Calvert Casey publicó en Ediciones R, hace ya sesenta años, los cuentos de El regreso. Es un libro flaco, no abarcador, no presumido, discreto, y la distancia de los años lo transforma de vez en vez, según sea la mirada que lo acoja, en una antesala de la muerte o de la tristeza de la muerte.
En 1963, muy rápido, apareció una edición ampliada —casi una reimpresión— donde hay dos relatos notables que prefiero: “El regreso”, que le da obviamente título al libro y que ya estaba en la edición de 1962, y “En San Isidro”.
Un escritor discreto es, por lo general, un escritor intenso. La intensidad de Casey es una marca asociable a la infelicidad que roe por dentro y come. Que roe usando un ariete de palabras que dejan una sensación de concavidad y hundimiento, de abismo y desaliento, de melancolía y cansancio.
Por encima de la urgencia visible en los asuntos tratados por Casey en sus cuentos, urgencia que se complica dentro de cualquier interlocución donde la realidad inmediata sea, ni más ni menos, el gran tema; por encima de ese apremio, repito, tenemos —somos testigos de— la urgencia real del escritor, que tiñe con su jadeante obstinación (compulsividad legítima, coerciones ilusorias o reales, prejuicios congruentes con la pesadilla) todo cuanto se transforma en escritura, todo cuanto entra en ese campo de visión donde, si no fuera por los roles históricos del arte, las sicopatías acreditarían su condición morbosa.
Casey era su escritura. Y esa escritura, tan breve, lo justifica por así decir y lo delinea. Resulta curioso que la gráfica que aparece en la cubierta del libro haya sido hecha por Antonia Eiriz. Calibrando, desde la muerte, el paisaje que Casey pinta cuando escribe “En San Isidro”, las criaturas de Eiriz adquieren una condición de respaldo, de compañía. Pobreza, libertad, expansión, necesidad imperiosa de subsistir dentro de una alegría negada hasta el fin. San Isidro y Antonia Eiriz. La llaga de la que nadie —excepto alguno— quiere hablar. San Isidro y Antonia Eiriz, ¿qué fusión colosal pervive ahí?
Lo que sobre Casey nos cuentan María Zambrano y Guillermo Cabrera Infante, por citar dos ejemplos tan dispares, tiene un valor incalculable. Nos ayuda a comprender la índole de una escritura, su naturaleza última, conclusiva, independientemente de las circunstancias y los hechos de la historia. Zambrano bebe de la fuente que en Casey es origen y destino. Su aproximación lleva en sí el aura de las profecías y, sin irse por las ramas de ese misterio que es la creación literaria en tanto acto inevitable para algunos, nos enseña a un hombre separado, consciente de su asimiento-desasimiento trágico de la historia y listo, sin embargo, para la muerte y para escribir así —en estado de ignición, de sufrimiento extremo, como un desollado— una gran obra —de palabras o sin palabras.
Por su parte, Cabrera Infante es anecdótico hasta el delirio de lo ficcional en Vidas para leerlas, pero en él reconocemos una mirada absorta, encantada, que sabe que el sujeto donde se posa es casi una construcción de quienes lo trataron de cerca o una elaboración próxima a lo literario, llena de los tics que convierten el recelo y la suposición en actos narrativos rebosantes de verdades mezcladas con el cascajo de lo incierto o lo improbable.
Casey, ya se ha dicho, fue un escritor de ciertos estados del sujeto. Y aunque estamos siempre a punto de escribir “estados del sujeto Casey”, no importa. Porque ese sujeto, por muy individual que sea, jamás queda apresado dentro del laberinto de la persona. Más bien escapa hacia el espacio de la ficción sin abandonarse, sin dejarse de lado. Ignoro si, en la distancia presumible con que él pudo evaluar su prosa, existió un sentimiento de rechazo por lo que alguien ha llamado, refiriéndose a la literatura de Kafka, la impudicia del sufrimiento.
De todas maneras Calvert Casey fue un narrador enterado de la discreción, como he sugerido, y ese es uno de los motivos que se hallan en el nacimiento de sus cuentos. Discreción encubridora, o más bien: procacidad y sordidez convertidas en materia narrativa. “Ajenización” sentimental, casi tierna y con el apego de las mejores devociones, de la persona al transformarla, en cierta medida, en personaje, o en punto de vista narrativo, o en compañía fantasmática al otro lado de la cama, cuando la soledad se hace más sólida.
Por lo que conocemos, el cuerpo Casey experimentaría sensaciones tremendas cuando imaginó San Isidro. Allí, en el silencio del día o de la noche, otros cuerpos presumibles aguardan. ¿Los muñecos de Antonia Eiriz? También. Muñecos dejados. Despreciados. Siluetas oscuras. Gente real que carga con la fama de la historia, de años y años de malestar y sensualidad procaz.
Lo terrible y lo bello conviven allí, en un territorio asolado por el deseo y devastado por la pobreza real y la pobreza del espíritu, que de pronto adquiere —ese espíritu pobre— una magnitud épica proclamada desde la carnalidad de los intercambios y atada a esa carnalidad. Es como si el pretérito lejano, incrustado en paredes y tablas, regresara a sus dominios recombinándose con esa orfandad que no cesa y que es una materia indescriptible. Lo mejor de todo eso es la aparición, allí, de una belleza inexorable.
Una sólida repulsión emana, pero sabemos perfectamente que la escritura del sexo constituye, en este caso, una terca floración lírica, de la estirpe de Baudelaire. Una floración atemporal donde el asco, los malos olores, la miseria física, o la mutilación posible de las representaciones que tienen por objeto la lascivia desesperada, son elementos que perturban y, a la vez, atraen.
Cualquier lector competente que vuelva a ese texto podría ver que Casey penetra en San Isidro y ve fantasmas por doquier. El sexo es un fantasma acuciante. El relato deseable allí no alcanza a situarse en una línea de posibles narrativos, con su concertación de acontecimientos, con sus personajes hablando y copulando, con su trama ovillándose y desovillándose. Ese relato posee una densidad imaginal muy pertinaz y accede solo a las formas de un estado de lírica, un estado en el que las acciones son vecinas de la alegoría y del ritual.
Metáforas de la vecindad de la muerte, de la segregación, del odio, del miedo, de la penuria, pero también del deseo, de la fornicación embellecida por la franqueza del ardor. Estratos vivos.
Los miedos de ese Tántalo de la carnalidad y los fluidos del placer, por así llamarlo, topa con el miedo al sufrimiento físico. El personaje de “El regreso” teme a la violencia, la evita cuidadosamente, escapa de sus círculos, quiere mantenerse en un limbo protector. Pero se atreve. Quiere atreverse y lo hace. Regresa, de Estados Unidos, al contexto habanero de finales de los años 50, y en un momento muy particular: cuando los temores del gobierno de Batista se expresaban muy bien en la violencia policial. Al final, el pronóstico de su intuición queda cumplido en la tortura y la golpiza, en la humillación y el sometimiento. Y un vacío muy significativo —el de la sobrevida en medio del terror, el de los desenlaces que se precipitan en una sima a la que no se esperaba llegar nunca— se abre con posterioridad a la experiencia.
Pero, ¿qué llena, a la postre, ese vacío? Y por cierto, ¿cómo sabemos que su mera presencia es más aterradora que el episodio de los golpes y el dolor? Y estamos a finales de los años 50.
Calvert Casey se suicidó en Roma un día de mayo de 1969. Había nacido en Baltimore en 1924. En 1969 alcanzó a publicar sus Notas de un simulador. De su novela Gianni, Gianni —tal vez ese era el título de trabajo, aunque es concebible que Casey la nombrara usando el diminutivo de su amante—, se conserva el capítulo titulado “Piazza Morgana”, donde hay ecos deformados del Thomas Mann de La montaña mágica.
En la simulación, ese conjunto de actitudes que apartan al sujeto de su facsímil, pero que lo transforman en algo más verdadero y unificado —y acaso en algo mucho más anómalo—, podría estar la clave de los movimientos de los personajes de Casey, seres que buscan una especie de independencia convincente, apartada de los estereotipos, pero sin traspasar los límites seguros, límites protectores dentro de los cuales la vida sería algo así como un espectáculo donde se entra y del que se sale a voluntad, de acuerdo con la sinusoide del afecto y la abominación, del horror y la tristeza y el deseo.
El personaje que regresa y que, después de todo, escapa de la muerte, continúa allí, absorto, pensando no en lo que sucedió, sino en la relación de los sucesos con el sentido final de su existencia. Y ese detalle, esa suerte de suspicacia retrospectiva, presente en otras criaturas de Calvert Casey, es lo que nos induce a pensar sus textos como ejemplos de búsqueda de una libertad enigmática y casi adversa, una liberación recargada allí donde el yo se mezcla —inevitablemente— con el mundo.
© Imagen de portada: Calvert Casey, El regreso. Einaudi, 1966. Solapas de sobrecubierta.
Ficción de la libertad, libertad de la ficción
Vivimos dentro de la cultura del control y, en concreto, en un país descontrolado, azaroso, incierto, balanceándose en derivas político-financieras.