Para Ahmel y Cirenaica.
Muerte masiva de aves.
En el desierto no puedes recordar tu nombre.
En cada higo hay una semillita sagrada. Si la muerdes, la realidad cambia.
Comer higos secos persas. Comerte el higo de una jovencita persa.
Polución nocturna. Sueño. Comerte en el sueño el chocho de la jovencita persa y que después susurre, para ti, versos revolucionarios y versos de Omar Khayyam.
Aunque no es como para tirar cohetes.
Where the Light Is.
Debería estar cerca de las hojas caídas que recuerdo y de las raíces que evoco. Cuando, feliz, daba mis viajes a casa de mis padres a través de un misterioso bosquecillo, ¿era lo oscuro eso que entonces me auxiliaba?
La caricia de lo oscuro. ¿La lobreguez voluntaria de quien sabe que sólo tiene el recurso de ocultarse dentro de sí?
La situación está de pinga, hermano.
A mí el COVID no me hizo ningún daño, aparentemente. No tuve malestares. Respiraba bien. No experimenté cansancio. Pero empecé a eyacular con sangre. Hematospermia.
Era, al principio, un fenómeno extraño y ya. O sea, claro que lo era. Lo que quiero decir es que era extraño sin ser alarmante.
No creo que exagere si sostengo que la hematospermia es un problema también estético. Un problema de los cuerpos que se adelantan a la muerte y se rodean de sus trazos.
Porque Orlok llora sangre cuando canta el gallo y el sol le da en el rostro.
Quizás nunca me lo pregunten, pero por si acaso lo digo: me gustaría ser un hombre de mentalidad jasídica.
Lo significativo es que él esconde el dinero que le trae La Tribu ($2000 USD) dentro de un libro hueco lleno de discos y titulado Simulacra and Simulation (Jean Braudrillard).
Dice Novalis que no hay nada más poético que las mezclas y las transiciones heterogéneas. Pero eso es uno. Uno es eso mismo. Pura poiesis.
En aquel hotel sudamericano donde, para el desayuno, había siempre tarta de limón, trabajaba una gordita en quien no se observaba ningún rasgo del soma andino.
Era blanca. Casada. Hija remota de conquistadores castellanos.
Me dijo: Regáleme un libro suyo. Le contesté: Lo tendrás luego, en la cena.
Pero antes de que sonara la alegre campanilla con que la administradora anunciaba que la cena estaba lista, la gordita hizo toc toc en la puerta de mi habitación y, con obvio nerviosismo, gritó: He venido a buscar el libro que usted me prometió.
Y se sentó en el borde de la cama.
El problema del cáncer se divide en dos: hay estadísticas y casi ninguna cura. Las estadísticas cultivan una tenebrosidad alarmante, pues si estás realmente enfermo los médicos alcanzan a vaticinar cuánto te queda de vida (con tratamientos y sin ellos).
El hecho de que no haya casi ninguna cura se explica con facilidad: existen, pero están escondidas. Las transnacionales farmacéuticas no pueden elaborar medicamentos útiles. Quebrarían. Tienen que vender dos tipos de tratamientos: los inútiles, pero aliviadores, y los que son útiles de veras, pero sólo en un número irrisorio de personas que, por lo demás, son tan efímeras como insignificantes.
Los ojos del hombre Sin Gracia, el hombre desgraciado, la desgracia. Hombre menesteroso, sin acceso a la castidad, pero tampoco a la belleza ni a la voluptuosidad.
Me llamo Morgan, como Morgan Freeman. No soy negro. Lo aclaro no como quien anhela avivar una querella racial, sino para subrayar el color de mi piel y así tienen ustedes una idea. Hasta pecas me han salido, como le ocurre a Caleb Landry Jones.
Ser blanco y descender de aristócratas franco-catalanes es un lío. Hubiera preferido ser mulato y tener una cabellera similar a la de Jaden Smith cuando hizo aquella película del robot gigante que viene a despoblar la Tierra.
El color de moda es ese, el de la mulatez, además de que la piel tiene brío y es refinada y no te asemejas a un lagarto medio transparente cuando envejeces o estás al borde de la muerte.
Las hembras con mi ADN tienen olores corporales dulces y lloran cuando alcanzan el orgasmo. Los varones somos sentimentales, sudamos poco y necesitamos tener orgasmos a diario.
Y aquí vemos el presumible y presumido autorretrato de un Rembrandt joven, delgado aún, con rostro de quien se sabe visto y ocultando ese disfrute.
Es un dibujo a tinta o un grabado. Las manos enlazadas a la altura del sexo. También podemos ver el culo al aire de una cortesana de Boucher en su reclinatorio, disimulando, bocabajo, la fruición de unos muslos bien separados.
Acérquese, profesor, mire de qué modo amanece allí.
El vaporetto cruza el sosegado mar hacia el Lido y, si no fuera porque usted lo ve con nitidez, diría que ambos estamos en un lienzo de Turner.
Nadie va hoy al cementerio judío. Hay fiesta. ¿No le gusta esa música? Bien.
Apartémonos del escenario, el vaporetto rinde viaje cerca de San Nicolo. Es una suerte. Podremos visitar el monasterio y el taller de los restauradores.
Apóyese aquí, profesor. Observe las gaviotas, ellas siguen una señal invisible y se alejan de las tragedias. Son libres y cumplen un destino en el brío y en el morir.
¡Póngase la bufanda! De este lado sopla una frialdad antigua. Una frialdad que nació en las ruinas de Babilonia. Las plagas del Dios de los Ejércitos.
No, no estoy bromeando, lo digo en serio. Salte ahora, estos chicos van a ayudarnos. Así. Pise con cuidado…, el mar no lo quiere a usted.
¿Reparó en esas miradas? Atraviesan el alma como un rayo y después se produce un silencio mortal. Venga, caminemos un poco, ya estamos cerca del taller.
¿Se siente mal, profesor? ¿Regresaría al hotel? ¿Sí? ¿No? ¡Ah, usted quiere volver a la playa! Bien. El vaporetto viene en unos minutos. ¿Pedimos que nos sirvan el almuerzo en la orilla y así descansa un poco? Tadzio estará por allí, jugando con sus amigos.
La cuca de la gordita sudamericana del hotel donde servían tarta de limón en el desayuno. Abultada, suave al tacto, rolliza.
El clítoris posee una independencia cuya visibilidad no se regala fácil. Corre por detrás de la vulva y sólo deja ver su testa, por lo general oculta debajo de una caperuza. El noventa por ciento del clítoris no es apreciable excepto en disecciones realizadas con ese propósito.
Es un órgano inmóvil en la dimensión física, pero congrega una multitud de magnitudes espaciales y temporales donde el deseo rompe sus límites. Está bien, pero háblame del mío, de mi clítoris, dice ella. Lo sé todo sobre tu clítoris, ponte cómoda y escucha, anuncia él.
No habrá descanso, ni en el cuerpo ni en la mente, para quienes sepan el camino de ida hacia lo sagrado y de regreso de lo sagrado, porque así será la Casa de Dios en el mundo cuando el cuerpo sea Reino y Tierra de Promisión.
No hay que tirar cohetes por ese motivo.
Porque voy a ponerte así, bocabajo así, exactamente así, como Boucher pintó a esa sabrosa mujerzuela. Así, así.
¿No me pediste un castigo por una indisciplina imaginaria? Bueno, supón que se trata de un castigo fingido, de esos que, al final, son del tipo de “tómalo como quieras”.
Nalgadas fuertes hasta enrojecerte la piel, y, de pausa en pausa, meterte dos dedos por la entrada de la vagina y probar la medida de tu humedad.
Quiero que seas mi puta abiertona y pruebes en tu boca esos dedos y compruebes la calidad de tu propio sabor. Un casto sabor. La pinga queda para más tarde.
A veces escribo desordenadamente y sin gracia.
El Código de Manú distinguía, en el cuerpo humano, los orificios puros de los orificios impuros. La línea divisoria era trazada por el ombligo.
Testigo de los sacrificios, el misionero Diego de Durán ha visto cómo una hueste de doscientos sacerdotes armados de puñales extraía los corazones de ochenta mil prisioneros. Después sí que llovió.
Eres peludita como una vestal, me halaga él. Palabrero que es. Una bollúa, eso es lo que soy, le digo.
En los bajos de mi casa hay un patiecito que no es particular. Se moja como los demás. La lluvia cae ahí ensombrecida. Pero de noche es muy oscuro. Ocurren cosas en ese patiecito. Cosas que dejan un olor indescriptible. ¿Quieres que te cuente? Hay secretos que pesan mucho, es mejor compartirlos.
La Revolución se acabó, me dice Danton. Bueno…, eso ocurrió hace muchos años, le digo. Me refiero a los Poderes Revolucionarios Efectivos, me dice. Ah, le digo. Ya no hay gobierno, me dice. Eso también se acabó hace años, le digo. ¿Y ahora qué hacemos?, me dice. Nada…, vamos a la playa, hoy habrá Luna llena, le digo al Decapitado Contemporizador. Su cabeza pesa bastante.
Debo decirle algo, señor escritor: sus buenas maneras no me convencen. Ni me engañan. Usted es un impostor. Un chico malo, además. Un vicioso. Un hombre que ignora la bondad. Un tirano.
Usted, ¿acaso no recuerda que deseó mi muerte? La imaginó en todos sus detalles. Usted vio en su mente el avión, fabricó el accidente, describió para mí (con el propósito de crear una dosis de horror) el choque con la bandada de animales monstruosos que habitan en la atmósfera superior. Y también en su mente vio la caída del avión hacia el océano.
¿Y qué se ve en la timidez (sólo muestra la espalda, pero también se sabe mirado y remirado) del Patroclo de J. L. David, de cuyo rostro no sabemos nada y uno, empero, lo presiente cabizbajo?
Eugène Jansson se dedicó a partir de 1904 a pintar desnudos masculinos, siempre usando el azul como color de su preferencia. Azul de aire marino y playa contra la calidez de la piel.
El culo al aire de la cortesana de Boucher en su reclinatorio, disimulando, bocabajo, la fruición de unos muslos bien separados.
¿Ya se ha dicho? ¡Sí, se ha dicho! Lo hermoso de esa postura no reside sólo en el así las nalgas, sino en la forma demencial que adopta la vulva semiabierta, con ese vello que es casi insultante de tan proporcionado.
¡Ay, mijita, pero si toda la sabiduría sexual clásica está en la cerámica griega!, dice Gata de Angora. Se burla de las “novedades” a las que se refiere Crespito Dorado.
El valet de Des Esseintes, un iroqués hermoso, flaco como un palo seco, se me acercó con una copa de Amontillado y, en voz baja, me soltó una bobada risueña.
El tipo ni imaginaba los motivos que yo tenía para estar allí, y ya ambicionaba congraciarse por medio de sutiles ofrecimientos sexuales. Al ser tan delgado y esbelto, me invitaba a imaginarlo con una verga llena de poder y de gloria, y un culo pequeño, duro y redondito.
Ofrezca su compasión sólo a los moribundos, me aconsejó Madame Urania. Gracias, le dije, y acaricié fugazmente sus manos frías, delicadas.
Desnuda, la señorita Rubinstein movía su cuerpo igual que una culebra ralentizada. El azul claro del pincel de Whistler endurecía sus pezones de dama olorosa a orines recientes.
Nunca he tenido la suerte de disponer, con amor, de una jovencita con arbusto pelirrojo. Mi padre me confió que él sí había tenido esa suerte. ¿Dónde ocurrió eso?, le pregunté. En el burdel a donde iba tu abuelo, cerquita del Torreón de San Lázaro, explicó.
Novelas victorianas publicadas anónimamente, en ediciones muy baratas, y que cuentan las aventuras y desventuras de muy parisinas señoritas que por las mañanas posaban para Millais, Rossetti, Lawrence y Morris, y que, por las noches, antes de la cena, se dejaban coger en las oscuras esquinas de Dorset Street, Limehouse y Bethnal Green.
Si quieres te cuento cómo me dejé coger 19 veces, una noche de septiembre, entre las 11 p.m. y las 5 a.m., en 1859, un siglo antes de la célebre Revolución Cubana.
Hamlet exclama: The rest is silence.

En el interior de la guerra de Elon Musk contra Washington
Por Simon Shuster & Brian Bennett
Elon Musk, con el respaldo de Trump, desmantela la burocracia federal a través de DOGE, un equipo sin control legal que impone recortes y purgas en el gobierno de EE.UU.