Confesión inicial: estoy mal de los nervios, muy mal. La cubanía como estado extremo de alteración. La patria como patología. Punto y aparte.
Cuba me colapsó la cabeza. Por eso deambulo. A lo zombi, a imitación de un exiliado. Sin serlo, siéndolo. Vagando de una punta a otra de nuestra condición posnacional: un cáncer congénito, trauma y ternura de nuestras biografías sin vida. Vaciadas, viciadas. País sin pueblo y sin paisaje. Páramos de lesa cubanidad.
Cuba me cauterizó el cuerpo. Por eso simulo. A la bartola, desvariando a diestra y siniestra, como un reptil de la retórica que llega a Nueva York huyendo de los censores de la corrección política en la academia totalitaria y anti-Trumpista. Por eso, en lugar de irme a drogar a algún antro porno (el socialismo yanqui los remplazó por la anorgasmia arquetípica del Centro de Ayuda al Inmigrante Ilegal), termino metiéndome mediocremente en una sala de teatro que ―pienso de pronto― es una máquina del tiempo, pero ya sin cuerda analógica ni digital.
Como bien lo ha dicho el teatrista cubano Víctor Varela, “el teatro ha muerto”. Ahora “podemos teatralizar su vida, usar las mismas herramientas que el teatro usa para construir ficciones”, pero igual seguirá “muerto en Nueva York y en el culo del mundo, allí donde no se ha hecho teatro nunca” (aunque a mí me parece que el culo del mundo sí ha de ser una cosa muy teatral).
En la práctica ―Víctor Varela dixit―, ya “se sabe que está muerto, pero nadie lo dice” porque “lo cierto es que el teatro solo le importa a los teatristas”. Es decir, solo le importa a él, a Víctor Varela. Y a mí, por supuesto: a nosotros, sobremurientes atrapados como moscas entre las cuatro paredes de Lo Cubano, que en pleno nuevo milenio sigue siendo el “Timo del Siglo”, según la profecía política de Tin Boruga en la novela Papaíto Mayarí, de Miguel de Marcos.
En cualquier caso, una de esas veces en que aterricé por azar en Manhattan, volé de La Guardia hasta la guarida de La MaMa Teatro en la Calle 4 de Nueva York. Parezco una especie de Martí finisecular o al menos un Ismaelillo huérfano, en uno de esos domingos sin Dios saturados por el odio demócrata hacia el empresario Donald J. Trump. Pero no me guía el deber, como al Apóstol, sino el lenguaje lazarillo de mi Google Maps: esa aplicación con acento de Cuban-American en contra del Embargo, un app que entraña el fin del Exilio en tanto tragedia geográfica. Luzco más bien como un Appóstol que aspira a invertir pa´l carajo las coordenadas conceptuales de la comedia cubaniche, convirtiendo únicamente en Exilio a la Isla: aquel escenario excéntrico, exótico, extemporáneo. Tóxico. Cuba es acá, además de caca. La Isla es Exilio, además de exequia.
En La MaMa Teatro, fiel a su afán fósil “por armar escenarios, por montar obras y lidiar con la indiferencia de la prensa y el público” ―según sus propias palabras―, me topo con Víctor Varela, V.V. en vivo, haciendo como si interpretara una obra de Víctor Varela en vivo. Teatro dentro del teatro, retro-representación. Autofagia foránea, auto de fe físico. Dentro del teatro, Cuba; fuera del teatro, la Revolución. Tanto lío con la democracia y, total, ¿para qué? Después del totalitarismo, la tristeza. Después de la libertad, la languidez de seguir siendo nosotros mismos. Cubanos por cuenta propia. Por favor, paren de leer por aquí.
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Llegué tarde a la sala (reparen en los octosílabos). En Nueva York los cubanos no respiramos oxígeno, sino versos sencillos. Tuve que pagar no sé cuántos dólares de mi estipendio estudiantil para entrar. Cooperé con el artista cubano, a costa del espectador cubano. El capitalismo es así. Cruel, muy cruel, compañeros: en esto el castrismo fue preciso como una guillotina. Y los ingratos cubanos sin prestarle la menor atención a su pedagogía despótica…
Apenas me senté, se cruzaron por azar nuestras miradas de compatriotas no contemporáneos, nuestras visiones de cubanos descontextualizados que conocen, pero lo callan, que esta escena no debería de estar teniendo lugar aquí. Y mucho menos en La Habana del 2018, donde la tiranía suple con creces las necesidades y capacidades de toda expresión escénica. Teatro, ¿para qué?
Miro de reojo a V.V. tras sus consolas de luces y audio. Su humanidad es lo primero en lo que reparo de esta puesta en escena de El abismo de los pájaros, una obra escrita y dirigida casi autistamente por él. Y asumo de inmediato que Víctor Varela ha de ser uno de los personajes extradiegéticos de este tour de force o acaso tour de farsa.
Miro a V.V. mirarme de reojo a mí, no sin resentimiento de clase, porque seguro ya él sospecha que yo vine hasta aquí justo para lo que yo vine hasta aquí:
1) Para boicotear su arte o barbarie.
2) Para dislocar su discurso de marionetas mudas, permanentemente parlantes en una distrófica danza.
3) Para vengarme de esos ventrílocuos del medioevo posmodernista que no quiero ni pensar por quién habrán votado en noviembre del 2016, representantes del sóviet no rojo sino azulito que es hoy Nueva York: Strangers Together.
4) Para que V.V. me tire el teléfono luego y me deje de hablar.
Desde su posición a la sombra de un poder estético (Víctor Varela Ex Machina), este cubano sin Cuba se me aparece ahora como mi doble: V.V. me asombra como un ominoso Doppelgänger a golpe de textos bilingües y musiquitas marciales en escena, entre tres tristes títeres rodeados de artes plásticas y defectos lumínicos. Me parece todo, redundantemente, espectacular.
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Estamos, pues, de vuelta en un cabrón barracón de capos castristas, Oberkapos salidos de nuestras más recurrentes y recicladas pesadillas de claustrofobia y reconcentración. No es necesario ni mencionar la palabra Cuba para que este acabose encaje en el escapulario de una época cuya épica convirtió al crimen en un credo del corazón. Fuimos tan felices allí. Somos tan falaces aquí.
¿Es posible escribir teatro después de Auschwitz? La arena de La MaMa Teatro atardece adornada por un guion asfixiante, mitad abulia y mitad abuso. A rajatabla. Ristra de reclusos trepanados hasta el hueso, con sus grises ropas y sus pieles primermundistas machucadas por una historia sin histología. Asistimos a una siesta de piojos, asamblea o asalto sobre la cama ceremonial de unas pajas de utilería, con nieve hecha de talco barato, como un polen reminiscente pero fuera ya de estación. Esto no nos hubiera pasado en Cuba. Esto no nos hubiera pasado de no ser por Cuba. ¿Es posible escribir teatro después de Castro?
Aquí no ha pasado nada, teatristas. Somos testigos atemporales de un repertorio roto de disidentes y desertores, en un paraíso en pasado perfecto de carroñas y centinelas, de siervos y espías (valga la redundancia). Diálogos al vuelo, en el aire: lenguaje en el limbo de lo antidramatúrgico y lo contrateatral. Una casa de citas, una jaula de plagio intelectual para consumo de los agentes secretos de la inteligencia. Pájaros que caen en picada. Abismo declamado en reverso, tras cinco o quinientas generaciones en declive, en debacle. Milnovecientoscincuentinuevidad a pulso: cloaca criolla de miedos y mojoneras Made in Marx. En definitiva, es el “Sí mágico” de nuestro estalinismo insular, insulso. Incluida la concomitante estampida de balseros de verde oliva, ese ejército de misiles malhablados que salen a patadas del Gulag y caen conectados al wi-fi de La MaMa Teatro. Incluidas, también, las cenizas sacras de un comandante resucitado con dejo de puertorriqueño o del Bronx o ambos.
Le dije por teléfono al autor de la puesta en eczema de El abismo de los pájaros: “Víctor, yo no sé nada de teatro. Ya solo me motiva el terror”. Atentar desde el terror y por el terror mismo: 1) contra los líderes infalibles de la sociedad civil cubana, esas inverosímiles vírgenes volátiles; 2) contra las torres gemelas de un exilio infiltrado por nuestra cubanidez incivil; 3) contra José Martí en persona, por una cuestión de competencia personal. Perdóname, pero hace una pila de párrafos que te pedí que no siguieras leyendo hasta aquí.
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Como Peter Pan cincuentenarios, regurgitados groseramente por un “futuro martillado que habrá de ocuparse de mantener a Cuba con los dedos de los pies cortados, tal como la extrema izquierda revolucionaria la desea, inmóvil, permeable al totalitarismo más cínico y lucrativo que ha conocido la humanidad” ―V.V. dixit―, nos despedimos a desgana tras su sesión de arte artero o política del obstáculo. Léase, de la oportunidad. Con suerte, de la obcecación. Ya éramos enemigos a muerte, ya nos odiábamos hasta el fin de la cubanidad. No hay experiencia epifánica más martiana.
Se trata, incluso en una sesión vespertina de teatro del desastre, de arañar alguna adyacencia por donde boquear en el actual cosmos cubano, ese bañito público que recuerda a una cosmopolita cámara de gas, donde eructamos patetismo y cultura en el estercolero fundamentalista de una patria pétrea, pútrida. Mientras confundimos nuestros propios peos con los aplausos de una democraticracia que, tanto yanqui como confederada, son racistas radicales a la hora de profesar su culto por Castro al pronunciar su retintín de elogio por la Revolución, a la par que forman su circo interseccional contra el fascismo Made in Donald Trump.
El abismo de los pájaros, de Víctor Varela, no es ni mucho menos el abismo de los cubanos. Eso sería reducirla de un plumazo a un facilismo costumbrista en clave criptoconceptual. Mi lectura analfabeta de su más reciente obra de teatro se regodea en la ausencia de una especie que ya se extinguió, pero aún no cae ni en la cuenta de su extinción. Nostalgia por nuestro Imperio de Isla. Rabia por la resistencia que perdió hasta su lógica tras una Hégira de la que ningún profeta volvió. Diáspora de desaparecidos que seguimos pataleando como aparecidos en La MaMa Teatro, animalitos sin madre en un mundo que hace ya mucho rato es el mundo del día después de.
Adiós, V.V. Fue bonito mientras duró. Le quiero menos de lo que le quería y quedo de Vd., su OLPL.
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