Las ciudades se viven y se padecen. Hay ciudades seductoras, generosas, que dan ganas de pasearlas, de habitarlas. Se siente placer al sobrevivir en ellas. Hay otras que son hostiles, que se resisten a los desplazamientos que en ellas suceden, que se resisten a que su gente pise y corra, a que la marquen como un territorio conquistado.
Las ciudades huelen. Los distintos lugares de las ciudades huelen uno diferente del otro, como las partes del cuerpo. Los pies de la ciudad no huelen como huele detrás de sus orejas. La cabeza de una ciudad no huele como sus axilas, ni como su sexo.
El Vedado es el torso de La Habana. Es la parte del cuerpo de la ciudad en que están los órganos vitales del aparato digestivo, la cavidad abdominal. Es también la parte en que están la piel más sensible y los órganos más sensibles.
La panza de La Habana no es protuberante: es lisa, parece de atleta, o de alguien que pasa hambre, pero tiene un metabolismo agradecido.
También está, por supuesto, el ombligo. Entiendo por qué hay quienes, en el Vedado, se creen en el ombligo del mundo; pero están en el de La Habana, no en el del mundo, por suerte o por desgracia.
La Calle 23 es el vello abdominal del Vedado: se encuentra entre el tórax y el área púbica. Más allá del pecho está el Puente Almendares, pero eso no importa. La avenida, en sentido contrario, atraviesa el barrio de lado a lado, hasta desembocar en la zona genital: el Malecón.
Puedo recorrer 23 completa de extremo a extremo. Lo he hecho cientos de veces. No es difícil. No es muy larga y me gusta caminar. Comenzaré mi bitácora olfativa en el pecho, desde la misma unión de las clavículas, e iré descendiendo a favor de la ley de gravedad, rumbo al mar. El pecho comienza en 23 y 26 (de 26 hasta 30 sería el cuello) y se extiende hasta 12, más o menos.
En la esquina de 23 y 26 está la tienda El Danubio. Amenazaron con sacar pechuga de pollo y me levanté a las 6:00 a.m. para estar lo más temprano posible en la cola. Llegué a 23 y 26 por Zapata, que vendría siendo la espalda del Vedado, por tanto, se trata de otra “película”: dejémosla ahí…
Llegué a la cola y comencé a vivir otra “película” más, que fue la contienda por la pechuga de pollo. Tal parece que mi bitácora olfativa estuviese signada por la programación de la Cinemateca de Cuba, de película en película, pero afortunadamente no es así. Y como la pechuga y su olor no son tan interesantes en este minuto, pasemos a lo que importa:
Ubiquémonos en el momento en que la administradora de El Danubio anunció, a las 2:00 p.m., que se había acabado la pechuga y que por tanto no repartirían más turnos: ahí me sobrepongo al fracaso de haber madrugado en vano y comienza la bitácora:
1.
Me desplazo por 23 siguiendo la curvilínea del vello abdominal. Camino por un pecho, no lo olvido. Me gusta imaginar que el olor del pecho de La Habana es penetrante, pero no desagradable, como el de una chica que lleva el día entero siendo maltratada por el solecito tropical, pero que es aseada. No debe oler tan mal.
Pero es el torso de La Habana, no el torso de cualquier ciudad europea. La Habana es una ciudad maltratada por la intemperie, por el tiempo, por la desidia de quienes debían ocuparse de ella y no lo hacen. La Habana tiene una piel fuerte, pero el azote ha sido bastante y sostenido por muchos años.
Camino, además, siguiendo el vello abdominal, sorteando pelitos y una superficie callejera perlada de sudor siempre resbaladizo. Es una zona húmeda del cuerpo, por eso me percato rápido de las lesiones en esa zona de la piel, de los forúnculos, esos salideros de agua albañal con sus dulces olores; estamos en el trópico, sobreviven fácilmente los estafilococos.
No es sencillo caminar entre estos salideros; debe ser peligrosa tanta suciedad para quienes viven cerca. Por suerte yo vivo lejos. Miro a ambos lados de la calle e imagino las tetas de La Habana. Deben estar justo ahí, pero no consigo visualizarlas del todo, no consigo imaginarlas. Hace tiempo que es muy difícil visualizar los verdaderos atributos de esta ciudad.
¿El edificio Partagás será una de esas tetas? Si es así, ¿cuál será la otra? ¿Cómo lucirán realmente las tetas de una ciudad tan maltratada? ¿Cómo serán unas tetas zanjadas por una línea granulenta que emite tales aromas? Si es que están duras y firmes aún, la piel que las recubre debe estar cuarteada, sus pezones deben parecer hollejos resecos. No sé. Aun así, me sigue gustando un poco la ciudad, y cuando una ciudad te gusta es porque algo puedes hacer aún con sus tetas…
2.
Cruzo 12. Acabo de pasar del pecho a la barriguita. El olor es penetrante en esta parte. Huele a masa de harina horneada a punto de corromperse. Esa zona tiene un par de panaderías alrededor y hay una pizzería justo en la esquina.
Antes de la pandemia, esa pizzería le trancaba el hambre a un montón de gente. Aún es así, un poco. Venden unas pizzas que asustan, aunque se comen con gusto: quienes las compran frecuentemente no suelen tener muchas más opciones.
El caso es que el olor en ese punto de la geografía es una mezcla salvaje: de un lado las pizzas; del otro, tufos de comidas varias, a base de arroz “salteado” con “carne” y cebollino; todo se une en una mezcla odorífera saturadísima, que resisten varias personas porque no hay remedio.
En la zona deben pernoctar también muchos lugareños, para hacer otras colas por artículos de primera necesidad, e incluso otros no tan urgentes. Todo es una urgencia en estos días.
Al avanzar más están el Sylvain y el Ten Cent, que también desprenden olores orgánicos de similar catadura, y estos se unen de forma muy especial con el olor que sale del edificio del ICAIC, que sí es bastante difícil de clasificar. Es sobre todo un olor a tiempo, a tiempo perdido: pareciera que en ese edificio no ha pasado ni un minuto desde 1986, por decir una fecha cualquiera.
Al superar la calle 10, el olfato se me calma un poco. No porque me espere una fragancia el resto de la caminata, sino porque la atmósfera se normaliza de ahí en lo adelante, hasta llegar a Paseo. El olor a tiempo muerto, a grasa saturada, a basura aleatoria, se mantiene estable casi todo el resto del trayecto.
No es sencillo aspirar a que un torso luzca y huela bien a la vez. Después de todo se trata de un cuerpo común y corriente en una situación extrema, con una epidermis sudorosa que recubre tejido adiposo y partes blandas. Esas vísceras son las que hacen que la ciudad no colapse.
Ahora que lo pienso, ¿cómo serán los hábitos alimenticios de La Habana? Si me acogiera a aquello de que “somos lo que comemos”, para mí sería mejor ilusionarme con que La Habana se alimenta por vía fotosintética. Pero no es así. La Habana se alimenta como cualquier ciudad, padece hambre como cualquier ciudad, y su nutrición depende de la bondad con que su aparato digestivo procese proteínas y azúcares. La Habana debe tener eso que llaman “mala alimentación”. Lo que come La Habana no depende del todo de quienes la habitamos, desgraciadamente.
Por eso, ya que alimentarla no está del todo en mis manos, al menos trato de pasarle la manito cuando tiene cólicos. Si siento que está adolorida y se retuerce, asumo que es un empacho y que no es algo grave, aunque tendrá que esperar a que pase su dolor, que es algo que se le puede pasar con caricias. Me hago la idea de que no le pasa nada serio, de que se recuperará como siempre parece haberse recuperado, de que me basta con ser recíproco, ya que ella me ha dado tantos buenos momentos…
3.
Entre Paseo y la Calle F, más o menos, se encuentra la zona del ombligo. Por tanto, es una zona que padece contracciones constantes. Es el lugar en que mejor se sienten los pujos de esta ciudad, sus movimientos musculares involuntarios.
Es una zona más que activa. Está el policlínico Moncada en A, luego está la Contraloría de la República de Cuba en B, en la esquina de C hay un Correo, una escuelita de artes plásticas y un parque. En la esquina siguiente, en D, hay un restaurante iraní en cuyo portal hay un mural que ostenta un nivel de inclusivismo con el que es difícil emular: aparece pintada la cara de Albert Einstein junto a la de Frida Kahlo, o la de Pablo Picasso, o la de Chaplin, o la de Marilyn Monroe, o al del Che o la de Gandhi. Debe oler muy rico dentro; desde afuera no se siente.
A partir de ahí empieza a deleitarme el Movimiento Moderno de la arquitectura cubana: el edificio Hermanas Giralt, más adelante el Ministerio de Educación Superior, justo luego de pasar el bar EFE (que no pertenece al Movimiento Moderno) y el parquecillo dedicado a Martin Luther King Jr. (que tampoco pertenece al Movimiento Moderno, definitivamente).
Me resulta difícil clasificar el olor luego de pasar aquel restaurante iraní. He visto arquitectura que me gusta ver, después de todo. Decir “huele mal” sería fácil y cómodo, pero aspiro a que ese olor signifique algo para mí. Entonces miro a mi alrededor: veo una iglesia, veo una parada de guaguas, veo un lugar popularmente conocido como La Perrera de F.
¿Cómo es el olor de un lugar así? ¿Cuál es el aroma que se desprende de un lugar conocido como La Perrera de F? ¿A qué huele una noche en ese entorno, en esa parte de un cuerpo?
4.
Me dispongo a cruzar la Avenida de los Presidentes. La G es la letra que le toca a la avenida, según la nomenclatura urbanística heredada de la República. Decir que estoy justo en el Punto G del camino sería caer en un lugar común que repelo. De todos modos, ahora sí no voy a poder evitar imaginar a qué huele una noche. Demasiado bien conocí las noches en esas cuatro esquinas.
Ya en este punto empieza a quedar atrás la zona del ombligo y comienza la siguiente y casi última. En ese punto se supone que el olor es “especial”, intenso.
Tengo claro que las noches en esa zona casi pélvica olían a ron con cola, olían a psicofármaco, olían a púber hormonando, a pospúber orinando, olían a vómito y a aburrimiento mezclado con euforia. También olían y huelen a policía, olían a friki, olían a rasta, olían a pájaro.
A estas alturas es fácil imaginar una zona urbana casi pélvica apestosa, pero no, porque todos esos olores fueron y son reales, y yo estoy pensando también en el olor subjetivo de la ciudad, específicamente en el de sus zonas erógenas. Si sigo caminando esos olores subjetivos alcanzarán su clímax…
5.
Más Movimiento Moderno: H, El Cochinito, I, el Parque del Quijote con su baño… En fin… El Coppelia. El nuevo hotel que proyectan construir frente a la heladería, que lucirá como un tolete, resalta aún más teniendo en cuenta que se erigirá en la zona de la pelvis de la ciudad.
Pero llegamos al Cine Yara. El Yara es la cañada de la ciudad
¿Estará rasurada la cañada de la ciudad? A juzgar por el calor yo diría que no, aunque teniendo en cuenta el maltrato solar, diría que sí. De cualquier manera, la pelvis de la ciudad tiene una Rampa, literalmente hablando.
Como las rampas son para deslizarse, eso hago. La Rampa tiene al Habana Libre, tiene al ICRT y otros bellos edificios. La pelvis de la ciudad huele a cartón húmedo, de día y de noche. Me llama la atención un amigo sobre el hecho de que no hay negocios privados en 23, desde L hasta Malecón; solamente la feria de artesanos frente al Pabellón Cuba.
La Rampa, la pelvis del Vedado, huele además a queso. El queso puede ser un espectáculo para el paladar, o un desastre, en dependencia de la zona geográfica del planeta en que se haga; lo mismo aplica para el sentido del olfato. Que esos últimos metros de 23 huelan a queso tiene muchas implicaciones desde el punto de vista del lenguaje. Suelo ser sensato y esa imagen acaba de salir de mi cabeza: pienso en olor a queso, literalmente, pero también pienso en los pingueros, en los libidinosos, en las putas mudas, en sus olores, y de pronto llego a O. Luego de esto, no hace falta exclamar.
Solo tengo que avanzar un poco más y llegaré al mar, al Malecón. Me agobian las connotaciones simbólicas del muro, pero no puedo negar que siento alivio de haber llegado hasta ahí después de una larga caminata bajo el sol.
Me siento literalmente en las afueras de la uretra de 23, del Vedado, de La Habana. Si me concentro podría sentir el olor real a orina, pero el recorrido odorífero a lo largo del vello abdominal del Vedado ha sido un poco lastimero, aunque me divertí bastante. Prefiero concentrarme en el olor a mar, que se parece al de todos los mares del mundo. Solo hay que abstraerse.
Estoy parado sobre el muro del Malecón bajo un sol que me hace arder y pienso: La Habana merece que pasemos por alto su olorcito de ciudad maltratadita y loca. Merece que le pasemos la lengua del bollo al cuello, y viceversa. Les aseguro que, así y todo, puede inspirar erecciones. Todos tenemos órganos eréctiles. Siempre será ideal darle un buen baño antes, pero de que La Habana merece nuestras lenguas, y más, de eso estoy seguro.
Galería
Bitácora olfativa 23 abajo – Julio Llópiz-Casal.
Trabajo de archivo
De cara a lo que vivimos, lo que más sentido tiene para los artistas es defender una actitud. Está por verse aún cuán herido o cuán sabio se va a levantar el mundo de este embate. Las maneras de producir objetos artísticos, las maneras de ser un artista, van a cambiar y no sabemos cómo ni cuánto.