Breve retorno al ‘creampie’ (módulos intercambiables)

Para Elsy, my syrupy sweet inspiration.

En la película Cónclave, de Edward Berger, donde Ralph Fiennes interpreta, de modo hiper-consciente, al cardenal Lawrence (encargado de organizar y dirigir el cónclave vaticano para elegir a un nuevo Papa), hay un momento en el que los cardenales congregados discuten cuáles son los peligros que amenazan a la Iglesia, para colocarlos, pues, en el más adecuado de los contextos.

Cuando Lawrence toma la palabra, en medio de diversos grados de tirantez política, explica por qué la certidumbre y la certeza son los mayores enemigos. E intenta clarificar la estrecha relación que existe entre la certeza y la intolerancia, entre la certidumbre y la injusticia, y entre el hecho de exhibir y proclamar axiomas (la inexistencia crucial de dudas en la conducta moral personal y en la interpretación de las Escrituras) y el pecado de soberbia. Y con vigor insinúa que alejarse de la certeza no nos condena a desembocar en la ignorancia.

Por cierto, entre quienes no tienen dudas se cuentan santos, asesinos seriales y tiranos.

(Un paréntesis: estos razonamientos por supuesto que les quedarían muy bien a esos estrategas todopoderosos (por ejemplo, los que intentan presidir el mundo de la gobernabilidad, el mejoramiento social y el bienestar de los individuos) que aseguran tener íntimo contacto con las Grandes Verdades, y que no hacen más que fracasar de continuo. Como cuando, en Cuba, se nos aseguró (convicciones severas mediante) que entre todos estábamos construyendo al Hombre Nuevo. El doctor Victor Frankenstein no fue más que un pamplinoso.)

Por lo pronto, casi siempre carezco de certezas. A no ser la certeza de lo ineludible de la libertad.

Cuando me aproximo a los fenómenos culturales, donde los dilemas básicos son los de la representación y la legibilidad, encuentro que, más allá de la sintaxis y el acto de proporcionar sentido, hay un territorio que no debería atarse a la dimensión inteligible del lenguaje.

Lo inteligible, en su repetición y su asentamiento, es un indicio de confianza, de excesiva confianza, de certidumbre cómoda. Hay misterios creativos que sólo soportan descripciones a tientas, laterales, tangentes, indirectas, aproximativas.

De ahí mi predilección por ciertas asociaciones de índole ideogramática: juntar, en una sucesión, módulos de sentido para, por pura vecindad, intuir significados posibles y, si cabe, destapar verdades dentro de un relato meditativo.

Y he aquí la cuestión. Lo primero que veo, en una callejuela de Santorini, es una tiendecita en la que, junto a mil cosas más, venden barajas bajo este rótulo: Sex in Ancient Greece.

Entro allí y compro un mazo que ostenta un subtítulo que no se me va de los ojos: Ancient Greek Pottery.

Cuando, yendo hacia arriba (en busca del Nomikos Convention Center, encima del cual está la residencia que me acoge), veo los teleféricos, me aborda una colegiala (una joven vestida de colegiala, debo precisar) que me entrega un volante: en pocas horas, al amanecer, sale una embarcación muy barata que tocará puerto en Naxos.

(Otro entre paréntesis: ¿cuánto de mejor hay en el otro, si tuviésemos la maravillosa oportunidad de materializarlo en un desdoblamiento real, tangible?)

Llego a mi habitación y es el otro quien pone la alarma del móvil. Sonará a las 6 am. Para que todo fluya bien, ya la casera tendría listo el desayuno y el otro comerá, ávido, unos pasteles de queso y fruta, y beberá café con ajenjo.

La embarcación es un yate mediano, sin grandes lujos. Vuelvo a beber café, ahora en compañía de unas señoras parlanchinas y dos griegos seminíferos. El pago de la excursión se hace a través de la guía, que expresa su bienvenida en inglés.

Alguien me da una bolsa de papel que contiene un croissant, una tableta de chocolate blanco y una botella de agua. El otro me observa, sonríe para darme ánimo y pregunta si por fin es Naxos el destino. La guía contesta que sí.

Un relato modular suele ser la metáfora de una travesía no confiable. Por eso el factor sorpresa se convierte en el asidero más firme. Hago esa observación porque, más allá de cualesquiera contingencias, cada módulo es una pieza hasta cierto punto autónoma.

Cuando el yatecito amarra gúmenas a las bitas y saltamos a tierra, dos negras exuberantes se aproximan con vasos de cerámica que contienen una bebida dulce.

La arena cruje bajo los pies y el otro, feliz como un tulpa budista recién salido al mundo, respira el aire de su independencia con sumo descaro. Pero igual hace bien, porque al dejar atrás el embarcadero y subir una breve cuesta que parece una duna, entramos en el fragor de una playa para practicar el nudismo.

La dulce bebida que acabo de ingerir es fuertemente alcohólica.

“¡Kastraki!”, grita uno de los jóvenes seminíferos. “Estamos en la costa suroeste de la isla”, me explica una mujer muy anciana, pero que tiene en la mirada toda la luz del Mediterráneo.

El otro no sabe qué hacer y nos da la espalda. “Soy un escritor cubano”, digo. “Encantada de conocerlo, me llamo Ariadna”, dice.

Estoy como dentro de una ensoñación. Cuán obvio suena eso. “¿Usted vive aquí, todavía?”, le pregunto atemorizado por mi atrevimiento. “Sigo aquí, así es”, contesta y baja la cabeza, apenada, y me estremezco.

De acuerdo con los entrelazamientos cuánticos, todos los puntos del espacio y del tiempo se comunican sin la menor dificultad. Lo aterrador de esto es que también el pensamiento pervive dentro del espacio y el tiempo.

En el bolsillo del short-pant tengo el mazo de barajas y, tras alejarme del grupo, me siento en la arena, cerca de una pareja de africanos, marido y mujer.

Ella está notablemente embarazada y se muestra sin el menor recato, orgullosa de su desnudez y de poseer una barriga formidable. Él le acaricia la barriga con lentitud y ternura. Su erección es relevante.

Voy organizando las cartas sobre la arena, una al lado de la otra, hasta formar un rectángulo. Los africanos se dan cuenta de mi extrañeza. Muestran interés en el contenido de las cartas. Sonríen.

El Hombre Nuevo muere de irrealidad y aburrimiento.

Ariadna se aproxima y queda inmóvil ante las cartas desplegadas. La embarazada alza los muslos, los sostiene por debajo de las rodillas y deja que observemos el parpadeo de su vulva.

Hay un cruce de miradas entre ella y Ariadna. Mi tulpa se aproxima y frunce el ceño. Ariadna asiente y le dice a la embarazada que sí.

“Está permitido”, asegura en voz alta.

Sirve al dios Apolo. Entonces el africano palpa con su glande-bellota la entrada de la vagina y se introduce, humilde y cuidadoso.

Repito: playa de Kastraki, isla de Naxos.

Intuir significados posibles que podrían despertarse a causa de la mera vecindad de un conjunto de módulos libres. Más o menos eso era lo que sugería hacer Stravinski, en las lecciones de su Poética musical.

Incertidumbre y afirmaciones oblicuas, en diagonal.

Una dosis de incomprensibilidad, como en Stravinski.

Es una suerte que, de momento, esta no sea la maldita circunstancia del agua por todas partes.

Si te pasas la vida mordiéndote la lengua, puede que llegues a perderla.

No por lento, el vaivén del africano deja de tener el efecto previsto. Eyacula hondo. Retírase, despacio, eufórico. Con el obraje ya zarazo, embadurnado. Y besa con cariño los labios de la embarazada.

El semen escapa. Se asemeja a una porción cremosa de arroz con leche que se acumula encima de la toalla malva, donde la embarazada descansa. Aturdida y feliz.

Cuando el sol caiga, el yatecito regresará a Santorini.

Pero estoy en el barrio, sin duda.

A lo lejos oigo algo que hacía mucho tiempo no oía: Arroz con leche se quiere casar / con una viudita de la capital.

La realidad se apaga, como La Habana.

Otra vez las delicias del creampie.





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Los cuatro pilares de la civilización moderna

Por Vaclav Smil

Cuatro materiales forman lo que he denominado los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plásticos y amoníaco”.