Meme Solís: “No tenían fe en mí”

Meme Solís, cantante, compositor y pianista cubano, nació en Mayajigua, antigua provincia de Las Villas, en 1939. Comienza a estudiar el piano desde muy pequeño y, siendo aún adolescente, debuta acompañando a Olga Guillot en Santa Clara. Sería imposible hablar de la música cubana sin mencionar sus agrupaciones, El cuarteto de Meme Solís con Moraima Secada y luego con Farah María. Se exilia en España en 1987; luego, se mueve a Miami y de ahí a New York, donde reside actualmente. Esta conversación es, además de un recorrido por su trayectoria musical, un recorrido por las madrugadas habaneras de la década de 1960.  

Tus padres.

Mi padre, Manuel Solís, asturiano, llegó a Cuba alrededor de 1913 o 1914, conoció a mi madre Balbina Fernández, cubana, hija de españoles también, en Mayajigua, donde yo nací. Se enamoraron y mi padre no regresó para Asturias. Se casó con mi madre y fue una historia muy bonita, sesenta y cinco años de matrimonio.

Tu infancia.

Estuvimos en Mayajigua hasta que yo cumplí los 4 años, de ahí nos trasladamos a Santa Clara. Mi infancia en Mayajigua fue muy linda, entre bicicletas y caballos. Y todos los días para San José del Lago, a dos kilómentros de Mayajigua, un pueblecito pequeño en la provincia de Las Villas. San José del Lago era un lugar para luna de miel, con cabañitas y lagos. Yo siempre quería estar en ese lugar. 

Mi padre y mi madre tenían un hotelito, el único que había en Mayajigua. En la planta alta estaba la casa, de mampostería (la mayoría de las casas eran de madera) y en la parte de abajo una bodega que se quemó. Entonces nos mudamos a Santa Clara, donde ellos buscaron una casa grande para tener muchachas de huéspedes, muchas de ellas primas mías que venían de Mayajigua. Sus padres les pagaban a mis padres para que pudieran mantenerse en Santa Clara, hasta que mi padre pudiera encontrar un trabajo en el giro gastronómico que era lo suyo. Inmediatamente empezó a trabajar y mi madre se ocupaba de la casa, el desayuno, el almuerzo, la comida, para todas aquellas muchachas que iban a estudiar. Ahí empieza mi segunda parte de la niñez, en Santa Clara.

Tus primeros recuerdos del piano.

Empecé a estudiar la primaria y a interesarme por el piano desde preescolar. Siempre me llamó la atención, miraba mucho a la pianista de la escuela. Yo llegaba a mi casa y por los balaustres del balcón miraba para el lugar, que estaba enfrente, y me preguntaba “¿por qué las blancas y las negras?”, “¿por qué están así de esa forma?”. Era algo muy interesante para mí. Y pensaba…: “me gusta, me gusta eso”.

¿Cuándo tuviste tu primer piano?

Yo tengo tres hermanas, todavía, gracias a Dios. Dos, mucho mayores que yo y una hermana menor, que es médico. Las tres viven en Miami. Mi hermana María Consuelo, le decimos Kiki, quería ser maestra de preescolar y Yolanda quería ser maestra normalista. Kiki necesitaba un piano, pero no había dinero para eso. Mis padres tenían una situación económica bien mala, luchaban allí con esas muchachitas que no pagaban tanto. Entonces hicieron un esfuerzo y no sé dónde buscaron el dinero. Creo que fueron quinientos pesos, eso era una fortuna en aquella época, pero ellos se empeñaron y compraron el piano para mi hermana. Te cuento que desde que ese piano entró a mi casa, yo quería agarrarlo, pero mi madre le metió la llave todo el tiempo para que solo lo tocara mi hermana. No me querían dar la llave porque el niño iba a desafinar el piano. No tenían fe en mí. Yo me acostaba por la noche soñando que estaba tocando tal canción, pero no podía comprobar si era el sueño mío o si podía tocarla de verdad. Y yo pensaba: “¡Ay, pero que injusticia más grande!”.

¿Cómo lograste comprobarlo?

Un día me hago el enfermo para no ir a la escuela. Ya se había ido todo el mundo y nada más estaban mi madre, planchando, y una prima mía. Yo vi el sitio en que mi madre había puesto la llave y logré encaramarme en algo para cogerla. Empecé a tocar Bésame mucho, que en aquellos momentos estaba muy de moda en la vitrola. Y mi madre y mi prima vinieron corriendo, se quedaron muertas. No te voy a decir que toqué Bésame mucho como lo toco hoy en día. Pero lo toqué de oído, porque en mis sueños yo decía, esto es así y así. A partir de ahí empecé a tocarlo todos los días.

¿Lo estudiaste?

Mi hermana tenía una maestra de piano, como es lógico. Al final fue mi maestra maravillosa, a la que le debo todo lo que aprendí. Se llamaba Rita Chapú y tenía un conservatorio de música en Santa Clara. Una noche, Rita va con su esposo a visitarnos; mi madre los había invitado a comer.  Entonces le dice: “¿Usted sabe que el niño también toca algo?”, y me pide que toque. Rita se volvió loca y le dijo: “Pero ese niño tiene que empezar a dar clases”. Mi madre le contestó: “Bueno, Rita, le voy a decir la verdad. Yo no puedo pagar más que las clases de la niña, que es la que va a ser maestra de Kindergarten. Así… que él vaya tocando lo que pueda”. Y Rita le contestó: “Pues él va gratis, pero ese niño va a aprender música”. 

Y ahí empecé con ella, sin cobrarme un solo centavo, por siete años. Ni los exámenes me cobraba cuando venía el jurado de La Habana. A partir de entonces alternaba mis clases en la primaria con las clases de piano en el conservatorio de música. A esa mujer toda la vida la tengo que adorar. Y así lo expreso donde quiera que voy, en todos los lugares donde pueda expresarlo. Le dediqué un instrumental.

¿Alguna anécdota que recuerdas de ella?

Ella me adoraba, era su mejor alumno, tenía delirio conmigo; pero cuando tenía que castigarme, me castigaba porque yo era muy rebelde. Yo adoraba ir al teatro en Santa Clara a ver las compañías que venían, a Enrique Arredondo y muchos otros. Hasta me colaba en los ensayos. Ahorraba el dinero que me daban para la merienda y para la matiné de los domingos en el cine, porque yo quería ir a todas las funciones del teatro, de lunes a domingo. Le cogía el dinero a mi hermana Ana, la más chiquita; a ella no le importaba porque no comía casi nada y me lo daba. Entonces ya tenía casi reunido para poder ir la semana entera, cuando Rita me dice: “Mira, ya estás en el segundo año de piano. Dile a tu madre que te compre una partitura, que te dé el dinero y ve a la librería Dulzaides”, donde vendían todas las partituras de piano clásico y popular. 

Mi madre me dio un peso y pico. Recuerdo que estaban los Cuentos de los bosques de Viena, todo lo que te pudieras imaginar. Y veo una partitura que nada más costaba 60 centavos: Los majases no tienen cueva, Felipe Blanco se las tapó. Y pensé: “Esta es la que tengo que comprar, para ahorrar”. Cuando me aparecí con esa partitura, a Rita le quería dar algo. Me dijo: “Hazme el favor de sentarte aquí porque voy a llamar a tu mamá ahora mismo”. Y ahí le rogué y le rogué para que no lo llamara, le conté que estaba ahorrando dinero para el teatro y me lo perdonó. En ese momento yo tocaba todo lo que quería, pero en mi casa, porque ella no quería que tocara nada popular todavía.

Y cuando terminaste en el conservatorio de Rita, ¿qué hiciste?

Ya mi familia estaba un poquitico más desahogada. No es que estuvieran bien, seguíamos siendo pobres, pobres. Pero mi madre dijo: “Yo quiero que él vaya al Instituto Riera”. Era un instituto privado, como una preparación para el bachillerato o instituto de segunda enseñanza, donde entré después. No me gustaba estudiar ni el piano, pero seguí mis estudios, había que hacerlo. Mi madre era severa y no aguantaba una gracia. Mi padre era un español muy noble, demasiado noble, y me adoraba; pero mi madre era la que decidía esas cosas. Cuando decía por aquí, por aquí era. Ella era la dura con todos, pero sobre todo conmigo, me tenía que llevar recio porque yo era tremendo.

¿Cuándo te presentas por primera vez en público?

Al director del Instituto Riera le gustaba mucho la música, Siempre hacía fiestas de fin de curso. Allí trabajé como actor haciendo de gallego en una comedia y tocaba el piano en todas las actividades. Entonces, por ese tiempo, empieza un programa en la televisión, en la CMQ, que se llamaba Las pandillas cabeza de perro. Era un programa de competencia, donde muchachos de diferentes provincias iban a La Habana y competían. El grupo que mejor tocaba, ganaba. Te hospedaban en La Habana y hacías el programa de televisión. El hecho nada más de ir a La Habana y que te hospedaran en un hotel… Imagínate eso, ya te creía que eras un artista. Fuimos la pandilla que formamos en el Instituto Riera, donde estaban Bobby Carcassés y Enrique Cárdenas, y nos ganamos el primer premio. Llegamos a Santa Clara triunfadores. Aquello no era nada, pero ya creíamos que éramos estrellas.

Tu primer contacto con el mundo musical profesional.

Yo conocía al administrador de lo que era el gran teatro Cloris, en el Hotel Santa Clara Libre, que abajo tenía un cine. Cloris era el nombre de la hija del dueño, por eso le puso así. El administrador de allí me conocía, me había visto tocar en algún lugar. Anunciaron la apertura del cine con una película y con el debut de Olga Guillot, Fernando Albuerne y Candita Quintana. El espectáculo se llamaba Cuba canta y baila, pero era un espectáculo muy chiquito, sin orquesta. Venía un pianista, Bobby Collazo, de Santiago de Cuba, y la Guillot y Albuerne venían de La Habana. La Guillot llegó una noche antes con Albuerne, Candita y Emilio Ruiz, que hacía un personaje que se llamaba el Chino Wong; el pianista no llegaba hasta el día siguiente. 

El espectáculo solo era sábado y domingo. Al administrador se le ocurre decirle a Olga que aprovechara el viernes, ya que estaba allí, e hiciera algo y así también lo cobraba. Olga le respondió que estaba bien, pero que no tenía pianista. El administrador le dijo que había un chiquito, un rubiecito que la podía acompañar, que decían era el mejor del conservatorio. “¡Ay, hijo, pero cómo tú me vas a hablar de un rubiecito ahí! ¿Tú piensas que eso es así como así? ¡Y del conservatorio! ¿Va a pensar que yo voy a cantar ópera o qué?”. Y mandaron a una persona a buscarme para ver si yo podía acompañar a Olga por la tarde. “¿Yo?, para nada. ¡No me atrevo por nada de la vida!”. Yo le tenía pánico a esa mujer. La veía por la televisión y me encantaba, pero me impresionaba mucho, sus manos, las uñas. Ella era un ídolo, era la cantante que le gustaba a todo el mundo.

¿Y fuiste?

Mis hermanas empezaron a decirme: “Pero cómo tú no vas a ir, muchacho, después que todo lo que has hecho ya”. Lo único que había hecho era Las pandillas cabeza de perro, que no era nada. Al fin me convencieron y me llevaron para el teatro, vacío, enorme, con dos mil lunetas. Yo me quería morir. El tipo me dice: “Siéntate allá delante que ahora ella va a bajar de la habitación”. En eso baja ella, muy bonita, con un perfume que jamás voy a olvidar, y en sus manos un cartapacio de partituras de piano con todo lo que iba a cantar, alrededor de veinte canciones, porque era prácticamente un recital suyo. 

El tipo me presenta: “Olga, este es el pianista”. Y dice ella: “¿Este es el pianista, pero esto qué cosa es? ¿Pero cómo este chiquito va a ser el pianista? Esta cosa larga, flaca, rubia. ¡Pero, niño! Bueno, vamos a ver. ¿Maestro, usted lee? Aquí tiene la parte de piano”. Y empezamos. Ya yo me sabía el repertorio completo porque yo la veía todas las noches en los programas de televisión, en los de Pumarejo; me sabía todas las cosas de oído: La gloria eres túMiéntemeTú me acostumbraste… Ahora era cuestión de tener las partituras y coger los tonos. Y aquella mujer cantando en el escenario y empezaba a ponerme las manos en el cuello. “¿Pero qué cosa es este niño? ¿De dónde salió este niño?”. Y bueno, pasé los veinte números con ella y me dijo que no podía creerlo todavía. 

Me preguntó si yo tenía un traje. Nunca en la vida me había puesto un traje, aunque ya era grande, pero no tenía ninguno. Ella pidió que me rentaran un tuxedo para esa noche porque el niño se presentaría con ella. Yo, por supuesto, jamás miré al público esa noche, ni la miré a ella, estaba muerto del miedo todo el tiempo, como si me hubiera tragado el palo del almidón. Cuando ella terminó, le dijo al público que quería pedir el aplauso más grande de la noche para el valor que se había encontrado allí, el niño que iba a ser un gran genio. El público empezó a aplaudirme y yo de espaldas, ni me movía. “Maestro, párese que ese aplauso es para usted”. Me agarró de la mano, me paré, saludé y fui corriendo a sentarme en la banqueta. Ese fue mi debut en el mundo del arte, con Olga Guillot. Creo que ya había cumplido 15 años.

¿Te dio algún consejo?

Cuando llegó el pianista, Bobby Collazo, que era un hombre que ya tenía un nombre, no era un pianista excelente, pero sí tenía ya mucho reconocimiento como compositor, la Guillot le dijo a Albuerne: “Yo voy a tocar con el bebé”. Y Albuerne le respondió que no buscara un problema, que ya tenían contratado a ese pianista. 

“Bueno, canta tú con él, que yo voy a cantar con el bebé”. Ella me siguió diciendo bebé hasta que murió. Entonces, ya cuando se iba a ir, me dijo: “Eres muy bueno, pero si te quedas aquí, en este pueblo, nadie te va a venir a buscar. Vete para La Habana; cuando te vayas para La Habana, estoy segura de que vas a tener mucho éxito”. Fue muy directa y segura. Por supuesto, no me pude ir enseguida, pero seguían llegando cantantes a trabajar y todas preguntaban: “Yo quiero saber quién fue el niño que acompañó a la Guillot. Quiero que me acompañe”. Xiomara Alfaro, Esther Borja… Así fue como empecé a acompañar a todas aquellas mujeres antes de irme para La Habana, en Santa Clara.


Meme Solís

Para Cristóbal Díaz Ayala, Esther Borja es la voz más grande de Cuba.

Esther Borja fue una maestra, una señora que sabía cantar, sencillamente, y lo sabía. Una soprano que cantaba suave. Con aquella facilidad y sabiduría para cantar. Cuando tuvo que empezar a bajar los tonos, por los años, los bajó y se seguía oyendo su timbre de voz. Siempre cantó sin ningún alarde, ni cuando tenía toda su voz ni cuando tenía menos voz, nunca gritó.

¿Cuándo te vas para La Habana?

En el año 58 decido irme a La Habana. Yo tenía una prima que actualmente vive, Mirtha, a quien siempre le agradezco. Me fui a vivir a su casa, en La Lisa, donde ella tenía una peluquería. Me fui con una maletica con poquita ropa y un dinerito que me dio mi madre, que no me alcanzaba para nada. Por la noche, cuando cerraban la peluquería, me armaban un pin pan pun y ahí era donde yo dormía. La Guillot andaba de gira y nunca pude encontrarla. Pero Fernando Albuerne, que Dios lo tenga en la gloria, fue un padre para mí, me recibió cariñosísimo. Me dijo que La Habana estaba llena de gente tocando, en todos los lugares, muchos ya reconocidos como Frank Domínguez, quien ya tenía un nombre como compositor y trabajaba en un piano bar llamado La Gruta. 

Albuerne salió conmigo en su carro a buscar lugares donde yo pudiera tocar. Todos los lugares estaban llenos de gente importante. Yo era nadie y ni me atrevía a cantar. Al día siguiente me volvió a recoger, pero no encontramos ningún lugar. Me dijo: “Mira, el 4 de octubre (del año 58) yo voy a debutar cuatro semanas en El Caribe, del Habana Hilton. De mi dinero, te voy a dar a ti algo para que me acompañes. Yo quiero hacer un número contigo en el piano y lo demás lo tocas tú con la orquesta”. Y ahí vi los cielos abiertos, aseguré cuatro semanas, para luego seguir buscando, porque él también se iba de gira. En esa época todos estos cantantes estaban siempre de gira, no paraban, llegaban a La Habana y se iba otra vez. A ese hombre no tengo con qué pagarle. Él, junto con Olga Guillot, hicieron el gran espectáculo Cuba canta y baila, con Benny More, en el teatro América, temporadas de semanas y semanas, siempre repletos.

¿Cómo era la vida nocturna de La Habana?

Yo te digo que no he encontrado en los lugares adonde he ido —y he podido viajar bastante, trabajando o sin trabajar— la riqueza de La Habana de noche de aquellos tiempos; nunca, en ningún lugar. Lo que había en La Habana no lo tiene Madrid, Manhattan, Roma ni México. He mencionado solo cuatro lugares, pero podría mencionar muchos más. Ninguno podía ponerse al lado de La Habana. ¿Tú te imaginas? ¡Y apareció aquel señor para destruir ese país maravilloso!

¿Cuándo empiezas a tocar por tu cuenta?

En aquel tiempo Elena Burke había acabado de debutar como solista en el hotel Saint John’s, abajo, en el lobby, que había un barcito muy bonito. Y yo quise ir a verla, no sabía si podía entrar, ni cuánto costaba; pero no era cuestión ni de cuánto costaba. Cuando llegué, aquello estaba repleto. No sé cómo logré meterme y bien atrás, pegado a la pared, sin sentarme ni nada, pude oír una tanda de Elena. 

Me quedé fascinado porque yo la había conocido a ella en uno de mis viajes a La Habana, al Cuarteto Las D’Aida, pero con Moraima fue con la que hice más amistad. Yo quería saludar a Elena, pero me daba pena. Y un tipo de la barra me ve, me llama y me pregunta: “¿Tú eres el pianista que acompaña a Albuernes?”. Me preguntó si estaba trabajando y me pidió que llegara al Hilton, porque iba a inaugurar la barra del casino, para que hiciera una audición y viera si me convenía estar ahí. 

A las 4:30 estaba yo ahí; el tipo me pasó por el lado y ni me miró. Como a la hora, me dice: “¿Pero desde cuándo tú estás ahí? ¿Tú eres comemierda o qué? Súbete y empieza a tocar”. Y empecé a tocar como una vitrola, sin parar. Ahí tocaba también el grupo de Felipe Dulzaides, con Dori de la Torre y el Trío Taicuba. El del Trío Taicuba me dijo: “Oye, rubito, tú no eres el único que trabaja aquí. ¡Bájate ya, que nos toca a nosotros!”. Y aquel tipo seguía sin decirme nada, si estaba contratado o no. Yo pensaba: “¿Pero esto qué cosa es Dios mío?”. Y en eso me dijo: “Oye, ¿ya te pusiste de acuerdo con Felipe Dulzaides para ver cuál es el horario tuyo?”. Ahí empecé a tocar en el Hilton.

¿Te pagaban un sueldo fijo?

Los americanos venían a jugar al casino. Me pedían cosas que yo me sabía, de las películas americanas, porque esa fue mi adolescencia en Santa Clara. Me sabía todo lo que cantaba Nat King Cole, Judy Garland, Johny Mathis, cualquier cosa que los americanos me pedían yo lo tocaba y me daban propinas. El camarero me pasaba las propinas o me las tiraban en el escenario. Yo ni revisaba para ver cuánto era, estaba paralizado. Cuando me iba para mi casa, con mi dinerito, lo contaba. “¡Ay, Dios mío, ¿cuánto me han dado? ¡Cincuenta dólares, no puedo creer esto!”. Ya llevaba una semana tocando ahí, pero nunca averigüé si me iban a pagar o si solo eran las propinas, fíjate el miedo que yo tenía. Llegó el día del pago y veo que todos salían con su sobrecito. Pasa el administrador y me pregunta si yo no pensaba cobrar, que fuera a la oficina y pidiera mi sobre. Cuando yo vi que me habían pagado 85 dólares por la semana, más la propina, me quedé muerto. Ahí empecé a guardar dinero debajo del colchón porque el principal interés mío era traer a mis padres para La Habana. Ellos vivieron conmigo casi toda la vida. Cuando vinieron para La Habana, lo único que trajeron fue el famoso piano de los quinientos pesos. Elena Burke ensayaba en mi casa en ese piano, que era un piano divino y estuvo conmigo hasta que me fui de Cuba.

¿Cómo empiezas a acompañar a Elena Burke?

El dueño de ese barcito, Raúl González Jerez, era también dueño de El Club 21. Todo el mundo le decía el Club Twenty One. Yo ni sabía lo que era. A la semana me llama el dueño. Yo, aterrado, pensé que me iban a botar. “Mira, es que tengo un problema, tengo a Elena Burke allá en El Club 21, pero el pianista que tiene no le gusta, se pasa la vida jodiéndome, que si no le gusta como toca el pianista, y ahora quiere de todas maneras que te mande a ti para allá. Ella trabajaba desde las 9 de la noche hasta la 1 de la madrugada, sin parar”. 

Yo pensé que a partir de entonces iba a estar solo con Elena, pero me dijo que de 9:00 a 1:00 estaría con Elena y de 1:30 a 5:00 de la madrugada con ellos. Cuatro horas con Elena y cuatro horas con ellos. Y yo pensando enseguida en el dinerito: “¿Será que quiere que por el mismo sueldo trabaje allá y aquí?”. Pero a mí no me importaba, yo quería acompañar a Elena Burke y seguir ahorrando dinero para traer a mis padres. Me dijo: “Llámala a este número y ponte de acuerdo con ella para que debutes mañana porque ya no la resisto más”. La llamé y me dijo que nos veíamos al día siguiente en CMQ a las 2 de la tarde. 

Yo estaba loco por conocerla de verdad. Ya me la habían presentado, pero ella en ningún momento se fijó en mí. Llegué a las 2 de la tarde en punto a la CMQ y veo que viene sin nada en la mano, nada más que con una libretica con sus letras. Le pregunté si había traído las partituras. “¿Partituras? No, hijo, no. Yo no tengo ninguna partitura. Yo te voy a ir dando los tonos y tú tienes que seguirme. Vamos a empezar. ¿Te sabes Mil besos? Agarra un tono ahí, ese no, más bajo, no tanto, ese”. Así fue mi primer ensayo con Elena Burke y debuté con ella, en El club 21. Hasta que logré llevármela para el Hilton. Le caí arriba al dueño: “Raúl, ¿por qué no deja que Elena haga estas cuatro tandas aquí conmigo?”. Hasta que aceptó. Elena hacía las cuatro horas de El Club 21 y las cuatro tandas de media hora del Hilton, hasta las 5 de la madrugada, cantaba como una mula. Por ahí pasó mucha gente que me oía tocar a mí, pero en realidad iban porque adoraban la voz de Elena, como Ava Gardner. Ella jugaba siempre en el Casino y nos daba unas propinas maravillosas; William Holden también. Trabajé todo ese tiempo con Elena y ya nunca más me separé de ella, ni cuando hice el cuarteto con Moraima.

Elena Burke y Malena.

Elena conmigo era un amor, un ser especial, muy buena, pero era una mujer de un carácter que no todo el mundo podía sobrellevar, no era nada fácil. Ella me adoraba y yo la adoré siempre, y la sigo adorando. Actualmente tengo una química todavía más grande con Malena que la que tuve con su madre. Yo me siento al piano y Malena y yo podemos inventar un concierto en ese momento, sin haber ensayado nada. Malena ensaya como si ya fuera a trabajar, como si fuera el concierto. Ella no se guarda la voz, ella no marca como hace mucha gente, porque tienen que guardarse la voz para la noche, y luego por la noche no les sale. A Malena le sale en el ensayo y por la noche. Tiene un poder en su voz increíble y le pone sentimiento a todo lo que canta, en los ensayos, en una fiesta, en los conciertos. 

Aida Diestro y el cuarteto. 

Las D’Aida. Yo conocí a Las D’Aida en un viaje que hice con un amigo a La Habana, después de acompañar a la Guillot. Siempre fui muy admirador del cuarteto y me encantaba cómo armonizaba Aida. Para mí, ha sido el mejor cuarteto que ha tenido Cuba, musicalmente. Todo lo que aprendí de armonía lo aprendí con Aida, luego le agregaba mi intuición, mi estilo. Me interesaba mucho lo que oía de ella, el timbre de esas mujeres. Aida, tocaba el piano con suavidad, pero con una armonía preciosa. ¡Había que oírla tocar el piano! Tenía una gracia y un estilo, tocaba diferente a todos los demás pianistas. Tocaba lo mismo una cosa romántica que una movida, con el mismo sabor. Para mí, Aida fue una maestra, un genio. Ella vivía como a tres cuadras de El Mercado Único y me decía Memongo. Yo le preguntaba cómo montaba las canciones. “Mira, yo hago el acorde del cuarteto así, con cuatro dedos, que yo sienta la armonización, como si fueran los saxofones, o las trompetas de una orquesta y lo llevo a las voces”. 

La voz prima soprano o mezzosoprano; la segunda voz era Moraima, que era mezzosoprano también; Omara la tercera voz y Elena la voz grave. Cuando Elena se va de El Club 21 y del Hilton, Raúl González dijo que ella no le dejaría semejante hueco y que iba a meter a Las D’Aidas en El Club 21. Imagínate a aquellas cuatro mulatas cantando entre las mesas, eso era para morirse. Yo hacía una tanda de media hora y las D’Aidas con Aida en el piano hacían otra media hora; después yo me iba para el Hilton, solo, como la 1. Aida se cae y le enyesan el brazo, así que me manda a llamar. “Memongo, necesito que acompañes a las muchachitas, ellas no pueden dejar de trabajar. Ven para mi casa para enseñarte todos los días cuatro o cinco canciones”. Y ahí empecé a acompañar a Las D’Aida.

¿Después formas el cuarteto con Moraima Secada?

Desde que llegué a La Habana empecé a juntarme con gente que admiraba y que podía darme conocimientos. Nos reuníamos mucho por la calle Infanta en el bar Celeste. Yo adoraba la vida nocturna, trabajar de madrugada fue la dicha más grande del mundo, por eso me quedé con la madrugada, fueron muchos años. Allí empecé a relacionarme con Las D’Aida, pero sobre todo con Moraima. Aida Diestro se buscaba mujeres muy fuertes, pero ella era más fuerte que todas ellas juntas. Las botaba por indisciplinas; no creía en nada ni en nadie. Y cuando las iba a botar, ya tenía una sustituta escondida siempre. Las D’Aida seguían con Leonora Rega, quien sustituyó a Elena Burke. Cuando saca a Moraima, ella va a verme, a decirme que no le gustaba cantar sola, que estaba muy triste y me propone hacer un cuarteto. Se unieron Ernesto Martín y Horacio Riquelme. Ahí empezamos a presentarnos en El Club 21, en El Gato Tuerto, en Tropicana, en el Amadeo Roldán. Sin llegar a ser popular, comenzamos a tener éxito, la gente comenzó a seguirnos. Moraima cantaba muy lindo. Yo hice que ella fuera el centro del cuarteto; hacíamos cuatro voces, pero la dejábamos destacarse a ella. Ella era la que venía con la popularidad de Las D’Aida y era muy querida, la que más gustaba. Nos presentábamos hasta dos veces por semana en la televisión, la radio, teatros, y seguíamos en los cabarés. Aparte del cuarteto, yo seguí acompañando siempre a Elena, era algo que me encantaba.

¿Cómo era Moraima?

Moraima es la persona más simpática que yo he conocido en los días de mi vida. Una persona con un humor increíble, nadie puede tener la agilidad mental que tenía Moraima. Y la tuvo hasta que estaba muriendo. Pero Moraima también tenía un carácter muy difícil, parecido al de Elena. Traté de torearla siempre, todo lo que pude. Tuve que ponerme duro porque para lidiar con esas mujeres había que tener espuelas, o te hacían leña. Tuvimos el cuarteto como por cuatro años, pero ya era imposible seguir trabajando juntos. La última presentación fue en El Costa Azul de Cienfuegos.

A solas contigo.

Luis García fue un cantante muy bueno, le decían el rey del filin. Él se fue primero que yo de Cuba y tuvo un lugarcito en Miami, en Flagler. Con Luis García y Elena Burke hicimos el programa A solas contigo, en 1962, en Radio Progreso. Allí se estrenaron obras de Marta Valdés, Ela O’Farrill, Piloto y Vera, y dimos a conocer a muchos cantantes populares españoles, italianos, franceses como Michel Legrand. Trabajé durante ocho años en el programa. Luis García murió en Miami, en 2004.

Después de Moraima, empiezas a trabajar con Farah María.

Cuando nosotros hacíamos el espectáculo de La calabacita se divierte, en el Capri, Farah María era una modelo preciosa; cantaba un poquito, pero nada del otro mundo. Una noche, la vedette del espectáculo, quien se llamaba Andrea María, faltó y Joaquín Riviera, que era el productor, me dijo: “Meme, prueba a ver cuál de las modelos puede hacer este número con ustedes tres”. Las probé a todas y eran desafinadísimas. La única que lo podía hacer era Farah, no tenía una gran voz, pero era afinada y podía hacer todo lo que le pedía. Desde entonces se me quedó Farah en la mente. 

Al día siguiente de esa última presentación con Moraima en El Costa Azul de Cienfuegos, salí para La Habana. Cuando me bajé de la guagua, fui directo a donde vivía Farah. Me le aparecí en su casa a las 8 de la mañana. Le dije que quería hacerle unas pruebas para los Memes y ella me dijo: “¿A mí? ¿Pero cómo voy a cantar yo ahí al lado de Moraima? Tú sabes cómo canta esa mujer, la gente me va a tirar piedras”. Le conté que ya Moraima no estaba en el cuarteto. Y ahí empezamos con Farah. Tuve que sacar un sonido distinto al de Moraima, desvirtuarlo, para que la gente se olvidara de esa voz y cambié el repertorio completamente. Debutamos en el Salón Rojo del Capri. 

En 1964 compuse Otro amanecer, con la que surge Farah. Fue el éxito de todas mis canciones. Fíjate que Moraima nunca cantó Otro amanecer porque esa canción ya marcó una nueva etapa, el cuarteto con Farah. Aunque yo seguía queriendo a Moraima igual, todo se arregló después, pero fue mejor así. Ella me decía: “Suena muy bien tu cuarteto con la modelo”; así le decía a Farah. De ahí nos ponían a competir en todos los lugares, esa guerra, esa calentazón le encantaba a los productores. Farah le tenía pánico a Moraima, nunca sabía si saludarla o no.


Meme Solís

Como mismo subió, la popularidad bajó. ¿Por qué?

Trabajamos con todo el mundo, con Josephine Baker, con Bola de Nieve. La gente, la juventud cubana tenía delirio con nosotros. Salíamos del Amadeo Roldán escoltados por la policía, porque la gente nos tiraba de la ropa. Ese éxito ya ellos no lo aguantaban, no lo toleraban. Ninguno de los cuatro estábamos integrados a nada. Yo nunca hice guardia, ni pertenecí a nada. El Gobierno comenzó a decir que cómo iban a ser ídolos de la juventud cuatro tipos que no estaban integrados. Nos pidieron actuar en muchos lugares importantes, en París, en México, y siempre el Ministerio del Interior les decía que no y no nos dejaba ir

O nos integrábamos o nos borraban del mapa y lo más fácil fue borrarnos del mapa porque yo no iba a integrarme. Nos metieron en la lista negra y fueron quitándonos de todas partes: primero de la televisión, de la radio, del teatro y por último de los cabarés. Estábamos haciendo un espectáculo con Rosita Fornés y la mandaron a la Unión Soviética. Pues tampoco nos dejaron ir. Ella estaba indignada. “Pero, ¿por qué, si son ellos los que hacen mi espectáculo?”. La mandaron con Los Modernistas. Hasta que ya me llenaron el gorro de guisazos. Y en 1969 cogí un impulso de esos que cojo yo de vez en cuando y que después me cuestan la vida. Yo soy un libra, pero un libra con esos impulsos. 

Dije: “Hasta aquí llegué”, y a finales de año renuncié. Regresé de una actuación en Varadero y le dije a mi hermana que necesitaba que me acompañara a la oficina de Armando de Rivas, quien era el suegro de Miguel Ángel Piña, porque iba a renunciar. Y estaba cansado de todo eso. Cuando llegué, Armando Rivas me dijo: “¡Ay, Meme! Perdóname que no te había dado las cuatro gomas y el acumulador que te prometí para el carro!”. “No, Armando, yo vengo a algo más grave que eso. Yo me voy a ir del país algún día y quiero que sea usted quien me ayude a decirle esto a todos los demás”. Rivas me dijo: “Lo voy a sentir mucho; pero si es una decisión suya, la respeto”. Y aquella fue mi última actuación en Cuba, en Varadero. Lo que se formó no te lo puedo contar. Ellos tres hicieron declaraciones en la radio, a Farah, Miguel Ángel y Héctor les escribieron un libreto que tuvieron que leer porque si no hacían las declaraciones se embarcaban también.

¿Cuándo lograste salir de Cuba?

No me dejaron salir hasta 1987, me castigaron por más de quince años. Muchísima gente me ayudó para poder salir, la Guillot me mandó carta de invitación, me puso pasaje y nada. Me decían que tenía la salida denegada indefinidamente. A mi hermana, quien era médico, le negaron la salida por dos años; pero a mí, que era solo un artista, indefinidamente. No sé por qué, seguramente llegó un tipo y dijo: “A este déjenlo por un buen rato aquí”, y luego se olvidaron de mí. En el año 80, cuando el Mariel, fue un tío a buscarnos, pero igual, la lancha se fue con todo el mundo menos con mi familia.

¿Cómo te las arreglaste durante todos esos años?

En aquel momento se hizo la Ley del Vago, tenías que demostrar que estabas trabajando o te metían a la cárcel. Trabajé en una fábrica de cartón corrugado, en Amenidad y 20 de Mayo, donde tenía que cortar el cartón con una sierra, con terror a cortarme las manos. Trabajé en esa fábrica durante seis meses. Tuve que cambiar los horarios, yo estaba acostumbrado a trabajar de madrugada. 

Al principio tenía que tomarme una pastilla para poder aguantar las ocho horas despierto en la fábrica. A los seis meses de estar allí, llega un admirador mío, revolucionario, que pertenecía a todo, pero que me adoraba, Felipe Yaudí, jefe de una de las oficinas de la Industria Ligera, y habló conmigo. “Yo voy a resolver esto”, me dijo. Yo pensé que lo iba a joder todo y sería peor. Cuando me llamaron para darme la noticia de que me iba de allí, yo iba aterrado, pensaba que de esa me iban a fusilar. Me llevó a trabajar con él y me dijo: “Mañana vas a empezar a trabajar en estadística, en mi oficina, hasta que yo acabe de resolver esta situación”. “Pero si yo no sé nada de estadísticas”, le dije. “No te preocupes, tú haces lo que yo te diga”. 

Luego, él habló con Celia Sánchez y me mandaron de jefe de espectáculos de Santa María del Mar. Yo siempre les advertí que agradecía mucho todo lo que hacían para que yo estuviera lo más cerca posible de mi profesión, pero que quería ser honesto, yo no iba a integrarme ni iba a renunciar a mi salida nunca. Me advirtieron que no podía volver a cantar, ni a aparecer en nada. Ahí estuve por varios años, dirigiendo aquello, como si yo fuera un revolucionario más. Trabajé como un mulo y me tenían adoración por todo lo que hice. Pero yo no quería cantar, yo no quería volver a ser popular, yo solo quería que olvidaran que mi nombre existía, porque yo lo que quería era irme en cuanto pudiera.

¿Amigos que nunca te abandonaron?

Mientras me iba adaptando a esa nueva vida anónima, me llamaba por un lado el director de Tropicana para que le montara un espectáculo. Le monté el espectáculo a Rosita “La Fornés tridimensional”, en el Carlos Marx, pero todo sin publicidad. La Fornés era muy cabecidura. Yo le pedía que no me mencionara más, que no dijera más mi nombre, por favor; pero ella lo seguía diciendo de todas maneras

Elena Burke igual. Las dos nunca dejaron de mencionarme. Moraima tampoco, ni Ela Calvo. Estuvieron conmigo siempre. Las cuatro siguieron siendo como familia. Ir a mi casa era un pecado. Yo vivía en 25 entre L y K, frente al Habana Libre, pero artista que pasara por ahí y lo viera la Seguridad del Estado, ya tú sabes. Todos se desaparecieron, pero ellas nunca dejaron de ir a mi casa, ni Consuelito Vidal ni Tania Castellano, compositora y esposa de Lázaro Peña. Todas tenían delirio conmigo y nunca dejaron de visitarme. Yo me tenía que bandear por todos lados, con los revolucionarios que me seguían queriendo todavía y con los que no. Aquellos años fueron muy difíciles, terribles, pero por suerte me ayudaron a sobrepasarlos muchos amigos. Nunca más fueron Farah, Miguel Ángel ni Hector, pero a mí eso no me importó, porque yo sabía que ellos estaban amenazados.

¿Cómo lograste salir finalmente de Cuba?

Mi segundo matrimonio fue con una muchacha que se llama Marivi, psicóloga, que estuvo castigada también por dos años. Cuando a ella y a mi hermana les llegó la salida, les dije que tenían que arrancar enseguida de allí. Mis viejos podían salir en cualquier momento porque eran ciudadanos españoles, pero dijeron que hasta que no me liberaran a mí no se iban. Se quedaron todo el tiempo conmigo. A cada rato los citaban para ir a emigración y ellos iban con la esperanza de que les dieran los tres pasaportes, pero nada. Hasta que un día mi padre les dijo que no le mandaran una citación más hasta que no liberaran a su hijo. Le explicaron que no se decía liberar, que se decía dar el permiso para viajar. “Bueno, pues hasta que no le den el permiso para viajar a Meme no nos citen más”. 

Una vez en España, Marivi y mi hermana empezaron a mover cielo y tierra. Lograron hablar con el actor Yves Montand, quien era de los Derechos Humanos en Francia en ese momento. No sé como, Marivi se las arregló para llegar a la oficina del presidente de España, que en esos momentos era Felipe González. Él incluyó mi nombre en la lista de presos políticos que pidió que fueran liberados. Y así fue como pude salir yo con mis padres, en 1987. Me citaron a Alta Habana, donde estaban las oficinas de emigración antes, y se daban las salidas. Yo pensé que era una mentira, que era para burlarse de míotra vez, pero fui para allá, muriéndome. Aquello parecía una cosa de los nazis, me llamaron por una de las bocinas, José Solís. 

Me dijeron: “Queremos avisarle que el Gobierno ha decidido que usted viaje. ¿En qué tiempo usted cree que puede tener las cosas listas para irse? Trate de resolverlo todo lo más pronto que pueda para que se vayan”. Y me entregó los tres pasaportes. Cuando salí de allí, los pies se me doblaban, no podía casi caminar, no podía pensar que aquello fuera verdad. Diecisiete años después de haber renunciado. Llegué y mis padres estaban en la cocina haciendo su cafecito (ellos divinos siempre), y les conté. En menos de una semana yo tenía la baja de todo, todo el mundo me ayudó, toda la gente me decía: “¡Ay, al fin te vas Meme!”. Y yo: “Tranquilos, que aquí no se puede decir nada”.

Tus primeros años en el exilio.

Llegamos a Madrid. Yo pensaba que ahí no me conocía nadie, pero había mucha gente esperándonos en el aeropuerto. Fue el director de Radio Martí a extenderme un contrato: “Queremos que el espectáculo que te quitaron en Radio Progreso empiece ahora de nuevo. Queremos que el público que te dejó de oír en La Habana te escuche ahora por Radio Martí”. Fue muy emocionante. Empecé a hacer Radio Martí en Madrid y lo transmitían desde Washington, el Show de Meme Solís

También se juntaron un español y un cubano que abrieron un cabaré en Madrid para mí, le pusieron El piano de Meme Solís. Empecé a presentarme en la televisión. Y así estuve durante muchos meses, trabajando muchísimo, hasta que Ari Kaduri, empresario de Rocío Jurado, Julio Iglesias, Libertad Lamarque, parece que oyó algo sobre mí y fue a verme al cabaré en Madrid. Me ofreció venir a Miami. Aunque ya estaba logrando establecerme en España, me hacía falta el reencuentro con el público de Miami. Ese reencuentro con esos cubanos que me estaban esperando era muy importante para mí. Ese debut mío fue tremendo, el 9 de julio de 1988, en el Dade County Auditorio. Después me presenté por cuatro semanas en el Tropigala, en el Hotel Fontainbleau.

¿Ya no regresaste a España?

Ari no quería que me quedara en Miami, él me decía: “Meme, Miami es la tumba, el cementerio de los artistas, para trabajar conmigo no te puedes quedar aquí”. Pero mis padres estaban en Miami, ya muy mayores, así que le expliqué. Se puso un poco molesto, pero lo entendió. Mis padres estaban por encima de todo, incluso por encima de mi carrera y ya ellos tenían un futuro muy corto. Después volví a Madrid, pero ya esporádicamente, no a vivir.

A partir de ahí, ¿retomas la carrera musical por ti mismo?

En 1989 conocí a Félix Romeo en Miami. Félix fue bailarín y coreógrafo. Nos hicimos grandes amigos. Félix es mi hermano chiquito, es quien cuida de mí, él es muy organizado, tiene organizada toda mi música, monta todos mis espectáculos, donde quiera que vaya, voy bajo la dirección de Félix. Él es el principal crítico de mi trabajo, me dice lo que hago mal, que es lo más importante. Si le pregunto a mi hermana, para ella no hago nada mal, para ella soy el mejor cantante del mundo. Félix no, él me dice: “Esto lo hiciste horroroso” y cuando hago las cosas bien, me dice: «Estuviste bien». No te creas que con mucha efusividad tampoco. Esto me ha ayudado a pulirme mucho, a aprender a oírme y a criticarme a mí mismo ahora, a estas alturas de la vida. 

Yo antes no me criticaba. Este año se cumplen treinta años de que Félix y yo empezamos a hacer espectáculos juntos. El primero fue en 1991, en el Dade County Auditorioum. De ahí hemos trabajado en el Artimes, en el Carnie Hall, en Madrid, Puerto Rico, Los Ángeles. En New Jersey hicimos una compañía de teatro de espectáculos, lo inauguramos con mi querida Olga y una orquesta de catorce músicos para ella, en el teatro Park; un teatro muy bonito que lo han abandonado. Hice otro con Albita también. Y el último que hice en New Jersey lo hice con Aimé Nuviola, Xiomara y Malena. He trabajado con tantas…, con Libertad Lamarque, Sarita Montiel, Martha Pérez la soprano, María Martha Serra Lima. Con Celia Cruz trabajé en Cuba en la televisión, en Miami Bayfront Park, en New York y en New Jersey. 


Meme Solís

Durante todos estos últimos años, ¿has trabajado con otro cuarteto?

En ese momento, en 1991, decidí hacer otro cuarteto, el Grupo Vocal de Meme, para que me acompañara siempre y para que también me hiciera los coros. Ya tenía la voz prima que era Lisette y la tercera voz Susana, ambas son sobrinas mías. Y encontré a Diana, segunda voz y a Dayamí, cuarta voz. Disfruto mucho el sonido que he logrado con ellas y los éxitos alcanzados durante estos treinta años. No puedo dejar de mencionar que todo esto sería imposible sin Carlos Hernández, que es el director de la orquesta y un hermano para mí. 

¿Con qué otros intérpretes has trabajado?

Además de las que ya he mencionado antes, con Argelia Fragoso, Lena Burke, Haydée Milanés, Ana María Perera, Silvana Di Lorenzo, Pablo Milanés, Amaury Pérez, Francisco Céspedes, Rodrigo de la Cadena y muchos otros.

¿Has estado en Broadway? 

Con cuatro musicales: Nostalgia tropicalCuba libreSerenata Antillana y Havana Under the Sea

¿Cuándo te estableces en New York?

Nos establecimos en New York en 1990.

¿Has regresado alguna vez a Cuba?

Nunca, aunque he recibido muchas invitaciones para hacerlo y he sido el primer artista exiliado al que le brindan un homenaje a su música en Cuba. “Otro amanecer: la música de Meme Solís en las voces de los principales intérpretes de Cuba”, un espectáculo producido por Raúl de la Rosa, en 2013. Dos días en el teatro América con una treintena de figuras cubanas. Entre ellos Rosita Fornés, Ela Calvo, Farah María, Miguel Ángel Piña e Ivette Cepeda.

¿Cuál es tu rutina diaria en este maravilloso apartamento de Manhattan?

Yo me siento en ese piano todos los días y ensayo. Uno tiene que ejercitar los dedos porque con los años, si no ejercitas, las manos se te llegan a atrofiar. Y memorizo las letras de las canciones, todos los días, porque yo no te hago un concierto poniéndote un atril y un papel, nada de eso. 

Y preparar el mejor cortadito de todo New York y New Jersey. 

Si tú lo dices…




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