Lamenta Pascal Quignard en El odio a la música que la tecnología haya terminado convirtiendo el silencio en un bien prácticamente ya extinto en las grandes ciudades.
La tecnología y tras ella, el poder. Cualquier tipo de poder.
La sociedad contemporánea, de alguna manera, ha sido tomada por la música. Somos sus rehenes. En todas partes hay música. Demasiada. Incluso cuando los aviones despegan y aterrizan. Si nos vamos, nos vamos bailando.
La música enlatada —easy listening o muzak (en referencia a las producciones nacidas en la Muzak Holdings LLC.)— ha venido a dibujar una nueva cortina entre quiénes somos y la imagen que tenemos de nosotros. Se ha convertido, afirma Quignard, “en el tonos social”.
En principio no fue una idea de los músicos, aunque luego muchos se sumaron a ella con entusiasmo, sino de los dictadores y los comerciantes. La música nos crea, aunque no lo pretendamos, una disposición favorable hacia cualquier cosa, incluso hacia la humillación.
“Allí donde se quiere poseer esclavos es preciso contar con toda la música posible”, escribió Tolstoi en Conversaciones y entrevistas. Encuentros en Yásnaia Poliana.
De este modo, en cualquier derivado totalitario del siglo XX encontramos la dureza del golpe musical.
El químico italiano Primo Levi, sobreviviente de los campos de concentración nazi, relataba con pesar: [Las canciones y fanfarrias interpretadas en ellos] “serán sin duda la última cosa del Lager que olvidaremos, porque son la voz del Lager”.
Es muy difícil —en el caso cubano— imaginarse los actos más denigrantes de su Revolución sin música. La voz del poder ha estado marcada durante décadas por los sones insistentes de no pocas agrupaciones, cantautores, y ejecutantes.
Nada sería lo mismo, si al recordar las Marchas del Pueblo Combatiente de 1980, a raíz de los sucesos de la embajada de Perú y el éxodo de los cubanos por el puerto de Mariel, no se escuchara en la memoria la voz llamando al fratricidio de Osvaldo Rodríguez.
Las pedradas, los cartelones, los golpes, los huevos contra las fachadas de las casas, los insultos, las vejaciones a las que estuvimos a punto —si no lo conseguimos— de acostumbrarnos, tendrían otro cariz, otra relevancia, una sombra fantasmal sobre ellas, si las hubiésemos privado de su conga.
La conga para los cubanos ha sido un enemigo mortal. Un analgésico. Un bálsamo contra la democracia. Basta revisar la discografía de Irakere.
Las guerras cubanas en África aparentarían un aspecto menos cruento, con menos víctimas sicológicas —las otras en cualquier caso ya eran inevitables—, si las hubiésemos privado de la voz afeada de Sara González cantándole a los héroes, ¿de cuál causa?
Podríamos así, olvidar la confusión que generaba en nuestra alegría —provocada por la desaparición de la Unión Soviética y, se sospechaba, del fin inminente de la dictadura castrista— la irrupción en ella de Pablo Milanés asegurándonos que sería “mejor hundirnos en el mar/ que antes traicionar/ la gloria que se ha vivido”.
Afirma Quignard: “La corte del tribunal de Nuremberg debió haber exigido que se golpeara en efigie la figura de Richard Wagner una vez al año, en todas las calles de las ciudades alemanas”.
Tampoco los libros se han salvado de la presencia de la música.
Gracias a la aparición del disco compacto, los libros se convirtieron en productos multiformato. No solo contaban una historia escrita, que el lector podía leer, sino también, comenzaron a venderse acompañados de una playlist, que reunía las canciones que, bien se citaban en el texto, bien pertenecían al contexto de la historia, bien habían acompañado al autor durante su escritura.
El primero de ellos que recuerdo haber leído/escuchado fue The Mambo Kings Play Songs of Love de Oscar Hijuelos (premio Pulitzer, 1990), pero seguramente hubo otros con anterioridad. Con toda certeza, vinieron muchos después. La novela de Hijuelos llegó a venderse como un gran bloque paraliterario: disco con la banda sonora del libro —en formato compacto y de vinilo—, película, y banda sonora de la película. The Mambo Kings Play Songs of Love había cruzado de golpe las puertas doradas de la mercadotecnia.
La idea de poblar algunos libros con su música es, quizá, otra de las tantas consecuencias del cine en la literatura, y del deseo de algunos lectores y autores de encontrarla también en la lectura.
Hay una rara afición al sonido en el modo en que llegamos a leer algunos libros. Tan rara como la sensación de sentirnos mejor si al entrar a una tienda, de pronto, entendemos que esa música que suena por encima de nosotros no es otra —aunque no sepamos su nombre— que 1492: Conquest of Paradise de Vangelis.
Como una asociación insospechada entre el estado de nuestras finanzas y los viajes de los antiguos navegantes, comprendemos que no estamos ahí por gusto, que también nosotros vamos a descubrir América y como Colón, mientras las olas del Atlántico golpean contra las maderas de la Santa María, estamos dispuestos a comprar lo que haga falta, aunque no lo necesitemos para nada.
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