Nada nuevo

Mi mamá, además de gusana cool y sexy desde que la conozco, es perra delincuente. Ella, pionera de las paladares en Cuba. Exsecretaria del Partido de Marianao también. De las más durakas que he conocido jamás. 

Mi madre, siendo del Partido aún, se comió enterito el presidio de mi padre. Desde el juicio sumario, hasta los dos años que estuvo en el tanque. Por gusto. Porque a alguien le dio la gana un día de tipificar al negro como un delincuente común.

Casta de delincuentes somos. Una se hincha de orgullo. Y es que es tan cotidiano delinquir en Cuba. Está en la esencia de todo. El sistema mismo te obliga a ello. Es, diría yo, la única forma de subsistir. 

El simple hecho de ser periodista independiente en Cuba te convierte directamente y sin escala en delincuente. Comprarle café, pasta dental o una zapatilla para el lavamanos a la vecina del fondo del pasillo, también. Todo cabe en el mismo saco. Y el saco no tiene fondo. Se rompió hace tiempo. O ya venía roto, solo que el agujero se ha hecho más y más grande. El saco es hoy más agujero que saco, to be honest.

Alguien, de quien no recuerdo ni el nombre, me cuestiona en un post de Facebook cómo me atrevo a asegurar que en Cuba se delinque a diario y en todos los estratos. “Go fuck yourself”, quiero decirle, pero me contengo. 

Nunca, nunca dejamos de delinquir.

Pienso en mi madre. Ella lo tuvo muy claro. En los oscuros 90, cuando la soga apretaba durísimo, luego de comer pepino día y noche por meses, de cocinar con leña en el patio de la casa, de recoger verdolaga y gandules en los solares yermos del vecindario pa’ poner algo creativo en la mesa; luego de lo indecible, harta ya de todo ese gris, de todo ese tizne, mi madre decidió abrir un restaurante en la sala de nuestra casa, una paladar. Y lo hizo. 

De eso vivimos años. Pasamos de ser ilegales a ser legales y luego ilegales de nuevo; pero nunca, nunca dejamos de delinquir. Las historias de aquellos años dan para un novelón. Igual un día lo escribo. Hago un ensayo ahora de lo que pudiera ser.

Primer capítulo: De cómo la policía se tiró en mi casa en plan SWAT por una denuncia de una vecina envidiosa.

Segundo capítulo: El juicio que mi madre ganó contra todo pronóstico gracias a un abogado estrella llamado Homero.

Noveno capítulo: De cómo nuestro gato se enamoró de la gata de la Jefa de Sector y le llevó de regalo un carapacho de langosta y, ¡toma!, operativo policial number two.

Y así…

Vida entendiéndose como el acto simple de tomar aire.

Hoy no ando bien. Hoy es de esos días en que todo se me revuelca dentro. Esto viene andando desde el sábado pasado, que vi la peliculita de Katherine Bisquet sobre los días del acuartelamiento en San Isidro

Manera de llorar, Kathy. Es demasiado duro tener que volver a esta noción del delinquir como única forma de vida. Vida entendiéndose como el acto simple de tomar aire, ensanchar los pulmones y respirar para no morir.

En Cuba se delinque aunque no estés en Cuba. En ese sentido, para ellos, Cuba sí que se extiende más allá de sus fronteras. Ahora mismo yo, excubana según ellos, apátrida según ellos, desde mi cama en mi cuartico de Madrid, estoy delinquiendo. Cada letra que escribo es una forma de delincuencia. No hay otra forma de ser cubano, de existir como cubano, si no es delinquiendo. Estés donde estés.

Dania Pérez, mi madre, lo ha tenido siempre clarísimo. Gracias a esa luz de ella navegamos lo que quedaba de los duros 90 con cierta dignidad. Gracias a ese asumir el delinquir como única forma de vida en un sistema podrido desde la médula, mi hermano esquizofrénico tuvo sus medicamentos hasta el día que lo dejaron morir de dengue hace un par de meses. 

Ibbaé mi hermano. Ibbaé todos los hermanos, hijos, amigos muertos a manos de una dictadura que ha sabido venderse demasiado bien. ¡Potencia médica mi perra crica!

Hoy no ando bien. Hoy todo se me arremolina dentro. 

Con una convicción como si fuera una madeja entera de estambre fuerte, hermosísimo.

Katherine Bisquet, parada en todo su privilegio blanco, denunciando cómo sus amigos siguen presos en Cuba por el simple hecho de ser negros delincuentes, fue la clase más elocuente de sentido de la decencia, de la justicia, que he visto en mucho tiempo. Manera de llorar, Kathy.

Ver de nuevo a Luis Manuel echado en ese camastro en el suelo de su casa de Damas 955. Débil, por la huelga de hambre y sed de esos días. Oír su voz. Un hilito su voz, pero con una coherencia, con una convicción como si fuera una madeja entera de estambre fuerte, hermosísimo.

Ver a Maykel. El pecho herido de Maykel. Intuir en esa cicatriz de su pecho todas las demás que no se ven en la epidermis. Intuir una vida de delincuencia obligada. Una vida de abandono por un sistema cabrón que no te reconoce como persona. Entre otras cosas, por el color de esa piel. Sobre todo, por el color de esa piel. Y de nuevo delinquir, salir a la calle a jugártela uno, dos, todos los días.

Entonces, si ya el sistema nos obliga, ¿por qué no asumir de una vez y por todas ese delinquir como expresión de nuestra libertad? Seamos delincuentes públicos. Gritemos contra todos los singaos que nos oprimen, secuestran, silencian, desacreditan, desgobiernan. 

Delincamos poniendo nuestras cuerpas. Nuestra voz tiene que ser escuchada. Gritemos, pinga. Mañana podrán decir lo que quieran en el NTV. Ya el bien estará hecho.


© Imagen de portada: Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel Castillo Pérez.




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Papel cartucho

Claudia Muñiz

En mi historia personal, el hecho de ser “color cartucho” ha supuesto un gran privilegio. Al mismo tiempo es una fukin maldición. Entrar en esa bolsa me ha ubicado en una posición de indefinición. Una suerte de inopia racial.