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En uno de los textos clásicos de mayor poder de inseminación para la historia de la cultura (Las metamorfosis, de Ovidio), hay un pasaje que nos habla de la fundación mítica de las formas vivas.
Esa experiencia, tan universal y hacedera como la del Big Bang o el nacimiento de los agujeros negros, sobrevive gracias a su vibración y su efecto de resonancia durante todas las épocas desde antes de la aparición del hombre sobre la Tierra, cuando los trilobites pululaban en los mares, hasta los días que corren, cuando un niño cubano que se siente distinto entra en un río, a solas con su cuerpo, y juega con los peces (los imaginarios y los reales) y con criaturas que podrían, desde el recinto de una inteligencia remotísima, simpatizar con él.
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El niño distinto vive al amparo de una abuela distinta. Una anciana que come con mantelería fina, prefiere el té y bebe siempre en vasos de cristal aferrándose así al decoro empírico de un pasado ya ido. Pero el niño también está con su madre, una mujer que bordea la locura del sufrimiento, y con su padre, que lo desprecia y lo hace blanco del abuso porque intuye que él, su hijo varón, será maricón.
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Este niño se llama Adel y tiene una pasión inclusiva: las palabras, el lenguaje, el mundo inferior, de lo oculto, de lo escondido y lo minúsculo. Vive, por así decir, en una gruta imaginaria: la de su orbe interior. ¿Una geoda de su propiedad, llena de gemas sorprendentes? Algo así.
Por otra parte, Adel querría ser Leda perseguida por la masculinidad irrechazable de Zeus trocado en cisne. Adel/Leda. Y al entrar en ese río y probar la inmensidad lírica del mundo natural, el personaje, un animista, no hace más que esbozar un anhelo: el de ser objeto de sucesivas metamorfosis.
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Al inicio de Las metamorfosis, Ovidio escribe:
“Cuando el Nilo de siete brazos abandona los campos empapados y retorna a su viejo lecho, y el limo reciente se seca al calor del astro celeste, los campesinos encuentran numerosos animales al remover los terrones, y entre ellos ven a algunos que apenas han empezado a formarse y están en trance de nacer, a otros todavía imperfectos y carentes de armonía, y a otros en cuyo cuerpo una parte está viva, mientras que otra es tosca tierra. En efecto, la vida se concibe allí donde se combinan la humedad y el calor, y de ellos nacen todas las cosas; y aunque el agua combate al fuego, el vapor húmedo es el origen de todo, y esta disonante concordia es propicia para la fecundación. Así, pues, cuando la tierra cubierta de barro tras el reciente diluvio se hubo calentado bajo los benéficos rayos del astro celeste, generó numerosas especies de animales, en parte reproduciendo antiguas formas y en parte creando nuevos monstruos. Y seguramente no quiso hacerlo, pero entonces también te generó a ti, enorme Pitón, serpiente hasta entonces desconocida”.
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Las palabras de Ovidio, impregnadas de una ingenuidad que pasaría a ser uno de los toques distintivos de ciertos tratados medievales, no dejan de expresar, sin embargo, una lógica espontánea. Aluden a la tipología del monstruo, que mucho más tarde sería el monstruo barroco, y se refieren en concreto a la serpiente pitón.
Si me remito al universo donde vive el niño Adel, que pronto, extraño como es, y distinto, no será sino un joven queer, tendré la posibilidad de acercarlo a esa ingenuidad de los orígenes de lo vital. Pero ahí, en ese universo suyo, y en otros, Adel es depositario de un cuerpo gay que sueña con transformaciones, con mutaciones, con deseos, con expresiones mágicas (y reciamente posesivas en todas direcciones) del sexo. Y en su mente siempre ha querido ser una Madre de Aguas, la mítica serpiente cubana. Quiere devenir un mito, un espécimen sabio. Quiere estar y no estar en la gruta: inundada y seca. O en un río o un lago. Donde haya agua por todas partes.
Estamos dentro de una novela: Grutesco (Capiro, 2019), de Yordan Rey Oliva. Una novela anómala, de sobresaltos y sinceridades extremadas. De un desnudamiento arborescente. Una novela de desafíos a la hipocresía, el odio y la violencia. Una novela de la libertad y la liberación.
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Adel, siempre aprendiz e iniciado, se siente como una novicia, o una novilla sacrificial. A cambio del goce del sacrificio obtiene el goce de la verdad. En él nada vale tanto como hallar la más auténtica imagen de su yo. Y la escritura de Yordan Rey es eso: una búsqueda de certezas del pasado y del presente, de testificaciones esenciales, escritas en la gruta.
¿Pinturas rupestres? ¿Declaraciones contaminadas por el ensueño? ¿Marcas de humo y sangre, de linfa y sudor, de semen y lágrimas? Todo eso y más. Porque Grutesco es una novela literaria. O sea: sus fuentes son varias. Desde la invocación y la vivencia la escritura avanza con paso singularmente firme hacia un enorme conjunto de pormenores y señales asentados en la cultura. Y desde allí mismo hace el viaje de vuelta, para crear a un sujeto salvador de sí mismo y de otros en la diferencia. Un sujeto de la fe en la naturaleza, la imaginación y la metáfora.
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Pero lo que aquí importa más es la metáfora narrativa, no así la metáfora lexical. La novela, dividida en actos que son como capas o estados, parece la estratificación de algo que crece hacia arriba, igual que la corteza terrestre cuando desde las profundidades una fuerza pugna por salir. Es la narración de los hechos lo que pesa. Hechos que se constituyen en gestos poéticos. La metáfora lexical queda ensombrecida por el desbordamiento de esos gestos. La identidad de Adel es un enjambre de acciones.
Entre los nuevos escritores cubanos, Yordan Rey es una voz fresca y retadora, capaz de desplegar un mundo interior a la vez tierno y feroz. Estamos ante un narrador de luces singularmente desafiantes. Daína Chaviano.
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Sexo y cuerpos. Vigilia. Presunciones del placer. Faloforia. Fantasear con la inundación del ser metamórfico que aún está en la gruta. Pero la gruta es también el laberinto de corredores de cemento en la célebre Playa del Chivo, donde una construcción militar devenida Palacio de los Orgasmos se llena de dibujos, gemidos y condones.
En las paredes: autorretratos, pingas enormes, mensajes en clave, alaridos, testimonios, declaraciones irreversibles, intentos de atestiguar que la felicidad existe. Y muerte. Crímenes. La rosa de Jean Genet cortada antes de abrirse.
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Uno lee Grutesco, que supongo escrita vertiginosamente, y comprueba que ese mundo novelesco vive y pervive gracias a la imaginación, el lenguaje y la testificación de un habla cuya esencia está en el hecho de abolir el olvido y describir las cosas inmediatas.
Yordan Rey apela a la lógica del lenguaje de los niños, donde los sortilegios son naturales y la superstición no contradice a lo real. Y a pesar de lo horrible que subyace en la trama (Adel es niño de la adversidad y el infortunio, aunque todo eso no hace más que acrisolar su voluntad y su voz), Grutesco nunca pierde lo que hace de sus páginas una aventura literaria tan novedosa como diferente: la gracia de un estilo envolvente que escapa de los convenios temporales del relato.
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J. D. Salinger se alía con Reinaldo Arenas y Juan Rulfo (pero excéntricamente, por supuesto) en una isla de artificios.
Detrás de ellos, las sombras pervertidas de un José Lezama Lima, un Severo Sarduy y un Guillermo Cabrera Infante, todos arrojando monedas insólitas.
Cara: la obscenidad inframundana. Cruz: el lirismo solar.
El resultado: una visualidad dionisíaca tocada, como es natural, por la ligereza y la pasión de lo instintivo. Sublimación química de la carnalidad del sexo.
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Asociación libre de referencias de toda índole, desde pequeñas citas entresacadas de la gran tradición lírica hispanoamericana hasta canciones infantiles, boleros, consignas y refranes. Enumeración caótica y barroco interior. Pero sin almidonar el estilo, sin ponerlo a disposición de la mirada académica: este es el discurso devastador de una criatura cuya franqueza no tiene límites, y que habla, pues, de las ganas que tiene de tener un bollo, que le salgan tetas, que un macho se lo singue bien duro y la preñe.
Quiere, sin embargo, trascender toda esa “normalidad”.
Quiere, como ya dije, enfrentarse a su destino mítico: ser una Madre de Aguas.
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De modo que la gruta, aunque fachosa y sobrecogedora, está (o quiere estar) tiernamente grávida. Es, hablando desde la obscenidad, la gruta del culo y del bollo (sigamos la norma sonora de este libro, que nada nos cuesta) en un aparejamiento anatómico hiperrealista, fantasioso y propio del monstruo gozoso de sí.
Una superposición de transparencias y veladuras que, luego de la comunicación con el mundo de lo fantasmagórico, podría remitirnos, al cabo, al monstruo del barroco de François Rabelais en el ámbito que mejor le cuadra: un carnaval.
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Yordan Rey le ha cogido el pulso al sujeto agredido, al cuerpo rebelde, a la sexualidad expandida dentro de lo-anormal-que-se-estigmatiza, y lo hace aposentándose sin lloriqueos ni disquisiciones en el espacio de la poesía y el yo. Se auxilia, además, de una suerte de expresionismo figurativo.
Bildungsroman anticanónica, alejada de la ilusoria consecutividad del tiempo, Grutesco es una novela como pintada (una pintura hecha a mano alzada), e interpela al lector sin que pierda visibilidad esa especie de terrorismo de estado que se manifiesta en las mil y una expresiones de la homofobia.
¿Quién no sabe lo que es el creampie?
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