digno de llamarse así emprendería la tarea de volver a componer una Comedia humana, «porque, así como la Historia (la de la humanidad) puede tener el mal gusto de repetirse, la historia del arte no soporta las repeticiones. El arte no está ahí para registrar, al igual que un gran espejo, todas las peripecias, las variaciones, las infinitas repeticiones de la Historia. El arte no es un orfeón que espolea a la Historia en su marcha. Está ahí para crear su propia historia. Lo que quedará un día de Europa no es su historia repetitiva, que, en sí misma, no representa valor alguno. Lo único que tiene alguna posibilidad de quedar es la historia de las artes».

En Cuba, que no la Historia, sino los años, los meses, las semanas y los días tienen el mal gusto de repetirse, Varela habría tenido que componer Como los peces cada tarde para demostrar que no se había tragado su lengua, al menos su lengua política, pero la única lengua con la que el artista puede hablar tanto en vida como después de muerto, y la única lengua que debería importarle, es la lengua estética, y ya la reinvención de esa dicción específica, ya la conciencia de que hay que intentar la variación incesante del idioma de la belleza, aunque ese intento le conduzca al fracaso, convierte al artista en un actor muy político que no ha abandonado el tablero de la Historia.

Después de Como los peces, Varela nunca cantó en tribunas abiertas, nunca apareció en ningún video clip de Cubavisión para celebrar el aniversario de los CDR o las FMC, no se subió tampoco a ningún tren colectivo a conmemorar el glorioso día en que Fidel Castro, no sé, se limó por última vez las uñas de las manos antes de atacar el Moncada. No hay ninguna razón para creer que Carlos Varela se haya convertido luego en el reverso práctico del artista que había sido hasta 1994, ni hay por qué entregarle su figura al monopolio simbólico del castrismo, cuando evidentemente no le pertenece. Su silencio, si vamos a llamarlo así, tendría justo la misma consistencia que el exilio de otros, gente que se va a Estrasburgo o a Miami buscando un poco de salvación individual, la ruta electiva.

María E. Rodríguez dice que a Varela la policía política lo llevó a pasear en carro después de Como los peces, y ese fue el punto de no retorno. No sé si es literal o alegórico el viaje, no da pruebas de que tal cosa haya sucedido, aunque igual tomémosle la palabra. María sitúa la coherencia moral de Varela y la disputa de su definición última en un momento posterior al viaje, pero esa es una idea cobarde. En un país cuya situación merece que la policía política le esté dando vueltas a todas horas a todo el mundo para hacerles tragar la lengua, y en un país donde esas vueltas la policía política apenas tiene que darlas, porque para tragarse una lengua primero hay que tenerla, me resulta difícil aceptar que la distinción cívica y la valentía de Varela se jueguen después, y no en el viaje mismo, no en el merecimiento de ese viaje, no en haberse convertido en una de las pocas personas a las que ese viaje le habría tenido que ser dado.

Si exiges como prueba de lealtad que alguien hable todo el tiempo, y que diga de nuevo lo que ya dijo, tienes que saber que ese alguien, con razón, te va a traicionar. De todos modos, hay un verso de un tema de Virus que es un aldabonazo: «Mi boca quiere pronunciar el silencio».




Carlos Varela: un souvenir en el parque jurásico del socialismo

“Un souvenir más en el parque jurásico del socialismo”

Mabel Cuesta

A propósito del artículo “Carlos Varela y el jolgorio poscomunista”, de María E. Rodríguez: Quiero tomarme el riesgo de explicarla. Porque las reacciones tipo troll que ha desatado merecen sororidad y una revisita al concepto de diglosia aplicado a los cubanos: cuando convienes en que se trata de la misma comunidad, pero hablamos dos dialectos distintos