1
“Dios todopoderoso, ahora sí se formó”, exclama mi vecina de los bajos, que es una señora muy religiosa. Y horas después yo le digo que viene lo que viene y se junta con lo que ya vino y se asentó como un sarro petrificado: pequeñas, grandes y sucesivas hecatombes financieras, pactos invisibles, tejemanejes nauseabundos, oportunismos de una impavidez inconcebible.
Lo mejor y lo peor, pero en alto contraste. Estafas, traiciones, descaros y cinismo. Inmunidad ya no tanto a la COVID-19, sino más bien al descubrimiento de aquello que antes no se veía, o no se veía con nitidez. Aquello que, en forma de esquirlas, salta y hiere a la gente.
Tras mi explicación, mi vecina arruga la frente y me pregunta qué quiere decir “esquirlas”. Voy a llamar a Ahmel Echevarría para que venga y se lo explique.
2
Como dice un amigo, el tránsito de la COVID-19 por la Isla nos pondría al cabo en una modalidad tecno del Período Especial: con nasobucos y celulares. Y, en momentos muy transitivos y efímeros, con nasobollucos (para aquellxs que experimenten la pulsión de ese deseo).
Me seduce la posibilidad de usar el término cyberpunk: alta tecnología y bajo nivel de vida. Pero acá habría una variación: tecnología muy mediatizada y muy costosa para la gente común, más el bajísimo nivel de vida de las que alguien llamó “las más bajas capas bajas”.
3
Si vacilas entre meterte o no tres horas y más en la cola del pollo, el aceite y el detergente, y/o estás sin dinero para poder usar esa maravillosa tarjeta en la tienda correspondiente (estás frente al catálogo de productos, sean de gama alta, media o baja, como se dice por estos días… ¡y es tan chic!), puedes hacer una de dos cosas: pintar iconos o fundir campanas.
La vida, lo indicaré sin dramatismo, por fin puede alcanzar cierta sencillez védica. ¡Pero qué disfrutable es el hecho de ser falaz y contradictorio! A estas alturas no es necesario cometer el ridículo de aparecerse uno investido con las cualidades de un bodhisattva. Se ha vivido como se ha podido. Y como se quiso. No hay que empezar a decir tonterías y echarlo todo a perder.
4
Hace sesenta años, en 1960, Andréi Mijalkov-Konchalovski conoció a Andréi Tarkovski y juntos empezaron a elaborar el guion de Andréi Rubliov, la accidentada película de Tarkovski a la que varias fechas (1964, 1966, 1971) se asocian. Los politicones soviéticos de la cultura forcejearon con ella sin entender mucho. O porque lo entendían todo. O porque, sin entender demasiado, detectaban indicios de un no sé qué, como ha dicho Juan de Yepes, a.k.a. San Juan de la Cruz.
Enterrar la cabeza y simular que nada ocurre, igual que el avestruz, no es lo mismo que voltearse y dar la espalda y pintar iconos y fundir campanas.
5
Andréi Rubliov pone de manifiesto una actitud silenciosamente empecinada: la de recusar el Poder y sus felonías por medio del ennoblecimiento del Arte. Pobreza, violencia, enfermedades, nevadas, guerras religiosas que en el fondo eran guerras políticas, y guerras políticas que se disfrazaban de guerras religiosas (o ideorreligiosas). Del siglo XIV al XXI. Transición de poderes, diálogos de la espada con el iconostasio. Sobre ese trasfondo permanente que, mutatis mutandi, hoy es poderosamente simbólico y reiterativo, hay un joven (casi un niño) que intenta aprender todo lo que puede del arte de construir campanas. Y un religioso que pinta iconos.
6
En tiempos de crisis (sanitaria, económica, migratoria, de subsistencia y humanitaria en general), la responsabilidad moral del arte y la literatura es tan alta como su responsabilidad de constituirse en algo que apueste por la interrogación desde el territorio de la cultura y el humanismo, que es el único que en verdad redime.
No pasa un día sin que pongamos a prueba la fragilidad y la resistencia de la creación en su nexo con la vida y el mundo. Y más si uno sabe que, en realidad, el único camino honesto es el que tiene como centro el diálogo del yo con el error, la decepción y la esperanza.
7
El aprendiz de fundidor sufre porque ha sido puesto a prueba, está amenazado, casi obligado a que la gran campana que ha prometido hacer quede bien y suene, se oiga, hable. Sobre su cómodo caballo, el Gran Príncipe observa la prueba definitiva. La campana se escucha, al fin, con una mezcla de vigor y refinamiento.
En medio de su propio llanto, el joven, asustado, sobrelleva su aflicción y su inmenso temor en tanto artista. Ni siquiera su padre, hombre cicatero, quiso dejarle como un bien, antes de morir, el secreto técnico que permitiría que la campana no fuera un monstruo sordo o de voz débil y turbia.
Y, a pesar de todo, la campana existe. A pesar, incluso, de esa modernísima tacañería del Gran Príncipe, negado a darle al joven unas libras de plata para que el sonido fuera el mejor.
8
El pintor de iconos, casi renuente al lenguaje, porque hablar no vale de nada ante la crueldad física y el desastre moral, se refugia en la pintura de momentos y personajes de la historia bíblica. Ambos, fundidor y pintor, se encuentran. El momento extraordinario es el del diálogo final, cuando Rubliov le dice al fundidor: “No llores, le diste alegría a la gente. Nos iremos juntos, tú y yo. Tú harás campanas y yo pintaré iconos”.
9
Belleza y verdad, enfrentadas en el espacio de la cultura, convocan o reactivan una ética de la articulación de significados bajo la cual yacen la experiencia y la vida misma. Si hay un compromiso existencial del arte y la literatura, ¿consistiría este, acaso, en saber y conocer cómo la querella por el lenguaje (las imágenes y las palabras) es una cuestión de vida o muerte, un dilema que, tomado en serio, se resuelve entre la pervivencia de la obra y su desaparición o su caducidad?
Por otro lado hay que saber que la palabra “crisis” alude a las decisiones y a los enjuiciamientos.
10
Nada o casi nada que hacer contra la devastación y el predominio de la fuerza, excepto el ejercicio de la escritura y las imágenes. ¿Cómo ver hoy una película donde la identidad moral del artista va conformándose dentro del peligroso y difícil contexto inmediato, en las preguntas sobre el sentido del arte y en el diálogo con Dios?
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¿El sentido del arte es algo que el artista debe o tiene el derecho de comprender? Y si una parte de ese sentido no fuera conocida (y conocer, aquí, equivaldría a poder comunicar, poder trasmitir), ¿valdría la pena seguir por ese camino, entrar en el laberinto, navegar por la irresolución y el caos y obtener muy poca luz a cambio de grandes dosis de penumbra?
¿El “encargo” moral del arte trasciende al sujeto o se refugia, a la larga, en él?
¿Será cierto que el valor esencial del arte se halla en la disyuntiva de la esperanza con respecto al desaliento y la incredulidad, la confianza con respecto al engaño y la decepción?
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Al empeñarse el aprendiz en construir algo que tiene que ver con la devoción y la fe, con la grandeza del alma y el diálogo entre el individuo y Dios (o sus análogos, sean los que sean), su trabajo lo metamorfosea en alguien que se coloca más allá de ese contexto mezquino donde hoy una palabra lo resume todo: corrupción.
De acuerdo con Tarkovski, o con lo que él nos invita a pensar, hay algo que puede hacer que el arte permanezca en su sitio: su elevación por encima de las circunstancias sin retirarse de ellas.
Para el cineasta, la persistencia del arte, en cualquier situación o ambiente, es una especie de milagro que habla de la corpulencia del espíritu.
El hombre que miraba a Elizabeth Taylor dormida
Un fantasma recorre el mundo: el portador asintomático del virus. Se te aparece en cualquier circunstancia, en cualquier momento, en cualquier lugar. Y aunque la Nueva Normalidad prevé su sinuosa presencia, el miedo se instala antes del virus. El miedo como preámbulo o antesala.