La última obra maestra de Martin Scorsese



Hay tantas escenas memorables en el cine de Martin Scorsese, que si me pidieran una selección de ellas no sabría ni por dónde comenzar. Sin embargo, podría mencionar algunas que se han convertido en una especie de marca registrada, o más bien, en referencias culturales para varias generaciones de cinéfilos a lo largo del planeta.

Pienso, por ejemplo, en el magnetismo de la pelea de boxeo en Raging Bull (1980), donde la coreografía de la puesta en cámara, el uso del sonido, y el blanco y negro, hacen de ese choque entre Jake LaMotta (un Robert De Niro inabarcable) y Sugar Ray Robinson (Johnny Barnes) un momento cinematográfico único, destacando la brutalidad y la belleza del boxeo. ¿Cuántas veces no hemos visto esta escena repetida, torpemente, en películas de ese género en las décadas siguientes?




Me viene a la mente también aquel plano secuencia en Goodfellas (1990), donde una cámara inquieta sigue a Henry Hill (un magnético Ray Liota) y Karen Friedman (Lorraine Bracco) en su entrada al club nocturno Copacabana. ¿Cuántas notas tomarían Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson o los hermanos Coen de ese momento para alimentar sus propias poéticas?




Finalmente, siempre recuerdo varias escenas de Taxi Driver (1976), como aquella donde Travis (De Niro) consuma su inolvidable monólogo frente al espejo, pero más interesante me resulta esa donde el personaje, luego de un violento tiroteo casi al final del filme, hace un gesto de suicidio con su dedo.




Toda esta vorágine de imágenes icónicas y poderosas anteceden y preparan el camino hacia Killers of the Flower Moon, su nuevo filme producido por Apple TV+ / Paramount Pictures, y recientemente estrenado en cines de Estados Unidos.

Para un Scorsese, con ochenta años de edad, un largometraje de más de doscientos minutos debe haber significado una experiencia agotadora. Sin embargo, si pensamos que esta longitud es casi similar a su anterior Irishman (2019), habría que concluir o que es en la tercera edad cuando el director ha encontrado placer en la larga duración, o simplemente que su alianza con sitios de streaming como Apple TV+ o Netflix, que produjo The Irishman, le han permitido una libertad que nunca tuvo con los grandes estudios de Hollywood.

Killers of the Flower Moon representa una notable evolución en la filmografía de Scorsese, tanto en términos de temática como de estilo. A diferencia de obras anteriores como las mencionadas Taxi Driver o Goodfellas, enfocadas en la vida urbana (en particular Nueva York) y el crimen organizado, esta película aborda un tema histórico profundo: el genocidio de las poblaciones originarias en Estados Unidos.

Scorsese, conocido por su aguda observación de la condición humana y los matices del poder, utiliza este argumento para explorar cómo el capitalismo, en sus fases formativa y tardía, ha impactado a las comunidades indígenas del país para construir un imaginario nacionalista y patriótico. En contraste con películas anteriores, donde el capitalismo aparece como un telón de fondo para ambiciones personales y conflictos morales, aquí se presenta como una fuerza destructiva y avasalladora.

Genéricamente, este filme se aleja, aunque no del todo, de la influencia del cine negro y de gánsteres, para recurrir a otro género fundacional del cine norteamericano, como lo es el Western, y de paso transformarlo prácticamente en su opuesto.

Por ejemplo, el filme se contextualiza en el Oklahoma de los años veinte del siglo pasado, que, si bien no está al oeste del país, permite representar el establecimiento de comunidades locales y migrantes en espacios vírgenes, y en términos fílmicos, mostrar paisajes desérticos y vastas llanuras con planos generales y grandes angulares.

También hay muchas tomas panorámicas, como aquellas donde se presentan las festividades de la comunidad Osage o esas donde aparecen instantáneas del desarrollo automovilístico del país, con el ruido y la velocidad que lo caracterizaron.

Sin embargo, el filme destruye una de las instancias básicas del género Western en su fase clásica, a saber, la leyenda del sueño americano, encarnada en el expansionismo de los blancos hacia territorios ricos en minerales y petróleo.

En este filme, por el contrario, se presenta esa expansión como un mal del capitalismo, ya a través de la explotación y el despojo de tierras y recursos de las comunidades indígenas, ya a través de la corrupción y la codicia que permean las instituciones y afectan incluso a quienes buscan justicia.

Esta dualidad ofrece una crítica contundente del sistema económico y sus efectos devastadores, y echa por tierra esa visión idealista del sueño americano que replican muchos patriotas resacados.

La trama de la película comienza con el fortuito descubrimiento, por parte de la nación Osage, de vastas reservas de petróleo en sus tierras, lo que desencadena los eventos subsiguientes. La narrativa del filme señala que el súbito auge petrolero transformó a la nación Osage en una de las comunidades más acaudaladas de la nación, en términos de riqueza per cápita, propiciando un cambio dramático de fortuna de un día para otro.

Scorsese retrata, con una mezcla de escenas auténticas y dramatizadas, cómo los miembros de la comunidad exhiben signos de opulencia, como atuendos de alta costura, joyería extravagante, automóviles de lujo y consumo de licores exquisitos, además de contratar personal blanco para sus emprendimientos.

Paralelamente, la película desentraña una confrontación encubierta que desemboca en una escalofriante secuencia de homicidios. En el centro de esta batalla se coloca un hombre llamado William King Hale (otra vez Robert De Niro), que, si bien acumula cierta riqueza como un magnate ganadero, comienza un juego político que le permite penetrar lentamente a la comunidad Osage y sacar ventaja de la explotación del petróleo que llevan a cabo.

De Niro, también envejecido como el propio Scorsese, ofrece una de las mejores interpretaciones de su carrera, construyendo un personaje con tics e imperfecciones físicas pero que prefiere, y a veces exige, que le llamen “The King”. Su sonrisa, elaborada y ensayada con meticulosidad, esconde un tipo de psicopatía que recuerda a aquel Travis de Taxi Driver, pero también al Rupert Pupkin de The King of Comedy (1982).

El personaje principal de la película, interpretado magistralmente por Leonardo DiCaprio, es Ernest Burkhardt, un joven que regresa de la Primera Guerra Mundial buscando cómo rehacer su vida. Su figura central en la trama se convierte en el instrumento de los oscuros planes de su tío, quien explota la vulnerabilidad y el trastorno psicológico del sobrino para controlarlo a voluntad.

En esta ocasión, DiCaprio da vida a un rol rico en complejidad y matices, una desviación notable de los personajes que previamente ha encarnado en las obras dirigidas por Scorsese. Piénsese, por ejemplo, en el magnate Howard Hughes construido en The Aviator (2004), o en el estafador de acciones Jordan Belfort en The Wolf of Wall Street (2013). El primero, un genio obsesivo compulsivo, y el otro, un charlatán carismático, representan arquetipos que nada tienen que ver con este Ernest carente de cualidades.

En esta nueva película, el papel que asume DiCaprio es vital para el desarrollo de la trama, abordando cuestiones fundamentales como la identidad y la ética, influenciadas tanto por su vínculo con el tío como por su relación con Mollie (Lily Gladstone). Esta joven encantadora de la comunidad Osage se convierte en objeto de su afecto y eventualmente en su esposa, desempeñando un papel significativo en su evolución personal y en la historia en general.

Hay momentos significativos a través de los cuales Scorsese presenta un perfil de Ernest en clave cinematográfica, como aquel donde el joven lee en voz alta un libro ilustrado para niños sobre la comunidad Orage ―por recomendación de su tío― y a la escena siguiente aparece encapuchado atracando a una pareja rica perteneciente a esta misma comunidad, para quitarle las joyas y apostarlas en el casino del pueblo.

Lo primero que salta a la vista es el contraste entre la torpeza en el ejercicio de leer y la agilidad con que consuma el asalto, lo cual indica que su inteligencia no es intelectual sino callejera, además de que su predilección por el robo y el juego moldean su carácter. Lo segundo tiene que ver con su moral, pues lee sobre una cultura y unas vidas que minutos más tarde destruye sin cargos de conciencia.

Los icónicos héroes del Western clásico, personificados por figuras como John Wayne, con su valentía estereotípicamente masculina y su moralidad inmaculada, contrastan profundamente con el personaje de Ernest. Mientras que los roles de Wayne solían destacar por su astucia y su habilidad para idear estrategias o ingeniosas respuestas inmediatas frente a sus rivales, Ernest se presenta sin una estrategia definida, y más aún, parece estar ajeno a su involucramiento en una trama de genocidio étnico con profundas consecuencias sociales, históricas y culturales.

Una relación compleja,
teñida de tensiones y conflictos,
que reflejan los temas
más amplios de la película,
como el choque entre
los valores tradicionales
y el avance implacable
del progreso y la avaricia.

La relación de Ernest con su tío Bill Hale es uno de los puntos clave del filme. Esta dinámica es esencial para el desarrollo de la trama y para la inserción de todos los puntos de giro del guion. Se trata de una relación compleja, teñida de tensiones y conflictos, que reflejan los temas más amplios de la película, como el choque entre los valores tradicionales y el avance implacable del progreso y la avaricia.

Esta relación se coloca en el lado opuesto de aquella que Scorsese construyó en Mean Streets (1973) entre Charlie (Harvey Keitel) y su tío Giovanni (Cesare Danova), un importante capo en la Pequeña Italia de los años setenta. En aquel entonces, si bien el joven Charlie disputa su fidelidad entre el tío mafioso y su colega problemático (también interpretado por De Niro, en lo que fuera su primera colaboración con el director), el personaje sigue códigos de honor, como la amistad o la aversión a instituciones del Estado como las leyes y la policía.

Por su parte, en Killers of the Flower Moon el joven Ernest admira a su tío, pero termina denunciándolo a las autoridades cuando debe salvar su propio pellejo. Tras varias conversaciones, Ernest se convence de que traicionar a Bill Hale es la decisión correcta.

Asimismo, la relación con su hermano y su esposa carecen de cualquier noción de honor. De hecho, su esposa no es más que un instrumento para su bienestar personal. La deteriorada relación matrimonial es, en gran parte, resultado de la influencia de su tío, quien se convierte en una figura paterna opresiva y autoritaria.

Técnicamente, el filme es maravilloso. La iluminación juega un papel crucial en establecer el tono de las escenas, marcando las distancias entre las zonas desérticas de Oklahoma, las majestuosas edificaciones de Washington, cuando Mollie viaja a hacer su denuncia, y la oscuridad de la cárcel y del juicio que funciona como antesala al final.

Este trabajo concuerda con la minuciosa reconstrucción de aquellos años veinte, evadiendo cualquier tipo de tono nostálgico o melancólico. Scorsese utilizó una iluminación tenue para escenas dramáticas y violentas, y una paleta de colores que refleja el período histórico y los temas de la película.

Es importante recalcar el trabajo del mexicano Rodrigo Prieto, responsable de la fotografía de películas importantes y disímiles como Amores perros (González Iñárritu, 2000), 25th Hour (Spike Lee, 2001), Brokeback Mountain (Ang Lee, 2004), Los abrazos rotos (Almodóvar, 2009), además de la reciente Barbie (Gerwig, 2023).

El montaje de Thelma Schoonmaker, habitual colaboradora del director, refleja un ritmo rápido y ágil, especialmente en escenas de acción o tensión. Sin embargo, sorprende la inclusión de escenas largas que contrastan con los cortes rápidos que construyen la intensidad de las muertes o el paso de los acontecimientos.

He leído duras críticas al filme, por mostrar fuertes imágenes de los crímenes a la comunidad Osage, mientras se coloca principalmente en el lugar de los asesinos y saqueadores blancos. Tal vez esa decisión responde a que a Scorsese le ha interesado la naturaleza del mal, así como la forma en que se ramifica y opera en la sociedad y la historia norteamericana.

A Scorsese
le ha interesado
la naturaleza del mal,
así como la forma
en que se ramifica
y opera en la sociedad
y la historia norteamericana.

Recuerdo que Manu Yáñez dijo algo parecido cuando se refirió al filme en la edición de su podcast sobre el Festival de Cannes. Allí el crítico español explicó que el filme también evitó la perspectiva de los agentes federales que investigan el caso, tal y como sucede en el libro de David Grann que le dio origen, pues eso significaría una glorificación de las instituciones del poder y la justicia, muy al estilo del cine de Steven Spielberg, lo cual difiere de todo el trabajo desarrollado por Scorsese durante más de cincuenta años.

No obstante, la vocación de denuncia que algunos exigen del filme aparece de principio a fin, y se enfatiza en hilos paralelos, como aquel que surge cuando un noticiero muestra los disturbios de Tulsa en 1921, cuando los blancos destruyeron una próspera comunidad negra y mataron a numerosos residentes. Esa prosperidad de afroamericanos y de poblaciones originarias no fue tolerada entonces, y fue reprimida con la complicidad de actores tanto locales como federales.

Finalmente, el cierre del filme contribuye a distinguir las preocupaciones éticas de Scorsese, pues su presencia en una lectura dramatizada del desenlace de la historia real en que se basa el filme, refuerza su compromiso con los oprimidos. El final, aunque más artificioso y arriesgado que el resto de la película, no deja de ser una invitación a crear ficciones con historias del pasado para reflexionar sobre el presente de Estados Unidos.







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