Schiele, la muerte, las doncellas

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En algún momento inmediatamente anterior al fin de la Primera Guerra Mundial, acaso en el propio año 1918, pero sin que aún se sintieran (en Viena en particular) los efectos devastadores de la llamada gripe española, Egon Schiele preparó el cartel de una muestra del movimiento llamado Sezessionsstil, al que pertenecía. Tal vez allí expuso un cuadro hoy célebre: La Muerte y la Doncella. A un siglo de la muerte del pintor y de la aparición de esa obra premonitoria, varios países europeos deciden celebrar la presencia de Schiele. Sin embargo, algo ocurre: según algunas noticias, instituciones alemanas y británicas objetan la naturaleza franca y dadivosa de sus desnudos. Y Schiele es censurado otra vez.

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El erotismo artístico de algunos espectadores es la pornografía de otros. Y como ahora la mirada se sobrecarga de intenciones disímiles (no hay más que ver, por ejemplo, los extremos del movimiento #MeToo, que llegan al ridículo… por ese camino todas las mujeres alcanzarán, algún día, a ser objetos sexuales vapuleados por la mirada, que siempre sería, en los tiempos que corren, muy sospechosa de agresión), no es raro que Schiele vuelva, fantasmático pero sólido, a destapar la fuerza interior de sus desnudos, donde toda línea es espasmo y toda expresión se inclina ante un mundo emotivo que va mucho más allá, como es obvio, de la sexualización de las formas.

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He tenido mucho trato, a lo largo de los años, con el desnudo en el arte, y creo que Schiele es uno de los pocos en quienes la presunción y la evidencia del sexo subrayan, de modo abrumador, una situación especial del espíritu. Sin embargo, la festividad que hoy se difunde como reverencia, goce y orgullo (Viena está satisfecha y eufórica: ahí está Schiele como una de sus joyas), tropieza con objeciones tan hipócritas como mezquinas. Los objetores ni siquiera tendrán sentido del humor suficiente como para hacer lo que hacen determinados editores de colecciones célebres de fotografías erótico-sexuales que se despliegan en las vidrieras de las librerías: colocar, en la cubierta y la contracubierta, encima de los genitales, smileys ☺ a medio camino entre el sarcasmo y la burla, y anunciarle al hipotético comprador que en el interior del libro no encontrará caritas sonrientes: smileys free inside.

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Amigos contemplativos me aseguran que algunas fotografías son más excitantes que ciertas películas. “Sin duda”, diría yo, antes de tomar esa declaración con pinzas.

Pienso en Schiele, pornógrafo indirecto, y me acuerdo, por pura vecindad temática, de una dama extrañísima que una noche de 2004 se detuvo frente la puerta de mi casa (cuando vivía con mi familia en Luyanó, a una cuadra de la esquina de Toyo, en un barrio agitado por rateros y exhibicionistas) tras enterarse de que yo escribía y publicaba libros. La puerta daba directamente a la acera y me obligaba a ventilar el reducido espacio. Pero por suerte había una reja. Y a través de ella vi a la mujer, que sostenía, contra su cuerpo, un grupo de libros. Sonreía bajo la luz de la sala. ¡Pedía ser invitada! Y así lo hice: abrí la reja y entró y se sentó en el sofá. Tras un breve preludio medio gótico me vendió dos libros (una antología, a dos columnas, de cuentos de vampiros, y una agraciada edición argentina de El hombre invisible). Y adicionó, a modo de apéndice sin costo, un manojo de fotografías que sobresalían de un sobre. Las fotos tendrían unos sesenta años o más, y eran originales. Tomadas en inequívocos burdeles habaneros.

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Egon Schiele experimentaba también con las fotografías. De hecho le gustaba ser retratado y usaba modelos capaces de asumir posturas raras sin menoscabo de la intensidad. Posturas que en la desnudez, o en el espacio del cuerpo desvestido, traspasaban la presunción de lo erótico, o la modificaban, o la corrompían. Esa suerte de sinceridad, cuyo resplandor nos acaricia hoy, se sumaba a miradas llenas de palabras (una peculiar semiosis de lo erótico) en cuya testificación Schiele consiguió una maestría difícil de comparar en el territorio del dibujo durante los años del vanguardismo en Europa. Acaso la dificultad tenga explicación en lo que se halla detrás de su poética del cuerpo: la gesamtkunstwerk, un concepto estético que proviene de las ideas de Wagner y que aspira y se encamina a la realización de la “obra de arte total”, en la edificación de la cual se consumarían las solvencias, articuladas, de la pintura, la música, la literatura, el teatro y la danza. Wagner, el monstruo sin fin. Wagner o la integración de la cultura.

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No de otra forma cabría definir la complexión y el temperamento de las obras de Schiele, un artista emancipado y autónomo. Sin embargo, ¿es el mismo que anhela encarnar, con una vacilante dosis de éxito, Noah Saavedra, actor de origen chileno? En la película Egon Schiele: la Muerte y la Doncella, producción austríaca-luxemburguesa de 2016, la trama fluye apoyándose siempre en lo que se presume de sus pinturas y dibujos, más los hechos de su biografía. La obra, dirigida por Dieter Berner, posee una belleza tasada, bien medida. Una belleza y un dramatismo que se anda con miramientos precisos y que avanza esmeradamente hacia la incorrección moral (sea lo que sea). Una belleza, en suma, próxima a lo mediocre.

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La estrambótica mujer que me vendió, hace ya tanto tiempo, aquellos libros, sabía cuál era el contenido de las fotografías añadidas. Pero no se inmutó. Ni por pudor ni por disimulado regocijo. Hacía pausas largas (mi esposa y yo le ofrecimos agua y café) y observaba mi rostro sin pestañear. Era demasiado blanca, muy huesuda y llevaba el pelo (castaño claro) desarreglado y bastante largo. Los ojos: grandes y claros. Algunas pecas. Boca acusada. Y un vestido olvidable. ¿De dónde venía? Prometió regresar con más libros. Nunca lo hizo. Bien espiada, desde el ángulo de una imaginación escabrosa y cínica, diría que era una modelo de Schiele.

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Sobre Egon Schiele: la Muerte y la Doncella pesa el destino que hoy tiene la exposición mutitudinaria de los cuadros del artista, a cien años de su muerte: la censura. La copia del DVD que llega a mí está censurada. Toda la información del envoltorio de papel y nailon se lee, sin embargo, en alemán. Pero uno topa con subtítulos incrustados en español, además de chinos o coreanos. Los caminos de la piratería son inescrutables. El censor, sea quien sea, no usó una pixelación condescendiente (con sentido del humor, como hacen los pornógrafos japoneses). Decidió activar un adusto efecto de blur que todo lo emborrona: desde los grabados shunga que Schiele mira hasta el vello púbico (de las modelos del pintor y, por supuesto, del joven Saavedra). Había que enturbiar, just in case, el renacido escándalo de la nitidez, independientemente de las buenas intenciones que seguramente tuvo Dieter Berner al hacer su película y representar la autenticidad que se desprende del ejercicio de la independencia creadora.