Reflexiones post-electorales en torno a la comunidad cubana de la Florida

Las recientes elecciones en Estados Unidos han mostrado un país profundamente dividido. Algunos cantan con vítores la victoria más grande en la historia electoral estadounidense. Joe Biden ha recibido más de 78 millones de votos, erigiéndose en el presidente electo con el voto popular más alto de la historia. 

No tan rápido: en ese mismo cuadro de medallas habría que agregar a Donald Trump, que ocupa el segundo lugar con más de 73 millones de votos

La contienda electoral del 2020, más que elecciones, tiene el aire de un plebiscito. El pueblo estadounidense ha salido a votar en masa como nunca antes, como si en ello les fuera —y es que les va— la vida. 

Estas elecciones son históricas en muchos sentidos. Cuatro años después de que Trump rompiera el Blue Wall, Biden lo restaura recuperando los estados de Michigan, Wisconsin y Pennsilvania. Arizona, que no votaba demócrata desde 1996, se pinta de azul, y es justo el condado de Maricopa el que va marcando la creciente diferencia entre los candidatos. Ese mismo condado donde el exalguacil Joe Arpaio, que se autotitulaba como “el alguacil más duro de los Estados Unidos”(Americaʼs toughest Sheriff) llevó una despiadada política racista contra los inmigrantes indocumentados, y donde florecieron, como fruto de esa política, vigilante groups (milicias armadas antinmigrantes) como los Minutemen

En la cárcel destinada a encerrar a los indocumentados, conocida como Tent City (y a la que el mismo exalguacil se refirió como “campo de concentración”), Arpaio imponía prácticas denigrantes, como obligar a los detenidos a usar ropa interior rosa y a trabajar encadenados en cuadrilla. Acusado y condenado por desacato criminal, Arpaio fue indultado por el presidente Trump en 2017, y se atrevió a postularse una vez más en estas elecciones, perdiendo las primarias republicanas ante su exasistente Jerry Sheridan.

Georgia, un estado con larga historia de violencia racial y supresión de votos, votó demócrata por primera vez en más de un cuarto de siglo. Stacy Abrams, quien dos años atrás perdiera la carrera para gobernadora en una elección empañada por acusaciones de intimidación de votantes, demostró lo que puede lograr la labor de base en un estado. Su New Georgia Project puso en marcha una campaña sin precedentes y consiguió registrar a casi medio millón de ciudadanos para votar.

Kamala Harris será la primera mujer en ocupar el cargo de vicepresidente de los Estados Unidos. Aún más: será la primera mujer negra y la primera mujer hija de inmigrantes en ocupar dicho escaño. 

Y si todo esto fuera poco, Sarah McBride, por Delaware, se convirtió en la primera senadora estatal transgénero en la historia de Estados Unidos; mientras Cori Bush será la primera mujer negra en representar el primer distrito de Missouri en el Congreso. 

Tres mujeres nativas americanas han sido elegidas para la Cámara de Representantes: la demócrata Deb Halaand, miembro de Laguna Pueblo, por Nuevo México; la demócrata Sharice Davids, miembro de Ho-Chunk Nation, por Kansas; y la republicana Yvette Herrell, del pueblo Cherokee, por Nuevo México. Ritchie Torres, por la ciudad de Nueva York, será el primer afro-latino abiertamente gay en la Cámara de Representantes.

We the people have spoken. Más de 5 millones y medio de votos separan a Biden de Trump. Y, sin embargo, debemos admitir que Trump goza de muy buena salud. De hecho, la aprobación de los pasados cuatro años de la administración Trump queda demostrada con un sintomático incremento de más de 10 millones de votos con relación a la cifra de votantes del 2016 (62.980.160 entonces, 73.022.017 hasta el día de hoy).

Ya sabemos: el voto popular directo no determina quién es el presidente de Estados Unidos. Desde finales del siglo XVIII, y con el fin de proteger los intereses de cada estado —y, sobre todo, que la voluntad de estados menos poblados no quedara anulada por los estados con mayor densidad demográfica de la Unión—, fueron instituidos los colegios electorales. Ya entonces se hacía palpable esa gran dicotomía que todavía hoy, entrado el siglo XXI, divide a la nación americana: el centro del país, ese que es dado en llamarse la “América profunda”, mayoritariamente rural, conservador y blanco; y los estados costeros, centros eminentemente urbanos, cosmopolitas y de tradición liberal.

En este panorama, el enclave cubanoamericano del sur de la Florida asoma doblemente atípico. Emplazado mayoritariamente en la ciudad de Miami, esa urbe cosmopolita —que a principios de siglo le hacía la boca agua a los sociólogos excitados que la miraban como el modelo a seguir de la ciudad global del siglo XXI— es, en política, uno de los sectores más conservadores del país. Integrada por inmigrantes latinos, la comunidad cubanoamericana se identifica en gran medida con Trump, que para ellos (lo mismo que para el centro del país) representa la figura del anti-establishment, del maverick, del empresario de éxito y del outspoken.

No importa que la persona sea lo contrario a esa figura. Lo que importa, dirán, es la defensa de los valores que esta encarna a través de su discurso. Algo así como “haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. Si el empresario de éxito ha sufrido más bancarrotas que nadie y evade los impuestos, se justifica fácilmente (“sabe usar el sistema”); si la familia de la Primera Dama se beneficia de ese mismo programa de unificación familiar que Trump ha cerrado para tus familiares, te interrumpen con un desafiante: “Bueno, ¿y qué?”; si la reforma del programa de ley tributaria daba magros beneficios a la clase media a costa de una grosera fuga de capital que beneficia al 1% más rico de la nación (según el Tax Policy Center, de mantenerse esta reforma para el 2027, el 83% de los beneficios iría al 1% de los hogares con mayor ingreso del país), te dirán: “Yo lo que vi fue que mi cheque subió la semana pasada”. 

Trump tenía razón cuando, en una entrevista con The New Yorker allá por 1997, decía: “Siempre es bueno hacer cosas bonitas y complicadas para que nadie se dé cuenta”.

El pasado 10 de octubre, al grito de Yara, una caravana pro-Trump partía desde el Magic City Casino, en La Pequeña Habana. El bloque cubano del sur de la Florida cerraba filas en torno a la política de mano dura contra Cuba. “Miami es el bastión del anticomunismo en el hemisferio”, diría el ex preso político cubano Luis Zúñiga, alentando a la caravana. El prestigioso activista y premio Sajarov, Guillermo (Coco) Fariñas, se hacía eco del mismo discurso: “No se puede permitir el comunismo en ninguna parte, no solo en Cuba, tampoco en Estados Unidos”. Se respiran a destiempo los aires de la Guerra Fría.

Históricamente, la comunidad cubana se ha auto erigido bastión de la democracia americana contra el comunismo. Y es que de ello depende en gran medida esa condición de excepcionalidad largamente sostenida por el exilio cubano. Como regla general, la comunidad cubana se identifica a sí misma como blanca, en un gesto que busca desmarcarse del resto de la comunidad latina. Los cubanos son exiliados políticos; el resto de los latinoamericanos, inmigrantes económicos. La excepción la ponen Nicaragua y Venezuela, que vienen a reafirmar la idea de que el comunismo sigue en pie y es una amenaza para los Estados Unidos. 

Para los cubanos, en ese ideario detenido en el tiempo, Cuba sigue siendo el país que tuvo ferrocarril antes que España; el primer país de Latinoamérica en tener televisión y el segundo país del mundo, después de Estados Unidos, en transmitir programación a color. Los otros son shithole countries. De este modo, tampoco la retórica xenófoba de Trump hace mella en este bloque partidista: más bien la ondea orgulloso, como bandera.

Hace unos días, un cubano varado en la frontera de México por cuenta de la política migratoria de Trump, se lamentaba estupefacto de que su cuñado, en la Florida, hubiera votado por el actual presidente. Mientras el Trump Train arrasaba por las calles de Miami, en Monterrey, las carpas de los cubanos en busca de asilo en Estados Unidos eran pintadas con carteles de “Vote Biden-Harris”. 

Justo en el fervor de las elecciones del 2016, yo ayudaba a un compatriota a completar los formularios de ciudadanía. Él llevaba más de veinte años en este país, pero el pánico al inglés, la falta de recursos financieros y la desinformación, lo tenían inmovilizado. Mientras avanzábamos en el formulario I-912, que concede exención completa de las tarifas asociadas al proceso de ciudadanía si los ingresos del solicitante están por debajo del 150 % de los índices de pobreza del HHS (Department of Health and Human Services), mi compatriota animado me decía:

—Chica, es verdad que hay que cerrar esa frontera. Lo que entra por ahí no sirve para nada. 

Como recién había introducido la fecha de llegada al país, le pregunté a H:

—¿En qué fecha llegaste?

—¿Yo? En 1995.

—Ah, viniste después del Mariel. Igual que yo. ¿Te acuerdas de aquello? ¿Recuerdas que el gobierno cubano aprovechó para intercalar, entre la gente honesta que se iba, a un grupo de delincuentes y criminales? Pues mira, si los cubanos de aquí entonces hubieran pensado como tú, ni tú ni yo estuviéramos hoy aquí. 

La conversación siguió, y mi interlocutor enseguida hizo una escisión tendenciosa entre los inmigrantes latinos y los inmigrantes cubanos, como si, por arte de birlibirloque, nosotros fuéramos harina de otro costal. En un momento, so pretexto de concentrarme en la aplicación, interrumpí el diálogo. No quería coaccionarlo con mis puntos de vista. 

Que conste que H es una bella persona. Un cubano típico, guajiro, bonachón, padre de familia, agradecido, trabajador, simpático. Tanto así, que nuestra amistad ha seguido hasta hoy, y me reclama cuando no lo llamo o no paso a verlo. Y si voy, me agasaja con comida recién hecha y un buen café, como si fuera su hija la que llega de visita, y me regala flan de coco o casquitos de guayaba hechos por él, para mis hijos.

Podría decir que H se ha convertido en parte de esa familia extendida con la que puedes contar para todo. Y, curiosamente, nos separa un abismo que parece insalvable.

Según encuesta del Pew Research Center realizada entre el 27 de julio y el 27 de agosto de este año, a nivel nacional, el 58% de los votantes registrados cubanos se inclinan hacia el Partido Republicano, mientras que el 38% se identifican con el Partido Demócrata. En comparación, alrededor de dos tercios (65%) de los votantes hispanos no cubanos se identifican como demócratas, mientras que solo el 32% se afilian al Partido Republicano. 

Según los datos de la Oficina de Censo de los Estados Unidos (U.S. Census Bureau), en 2018 el país albergaba a 1.4 millones de votantes cubanos elegibles. De ellos, el 55% eran ciudadanos naturalizados y el 65% vivía en la Florida. Los cubanos de la Florida han contribuido a que la propensión del voto latino de este estado sea diferente al resto del país. A ellos se suman ahora los venezolanos y los nicaragüenses. En 2016, los cubanos de la Florida votaron por Donald Trump en un 54%, en comparación con el resto de los votantes latinos del estado, que solo apoyaron al candidato republicano en un 35% (y un 28% en lo que respecta a los latinos a nivel nacional).

Sobran los chistes sobre los cubanos de Miami. El famoso comediante neoyorkino Andrew Schulz abría así su espectáculo Latinos Make No Sense: “Yo amo a los cubanos porque se convierten en conservadores republicanos inmediatamente después de que llegan a América”. Y acto seguido, con enfático pataleo, mostraba el pie y gritaba: “¡Mi pie está seco! ¡Yo soy americano ahora! ¡Siéntelo! ¡Tócalo! ¡No puedo jugar dominó, son mucha gente viniendo!”

Y no es extraño que el resto de la comunidad latina y otras minorías inmigrantes se rompan la cabeza tratando de entender a los cubanos del sur de la Florida que apoyan mayoritariamente a un candidato que sataniza a los inmigrantes: “Hay gente que entra, y no digo solo mexicanos, gente de todas partes, que son asesinos y violadores y están viniendo a este país”, decía Donald Trump en entrevista a CNN, en junio de 2015. Su base electoral se ha construido a partir de un discurso retrógrado que exacerba el racismo, la misoginia, la xenofobia, el odio a la comunidad gay y los transgenders, la burla a los discapacitados, el descrédito de la ciencia y de la prensa.

Pero es que justo ahí radica el éxito de Donald Trump: en un discurso étnico-nacionalista inflamatorio, plagado de mentiras, tras el que se esconden fobias y rencillas antiguas. 

Si bien la mayoría de la población blanca en Estados Unidos reconoce que la discriminación por raza y etnia persiste como uno de los problemas acuciantes del país (un 84% de los encuestados por el Robert Wood Johnson Foundation and the Harvard T.H. Chan School of Public Health, de NPR, octubre de 2017), la carta del “racismo inverso” (reverse racism) se ha puesto de moda, saliendo a relucir cada vez que las minorías étnicas reclaman legítimamente sus derechos. Otro tanto ocurre con las luchas por la igualdad de género y la creciente manosphere en Internet y, dentro de esta, el movimiento Incel. A ello se suma el tan explotado “miedo a la extinción blanca” (white extinction fear). Según estudios del Group Processes and Intergroup Relations, muchos estadounidenses blancos se sienten amenazados por las proyecciones que indican que, para el 2050, la comunidad blanca dejará de ser mayoría en el país.

Trump ha dado cuerpo a estos miedos, y lo ha hecho además usando un lenguaje bipolar simple: buenos-malos, Dios-diablo, antifa-supremacismo, comunismo-conservadurismo. En una época donde la comunicación fluye por posts y tweets, Donald Trump ha sido capaz de capitalizar una amplia masa que ni siquiera se preocupa por el fact-check y a la que el discurso político tradicional, todavía anclado en el siglo XX, le resulta soso, cuando no incomprensible. 

No creo que haya mejor término para describir a Donald Trump que el de bully pulpit, acuñado por el presidente Theodore Roosevelt: se refiere al uso del propio puesto presidencial como punta de lanza para avanzar la agenda personal.

Algo así también entendió el influencer cubano Alex Otaola, quien llegó a Miami en 2003 después de ganarse la visa americana en la lotería popularmente conocida entre los cubanos como “el Bombo”. En 2016, Otaola, entonces registrado como demócrata, votó por Hillary Clinton y consideraba a Trump un “asqueroso”. Un año más tarde, Otaola lanzaba su canal. 

El público de Otaola está compuesto mayoritariamente por la generación post-1995, de la cual él mismo es parte. A ese grupo poblacional, que no encontraba pertenencia en los obsoletos medios hispanos, Otaola le habla en su jerga y le cuenta los últimos chismes de Cuba, con los que esta generación todavía se siente íntimamente identificada.

El programa Hola! Ota-ola pronto se alineó al discurso de Trump y a su tónica inflamatoria, propagando la desinformación. Así, se hizo vocero de mentiras tales como que Obama y el Dr. Fauci habían sido vistos en un laboratorio en Wuhan; que los Antifa estaban infiltrando al Partido Demócrata; o que si Biden ganaba la presidencia llegaría el comunismo a los Estados Unidos.

En su encuentro con Trump, Otaola atinó a decir una única frase en inglés: “You are the man”. 

Esta frase dejaba varias cosas claras. En primer lugar, la veneración por el caudillo, el hombre duro, esa proyección del macho alfa tan cara a América Latina y, en específico, a la idiosincrasia cubana. En segundo lugar, resultaba sintomático el hecho de que un individuo que lleva más de dos décadas en suelo americano y se dedica a los medios de comunicación, fuera incapaz de entablar una mínima conversación en inglés (ni siquiera con un guion preexistente): esto denota el aislamiento, esa suerte de comunidad cloisonné que el mismo Otaola representa.

Otros influencers cubanos han comenzado a hacer sus propios canales para tratar de contrarrestar la manipulación. Ahí están 23 y FlaglerMancebo News y PanconPodcast, este último en inglés. Y es que no toda la comunidad cubana del sur de la Florida se inclinaba por el candidato republicano. Cubanos for Biden también movilizó a muchos cubanos indignados que salieron a la calle, se manifestaron en los medios y movilizaron el voto latino, especialmente el cubano. 

La población cubana del sur de la Florida está altamente polarizada. Los seguidores de Trump se resisten aceptar al nuevo presidente electo. No importa que The Organization of American States, delegación integrada por 18 expertos de 13 países, haya concluido que no hubo fraude electoral; no importa que los funcionarios electorales, que representan a ambos partidos políticos en decenas de estados, hayan llegado a la misma conclusión; no importa que el director del FBI, Christopher Wray, desmienta que haya habido un esfuerzo nacional coordinado de fraude electoral. Después de meses de campaña, donde Trump —que sí sentía su reelección en peligro— insistía en que el voto por correo era un fraude, y después de cuatro años desacreditando a los medios, sus seguidores solo admiten como única verdad la marea compulsiva de tweets de su Máximo Líder. El resto, da igual qué, es mentira.

Con la misma fuerza de la cacería de brujas del macartismo, los cubanos excomulgan de sus filas a figuras que antes eran vistas como epítomes de su comunidad, como han sido los casos de Carlos Alberto Montaner, Ileana Ros-Lehtinen y Gloria y Emilio Estefan, por tan solo mencionar los más sobresalientes. La insignia amarilla con la que se estigmatizaba a los judíos, es sustituida por la insignia roja. Todo el mundo es tildado de comunista. Fin de la discusión.

Lo más triste, tras este panorama, es que en pos de salvar a Estados Unidos de una supuesta amenaza roja, la comunidad cubana está contribuyendo a un proceso de erosión de la democracia americana desde dentro, sirviendo en bandeja de plata el camino a un dictador de derecha en plena ebullición. 

Donald Trump, como mismo Fidel Castro, es un narcisista y un megalómano que pone a dedo a sus familiares directos en posiciones de poder; que despide a los que no lo siguen ciegamente, armándose de loyalists; que amenaza a sus oponentes incluso con la cárcel; que intimida a los medios; que ama los desfiles militares; que se codea con dictadores; que ataca a las agencias de seguridad nacional; que hace uso de su poder para perdonar a sus cómplices; que demoniza al oponente convirtiéndolo en enemigo y que, para colmo, se atreve a declararse vencedor en unas elecciones en pleno conteo y donde él asoma como el claro perdedor.

Nada me ha recordado más esta campaña electoral que los primeros años de la Revolución Cubana, cuando se puso de moda aquello de “comunistas son ellos, que les tiran los perros a los negros”, y todos siguieron como corderos al matadero. La anécdota, cargada de todo el sentido de manipulación grosera y rampante ignorancia política, con el trasfondo de la Guerra Fría, podría ser trasladada a la Florida sesenta años después, como penosa imagen en el espejo.

Hace solo unos días, en Hialeah, dos cubanos discutían sobre política. Uno de ellos sacó un arma y mató al otro. Con la masa electoral todavía concentrada en el reconteo, el gobernador de la Florida, acólito incondicional de Trump, se apura a pasar una ley anti-mob que busca ampliar el ya controvertido Stand Your Ground, por el que resultara absuelto, hace unos años, un policía wannabe que mató a un adolescente de regreso a casa. La ley también busca criminalizar la protesta. Habrá que garantizarle cierta tranquilidad al presidente en su retiro en Mar-a-Lago.

Y mientras seguimos creciendo enajenados en mundos paralelos: ensoñaciones de posverdad cada vez más excluyentes. Los seguidores de Trump se mueven a Parler y MeWe, so pretexto de que en Twitter y Facebook hay una cruzada sistémica contra la libertad de expresión. Con “libertad de expresión” debemos entender aquí a las cuentas dedicadas a irradiar conspiraciones, odio y fake news

Hace no mucho, Steve Bannon, exasesor de Donald Trump, sugería decapitar al director del FBI, Christopher Wray, y al experto en enfermedades infecciosas, Anthony Fauci: “Pondría las cabezas en picas. Correcto. Las pondría en las dos esquinas de la Casa Blanca. Como advertencia a los burócratas federales: O siguen el programa o se van”. 

Vamos camino al Medioevo. 

Los cubanoamericanos representan solo el 5% de los casi 14 millones de votantes en el estado de la Florida, y aproximadamente la mitad de la población hispana de Miami-Dade, que por suerte sigue diversificándose día a día. Las elecciones del 2020 también rompieron ese mito chovinista de que quien gana la Florida gana las elecciones y de que, por ende, la comunidad cubana del sur de la Florida es condición sine qua non para ganar la Casa Blanca. 

Nadie detesta las banderas como yo, pero este año planté mi bandera Biden-Harris en medio del suburbio de Kendall, después de sentirme interpelada por uno de mis vecinos, que puso una bandera de Republicans for Biden. Ayer, cuando paseaba a mi perro, otro vecino que también había puesto su cartel, pero en apoyo a Trump, me hizo señas para que cruzara la calle. Él, un americano retirado, fue de los primeros en dame la bienvenida al vecindario. Al llegar a su acera, me dijo: “Congratulations”. 

Me sorprendió. No estaba preparada para ese gesto. Así que, mientras él acariciaba a Sky, me recompuse y le dije: “I just hope we’ll be able to share this country the same way we share this neighborhood”. 

Todavía acariciando a Sky, me contestó: “And we will. That’s the reason I didn’t leave Miami back in the Eighties”.




Miami: Quo Vadis? - Janet Batet

Miami: Quo Vadis?

Janet Batet

“Cuando vivía en La Habana, Miami era el lugar de la ‘gusanera’, pero también el paraíso anhelado por muchos que —mientras apuraban el paso en alguna marcha convocada por el desgobierno contra el imperio— cruzaban los dedos esperando la suerte del ‘bombo’”.