Los teatros en Cuba: 1776-1959 (II)

Gran Teatro de Tacón (1838-1915) / Teatro Nacional (1915-1958)[1]

El Gran Teatro de Tacón, por su importancia en la cultura cubana y la sociedad habanera, al permanecer durante casi dos siglos con sus puertas abiertas y haciendo pasar por su escenario a algunos de los más importantes artistas del orbe, ha merecido la atención de decenas de investigadores; entre ellos, Francisco Rey Alfonso, quien ha dedicado varios volúmenes a la historia del emblemático coliseo, por lo que me es imposible abundar mucho más aquí, así que tomaré algunos de los sucesos que considero más relevantes durante la Colonia y la República, con la intención de documentar los argumentos que manejo en este libro.

Fue construido en 1837 por el catalán Francisco Marty y Torrens, bajo la dirección de Antonio Mayo; tuvo un costo aproximado de cuatrocientos mil pesos y entonces ocupaba un área de 6176 varas cuadradas. Tenía 70 palcos, 552 lunetas, 112 butacas, 601 asientos de tertulia y 602 de cazuela, y, como detrás de los palcos podían estar de pie unas 750 personas, el teatro podía albergar a más de 3000, aunque se verificaron funciones a las que asistieron 6000 almas aproximadamente. Se abrió al público con seis grandes bailes, el primero de los cuales tuvo lugar el 28 de febrero de 1838, y la apertura artística tuvo lugar el 15 de abril de 1838, con el drama en cinco actos Don Juan de Austria o la vocación (Pérez 1898, 32).

Por su escenario pasaron una cantidad considerable de artistas de fama mundial; entre ellos, las sopranos Fortunata Tedesco (1846), Balbina Steffenone (1848), Jenny Lind (1851), Adelina Patti (1862); los pianistas Federico Edelmann (1845), Joan Miró (1845), Manuel Saumell (1845), Pablo Desvernine (1845), Leopoldo Meyer (1846), Henry Herz (1848), y Louis Moreau Gottschalk (1854); los violinistas Luigi Arditi (1846), Joseph Burke (1846), Ernesto Sivori (1848), y Paul Julien (1854); el guitarrista Francisco Tostado (1844) y el contrabajista Giovanni Bottesini (1846); se estrenaron las obras de Gertrudis Gómez de Avellaneda y actuaron Matilde Diez (1854), Adelaida Risteri (1867) y Sarah Bernhard (1887), los actores Coquelin y Antonio Vico; y el tenor Titto Schippa (1920).

También, se presentaron por primera vez en un teatro habanero, el acordeón, tocado por el pianista Mauro Fania (1844); y el saxofón, que interpretó por primera vez en ese escenario, el maestro Julián Reynó (1852); se presentó la compañía francesa de baile y mímica dirigida por Finart, primer bailarín de la ópera de París, y los más importantes artistas criollos. Ernani, se estrenó allí el 18 de noviembre de 1846,[2] «siendo la primera ópera de Verdi que se presentó en La Habana, fue también el debut en Cuba de la prima donna absoluta Fortunata Tedesco, el tenor absoluto Sr. Perelli, el barítono Sr. Vila y el bajo Sr. Novelli; y, aunque la ópera era nueva para el público del Tacón, la trama se conocía bien, porque dos años antes, el 9 de diciembre de 1844, se estrenó allí el drama Hernani de Victor Hugo» (DM, 9 dic. 1844). La compañía de ópera italiana hizo cinco temporadas consecutivas, en las que se presentaron artistas de primer cartel y se dieron a conocer una veintena de óperas.

Entre los artistas que llegaron a La Habana, integrando el elenco de aquella primera compañía de ópera italiana, se cuentan, entre otros, las sopranos Fortunata Tedesco, Luisa Caranti y Sofía Marini; los tenores Juan Bautista Severi, Natalio Perelli y Federico Badiali; el barítono Luis Vita y los bajos Pedro Novelli, Luis Battaglini y Lorenzo Gonella. El director de la orquesta de más de quince músicos era Luigi Arditi, el concertino Fernando Moretti y el primer contrabajo al cémbalo, Giovani Bottesini.

A este elenco se le sumaron y restaron figuras durante las cinco temporadas, pero entre las adquisiciones más importantes y que provocaron más furor entre el público habanero estuvieron Balbina Steffenone, quien había cantado con gran éxito en el Coven Garden, en Londres, y el bajo barítono Ignacio Marini, quienes «se sumaron a la troupe del Sr. Marty en el Tacón», durante la temporada 48-49.

Mientras se desarrollaba la temporada 50-51 y la efervescencia lírica estaba en su punto, llegó al Tacón el ruiseñor sueco, la soprano Jenny Lind, quien había puesto a sus pies los públicos de Europa, y, contratada por Barnum, había recorrido los Estados Unidos con un éxito de público y económico absolutamente inéditos en su época. Así que, con tantos triunfos, Jenny Lind no había escapado a las páginas de la prensa cubana, y contando sus hazañas y especulando acerca de la posibilidad de que cantara para el público habanero, se gastaron innumerables plumas, frascos de tinta y pliegos de papel, por lo que cuando llegó la diva para presentarse en el Tacón, el triunfo fue total durante aquellos conciertos, «los que se verificaron los días 10, 13, 15 y 17 de enero de 1851».[3]


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


Como resultado de la presencia en Cuba de tantos y tan cualificados artistas, además de la posibilidad de tener en el Tacón el montaje de algunas de las óperas más populares del repertorio internacional, se establecieron relaciones entre estos artistas e intelectuales europeos con los profesionales, estudiantes y diletantes habaneros. Estas relaciones llegaron a ser duraderas entre muchos de ellos, porque permanecieron en la isla, dieron conciertos en otras ciudades e impartieron clases. Un anuncio, entre cientos, daba a conocer lo siguiente:

Profesor de piano y canto. (DM, 25 oct. 1850). El maestro y compositor de música CASTELLINI, que acaba de llegar de Italia, ofrece sus servicios a los aficionados a ese arte como profesor de piano y canto. Vive en la calle del Prado, n. 29, casa del Sr. D. Ignacio Marini, primer bajo cantante.

El 4 de enero de 1853, casi dos años después de la desintegración de la compañía de ópera italiana que se presentó en el Tacón durante cinco temporadas consecutivas, comenzó una temporada de zarzuelas, la que se inauguró con El duende, siendo esta la primera zarzuela que se presentó en el Gran Teatro. Esto sucedió mientras la compañía dramática de los Robreño hacía allí el año cómico, consiguiendo ambas empresas tal acople, que se refundieron en una empresa «dramático-zarzuélico», que fue capaz de dar a conocer en la isla, con prontitud, algunas de las piezas que hacían furor en la península (DM, 6 ene. 1853). La unión duraría menos de un año, porque en noviembre se separaron por mutuo acuerdo (DM, 30 nov. 1853), lo cual no impidió que continuaran compartiendo la escena del Gran Teatro.

José de Jesús Quintiliano García (1827-1900), en la sección de crónica teatral de la Revista de La Habana correspondiente a la última quincena de 1853, escribe entusiasmado lo movido que estuvieron los teatros habaneros durante ese fin de año:

En Tacón una compañía dramática, otra de zarzuelas […]; en el gracioso teatro de Villanueva una numerosa compañía dramática, y al mismo tiempo de zarzuelas y bailes, y alternando funciones con las que presenta un habilísimo educador de monos, perros y cabras; en la gran plaza o circo de Belascoaín otra compañía de funámbulos y de fieras que simulan combates.

En el año 1854, volvió la ópera al Tacón, fue el día 9 de febrero, cuando la compañía italiana, que se había anunciado para presentarse en el Villanueva un mes antes, se alojó finalmente en el Tacón. La temporada comenzó con Los puritanos, de Bellini y el elenco estuvo integrado por viejos y admirados conocidos, entre ellos, Steffenone, Rovere y Marini, y terminó el 23 de marzo. Esa misma compañía, que había ido a presentarse en el teatro Santa Anna, de México, y en Veracruz[4], regresó a finales del mismo año con un elenco y repertorio similares (DM, 12 nov. 1854) y comenzó sus actuaciones en el Gran Teatro el día 16 de noviembre (DM, 18 nov. 1854) con la puesta en escena de la ópera Atila, de Verdi, y le siguieron, también de Verdi, Ernani, Luisa Miller y Los bandidos, esta última un estreno en Cuba; Norma, de Bellini; Lucia de Lammermoor, Lucrecia Borgia, Roberto Devereux y Don Pasquale, de Donizetti; El barbero de Sevilla y El nuevo Moisés, de Rossini; y estrenaron la ópera Don Juan, de Mozart (DM, 13 feb. 1855). La orquesta contó esta vez con la dirección de Giovanni Bottesini, entonces un viejo conocido del público habanero, quien se había convertido en toda una celebridad durante las temporadas del 46 al 51 como solista del contrabajo. Durante esta nueva temporada, además de dirigir la orquesta del Tacón, Bottesini interpretó para el público habanero algunas de sus obras; entre ellas, el dúo para clarinete, contrabajo y orquesta (DM, 24 feb. 1855), y sus variaciones sobre temas de La sonámbula (DM, 20 feb. 1855) y de El carnaval de Venecia.

En enero del 55, la compañía de zarzuelas que había estado presentándose en Matanzas, regresó al Gran Teatro (DM, 11 ene. 1855), entonces se alternaron la italiana y la de zarzuelas llegando a producir varias funciones mixtas, entre ellas la que se verificó el 9 de febrero, donde se presentó el  segundo acto de Los puritanos, cantado por Steffenone, Marini y José Folgueras; la popular zarzuela en dos actos El tío Caniyitas; y la tonadilla Los maestros de la Raboso.  Esta temporada terminó el 22 de febrero (DM, 24 feb. 1855) con una función en la que se despidieron las dos compañías y que incluyó actos de las óperas Lucrecia Borgia y Los puritanos, la zarzuela El tío Caniyitas y el dúo para clarinete, contrabajo y orquesta de Giovanni Bottesini, interpretado por el compositor y el clarinetista de la orquesta, el maestro Enrique Belletti, primer clarinete de su majestad británica.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


En cuanto a bailes, el periódico El moro Muza anunciaba para el día 11 de junio de 1869, «uno grande de trajes […] en el hotel Santa Isabel, plaza de Armas y dos, ídem, en el Tacón, los domingos y martes de carnaval». A pesar de estarse produciendo en la zona oriental de la isla una cruenta guerra desde octubre de 1868, La Habana trataba por todos los medios de mantener la calma y la vida musical seguía su curso.

El moro Muza, del 28 de mayo de 1876, comentó el estreno de Adriana Angot, una zarzuela en tres actos de las muchas que se pusieron en La Habana durante el siglo XIX. Un tipo de obra musical que como especifica el libreto, es «arreglada en verso a la escena española y a la música» de algún autor. En este caso la música era del maestro Lecoq, y los arreglos de Ricardo Puente y Brañas (1835-1880). El diario, para ilustrar a sus lectores acerca de aquel estreno, utilizó en sus páginas los grabados de Víctor Patricio de Landaluze (1830-1889), quien por entonces era el caricaturista del periódico, colocándoles a cada uno de los personajes un elogio o un reproche al pie del grabado.

El mismo periódico, el 4 de junio de 1876, anunció que en el teatro «Tacón (preparaba) una novedad para la noche: la primera representación de Zampa, celebrada zarzuela, cuyo protagonista (desempeñaría) el inteligente barítono Crescj». Se refiere a la zarzuela Zampa o la esposa de mármol, obra lírico-fantástica en tres actos y en verso, acomodada la letra a la música del célebre Hérold por Narciso Serra y Miguel Pastorfido. Esta zarzuela está basada en la música compuesta por el compositor francés Ferdinand Hérold (1871-1833) para la ópera del mismo nombre que se estrenó en París, el 3 de mayo de 1831. La ópera había sido muy popular en Alemania y Francia, llegando a las 1000 representaciones, pero después desapareció del repertorio.

Por su parte, el barítono, director y compositor Manuel Crescj llegó a La Habana con muy buen aval. Entre otras cosas ya había cantado en el Real Teatro de San Carlos, en Lisboa, donde la función del 26 de abril de 1860 fue en su beneficio; había compuesto la música de las zarzuelas en un acto Lo que de Dios está y La cruz de los húmeros, estrenadas en el teatro del Circo, en Madrid, los días 10 de enero de1861[5], la primera, y el 4 de mayo la segunda.[6] Y según se anunciaba en la Revista Ibérica conformaría el elenco de la compañía del Circo, como primer barítono durante los años 1862 y 1863.[7]

Por el escenario del Tacón pasaban los más variados espectáculos, incluidas temporadas de magos e ilusionistas; entre ellos, una pareja de prestidigitadores que se daban a conocer como el conde Patrizzio y la condesa Rita Gall, quienes se presentaron la noche del 4 de enero de 1877. Según la crónica del DM del día siguiente, «el gran teatro se veía ocupado por numerosa concurrencia atraída por la más viva curiosidad y por ver a un conde y a una condesa dedicados a la prestidigitación y a la nigromancia en un teatro». Dos días después, el mismo periódico anunció que el día 8 se presentaría por segunda y última vez el aclamado Patricio de Castiglione, en una «gran función de chaumaturgia (sic) humorística. Espectáculo interesante, variado de el de la primera función».

En 1890, ocupaba el Tacón la compañía española de zarzuelas del empresario Palou, la que según anunció El País (17 feb. 1890), llevaría obras nuevas a la escena durante sus temporadas, entre las que se mencionan De Cádiz a La Habana, de Pablo Hernández y Mauri; En pos de un faisán, de Silvio y Céspedes; El kiosco azul, de Villoch, y De tiple a tiple, de Wen; estas últimas con música de Ignacio Cervantes. También con música de Cervantes, unos días antes (14 feb.) el mismo periódico había anunciado, como una novedad teatral, que «el eminente pianista» había escrito unos diez o doce números para la opereta bufa El príncipe Ludovico; entre ellos, un precioso dúo para tiple y tenor, un notable concertante y varios coros, aunque no se conocía en qué teatro sería estrenada.  

El 8 de enero de 1893, mientras la colonia se recuperaba y se gestaba una segunda guerra independentista, que finalmente estalló en 1895, La Habana Elegante anunciaba la presentación de la compañía de ópera de Sieni en el teatro Tacón y mencionaba entre los cantantes los nombres del tenor Rawner, la soprano Linda Rebuffini, y la mezzo Nicolini, quienes habían llevado a la escena las óperas «Rigoletto, Fausto, La Gioconda, La Traviata, La Favorita, Los hugonotes, Un ballo in maschera, La hebrea, Cavalleria, Aida, Otelo y el Mefistófeles» (Lapique 2008, 289).

Los años que siguen van a ser convulsos en la isla. A partir del 24 de febrero de 1895, se produjeron alzamientos en Matanzas y Oriente, y aunque los primeros fueron sofocados, los que se produjeron en Santiago de Cuba, Guantánamo, Holguín, Baire, Jiguaní y Manzanillo[8] se replicarían en otras ciudades desembocando en una guerra que terminó con la intervención de los Estados Unidos, pero muy poco se podía notar en La Habana, que continuaba su vida en aparente normalidad, incluso cuando algunos músicos se habían ido a la manigua con los insurrectos y otros, al exilio.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


Según nos dice María del Carmen Barcia, «si en el 95 habían emigrado muchas familias en previsión del extremismo de los integristas, a mediados del 96 comenzaban a salir los propios peninsulares con sus familias y sus capitales»,[9] pero a pesar de todo eso, las puertas de los teatros, los bailes públicos y las reuniones recreativas, tozudamente, se mantenían abiertas.

Según documenta Zoila Lapique, el diario El Fígaro del 1 de agosto de 1896, daba a conocer que en las noches líricas del Gran Teatro Tacón se presentaba «la flor del género», en funciones a las que concurría «un número selecto de familias pertenecientes [a la] buena sociedad». También nos dice la autora que, durante todo el año, «a pesar del retraimiento económico y de la insurrección armada», las funciones se mantuvieron en igual estado (Lapique 2008, 303-304).

Incluso, durante el año 1898, cuando la escasez de los productos de mayor demanda en el mercado se hizo notar de tal modo que era imposible disimularlo, y mucho menos ocultarlo, la actividad teatral se mantuvo, quizás no con tanta grandiosidad, frecuencia y glamur como antes y sin la presencia de las grandes luminarias del drama y el arte lírico internacional, pero no todas las puertas de los teatros se cerraron.

Las viandas y el pan, que fueron el alimento de las capas más pobres de la población cubana, también habían sufrido las subidas de los precios y de esto hablaron los diarios. Según Barcia, en 1897 se hizo muy popular en el teatro Alhambra «el juguete cómico La cuestión del pan», que trataba justamente de la escasez del pan en La Habana, pero «los espacios públicos no volverían a encontrar su lugar en la sociedad hasta unos meses después, en el año 1899».

El 1 de enero de 1899, el gobierno de la isla pasó a manos norteamericanas siendo gobernador militar, el mayor general John Brook (1838-1926), quien fuera reemplazado en diciembre de ese año por el general Leonard Wood, quien a su vez traspasaría el poder, el 20 de mayo de 1902, al primer presidente constitucional de la República de Cuba, el general Tomás Estrada Palma.

Durante los tres años que duró la intervención, mientras se organizaban los poderes de la nueva República y se elaboraba la primera Constitución, el «carácter militar del gobierno de los Estados Unidos en Cuba» no impidió que «sus esfuerzos (fueran) dirigidos esencialmente a establecer en el país una administración de tipo civil, con personal cubano» (Portuondo 1950, 572), propiciando que nacionales de gran prestigio por su capacidad e ideas liberales fueran llamados a colaborar en la reconstrucción.

Así como la isla se había enriquecido durante la primera mitad del siglo XIX, y el desarrollo de las industrias y la producción de bienes habían alcanzado los estándares más altos de la región, la guerra y la destrucción continuada de las riquezas como parte de las estrategias de guerra de los insurrectos arruinaron la economía y legaron al siglo XX una nación devastada.

El primer censo ordenado por el General Brook, realizado con los métodos utilizados en los Estados Unidos, «puso estadísticamente de manifiesto las pavorosas pérdidas que sufrieron la población y las riquezas de Cuba en el curso de los tres años de la última guerra de independencia» (Portuondo 1950, 573). Pero todo esto daría un vuelco gigantesco durante los próximos cincuenta años del siglo XX.

Con este nuevo telón de fondo el Gran Teatro de Tacón continuó su vida artística, y como parte de las muchas celebraciones que se hicieron por toda la isla, El Fígaro del 15 de enero de 1899, menciona el festival que organizó el maestro Ignacio Cervantes «en el cual intervinieron como cantantes Rosa Culmell, Ramiro Mazorra, y el inimitable chanteur de los elegantes, Martín Soler. Ese día (en el teatro Tacón) se cantó el Himno de Cuba» (Lapique 2008, 309).


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


La vida social, que se había retraído a causa de la profunda contracción económica, comenzaba a reanimarse poco a poco y ya el 29 de enero de 1899, El Fígaro menciona que el Prado volvía a ser lo que fue tres años atrás: «el paseo de moda de la gente distinguida» (Ídem, 310).

El 1 de diciembre de 1899, se presentó en el Tacón la ópera en un acto Patria, con música de Hubert de Blanck, en la que se presentaron la soprano cubana Rosario Chalía Díaz y el popular Sigaldi. «Por vez primera una ópera con tema cubano que exaltaba lo heroico nacional subía al escenario del Gran Teatro de Tacón» (Lapique 2008, 318).

El 21 de enero de 1900, El Fígaro comentaba la llegada nuevamente a La Habana de la troupe del empresario señor Sieni, que según apunta Lapique presentó durante la temporada; entre otras, Lucía, Andrea Chénier y La Bohème, con la dirección orquestal del maestro Arturo Bovi Puccetti (1868-1953). Este director, quien había nacido en Florencia, llegó a La Habana con la compañía Sieni-Pizzoni, con la que regresó en 1901 para dirigir un abono de veinte funciones (DM, 4 dic. 1900), y en 1912 se estableció en la capital cubana junto a su esposa, la cantante y pedagoga Tina Farelli, y ambos realizarían una larga y productiva labor como maestros e intérpretes (Lapique 2008, 325-339).

De esta prolífera y prolongada labor abundan las notas en la prensa de la época, entre ellas la que publicó el DM (30 abr. 1930), en la que se anunció el concierto anual de la Filarmónica Italiana, que dirigían los esposos Bovi y Farelli, el que se realizaría el «siete de mayo, a las nueve de la noche, en el elegante cine Riviera», velada en la que se cantarían arias, dúos y coros de las óperas Carmen, Fausto, Cavalleria Rusticana y La Bohème.

En 1900, se organizaron cursos para maestros en las llamadas Escuelas Normales de Verano, se creó la Escuela Normal de Kindergarten, 1300 maestros cubanos fueron a tomar un curso de verano en la Universidad de Harvard y ya funcionaban 3500 aulas en 1940 escuelas (Portuondo 1950, 577).

En 1902, la salubridad había dado un vuelco notable, disminuyendo la mortalidad, que había sido de 109.000 en el año 1898, a 25.000 en 1902. A este cambio contribuyeron, además de las ordenanzas sanitarias, la tenaz labor desplegada para erradicar los focos de mosquitos transmisores de la fiebre amarilla, teoría metaxénica comprobada por el biólogo cubano Carlos Juan Finlay (1883-1915) (Portuondo 1950, 575).

Pero, además de la salud pública, el Gobierno interventor estableció en Cuba un sistema de escuelas públicas, «a manera de los existentes en los Estados Unidos y otros países de avanzada civilización», aparecieron las primeras aulas de kindergarten, muchos cuarteles fueron destinados a escuelas, y los maestros fueron sometidos a exámenes periódicos «que les permitieran continuar en el servicio y conquistar las aulas apetecidas, así como cobrar mayores salarios» (Portuondo 1950, 576).

En estos años comenzaron a entrar al mercado algunos productos nuevos y esenciales para la música; entre ellos, fonógrafos y fonogramas, y continuaron entrando, como desde la primera mitad del siglo XIX, métodos para el estudio de la música, música impresa y colecciones completas de zarzuelas, danzones, guarachas, valses; ahora, algunos de los que recién se habían grabado por la Victor en La Habana o New York.

En 1910, Joan Manén visitó La Habana,[10] donde pasó una larga temporada como huésped de Joaquín Nin y su esposa, y realizó varios conciertos. La revista Bohemia, en el número del 4 de junio, en las páginas 50 y 51, recogió una extensa entrevista con el violinista español, en la que nos enteramos que había sido contratado exclusivamente para hacer tres conciertos en la «Sociedad Filarmónica de la Habana»; sin embargo, días después de aquella publicación se presentó en el teatro Nacional el lunes 6 de junio (Bohemia, 11 jun. 1910, 69) a causa de la insistencia del público que no pudo asistir a verlo en aquel establecimiento privado.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


En agosto del mismo año, Bohemia publicó, bajo la columna «Musiciana», unas «Impresiones» en las que Gaspar Agüero (1973-1951) hace referencia a los conciertos ofrecidos en el teatro Nacional por la Banda Municipal de La Habana dirigida por Guillermo Tomás (1868-1933):

(Bohemia, 20 ago. 1910). […] Rara coincidencia: cuando hace diez años oíamos a la más grande de las pianistas existentes, Teresa Carreño, ejecutar la Polonesa Op. 40 nº 1, de Chopin, se nos figuró que lo que escuchábamos no era un piano, sino una banda militar, […].
En la tarde del sábado pasado se nos antojó que no era una banda lo que oíamos sino un piano ejecutado por un solo y grande artista; tal era el conjunto admirable.
El Nocturno Op. 15 nº 3 fue dicho magistralmente y está instrumentado de manera genial; mientras gime el oboe el metal dialoga de manera admirable en acordes abiertos. […]
El transformar la banda en orquesta para ejecutar el minuetto y La Morte d’Ase, de Grieg me pareció muy oportuno. Difícilmente se podrá escribir una página de más desgarradora melodía que ese poema minúsculo, perla sacada de la suite Peer Gynt, ni nada de factura más original que esa otra suite lírica Op. 54.

En marzo de 1911, cuando la temporada de ópera del teatro Payret acababa de inaugurarse con la ópera Tosca, el Nacional no tuvo reparos en presentar a los pocos días la misma ópera, pero en castellano. 

Entre los años 1910 y 1915, el teatro Tacón cambió de dueños y se remodeló completamente, siendo reinaugurado con el nombre de Gran Teatro Nacional del Centro Gallego, integrado a un monumental y multifuncional edificio. A causa de estos trabajos, la programación era suspendida por momentos y por el cambio de nombre, se le conoció por Tacón o Nacional durante las primeras décadas del siglo XX.

Durante la temporada de invierno del Nacional, que comenzó el 26 octubre de 1911, subió a escena la compañía cómico-dramática de Virginia Fábregas (Bohemia, 1 oct. 1911, 389) que presentaba un repertorio de autores de diversas naciones, y que estaba integrada por artistas de México, España y Cuba.

Según la crónica de la revista Bohemia, el debut de Virginia Fábregas y su compañía dramática «constituyó un verdadero acontecimiento social» en La Habana, a pesar de que el tiempo aciclonado provocó que las calles se convirtieran en inmundos barrizales. Los fantoches, de Pierre Wolf, fue la obra elegida para la función inaugural, una obra que debió alcanzar mucho éxito de público y crítica en la interpretación de Virginia Fábregas y su coprotagonista Gerardo Nieva, puesto que fue muy aplaudida en México y en Cuba, y el 18 de enero de 1914, según el portal de la Internet Lima, la única,[11] fue la obra con la que se inauguró en Lima, Perú, el teatro Colón.

La compañía presentó «comedias y dramas sin descansar: el público, apenas acabada de percibir la sensación que le produjera la comedia estrenada hoy, (debía) prepararse para […] la que (le produciría) el estreno de mañana» (Bohemia, 12 nov. 1911, 464). Entre las obras que se presentaron hubo piezas recién publicadas, como El germen (1910), drama en dos actos y un epílogo, del escritor español radicado en Cuba, Miguel Zárraga (1883-1941); La reina joven, un drama en cuatro actos y en prosa de Ángel Guimerá (1845-1924) —que se había estrenado el 15 de abril de 1911 con tanto éxito que, en 1916, fue llevada al cine, contando con las actuaciones de Margarita Xirgu y Ricardo Puga[12]—; y Hacia la dicha (1910), comedia en tres actos de José López Pinillos (1875-1922).

En febrero de 1918, subió a la escena del Nacional la ópera cubana Doreya, con música de Eduardo Sánchez de Fuentes (1874-1944) y libreto del poeta Hilarión Cabrisas (1883-1939), y de su estreno, quien se firmaba Cyrano de Bergerac, escribió lo siguiente:

(Bohemia, 17 feb. 1918). El estreno de «Doreya» en el Nacional hubo de constituir un triunfo de sus autores, el poeta Hilarión Cabrisas y el compositor Sánchez de Fuentes. Obra modesta y sin grandes tecnicismos, que hubiesen imposibilitado su pronto estreno, en ella se nos ha revelado el maestro ya citado como un artista laborioso y de talento, capaz de, sin vacilación alguna, abordar empeños que le han de llevar a la consagración definitiva… «Doreya», con Dolorosa, nos prueba hasta la saciedad que en nuestro ambiente cuéntase con maestros laboriosos e inteligentes, capaces de salir airosos en empeños de cierta magnitud.
[…] La fe, que alentó a los dos artistas cubanos en su nobel empeño, ha culminado en el triunfo de noches pasadas, magnífico y emocionante. Poeta y músico fueron llamados repetidas veces a escena, entre las aclamaciones de la concurrencia, ufana de que dos compatriotas hubiesen sabido llevar a feliz término la labor que, al hacerse del dominio público, tanto los enaltecía…
Y, a decir verdad, las ovaciones allí escuchadas fueron merecidísimas… La música de «Doreya» es, a más de original, inspiradísima. Y lo que, con la música, acontece con el libro. La acción se desenvuelve dentro de un marco interesantísimo, resultando muy bien definidos los personajes de Doreya, Yarayó y Manfredo…  

El 30 de diciembre de 1919, la compañía de Adolfo Bracale (1873-1935) abrió la temporada de ópera del Tacón con El trovador, en la que figuraba la soprano Francisca Peralta, la mezzo María Cantoni y el tenor español Hipólito Lázaro (1887-1974) (Bohemia, 4 ene. 1920), este último muy popular en Cuba, tanto que, en 1950, cuando decidió retirarse de los escenarios lo hizo en La Habana, después de una temporada en la que actuó como solista con la filarmónica (DM, 24 ene. 1950) y cantó las óperas Marina (DM, 21 ene. 1950), Aida y Rigoletto.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


En esta temporada del 19, Anna Pávlova (1882-1935), quien había debutado en el Payret el 13 de marzo de 1915, regresó a La Habana contratada por Bracale, siendo ya por ese entonces una bailarina de gran fama en los escenarios más exigentes de Europa y los Estados Unidos. En la puesta en escena de la ópera Aida de esa temporada, los ballets estuvieron a su cargo y esto fue lo que escribió de ella el cronista:

(Bohemia, 5 ene. 1919). […]. No terminaremos esta breve reseña sin hacer constar que los bailables egipcios, intercalados por la Pávlova, hubieron de constituir una muy grata novedad. La gran artista, en el montaje de estos ballets, a más de su maestría, nos probó su gran cultura y su nada vulgar inteligencia. La reina de las danzarinas modernas bailó con una maestría digna de aquellas sacerdotisas faraónicas.

Y acerca del significado de la presencia en Cuba de Anna Pávlova, Francisco Rey (Alfonso 2001), historiador del Gran Teatro de la Habana, ha escrito:

Las temporadas de Anna Pávlova en Cuba […] no solo constituyen uno de los grandes momentos en la historia del baile teatral en la isla en todos los tiempos, sino que asimismo catalizaron, en alguna medida, el desarrollo del arte del ballet entre nosotros en las primeras décadas del pasado siglo (XX).

Quizás uno de los sucesos más publicitados entre los ocurridos en el Gran Teatro Nacional durante las temporadas de la compañía de Bracale, ha sido la estampida que protagonizó Enrico Caruso (1873-1921) durante la función de Aida, de Verdi, el 18 de junio de 1920, pero no volveré a rememorar tal anécdota que, como otros muchos sucesos ocurridos «bajo techo teatral» en Cuba, estuvo salpicado con tintes políticos, sino que anotaré algo de lo que mencionó la prensa de entonces acerca de los resultados artísticos de la presencia en la isla del rey de los tenores, del entonces más famoso entre los cantantes de ópera del mundo, quien había llegado a La Habana en los primeros días del mes de mayo (Bohemia, 9 may. 1920).

En la primera entrevista que Caruso le ofreció a la prensa cubana dijo:

(Bohemia, 9 may. 1920). «El Nacional» presentó en la noche del miércoles un aspecto soberbio y encantador, con mucho de la brillantez usual en las aperturas del «Metropolitan» de Nueva York en sus temporadas invernales. Sin embargo, aquí el entusiasmo es más evidente. El bullicio del público me parecía el zumbido de las inquietas abejas en los grandes almenares, y el chiste y el comentario y la risa y la animación, a la vez que daban vida y calor y poesía al conjunto embullaban a los artistas al éxito de una fiesta memorable y de una noche deliciosa.
La cultura musical de los pueblos latinos es clásica y reconocida por la gente del bel canto. El público cubano no podía ser una excepción a tan hermosa regla. La recepción que el público me dispensó permanecerá como una ofrenda indeleble en el libro de mi gratitud y como nota diamantina en las páginas de la historia musical. Hay cosas que ni el labio puede explicar ni la pluma describir, pero que el corazón sabe apreciar en toda su inmensa magnitud.

Si entonces el señor Enrico Caruso era el cantante de ópera más cotizado en el mundo, y los teatros más importantes, cómodos y seguros se lo disputaban, era necesario hacer una oferta que pudiera competir con aquellas para tener a Caruso en Cuba, y así lo hicieron los empresarios cubanos, el presidente de la República y el dueño del teatro Tacón.

En la misma entrevista, ante la duda del periodista en cuanto a la certeza de que hubiera «cabido a La Habana el honor de pagar al cantante los servicios más regios que ninguna otra ciudad del mundo», el artista respondió: «Sí, lo es, y yo aprecio mucho esa prueba de distinción». La actuación de Caruso en la ópera Payaso provocó que el crítico escribiera lo siguiente:

(Bohemia, 30 may. 1920, 13). Fue la obra esperada con ansiedad, ya que se había asegurado de que en ella Caruso no reconocía rival. Y en realidad, las esperanzas del público no salieron defraudadas, sobre todo en la famosa aria final del primer acto, donde el gran divo reveló ser no solo un gran cantante, sino un actor de grandes facultades.
Su voz patética hizo que rodaran por más de una mejilla femenina, lágrimas de compasión; y supo penetrar y conmover a más de un corazón estoico. Nosotros, que hemos asistido a sus triunfos, temporada tras temporada en el «Metropolitan» de Nueva York, sabíamos que el hado no habría de serle menos favorable en el «Nacional».
Lástima es que las exigencias de la etiqueta no permitieran aplaudir a la Melis en la penúltima escena del primer acto como a ello tenía derecho, pues allí estuvo superba. Stracciari actuó como un verdadero veterano del arte y Civai estuvo aceptable en su papel de Silvio. La orquesta ha mejorado algo, gracias a los constantes esfuerzos del signor Padovani. Hay más cohesión, más conocimiento de los artistas y de la batuta que los controla, así como un gran deseo de mutua cooperación.

El 27 de febrero de 1929 se presentó en el teatro Nacional un espectáculo en el que los compositores cubanos rindieron homenajea Rita Montaner, un gran festival del arte cubano que la prensa calificó de verdadero acontecimiento artístico. En esa oportunidad estuvieron en escena junto a Rita Montaner los compositores Ernesto Lecuona, Moisés Simons, Jorge Anckermann, Gonzalo Roig, Eliseo Grenet y Félix B. Caignet, quienes acompañaron a La única en las producciones compuestas por ellos; unas fueron estrenadas esa noche, como Guaracha musulmana y El pirulero, de Lecuona; Quiéreme mucho, de Gonzalo Roig; y El tamalero, de Moisés Simons; y otras ya gozaban de gran popularidad; entre ellas, El quitrín, de Anckermann; El canto del esclavo, de Eliseo Grenet; y Carabalí, de Félix B. Caignet[13]. Además, debutó ante el público habanero Cita de Vera, una notable canzonetista internacional, y se presentó el tenor Emilio Medrano, entonces muy aplaudido por el público capitalino.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


Durante los primeros años del siglo XX, el teatro Nacional y todos los demás teatros, comenzaron a recibir los espectáculos con imágenes en movimiento, haciéndose muy populares el cinematógrafo y el gramófono, por lo que si desde el siglo XIX se hacían funciones en las que se combinaban, óperas, zarzuelas, tonadillas, sainetes, variedades circenses y solistas instrumentales, a partir de entonces el cinematógrafo entró en el círculo de los géneros incluidos en los espectáculos teatrales, y, el Tacón, al que se le conoció como Nacional, también produjo gran cantidad de esos espectáculos combinados en los que se incluía el que llegó a ser el séptimo arte.

En la siguiente nota se explica perfectamente cómo se mantuvo en el siglo XX la mescolanza de géneros en la escena teatral cubana, lo que como he mencionado dejó sus marcas en el gusto del público:

(DM, 5 abr. 1930). La empresa del Theatrical Ten Cent que viene actuando en el Nacional con extraordinario éxito despliega gran actividad para corresponder al público que desde el primer día de iniciada la temporada colma el amplio teatro del Centro Gallego.
Diariamente renueva el cartel proyectando interesantes cintas cinematográficas y llevando a su escena un nuevo título de zarzuela. Anoche tuvo una acertada interpretación la zarzuela «La Chicharra», destacándose notablemente Natalia Gentil, Angelita Méndez y Margarita Herman, siendo también muy plausible la labor de Barbera, Pedro Mario y Morita.
En 1958, el público asiduo al teatro Nacional recibió el año disfrutando una de las películas más taquilleras de finales de la década: «Marcelino, pan y vino, con Pablito Calvo, la joya del cine español que entonces conmovía al mundo y que constituía el tema de moda en La Habana y en toda Cuba» (DM, 1 ene. 1958).

A finales de junio comenzó en el Nacional una temporada de cine y variedades, durante la cual se presentaron espectáculos combinados que atrajeron gran cantidad de público. En el primero se presentó la bailarina tahitiana Tongolele, quien desbordó nuevamente el aforo del Nacional. Famosa internacionalmente por sus interpretaciones de las danzas tahitianas y las rumbas cubanas, y por sus apariciones en varias películas del cine de oro mexicano, Tongolele estuvo secundada en la escena por otros profesionales del espectáculo que por entonces destacaban en los cabarets de la capital cubana, y contó con el acompañamiento de la orquesta Sans Souci, dirigida por Rafael Ortega. Y por supuesto, se completaba el espectáculo con la proyección de dos estrenos cinematográficos: Tres desgraciados con suerte, con Antonio Badú y Amparo Arozamena; y Privilegio femenino, con David Niven y Joan Caufield. El espectáculo se presentaba en tandas corridas, a partir de las 3:15 de la tarde, por lo que cada día se presentaba dos veces el espectáculo de variedades, a las 5:39 y a las 9:26 (DM, 3 jul. 1958).

El domingo 8 de junio se presentó en el Nacional un espectáculo extraordinario, que Nena Benítez describió en su columna del DM tal como lo vio y escuchó desde su luneta:

Música y Músicos. (DM, 13 jun. 1958, 12-A). Ernesto Lecuona recibió el pasado día 8, domingo por la mañana, un merecido homenaje de sus múltiples admiradores como compositor y pianista, en su concierto inicial de despedida, que lo llevará a diversas partes del mundo.
Un teatro -el Nacional-, lleno de público que desde el momento de su salida a escena le demostró puesto de pie, cuanto le quiere y cuánto gusta de su música, música cuyas melodías han hecho su nombre famoso en el mundo entero. Las ovaciones se sucedieron y aunque al pie del programa en tipo grande y claro, se leía: «No habrá encore […]. Es un ruego que hago al público. Ernesto Lecuona». Lo cierto es que casi todo el programa tuvo repetición.
Fue este concierto-despedida de Lecuona uno de los más atractivos que ha brindado a su pueblo el popular compositor. Como también, uno de los que ha ofrecido las primicias a sus oyentes de un buen número de muy bellas canciones.

En la primera parte se produjo «entre grandes aplausos el estreno de un Danzón Tropical ejecutado por la Orquesta de La Habana, bajo la dirección del maestro Roberto Ondina»; seguidamente se escucharon a María de los Ángeles Santana y Rosa Elena Miró cantando a dúo el bolero Se fue; a Jerjes Corvo en la canción Princesita de abril; Zoraida Beato interpretó el vals Noche de estrellas; José Le Mat cantó la melodía negra Triste es ser esclavo;todas de Lecuona. El trío Espinosa, «en sus bien acopladas voces», interpretó, también de Lecuona, Aquella tarde, y Para mi Cuba, de Manuel Fernández Porta. Y continúa Nena Benítez:

Sarita Jústiz, compositora y pianista muy admirada siempre, ejecutó su «Contradanza» muy celebrada y el «Vals Maravilloso», de Lecuona, con técnica depurada y buen gusto siguiendo bajo su acompañamiento también el estreno de una delicada canción de su estro, titulada «Tedio», que Ma. de los Ángeles Santana interpretó bellamente. Los Romero y Estelita bailaron la jota de «La Dolores», de Bretón, conquistando muchos aplausos, siguiéndole un estreno notable del maestro Lecuona: su versión musical de los versos de Joaquín y Serafín Álvarez Quintana «El Jardinero y La Rosa», que Ma. de los Ángeles Santana cantó y declamó con intenso sentido artístico, provocando gran admiración y aplausos. Por último, en esta parte inicial, Ernesto Lecuona apareció en escena como compositor-pianista ejecutando sus «Valses Fantásticos» que comprenden «Crisantemo», «Romántico», «Apasionado» y «En Re Bemol».

Y aquí, a pesar de los ruegos de Lecuona que aparecieron en el programa para que no pidieran bis, a insistencia del público debió ofrecer a continuación Siempre en mi corazón, Como arrullo de palma, y Andalucía.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz


En la segunda parte Lecuona y Sarita Jústiz tocaron a dos pianos «un grupo de Danzas del Maestro» y seguidamente se escuchó en «la cálida voz» de Marta Pérez, la canción Al fin, de Lecuona, y la salida de Cecilia Valdés, de Gonzalo Roig. Después Rodolfo Borges cantó, Pero dime por qué, de Alfredo Guzmán[14], y Rosa Elena Miró estrenó Primavera de ilusión, de Lecuona. Héctor Fernández Ramos cantó Dame el amor, y María de los Ángeles Santana Señorita rebonita, estas dos últimas también en estreno, originales de Lecuona. Y más adelante escribió Benítez:

De la distinguida dama Josefina Blasco de Oñate se escucharon en estreno dos preciosas canciones. Una: «Dejando mis palmeras», en la voz de Rodolfo Borges; la otra, a dúo entre Ma. de los Ángeles Santana y Rosa Elena Miró, titulada «Dicen que por las noches», letra y música maravillosamente acopladas e inspiradas […].

Aurora y Vargas, con la guitarra de Chucho Vidal, bailaron las «Gitanerías», de Lecuona y por último en un pot-pourri de canciones entre las que figuraban: «Eres» (Sara Jústiz), «No me niegues el amor», «Maniquí», «Cuando te veré otra vez», «Una Rosa Blanca» (todas de Lecuona) «Ya que te vas» (Ernestina Lecuona), «Desengaño» (Lecuona), «Corazón» (Sánchez de Fuentes), «Martha» (Moisés Simons), terminando con el estreno de «Barcelona», de Lecuona, en las voces de todos los intérpretes del programa, el público, puesto en pie, ovacionó a cantantes y Maestro, insistiendo en el aplauso entusiasta y cálido a Ernesto Lecuona, quien emocionado dio gracias al público, sus ojos opacados por las lágrimas.
Hermosa demostración de un público que sabe apreciar el valor de aquellos que en sentidas melodías llevan en su alma el latir del corazón cubano. Aunque en el ambiente flotaba la ingrata idea de una despedida se nos figuraba que, al regreso de su gira mundial, (escucharíamos) de nuevo a Ernesto Lecuona en un concierto como el ofrecido por su despedida.

Lecuona regresó de su gira el 18 de enero de 1959 a bordo del vapor «Satrústegui» procedente de España (DM, 21 ene. 1959, 13-A) y alcanzó a presentarse el 25 de febrero, en el Estadio Universitario; el 1 de marzo, en un concierto benéfico convocado por él, en donde se recaudaron miles de pesos que estarían dedicados a la reconstrucción de los daños ocasionados en Sagua de Tánamo por los choques armados entre las fuerzas de los guerrilleros del movimiento 26 de julio y el Ejército Nacional (Fajardo 2014, t. 2, 70); y en los festivales Lecuona, que se realizaron esta vez en el Auditorium durante los días 23, 27 y 30 de mayo, en los que se presentaron el sainete lírico María la O., y las zarzuelas El batey, y La flor del sitio, de Lecuona-Galarraga, y el maestro interpretó, en la segunda parte de cada función, un gran concierto con algunas de sus obras más populares y acompañó a los cantantes que con más éxito interpretaron sus canciones[15]. Ernesto Lecuona Casado, a bordo del buque Florida, partió hacia Florida, el 6 de enero de 1960 para no regresar nunca más (Fajardo 2014, t. 2, 113).

El otro espectáculo que en 1958 estremeció el antiguo teatro de Tacón como en sus buenos tiempos, fue el de Pedrito Rico, un show combinado que atrajo a miles de espectadores. Se estrenó el día 7 de julio con funciones diarias durante toda la semana, con una segunda parte en la que se proyectaron dos películas: Romance de amor, con Danielle Darrieux y Rossano Grazi; y El pequeño proscrito, con Pedro Armendáriz y Pedro Vargas.  Del estruendoso éxito de Pedrito Rico en el teatro Nacional, el DM publicó lo siguiente:

(DM, 10 jul. 1958). Con Pedrito Rico ha ocurrido en La Habana como en otros países hispanoamericanos donde ha actuado. Una densa aglomeración de público curioso y expectante llena todos los días, tarde y noche la amplia sala de lunetas del teatro Nacional por la poderosa atracción artística de este joven y brillante artista español.   

Todos estos acontecimientos y una incontable cantidad de ellos que aún se conservan documentados en las páginas de las muchísimas publicaciones que circularon durante las primeras seis décadas del siglo XX, contribuyeron a conformar una sociedad que se distinguía por su cosmopolitismo, sus contradicciones y concordias, y, como grupo humano, entre sustos y tropiezos, destacó entre los mejor portados entonces, teniendo en el Gran Teatro una fuente inagotable de entretenimiento y disfrute estético.


Este libro constituye una lectura apasionante e instructiva, a la vez que nos presenta un testimonio conmovedor, debido a la manera profunda y personal, en que el autor describe la maravilla que fue la isla de Cuba desde el inicio de su historia.

Armando Rodríguez Ruidíaz



© Imagen de portada: ‘Teatro Tacón. La Habana’ (detalle), de Pierre Toussaint Frédéric Mialhe.





Notas:
[1]  Según F. R. Alfonso en su Biografía de un coliseo, el teatro cambiaría de nombre varias veces: Teatro Estrada Palma (1959-1961) / Teatro Federico García Lorca (1961-1967) / Gran Teatro de Ballet y Ópera de Cuba (1967-1981) / Complejo Cultural del Gran Teatro García Lorca (1981-1985) / Gran Teatro de La Habana (1985).
[2]  Se anunció que se estrenaría el día 15 para celebrar el cumpleaños del capitán general Leopoldo O’Donnell, pero Fortunata Tedesco estuvo indispuesta y la función se verificó el 18. Cfr.: DM, 15 y 20 nov. 1846.
[3]  Cfr.: DM, 1, 10, 21, 26, sep. / 1, 4, 19, 20, 23, oct. / 5, 17 nov. / 11 dic. 1850 / 9, 10, 12, 13, 15, 17 ene. 1951.
[4]  Olavarría de, Enrique. 1895. Reseña histórica del teatro en México T. ii. México: La Europea. 254.
[5]Lo que de Dios está. [En línea] [Fecha de consulta 29 de mar. de 2020] Disponible en:  https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=nc01.ark:/13960/t02z1hr5x&view=1up&seq=3.
[6]   La cruz de los húmeros. [En línea] [Fecha de consulta 29 de mar. de 2020] Disponible en: https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=nc01.ark:/13960/t4sj43h3g&view=1up&seq=3
[7]Revista Ibérica. 1862. 479. Enlace en la webgrafía.
[8]  Abreu, José y otros. 2013. Historia de Cuba. Santo Domingo: Archivo General de la nación. 173.
[9]  Barcia Zequeira, M. 1998. El 98 en La Habana: sociedad y vida cotidiana. Revista de Indias, 58 (212), 85-99. doi: http://dx.doi.org/10.3989/revindias.1998.i212.766.
[10]  Más información en el acápite del teatro Payret (1877-1958).
[11]Lima, la única [En línea] [Fecha de consulta 07 de jun. de 2020] Disponible en: http://www.limalaunica.pe/2010/10/el-teatro-colon.html.
[12]  Bartra, Eli y Llorenç Esteve. La i Guerra Mundial y el auge del cine catalán: Un estudio de «Barcinógrafo» y de Magí Murià. [En línea] [Fecha de consulta 07 de jun. de 2020] Disponible en: http://161.116.18.149/bibliotecaDigital/cinema/filmhistoria/Barcinografo.pdf.
[13]  Cfr.: DM, 25, 26, 27, 28 feb. 1929.
[14] Al parecer Nena Benítez comete un error, porque la pieza Dime por qué, no es de Alfredo Guzmán, sino de Tony Tejera, según lo registra CDA.
[15]  Cfr.: DM, 15, 16, 23, 26, 27, 28, 29, 30 may. 1959.





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Apocalipsis y singularidad representan dos absolutos: nuestro futuro tendrá que situarse en algún punto dentro de ese amplio espectro.