Visibilia de visionarios

Alguna sospecha tiene uno, cuando vive mucho tiempo en La Habana, de que la ciudad, supongo que como la mayoría de las ciudades, se levantó sobre la pobreza lo mismo que sobre la riqueza —en los mejores casos. Pero la pobreza, que es como una mujer fea, es difícil que no deje su huella en siete u ocho generaciones siguientes.

La Habana era —además de otras mayorías pobres que hacían la riqueza— una mezcla de vagabundos y funcionarios de cabildo y alféreces de baja cuantía y capitancillos y leguleyos que trataron de imponer sus leyes a los Capitanes, cuando no pactaron desde un principio con ellos, a no ser que el letrado leguleyo estuviese un poco loco para irle a contracorriente al Capitán de la Isla.

Si una ciudad tiene entre sus contribuciones principales a Capitanes (capitán que podía contar, según sólidos documentos, con un espejo grande, un par de sillas de cedro, una casa de madera y paja, y un par de negras, una nombrada Magdalena y la otra Catalina), vagabundos y marineros de baja cuantía y retahílas de escribanos que se fueron enriqueciendo a ellos y a otros y falseando títulos hasta ascender a la nobleza; y a esto se añade, luego, la caterva de indianos de toda laya que venían a “hacer fortuna a las Indias” y algunos se hicieron ricos con el azúcar y la madera del país o empobrecieron o murieron tísicos o de sífilis o volvieron con el rabo entre las piernas a su tierra de origen, aún soñando con La Habana, podemos hacernos una idea de cómo se fue “haciendo” La Habana, una ciudad bella, sí, pero de belleza tormentosa, como tantas de sus hembras.

Tal vez por eso se preguntaba Hemingway en su novela Tener y no tener: “¿Saben ustedes cómo era La Habana a primera hora de la mañana, cuando los gandules duermen aún contra las paredes de las casas y todavía no pasan los carros que llevan hielo a los bares?”.

En 1683 el Maestre de Campo y Capitán General de la Isla Francisco Dávila Orejón Gastón, parece que estaba soñando o ensoñando, y que estaba metafísico aquilatando bajo el ala del sombrero (o ya sin sombrero, dictando a su secretario), borracho de amor y de calor y de poder visionario, cuando dijo en su Excelencias del Arte Militar y Varones Ilustres que:

“¡Oh Habana! Puerto ilustre, erario seguro, reposo de los mayores tesoros que ha visto el universo, quién te pudiera dar a conocer; como te considero en tu propia sustancia, que aunque no eres ignota, yo te he tenido por buena suerte debajo de mi cargo, mediante el desvelo que me cuestas! No sólo conozco lo que eres, pero también lo mucho que intrínsecamente vales. Contémplote al fiel de dos riquísimos Reinos, balanzas que remiten el precio que contienen el seguro de tu rectitud, para ofrecerlo a tu legítimo dueño. Las alteraciones a que estás sujeta con la diuturnidad de los tiempos, como todas las demás cosas elementales, bien pueden hacerte padecer, pero no valer menos, pues siempre tu gravedad asegurará poder y riquezas al que te poseyere, etcétera, etcétera…”.

No obstante el raptus retórico del Maestre de campo y Capitán, me gusta de cierta perversa manera esta pretenciosa frase: “Las alteraciones a que estás sujeta con la diuturnidad de los tiempos, como todas las demás cosas elementales”, así como la de Ramón Meza en su novela Mi tío el empleado de 1887:

“Y el sol, aquel sol magnífico, espléndido, lo iluminaba y calentaba todo, las flores, los dorados, los estandartes, las banderolas cuadradas, de dos picos, triangulares, largas unas, anchas otras, finas como cintas muchas, rojas, azules, blancas, con escudos, águilas, estrellas, leones, castillos, todo flameaba en una misma dirección como llamas multicolores de fantástico incendio, a impulsos de la fuerte brisa”.

Sin embargo Miguel de Marcos, en 1945, ya quejoso de heliotropía, deja constancia en su ficción-novela-opereta Papaito Mayarí de cómo el sol es un enemigo de la emancipación de los sentidos:

“Sobre la negra esfera del reloj las dos agujas se reunían en una sola línea vertical, en una especie de simbiosis que componía la imagen desapacible de una tranca inhóspita. En este instante, el despertador, hosco, huraño, imperativo, y en cumplimiento de sus funciones, soltó sus voces, sus gritos, sus clamores. Las seis. No podía dudarlo: eran las seis. Acaso el despertador era susceptible de equivocarse. Pero el sol no se equivocaba nunca, y allí estaba, dejándole un primer paquete de lumbre en la ventana abierta”.

Ya desde el “principio” el Almirante Descubridor, que no veía nada desde su barquito, que venteaba alguna candelita encendida en el horizonte, sabía que tenía que sustraerle a la Nada sus ramalazos, sus quantum de “visiones”, como anotó en el Diario:

  1. una garza y un rabo de junco
  2. un maravilloso ramo de fuego
  3. manadas de yerba muy verde
  4. un cangrejo bibo
  5. toninas
  6. un alcatraz
  7. otro alcatraz
  8. otros dos alcatraces
  9. otro alcatraz
  10.  en amaneciendo, dos o tres paxaritos de tierra cantando
  11.  otro alcatraz
  12.  una vallena
  13.  una tórtola y un alcatraz y un paxarito de río y otras aves blancas
  14.  un ave que se llama rabiforzado (que hace vomitar a los alcatraces lo que comen para comerlo ella)
  15.  cuatro rabos de junco
  16.  un ave blanca que parecía gaviota
  17.  dos alcatraces (a uno dio una pedrada un mozo de la caravela)
  18.  multitud de aves (que se iban a dormir a tierra o que huían quizá del invierno)
  19.  muchos paxaritos de campo (tomaron uno), grajos y ánades y un alcatraz
  20.  una caña y un palo y otro palillo labrado a lo que parecía con hierro y un pedazo de caña y otra yerba que nace en tierra y una tablilla
  21.  un palillo cargado de escaramujos

La prosa insular, la vida insular, nace de la verdad robada a la naturaleza, no por exactitud, sino por una suerte de “composición de lugar”, pues el Almirante creía que “aquello” no era una isla, y además estaba harto de que lo “engañaran” los mirones de sus tres barcos apostados en los palos y puentes, también cansados, lelos, dormidos, de no ver nada, pues ordenó:

“Pena de 10.000 maravedís por cada vez que dijere cada uno que después en ningún tiempo el contrario dijese de lo que agora diría, e cortada la lengua”.

Hasta que luego encontraron en la isla (luego la Isla) unos “perros mudos”, así que no tuvieron que cortarle las lenguas. Excepto a algunos indios, que mirándolo bien, ni siquiera hablaban, ni bailaban, ni jota.