El mar: un espejo para el poder

Dos parejas miran hacia el mar. 

No importa que el espacio teatral sea diferente, que una contemple las aguas de Varadero, desde la suite del Hotel Gran Cuba, y la otra el Mediterráneo, desde un chalet en las inmediaciones de un balneario innombrable; ni que pertenezcan a obras distintas —Mecánica y Protocolo—

No importa, porque ambos matrimonios exhiben ciertas coincidencias: un mismo autor, Abel González Melo; un mismo director, Carlos Celdrán; una misma sala, Argos Teatro; el espíritu de Ibsen —al estar inspiradas en Casa de muñecas y Un enemigo del pueblo, respectivamente— y una metáfora del poder que se refleja en el mar.

Mecánica irrumpe con el sonido de las olas, entra Osvaldo Telmer y mira hacia ese mar distante que le ofrece la vista de la suite del hotel, ese mar imaginario donde no hay personas, pueblo, solo agua y azul. Sin embargo, más allá del espacio escénico, su mirada cae sobre el público. Sobre mí. Sobre ti. Nosotros somos el mar. Agazapados en la oscuridad, miramos el aparente candor de Carlos Luis González, representando a Osvaldo Telmer, en la plataforma que se levanta sobre el escenario para acentuar esa distancia entre el personaje y el público. 



Imagen de Mecánica, por Denis Peralta.


Su esposa, Nara Telmer, interpretada por Yuliet Cruz, gerente del hotel, entra en escena poco después, como si el mar le fuera indiferente. Su preocupación, su ocupación, es el inmueble y su funcionamiento, es decir, la estructura. La mirada pragmática del personaje funcionaliza el mar, deshace el espejo romántico del remanso de poder donde Osvaldo Telmer quiere verse, para objetualizarlo como mercancía. 

Sin mar, sin aguas cálidas y limpias, no hay turistas; sin turistas no hay hotel. Nara lo sabe, por eso una plaga de medusas puede poner en crisis el negocio y ella nos convence de ese peligro engañoso. Pero la crisis no llega desde el mar, está dentro del hotel esperando estallar. 

En Protocolo regresa González Melo a los roles de pareja donde la mujer ocupa un espacio de poder social mayor que el hombre, esta vez en la relación de Petra, alcaldesa y directora del balneario, interpretada por Paloma Zavala, y su esposo Tomás, el médico del balneario, a cargo de Ernesto Arias. Nuevamente la trama nos traslada a un lugar de descanso frente al mar, solo que ahora el sitio de trabajo se encuentra referido y el espacio escénico es la casa del matrimonio, lo que de cierta forma anuncia la relación más personal de la pareja, aunque igualmente el mar es la bendición —una atracción turística— y el peligro —cuando dificulta el desagüe de las cañerías del balneario—. 



Imagen de Protocolo, por Denis Peralta.


Inversamente a Mecánica, el problema del agua es el detonante de la crisis y el conflicto exterior se verbaliza cuando Tomás dice: “El agua es la vida del balneario. Sin aguas buenas no tenemos balneario”, a lo que Petra le responde: “¡Y sin balneario no tenemos nada, Tomás!”.

Ambas obras mienten al hacernos creer que tratan sobre el problema social de esa clase media que ha arribado a un estatus económicamente superior, de nuevos ricos, elevados sobre relaciones de poder político-empresarial, cuando en realidad el centro de estos textos es el conflicto de las parejas. 

En Mecánica, el matrimonio es una alianza para el poder, los sentimientos se adecuan a los intereses —no solo de los protagónicos, también de los personajes secundarios—, porque cada cual quiere algo del otro y usa su poder para conseguirlo, ya sea el respaldo familiar de Osvaldo, ya sea la eficiencia administrativa de Nara. Ambos aportan su capital —político, económico o intelectual— para conseguir formar una familia como se funda una empresa, por eso la crisis interna de la pareja puede hacer zozobrar el lugar que ocupan en el Hotel Gran Cuba y sus aspiraciones de clase. 



Imagen de Mecánica, por Denis Peralta.


En Protocolo, en cambio, la pareja tiene una relación amorosa, la crisis político-profesional afecta y pone a prueba esa unión sentimental, ambos se desgarran por sus respectivos deberes en lo ético-social, ambos pelean en bandos opuestos para lograr sus objetivos. Cada uno trata siempre de convencer al otro, de regresarlo al estado de gracia inicial, cuando eran una pareja unida y gozaban de una inocencia paradisiaca. 

Otras transposiciones desarrollan estas obras, pero ahora en la puesta en escena. Celdrán, que ha seguido el juego de los espejismos textuales y ha mantenido puntos de contacto estructurales —el minimalismo escenográfico, la mesa en el centro del espacio escénico, el color blanco como símbolo del poder y como contrapunto de las oscuridades éticas que develan los conflictos—, también ha creado inversiones en la dirección actoral. 

El cuerpo de Yuliet es preciso, sus movimientos en la escena tienen la gracia de la exactitud, de una partitura geométrica que enfatiza el carácter dominante y controlador de su personaje, mientras que los movimientos de Paloma son tan flexibles, dóciles, danzarios, que otorgan a Petra una vis manipuladora y maternal. Los esposos, en cambio, que comparten una tesitura más nostálgica, como desamparados, se distancian en la sinceridad que trasmite el cuerpo. Carlos Luis sostiene su personaje desde una calma fingida que el cuerpo revela con las tensiones de la contención que ilumina los secretos: todo lo escondido y silenciado que pesa sobre Mecánica; mientras, el cuerpo de Ernesto, abocado a la pasión, transmite una confianza que, aunque puede tensarse en conflicto y estallar, siempre regresará luego a esa paz inocente del personaje.

El contraste entre una y otra obra se hace evidente con la iluminación: si Mecánica es un espacio luminoso, Protocolo es un lugar de claroscuros, de sombras. La luz se introduce en el conflicto: en Mecánica, remarca las relaciones frías y calculadas de las parejas; en Protocolo, se centra en la intimidad.



Imagen de Protocolo, por Denis Peralta.


Un salto en el tiempo, en Protocolo, pone a Petra y a Tomás en el pasado cuando llegan a la casa y a lo lejos observan el mar. Pienso ahora en esta construcción de espejo que propone la obra y la extiendo más allá de los límites de su texto, cuando me figuro que en Mecánica Osvaldo Telmer está parado en su suite del Hotel Gran Cuba mirando también el mar.

No importa en qué lugar del mundo se encuentren las parejas, como diría Borges: “los mares urden oscuros canjes, y el planeta es poroso”. Observo entonces ese mar que fluye entre ambas obras y que queda latente, detrás de la mirada de los actores que lo contemplan. Esa agua contaminada, invadida de medusas, que rompe con la paz —la aparente paz— y deja de ser espacio de purificación y recreo para convertirse en el pozo del terror y la enfermedad donde nos veremos, en el reflejo de lo vivido, como otros tantos espejismos. Al trasladarse del mar a la pareja, de lo natural a lo social, de lo social a lo íntimo, el conflicto quiebra el paraíso para que pueda surgir la verdad del agua turbia y contaminada, también de la negación y el silencio del poder. 

En estos días, cuando algunos tratan de asesinar la reputación de los artistas, y esa mala práctica intenta tocar a Carlos Celdrán, a Yuliet Cruz, a Abel González Melo, necesito regresar a las palabras de Antonio Vigo: “sembrar la memoria para que no cunda el olvido”. 

Me refugio entonces en las imágenes que han quedado en mí de las visitas a Argos Teatro. Allí, en mi memoria, hay un espacio especial para Mecánica y Protocolo porque, como sus protagonistas, yo también he estado mirando el mar sin sospechar la tormenta que se avecinaba.


© Imágenes de interior y portada: Denis Peralta




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