“No hay poder político sin el control del archivo, si no de la memoria.
La democratización efectiva siempre se puede medir
con este criterio esencial: la participación y el acceso al archivo,
su constitución y su interpretación”.
Jacques Derrida
“What remains is what the poets found”.
Holderlin.
Los historiadores viven obsesionados con documentos de archivo. Encontrar una “prueba” puede llegar a convertirse en una paranoia. Esa pulsión por el “descubrimiento” es un poco creepy, casi sexual, debo admitirlo. El olor y el ambiente del archivo me generaban morbo, adrenalina, y una curiosidad casi erótica. Durante años, tuve sueños húmedos con los archivos de la Seguridad del Estado cubano, la institución encargada de la persecución política y de la represión. El enclave significaba, para mí, lo que hubiera representado la Mansión Playboy de Hugh Hefner para cualquier soltero de la década de 1970, en Estados Unidos.
Villa Marista, tal y como se le conoce, fue creada en 1963 y forma parte del Departamento de Operaciones de la Contrainteligencia del Ministerio del Interior. Es el símbolo del autoritarismo del régimen revolucionario, una de las joyas de la corona. En esas mazmorras y nichos tapiados, miles de personas han sido procesadas, sometidas a interminables interrogatorios, a torturas físicas y psicológicas. Ese archivo puede ser fundamental para la reconstrucción antropológica del Estado, de sus tecnologías de poder y control. Allí se clasifica, organiza, gestiona, administra y ordena la vida de los “otros”: la de los artistas, intelectuales, presos políticos, disidentes, o los sospechosos de serlo.
En mis incursiones imaginarias al archivo de Villa Marista, encontraba las novelas confiscadas a Reinaldo Arenas; los expedientes de Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, Eliseo Alberto Diego. También los files de otros escritores que contribuyeron con el género del “informe”, mientras se espiaban y chivateaban entre ellos mismos para salvar el pellejo, o por puro deporte.
En un diario que llevó entre 1974 y 1983, el ensayista y crítico literario uruguayo Ángel Rama cuenta que en una conversación que sostuvo con Heberto Padilla, en mayo de 1980, este le dijo que Pablo Armando Fernández había logrado que su hija, “confesadamente lesbiana”, no fuera expulsada de la Universidad de La Habana, sino “trasladada” de institución. De acuerdo con Padilla, Pablo Armando Fernández, como muchos intelectuales, era confidente de la Seguridad del Estado, que lo obligaba a confeccionar informes sobre sus colegas, amigos, o “de lo que llega a su conocimiento”.[1] Pablo Armando, agregó Padilla, “nunca ha querido firmar sus informes y ellos tampoco se lo exigen. Lo hace por la familia, para tener una seguridad, y porque ya no tiene fuerzas para encarar la salida con su mujer y sus hijos”.[2]
Resignados al destino que les impuso la Revolución, algunos escritores pactaron con el poder y se acomodaron. Al parecer, la escritura de informes para la policía política fue un ejercicio sistemático, un trabajo que llevaban de modo paralelo a sus obras literarias.
Eliseo Alberto Diego lo explica en sus memorias. Cuando se resistió a convertirse en informante, el oficial a cargo lo dejó en una oficina “ante dos pulgadas de papeles con media docena de expedientes”.[3] Casi todos, recordó, estaban escritos en su contra y “firmados de puño y letra por antiguos condiscípulos del Instituto, vecinos del barrio y algún que otro poeta o trovador”.[4] En ese momento, se dio cuenta de que se trataba de una maquinaria que lo sobrepasaba y decidió, por miedo, colaborar. “Firmé aquellos informes contra o sobre los míos con un seudónimo, como era costumbre en estos casos. Me hice llamar Pablo (el nombre que hubiera querido para mi hijo) y conté la historia a mi manera, sin lastimar, creo yo. Espero yo. Dios lo quiera”, se excusó.[5]
Algún día, cuando tengamos acceso a esos archivos, habrá que estudiar el género del informe en la literatura cubana.
En otra de mis visitas oníricas a Villa Marista, localicé los expedientes con las fotos y videos de diplomáticos y periodistas internacionales que habían sido extorsionados por sus affaires y escarceos tropicales. Entendí entonces los artículos de algunos personajes en El País, la BBC, AP, o las votaciones complacientes en la ONU por parte de ciertas naciones. El sexpionage fue un instrumento político que desarrollaron los regímenes comunistas para asegurar lealtades. Una de las especialistas en chantaje era Tamara Bunke, “Tania”. En el mundo de los espías era conocida como una “Mata Hari”, que se valía de artimañas y “se las arreglaba para poner a hombres extranjeros en situaciones comprometedoras, generalmente mediante el uso de fotografías que los hacían vulnerables a cooperar con los servicios secretos alemanes”.[6]
Según el escritor Norberto Fuentes, este tipo de prácticas también se implementó en Cuba. Esa información sensible —asegura— está celosamente guardada y custodiada en los archivos de la Seguridad del Estado. Los diplomáticos, advierte Fuentes, “deben saber que sobre ellos existen miles de horas de grabaciones de video, desnudos y fornicando, el monto de duración de las grabaciones dependiendo de la rapidez o de las maromas que hayan empleado en la realización de sus actos”.[7] Y agregó: “Si son homosexuales o cometieron adulterio, por supuesto que ya se les tiraron y les enseñaron las fotografías y ya ellos habrán elegido entre la lealtad a su país o pagar por el silencio”.[8]
En la actualidad, la policía política viola la privacidad de los activistas, artistas y periodistas independientes. Los ciberagentes hackean sus teléfonos y les roban imágenes de desnudos, con el propósito de chantajearlos. Se trata de un mecanismo de presión para que se abstengan de sus críticas al régimen. La estrategia no les ha dado el resultado que esperaban, porque, lejos de provocarles vergüenza o miedo, muchos han decidido divulgar sus desnudos en las redes. El artista Hamlet Lavastida, por ejemplo, publicó en su muro de Facebook, en agosto de 2020, fotos íntimas con un mensaje desafiante a la Seguridad del Estado: “Si quieren fotos y videos de todos los artistas tirando y metiéndose y sacándose tallas, ¡ya somos más de 53 colegas por interno (whatsapp-telegram) que están dispuestos a darla toda! ¡Juéguenla y actívense, que belleza y juventud sobran!”.
Por su parte, la alta oficialidad del MININT no quiere que sus secretos salgan a la luz bajo ningún concepto. Después de la caída del Muro de Berlín, y la ocupación de las instalaciones y los archivos de la STASI por el gobierno alemán, los cubanos tomaron ciertas precauciones. En caso de una eventual transición o cambio de régimen, afirma Norberto Fuentes, el archivo de Villa Marista está condenado a desaparecer producto de detonaciones fríamente calculadas y planificadas. Así lo describe el escritor: “Los nichos blandos donde eventualmente han de ser colocadas las cargas de explosivos que deben convertir en un inmenso cráter estas cuatro manzanas de edificaciones y un terreno de pelota y otro de campo y pista, son inspeccionados con regularidad para saber, con certeza, que ni un pedazo de papel del tamaño de un confeti pueda caer en manos enemiga”.[9]
Villa Marista, La Habana (0,5 x 12 x 9 cm). Carlos Garaicoa, Las Joyas de la Corona, 2009.
Otro archivo que me encantaría manosear es el de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Ese fue el nombre que le dio Fidel Castro a los cientos de campos de trabajo forzado que el gobierno revolucionario instaló en la Isla a mediados de la década de 1960. Pero según el propio Norberto Fuentes, cuando la opinión internacional se intensificó para que desmantelaran las UMAP, Castro “mandó quemar todos los documentos que pudieran existir sobre el asunto. Pero antes de cerrarlos definitivamente y despoblarlos del todo, mandó a remozar algunos de ellos para recorrerlos con Graham Greene”, que estaba de visita en Cuba.[10]
Según Fuentes, el comandante le preguntó sorprendido al novelista inglés: “‘¿Campos de trabajo forzado?’, ‘¿Aquí, en nuestro país? ¿Dónde dicen que están? ¿En Camagüey? Pues mañana vamos a Camagüey. Tú vienes conmigo, Graham’”.[11] Por los dos o tres campamentos por los que pasearon al distinguido visitante —concluyó el autor de Dulces guerreros cubanos—predominaba el olor a pintura fresca. Las alambradas y las torres de vigilancia fueron también desmontadas.
En este tipo de instituciones era muy común que los confinados perdieran sus nombres, para convertirse en números. La numerología no solo estaba orientada a borrar una identidad previa, sino que respondía a cuestiones de clasificación, del saber y del archivo. Lázaro Brito, uno de los que fue enviado a las UMAP, trabajó con los expedientes que el Estado Mayor de estos campos de concentración conformó con cada sujeto reclutado. Su trabajo consistía en procesar y clasificar los expedientes y la documentación relacionada con los confinados. Así describe el proceso:
Yo trabajaba con tarjeteros, en aquella época no existía computadora ni nada de eso. Esos tarjeteros estaban ordenados alfabéticamente y tenían una breve reseña de cada quien y que explicaba por qué estaba en las UMAP; pero había otros archivos a los que solo los jefes tenían acceso, porque ahí había información no solo de los reclutas, sino de militares que estaban castigados. Lo que yo manejaba de papeles era algo impresionante. [12]
Cada expediente tenía un número, agrega Brito, “y por ese número ellos sabían en qué unidad estaba cada cual. Por el número se sabía si alguien era homosexual y si estaba en una unidad de activos o de pasivos, si era religioso, en fin; todos los que ellos consideraban que eran desafectos de la Revolución tenían una clasificación”. Una vez que se recibió la orden de desmantelar los campos de trabajo forzado, Lázaro Brito supone que el ejército destruyó toda la documentación, porque “los archivos se trasladaron a la azotea e inmediatamente a nosotros nos sacaron de ahí”.[13]
La quema del archivo de las UMAP por parte de Fidel Castro, además de una conjetura, puede funcionar también como una hipótesis para entender la producción de olvido y de borrado de memoria que subyace en la creación de un archivo y su propia destrucción. Un régimen totalitario no puede sustraerse de la creación de archivos; ahí reside unos de sus poderes. Pero, a su vez, necesita de su destrucción para poder controlar el tipo de memoria que se produce en la reconstrucción del acontecimiento y su relación con el futuro.
Aquí recupero la noción de pulsión de “destrucción” o “pulsión de muerte” del archivo, que Derrida toma de Freud. El archivo —reflexiona Derrida— siempre atenta contra sí mismo, porque esa pulsión existe y existirá, a partir de una relación constitutiva y silente entre archivar y destruir.[14] Achille Mbembe explica que el acto de destrucción del archivo por parte de algunos Estados está conectado con la negación (denial) de acontecimientos que ponen en peligro su estabilidad. De ahí que necesitan consumir el tiempo, quemarlo, anestesiarlo, a través de lo que él llama “cronofagia”.[15]
Se trata de apagar el tiempo histórico acabando con la materialidad del archivo, para mostrar el presente como un punto de partida, como algo totalmente nuevo. Los que piensan que quemando o destruyendo sustraen el poder del archivo, se equivocan, reflexiona Mbembe: “Ese poder no ha sido eliminado, sino desplazado”. La destrucción material del archivo potencia su alcance, porque logra, entre otras cosas, inscribir la memoria del archivo y sus contenidos en un registro doble. Por un lado, se “convierte en fantasía y le proporciona contenido adicional”. El archivo destruido —concluye— persigue y atormenta al Estado en forma de espectro, de fantasma.[16]
En Amazon:
Fidel Castro. El Comandante Playboy. Sexo Revolución y Guerra Fría.
Un libro de Abel Sierra Madero.
Que el régimen cubano tenga previsto la destrucción de Villa Marista para que no se convierta en un museo del comunismo en Cuba, que haya quemado o desaparecido los archivos de las UMAP, no debe sorprendernos ni quitarnos el sueño. El archivo —como bien explica Arlette Farge—, no escribe páginas de Historia.[17] Además, hay un vacío, un resto, que el archivo en sí mismo no puede llenar. La papelería de las UMAP, por ejemplo, puede contener información relativa al proceso de internamiento y clasificación de los reclusos. Sin embargo, no dará cuenta de los maltratos, las arbitrariedades cometidas por guardias y oficiales; mucho menos, de la experiencia de vida de los confinados en los campos.
Es típico de los gobiernos autoritarios establecer un férreo control sobre los archivos. Todavía hoy, en Rusia, el acceso a la documentación sobre el gulag y los materiales acerca de la promulgación y aplicación del estatuto 121 antisodomita entre 1933-1934, está controlado. En tiempos de Boris Yeltsin, los archivos se abrieron por un corto periodo y algunos investigadores tuvieron la posibilidad de consultar ciertos documentos. Pero en la actualidad, los del Ministerio del Interior (MVD), los de la policía y los del Servicio de Seguridad Estatal (FSB) —la entidad que sustituyó a la KGB—, tienen una política de acceso restringido.
Recientemente se ha sabido que el gobierno de Vladimir Putin, en su intento de recuperar la figura de Stalin, ha estado destruyendo en secreto las tarjetas de registro de los enviados a los campos de concentración, en poder de la policía y los oficiales de inteligencia. Diversas fuentes —como Alexander Makeyev, archivista del Museo de Historia del Gulag— revelan que, en 2014, algunas agencias del Estado recibieron una orden para proceder con la destrucción de los archivos de prisioneros que habían cumplido ochenta años.[18] Ya durante la era soviética existían instrucciones de destruir los expedientes de cada persona confinada en los campos de concentración. Al destruir las tarjetas de registro, una de las pocas formas de evidencia que existen sobre esa institución, Putin planea construir otro tipo de memoria sobre el gulag y las purgas estalinistas de la década de 1930.
Para una Historia sin archivo. La memoria como espacio de reconstrucción
Por mucho tiempo la Historia fue concebida como un metarrelato de “larga duración”, para usar el término de Lucien Febvre. Los historiadores, atrapados en una lógica extractiva, veían el “hecho”, el “archivo” y la “fuente”, como las únicas y legítimas nociones del saber. Sin embargo, este tipo de aproximación dejaba muchos vacíos, silencios; Jacques Le Goff los llamó “residuos”. En esos procesos de reconstrucción y representación del pasado, la experiencia, la memoria y la subjetividad eran una suerte de eslabones perdidos.
Esta perspectiva comenzó a cambiar con la escuela y revista de los Annales, en las primeras décadas del siglo XX. De ahí surgieron varios campos, como la “Historia de las Mentalidades”, “Historia Social”, “Historia Cultural”, que integraron al pensamiento historiográfico herramientas analíticas y metodológicas provenientes de otras disciplinas, como la sociología y la psicología. En ese contexto, la “memoria” empezó a tomar relevancia con varios géneros narrativos, o “formas de representación”, como el testimonio, la autobiografía y la historia oral, que implicaron un reto para los historiadores.
De acuerdo con Aleida Assmann, la noción de “memoria” ha llegado a convertirse en el término más importante del campo de la “Historia Cultural”, aunque goce entre los historiadores de insuficiente prestigio, al ser considerada una fuente “poco confiable”.[19] Al describir esta relación tensa y compleja entre estos campos, Assmann destaca cómo el surgimiento en 1989 del journal History and Memory, influyó en los modos en que los historiadores han empezado a relacionarse con el pasado. En ese sentido —destaca—, “¿Qué pasó?” dejó de ser la única pregunta; ahora importa el modo en que los eventos, especialmente los traumáticos, fueron vividos y recordados.[20]
Las narrativas de memoria no deben seguir siendo leídas con las mismas herramientas, ni consideradas como relatos colaterales o complementarios. En un contexto como Cuba, tenemos que reconstruir una Historia de la Revolución sin archivos oficiales, materiales o físicos. Este ejercicio servirá, también, para analizar otros espacios de producción de formas de memoria, que no pasan por una experiencia en primera persona, sino por un sistema de transferencias a través de la literatura, el arte o los curadores de museos. La memoria no puede ser pensada como una entidad congelada, o como una promesa de evidencia. Debería convertirse, en cambio, en un espacio de reflexión y de reto para el propio saber histórico.
¿Qué importa que los archivos de Villa Marista queden reducidos a cenizas, si tenemos los poemas de Ángel Cuadra, las novelas de Reinaldo Arenas, los testimonios de Jorge Valls, las colecciones de Ediciones Universal, los relatos de los confinados de las UMAP, los documentales de Jorge Ulla, Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros?
El archivo, definitivamente, no escribe la Historia.
© Imagen de portada: Hamlet Lavastida.
Notas:
[1] Ángel Rama: Diario. 1974-1983, Ediciones Trilce, Caracas, 2001, pp. 156-157.
[2] Id.
[3] Eliseo Alberto Diego: Informe contra mí mismo, Editorial Alfaguara, Madrid, 1996, p. 17.
[4] Id.
[5] Ibid., p. 23.
[6] Abel Sierra Madero: Fidel Castro. El comandante Playboy: Sexo, revolución, y guerra fría, Editorial Hypermedia, 2019, p. 122.
[7] Norberto Fuentes: Dulces Guerreros Cubanos, Seix Barral, Barcelona, 1999, p. 133.
[8] Id.
[9] Ibid., p.135.
[10] Ibid., p.301.
[11] Ibid., p. 302.
[12] Entrevista grabada con Lázaro Brito el 9 de marzo de 2016.
[13] Id.
[14] Jacques Derrida: “Archive Fever: A Freudian Impression”. Diacritics, Vol. 25, No. 2 (Summer, 1995), p. 14.
[15] Achille Mbembe: “The Archives and the Political Imaginary”. Refiguring the Archive, ed. Carolyn Hamilton and Verne Harris, Kluwer Academic Publishers, 2002, p. 23.
[16] Ibid., p. 24.
[17] Arlette Farge: La atracción del archivo, Edición Alfons el Magnánim, IVEI, Valencia, 1991 p. 11.
[18] Associated Press. “Russian museum discovers secret order to destroy Gulag data”. The Guardian, 8 de junio de 2018. https://bit.ly/2kg4C9D
[19] Aleida Assmann: “History, Memory, and the Genre of Testimony”, Poetics Today, 27, no. 2, 2006, p. 263.
[20] Id.
Cuba: De la Revolución al Estado mafioso postcomunista
Queridos cubanos que me leen, lo que estamos viendo no es una versión criolla de la perestroika, como afirman muchos por ahí, sino la consolidación de lo que el húngaro Bálint Magyar ha llamado “Estado mafioso postcomunista”. El término “mafia” no es sensacionalista, ni ideológico. Tampoco un insulto barato.