Impulso Teatro presenta por estos días de agosto, en La Habana, una obra de Peter Handke: Insultos al público. Bajo la dirección de Alexis Díaz de Villegas, con siete actores en escena (incluyendo a su director), esta es una obra meta, que pretende ir contra las bases mismas del teatro en tanto representación, y contra el rol que el teatro ocupa en la sociedad.
En lugar de entretenimiento y la contemplación de la vida en otra parte, la obra ofrece volcar la atención sobre el espectador:
“No podrán satisfacer su curiosidad. De nosotros no saltarán chispas. No habrán crujidos ni tensiones. No habrá suspense. Estas tablas, no representan el mundo. Forman parte del mundo. Estas tablas están aquí solamente para sostenernos. Este mundo no es diferente del suyo. Ustedes han dejado de ser simples mirones. Son el objeto de nuestro diálogo”. (Gaspar, Insultos al público, El pupilo quiere ser tutor, Alianza Tres, Madrid, 1982).
La obra original fue estrenada por primera vez en 1966, en su idioma original, el alemán, en el Theatre am Turm de Frankfurt, durante una semana que exhibía teatro experimental. Luego ha sido representada por otras compañías; la primera de estas producciones fue en 1970, en el Almost Free Theater del Soho londinense, representado por Arts Cooperative’s TOC.
Desde su aparición, la obra ha tenido mucha suerte en universidades y ha sido acogida mayormente por compañías que trabajan desde la meta-reflexión. La versión que nos ofrece Alexis Díaz de Villegas tiene, como cualquier puesta en escena, méritos, desencuentros, y algunos desaciertos.
Entre los méritos está dar cuenta de la vigencia del texto y de lo oportuno de su puesta en escena en La Habana veraniega de 2019. Pero, aunque el texto resuena con la audiencia, las actuaciones no se articulan tan orgánicamente con este como pudiera esperarse.
Si la intención de Peter Handke era la de contar con actores que no “dramatizaran”, para que el texto, y en definitiva las palabras mismas, sobresalieran, en varias ocasiones los actores de Impulso Teatro distraen a la audiencia con artificios ligeros, como agruparse o dar saltitos de un lado a otro del escenario, entre coreografías que ostentan la evidencia de marcar el ritmo de la función: su finalidad es organizar los cuerpos en escena a un tiempo que los convierte en objetivos, seguidos por la mirada atenta del espectador.
Estas coreografías elementales nada contribuyen, más bien restan a la obra, porque permiten al espectador evadirse de la dureza del texto y relajarse mientras observa los movimientos de los actores, quienes entonces se contradicen al decir parlamentos como: “No somos accesorios que se ponen en movimiento automáticamente” (pues eso es lo que parecen) y “Ustedes son nuestro blanco” (pero moviéndose así, tan graciosamente y al unísono, son ustedes los que se vuelven el blanco de un público que puede observarlos, como escribiera Handke, “bien hundido en su butaca”).
Concebida para cuatro actores, la obra ha sido defendida con dignidad por los siete que Impulso Teatro colocó sobre el escenario. Aunque, en una pieza diseñada para no tener parlamentos específicos y entrecruzar las líneas del texto en un monólogo grupal incesante, solo dos de los actores resaltan: por participar menos que el resto. Quizás es consecuencia de emplear más actores que los inicialmente concebidos por Handke: para que no se note alguien por encima o por debajo de los demás, la dinámica ha de estar basada en el equilibrio del conjunto.
Otro mérito indudable es el montaje, con la proyección del público al fondo del escenario, de manera que los asistentes pueden observarse a sí mismos. Esto permite, en cierto momento de la obra, que los actores nos den la espalda y que encaren nuestra imagen proyectada. Es una referencia mediática en una actualidad hipermediatizada, y un ejemplo de adaptación eficaz al contexto contemporáneo.
Observarse mientras le observan, pantalla mediante, le permite al espectador cobrar plena conciencia de la intención de los actores de colocarlo en el punto de mira. Al final de la representación, los actores aplauden al público, un añadido muy a tono con el leitmotiv de “insultar al público” y de que es justamente el público, y no la obra, el acontecimiento de la velada.
Para un teatro libre en Cuba
El Decreto 349 amenaza. El avance de la contracultura cubana, que ahora no está solo afuera sino también adentro, preocupa a un régimen que teme que la democracia pase de la literatura o el arte a la calle.
En cuanto a los desaciertos, pueden resumirse con una frase: Impulso Teatro no adapta suficientemente la obra al contexto.
Insultos al público intenta rechazar su papel de mercancía, el que se obtiene pagando la entrada a la sala; en su lugar, opta por negar la satisfacción al consumidor: “Esta noche, ustedes no obtendrán nada a cambio de su dinero”, reza el texto. Sin embargo, sabemos que esto es una verdad a medias.
Viene al caso preguntarse: ¿quiénes son los consumidores que asisten a la sala Llauradó de El Vedado, un domingo a las cinco de la tarde? ¿Es esta una audiencia similar a la que inspiró la obra del austriaco en 1966? El texto de Handke dice, y así es repetido por los actores de Impulso Teatro:
“Ustedes son un público de teatro. Por el aspecto de su indumentaria, por su actitud, por la manera en que ustedes miran hacia el escenario, ustedes forman un todo. El color de sus trajes no desentona con el color de sus asientos. Ustedes mismos forman un todo con sus asientos. Ustedes están disfrazados, y al disfrazarse han salido de lo cotidiano”.
El texto original fue escrito para una audiencia privilegiada, que tiene tanto el poder adquisitivo como el hábito de asistir al teatro. Pero, en Cuba, ni la entrada cuesta tanto (sabemos que se trata de un costo simbólico), ni la alta cultura es fácilmente deslindable de la cultura popular. Las cosas son más complicadas por estos lares.
En la tarde del domingo habanero, los asistentes a Insultos al público, de Impulso Teatro, somos conscientes de que no acudimos a un lugar donde es importante dejar claro, en nuestra manera de vestir, cuál es nuestro estamento social o cuánto apreciamos y haremos por conservar el carácter sagrado de la alta cultura. El color de nuestros “trajes” no entona con los asientos, pues nuestras ropas son casuales, ajenas a los lujos del teatro en cualquier otro país, donde este se asocia a los privilegiados que pueden costearlo y disfrutan de tiempo libre.
En Cuba, además de tener un teatro subvencionado, tenemos tiempo de sobra, un tiempo no atravesado por la impronta económica. Nadie se “disfrazó” para asistir a esta función, y nadie salió de lo cotidiano. Entre el público, algo impensable en otros contextos, abundaban los teléfonos encendidos y las miradas cómplices que ignoraban explícitamente lo que acontecía. No había en estos gestos, sin embargo, un acto subversivo por parte de dichos espectadores: estaban genuinamente desinteresados, sin más, y no sentían ninguna presión social por “mirar fijamente”.
El texto original habla además de un ciudadano que no es típico en Cuba, y que difícilmente será el espectador más común entre el público de la isla:
“Ustedes han cruzado las calles por los pasos de peatones. Han mirado a derecha e izquierda. Han respetado los semáforos”.
La cotidianeidad cubana está llena de pequeños actos subversivos, que no desestabilizan el orden pero que recrean otro tipo de orden. Esta resistencia, que proviene de un profundo desacuerdo e irrespeto por las figuras de autoridad, lo atraviesa todo: desde la calle hasta el teatro. Y, por supuesto, el público que asiste al teatro cubano no es una “pequeña unidad”; no es “un público de teatro”, o al menos, no el público o el teatro que el texto original presume.
“Por el aspecto de su indumentaria, por su actitud, por la manera en que ustedes miran hacia el escenario, ustedes forman un todo”, escribe Handke. Aplicada a la Cuba actual, la observación no puede estar más equivocada.
En la función a la que asistí estaban aquellos que desafían el orden constantemente, mirando su celular y compartiendo imágenes con los vecinos. Pero estaba, también, el que prestaba atención a la obra pero era joven en los años sesenta, como mi madre: dispuesta, con la mejor actitud posvanguardista, a involucrarse en el texto más de lo que Peter Handke había previsto, y allí mismo “aplaudir para que no salgan más”.
Cuando los actores desaparecieron detrás del telón en medio de la obra, tras provocar al público con la pregunta de “¿están ustedes ahí todavía?”, y frases que invierten los roles de actor-receptor: “ustedes no logran hacernos olvidar el tiempo” y “ustedes nos aburren”, mi madre estaba lista para devolver el golpe.
Pero estaban, además, las personas como yo, más cercanas a la audiencia para la cual fue escrita la pieza original; personas que son tan respetuosas de la sacralidad de los actos de alta cultura, de los semáforos, y de todo acto civilizatorio característico de las sociedades disciplinarias, que son capaces hasta de regañar a su madre y echar de paso una fulminante mirada desaprobatoria —y algo policial— a quienes usan el celular a su lado.
Para reafirmar lo obvio, no voy a terminar sin decir que la oración anterior muestra mis propias contradicciones: en el fondo admiro a quienes son capaces de transgredir espontáneamente las fronteras simbólicas del capital. Pues aunque en Cuba no hay capas sociales propiamente dichas, sí quedan las reminiscencias de un mundo organizado por el dinero.
Mi madre sugirió que, de traer a “la gente del barrio” al teatro, esta obra habría sido diferente. Y es que, a pesar de la diversidad del público, no estaban todos los que podrían haber estado.
Hay personas que, sencillamente, no van al teatro porque “eso no es lo suyo”. Las esquinas con los socios, y el alcohol, también subvencionado por el Estado, son más propicios para el goce no vigilado. Sin futuro económico y con “la lucha” continua por sobrevivir en el presente, “matar el tiempo” es, a los niveles más populares, la única meta. La angustia por el tiempo perdido, elemento clave de la obra, no es fácilmente transmisible a ningún sector del público cubano, pero lo es todavía menos para aquellos que no tienen nada que perder.
Pero, claro, este tipo de público repele la alta cultura con la misma intensidad con que la alta cultura suele repelerlo. En una entrevista para Cubaescena, el director de la obra, Alexis Díaz de Villegas, responde a la pregunta acerca de las reacciones del público haciéndose eco de lo que le dijera “un espectador intelectual”: “No es una obra para todo tipo de público”.
Ahora bien, si esta puesta en escena aspira a un público “intelectual”, se pierde la oportunidad de poner verdaderamente a prueba las fronteras del teatro. No se trata pues de insultar, sino de lanzarle rosas al público.
Hay un dicho sumamente clasista, de amplia circulación entre las élites cubanas, que reza que exhibir buen arte para quienes no lo entienden es como echar rosas a los cerdos. En algunas versiones, las rosas son perlas. Cualquiera de los dos casos habla de algo valioso, hermoso, que “los cerdos” no se merecen.
Con aspiraciones de antiteatro, Insultos al público se beneficiaría de aprovechar uno de los conflictos centrales del contexto cubano: la fusión de las culturas populares con las culturas “de élite”, y las prácticas cotidianas de distanciamiento entre ambas, sobre todo a nivel retórico.
¿No es obvio que la mayor parte de los “insultos” que aparecen en la obra son aquellas palabras que solemos usar para delimitar quién es un artista y quién es un cerdo? Si no, ¿qué piensan “vosotros, necios, groseros, chapuceros, salteadores, cerdos”?.
El regreso del náufrago
La compañía Teatro Avante tuvo a su cargo el estreno mundial de En ningún lugar del mundo (Hypermedia, 2019), un texto de Abel González Melo, dirigido por Mario Ernesto Sánchez.