Y desde mis inmóviles cuencas de bronce,
la nieve se derretirá como lágrimas, goteando
lentamente…
Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer —los labios morados de frío— que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en el que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba solo en susurros):
—¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
—Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.
(Anna Ajmátova)
A las madres cubanas.
Hace unos cuantos años, en la pequeña librería del ISA, encontré un librito rosa pálido de una poetisa rusa que no conocía. ¡PÁFATA!, love at first sight, fula, mal. En ese librito encontré poemas de amores clandestinos, de guantes olvidados en mesitas de luz, cosas de esas que me despeinan y me revuelcan. Pero obvié todo dolor que no tuviera que ver con besos en la boca. Ni siquiera cuando el título era Réquiem… y otros poemas. Embriagada de esos “otros poemas”, unos años después, dejé como carnada el librito a un muchacho suave y triste como el rosa de su portada. Y ahí quedó el hueco en mi estante.
Un día, no recuerdo cómo, así de golpe ante mis ojos: otra librería, mismo librito. Esta vez el Réquiem no pasó desapercibido. La pérdida gradual del único hijo en el frío de las cárceles del Leningrado Yezhoviano, conviviendo con amantes suspendidos a orillas de las aguas blanco-lunar de una fuente. ¡Yasss, biatch! Desde ese reencuentro en aquella librería olvidada, he mantenido distancia con los muchachos rosa pálido y aprendí a convivir con lo plomizo. Así es como el librito se convirtió en punto fijo en todos mis estantes.
Desde el comienzo de la resaca del 11J llevo dándole vueltas a ese poema, “Réquiem”. Su epílogo hace bulla en mi cabeza. Me ha dejado insomne más de una noche. Pienso en Anna Ajmátova, helada y con los ojos secos ya, frente a la cárcel donde tuvieron encerrado a su hijo durante diez años.
Pienso en mi madre, en mi abuela Lidia sufriendo la prisión de mi padre allá en aquellos 80, tristemente tan cercanos estos días.
Pienso en todas las madres de los presos de conciencia en Cuba. Las madres de los niños del 11J. Los niños con sus madres presas. ¿Sería yo capaz de soportar tanto dolor? Si es que de solo imaginármelo las lágrimas me llegan al ombligo… No, no podría, soy demasiado egoísta.
En Leningrado, Anna Ajmátova y las demás mujeres podían al menos plantarse ante el muro rojo de la prisión a esperar la muerte de sus hijos. En Cuba hoy, la dictadura duerme a las madres con cuentos de camino en el noticiero. O, peor, obliga a las bocas de las madres a maldecir a sus hijos, a ponerlos en evidencia públicamente. Solo la inmensidad del miedo de un régimen artrítico es capaz de parir tanta aberración. No tengo dudas de que en 2022 La Habana le ganaría la emulación a cualquier Tebas de este world.
Leyendo los aullidos de la Ajmátova en su poema inmenso, leyendo los gritos en redes de las madres cubanas, entiendo que los totalitarismos son de una fragilidad casi corpórea. Perfectamente se podría cortar esta fragilidad usando un cuchillo de mesa. Como esos pollos transgénicos con coyunturas de plastilina, pero es cuestión de saber dónde dar el corte. Bajo la piel, las coyunturas se confunden con algo más sólido.
Hay monstruos que insisten en parecerse. Bestias que se lamen el culo mutuamente, en ciclos. Los mecanismos son más o menos los mismos, aunque se permitan alguna minúscula prerrogativa. Juegos de espejos. En la URSS la presencia de una Ajmátova era tal amenaza que no la dejaban siquiera publicar. Su “Réquiem” tuvo que ver la luz en otro paisaje.
En Cuba, las madres, todas, son un arsenal de bombas amenazando a la moderfaker dictadura. La isla les queda chiquita a todas esas futuras estatuas de bronce con sus cuencas de los ojos listas para convertir la nieve en lágrima. Ya Bainoa amaneció escarchada el otro día. Ya la orden de combate está dada. Es clarísimo que las calles de toda Cuba son de los revolucionarios. Pero ¿qué coño es un revolucionario ante una madre-estatua-de-bronce que llora por su hijo?
No soy madre. No sé si lo sea algún día. Tampoco me preocupa demasiado, pero pienso en eso de vez en cuando, aunque no me obligo a nada ya. Intento practicar la libertad, incluso, en las fronteras de mi propio cuerpo. Pero esta libertad es privilegio y lo sé. Esta libertad, y muchas otras, hoy, este minuto, están siendo violentadas en mi país. Pienso en los pocos amigos que me quedan del lado de allá de la maleca. Pienso en mis conocidos, en los crushes secretos o públicos que hoy están siendo vigilados, difamados, desterrados. Pienso en sus madres. El dolor.
Cuando algún amigo es secuestrado por la policía política en Cuba una vez más. Cuando veo a alguna madre jugándosela perramente por ese hijo que no ha cometido ningún delito, porque pensar no es delito, repinga. Cuando la realidad me golpea en la cara con guantes de boxeo, escupo mis dientes, pongo el cora en su sitio, pienso: “¿puedo dar cuenta de esto?”. Y la única certeza es que, mientras tenga dedos, mi respuesta siempre será: “Puedo”.
“Epílogo”
IHe entendido cómo los rostros se vuelven huesos, cómo acecha el terror debajo de los párpados, cómo el sufrimiento inscribe sobre las mejillas las duras líneas de sus textos cuneiformes,
cómo los lucientes rizos negros o los rubios cenizos se vuelven plata deslustrada de la noche a la mañana, cómo las sonrisas se esfuman de los labios sumisos, y el miedo tiembla con una risita entre dientes.
Y no solo ruego por mí,
sino por todos los que permanecieron afuera de la prisión conmigo en el amargo frío o en el ardiente verano
debajo de este insensato muro rojo.
© Imagen de portada: Anna Ajmátova.