Reinaldo Escobar: “Mi norma personal es ajustarme a la verdad”

A mediados de la década de 1960, Fidel Castro prometió que la Revolución cubana no iba a ser como Saturno. Sin embargo, muchos de los jóvenes que se integraron a aquel proceso terminaron siendo devorados; el mito se hizo realidad. Uno de ellos fue Reinaldo Escobar (Camagüey, 1947). En la actualidad se le conoce por su trabajo en el mundo del periodismo independiente. Forma parte de 14yMedio, un diario creado por su esposa Yoani Sánchez, en 2014, que enfrenta la censura, el bloqueo del régimen y la propaganda descalificadora.

Antes de llegar a ese periódico, Reinaldo Escobar tuvo una larga historia en el periodismo oficial. Trabajó en varios espacios como la revista Cuba Internacional o el rotativo Juventud Rebelde. Además, pasó por la redacción de El Bayardo, una publicación de la Columna Juvenil del Centenario. Aunque ha concedido muchas entrevistas, lo convidé para hablar de temas menos conocidos. Creo que esa generación de hijos de la Revolución digeridos por Saturno, tiene mucho que decir y aportar todavía.

¿Cuándo y cómo llegas al periodismo?

Llegué al periodismo en 1967. En octubre de ese año me desmovilicé del ejército, allí estuve casi cinco años de servicio voluntario en las tropas coheteriles antiaéreas, en una unidad militar ubicada en Jaruco. Un poco antes, mi amigo Ñico me pidió que lo acompañara a La Habana. Quería inscribirse en una convocatoria de examen de ingreso especial, que hacía la Escuela de Periodismo para aquellos que no hubieran terminado la enseñanza preuniversitaria. En el viaje me convenció de que me apuntara en la convocatoria. Cuando le dije que no estaba seguro de si aprobaría el examen, me dijo: “Eso no importa, eso va a estar lleno de jevitas interesantes”. Fue suficiente para convencerme. Acababa de cumplir veinte años. Me aceptaron como aspirante por mi condición de militar en activo. Aprobé milagrosamente, pero Ñico no lo logró.

Mis amigos me preguntaban por qué quería ser un mentiroso profesional, y yo no tenía entonces la menor idea de lo que significaba la prensa oficial, ni la libertad de expresión.

¿Puedes describir un poco el ambiente de la Escuela de Periodismo?

El ambiente era pura adrenalina para cualquiera que tuviera inquietudes intelectuales y políticas. Allí había excombatientes de la Sierra Maestra y poetas que ganaban premios. En esos años se podía identificar tres grupos: los oficialistas del Partido Comunista, los librepensadores que tenían inclinaciones literarias, y una mayoría sin criterio. Me asocié al segundo, y terminé siendo sancionado a trabajar dos años en la agricultura antes de graduarme. Me acusaron de hipercrítico e inmaduro, y de tener “tendencias a la literatura”.

¿Tendencias a la literatura? Me gustaría que explicaras un poco esa noción.

En el grupo “intelectual” estaban Raúl Rivero, Eduardo Heras León, Miguel Ángel Sánchez, Rogelio Moya, Rosa Ileana Boudet, Consuelo Casanovas y otros que luego tomaron un rumbo diferente, como Renato Recio, que llegó a ser comentarista de la Mesa Redonda. El pecado de estas personas consistía en hacer periodismo con calidad literaria. En la reunión del Comité de Base de la Unión de Jóvenes Comunistas, en la que se propuso la depuración que te comentaba, una muchacha dijo, como quien delata a un criminal: “Yo sé que Consuelo Casanovas ha escrito poemas”. No voy a hablar del caso de Heras León, porque es muy conocido.

¿Por qué te consideraron un crítico?

Pienso que por algunas de mis intervenciones en clases. Por ejemplo, le pregunté a un profesor que cómo se podía explicar que el marxismo fuera al mismo tiempo ciencia e ideología. También me negué a hacerle propaganda a la zafra de los 10 millones, y tuve una discusión con Fidel Castro. Cuento estos episodios en mi novela La grieta.


Reinaldo Escobar junto a dos de sus alumnos.  
Foto tomada durante la Campaña de Alfabetización, 1961.

Reinaldo Escobar junto a dos de sus alumnos. 
Foto tomada durante la Campaña de Alfabetización, 1961.


¿Puedes hablar del incidente con el comandante?

Fue durante una visita que Fidel Castro le hizo a su amigo José Millar Barrueco, “Chomi”, entonces rector de la Universidad de La Habana. Al salir del rectorado había un grupo de estudiantes esperándolo y se puso a conversar. Uno de ellos, creo que estudiante de Química, hizo referencia a lo que se conocía como “Asambleas de Democratización”, que se realizaban como consecuencia del fracaso de la zafra de 1970, y donde se debían debatir los principales problemas. El estudiante preguntó a Castro que por qué la prensa no estaba reflejando las destituciones de algunos dirigentes, si habían sido reclamadas masivamente en dichas asambleas.

En ese momento no quiso dictar cátedra sobre la prensa, pero intentó responder al estudiante con una excusa: “El problema es que nuestros periódicos solo tienen cuatro páginas”. Más o menos eso fue lo que dijo. Pero yo, que entonces tenía 23 años, entablé una discusión con él, que relato en mi novela tal y como ocurrió. En el relato hablo a través del personaje de Antonio, quien reproduce ese momento. Si quieres puedes sintetizarlo:

Yo no estoy de acuerdo con usted en eso.

El Máximo Líder volteó su cabeza al lugar desde donde había salido la voz, y por la tensión en un rostro y la insolencia de una mirada supo quién había sido. Extendió su brazo suavemente, con la palma de la mano hacia adentro. La mano del Máximo Líder rosada, las uñas pulidas, los dedos largos y robustos, que batían ahora como alas el gesto que invita a la aproximación. Teniéndolo a medio metro de distancia le dijo:

Así que tú crees que en cuatro páginas puede decirse todo, ¿no?

Desde luego que no le dijo Antonio, mientras sostenía sus manos entrelazadas a su espalda—. Lo que yo pienso es que si tenemos cuatro páginas, debemos ser más selectivos con la información y hablar de lo más importante.

¿Y qué es lo más importante? preguntó el Máximo Líder con un tono de ignorancia mal simulada.

Lo más importante subrayó con energía Antonio es lo que usted dice; y usted ha dicho. Por ejemplo, que la culpa de nuestras deficiencias la tienen los dirigentes del país y no el pueblo ni los trabajadores. Sin embargo, nuestros periódicos no escriben sobre las culpas de los dirigentes, sino sobre el ausentismo y la falta de productividad de los trabajadores, o la falta de disciplina del pueblo. Eso es, evidentemente, algo más que un problema de falta de espacio, es un problema de dualidad en las orientaciones.


Reinaldo Escobar a la edad de dieciocho años. Circa 1965.

Reinaldo Escobar a la edad de dieciocho años. Circa 1965.


¿Y qué tú pretendes? inquirió el Máximo Líder, visiblemente molesto. ¿Que hagamos un espectáculo con eso de las destituciones de los dirigentes? ¿O tú quieres oírme decir en público que yo no sé gobernar?… ¿Eso es lo que tú quieres?… Pues mira, te voy a complacer subiendo el tono de la voz, dijo: “Yo no sé gobernar… Yo no sé gobernar… ¿Complacido?”.

Todos se quedaron mirando a Antonio, pálido, demudado, estupefacto. Él esperaba que el Máximo Líder le pusiera la mano por encima y le dijera: “Es verdad, muchacho, tú tienes toda la razón, mañana mismo vamos a resolver ese problema”, y en lugar de eso recibía esta andanada de la que no tenía otra manera de salir que no fuera diciendo lo que dijo:

No, no estoy complacido. No se trata de que usted diga aquí entre nosotros que no sabe gobernar, sino de que los periódicos lo expliquen.

Terminando de decir la última palabra, Antonio tuvo la seguridad de haber traspasado una frontera. Una mezcla de miedo, vanidad, arrepentimiento y orgullo lo hacían sentirse, a partir de ese instante, integrante de un reducido grupo de individuos cuyo estigma era el de haber quebrantado un tabú. Entonces una mano generosa lo apartó del cercano ruedo alrededor del Máximo Líder. Una voz se alzó para hacer otra pregunta sobre la próxima cosecha y todo quedó como si nada hubiera ocurrido.

En 1971 fuiste enviado como periodista a cubrir el desempeño de la Columna Juvenil del Centenario (CJC), un contingente conformado por miles de braceros que debió garantizar mucha de la fuerza de trabajo que necesitaba Fidel Castro para su zafra de 10 millones de toneladas de azúcar. La Columna surge, precisamente, en el momento en el que se están “desmantelando” los campos de trabajo forzado conocidos como Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Me gustaría saber un poco de tu experiencia en ese programa. ¿Qué te llevó a la Columna Juvenil del Centenario? 

Después de apelar la sanción universitaria que querían imponerme, el castigo fue cambiado. En vez de dos años de trabajo en la agricultura, debía integrarme, como periodista, a la Columna Juvenil del Centenario en la provincia de Camagüey por un año. Los que me castigaron no tuvieron en cuenta que mi familia vivía en Camagüey, lo cual fue algo positivo para mi estancia en esa provincia. Fui bien recibido, aunque todo el mundo sabía que estaba allí en condición de sancionado.

Lo primero que hice fue pedir que me permitieran usar el uniforme de la CJC, que era un pantalón verde olivo y una camisa azul con una inscripción con el nombre de la entidad. Disfruté mucho aparecerme en esa facha en los ambientes intelectuales de Camagüey (el ballet, las galerías, los talleres literarios), donde me veían como una especie de comisario. Pero lo hacía para portarme mal, para hacer comentarios que no eran políticamente correctos, metido en ese disfraz. Fue muy divertido.

¿Quiénes integraban la Columna? ¿Cuál era el régimen de trabajo? ¿En qué regiones del país se emplazó?

En esa época la CJC se integraba por jóvenes en edad militar, que se inscribían en ella para no pasar el Servicio Militar Obligatorio (SMO). La diferencia era que en el SMO los reclutas pasaban tres años ganando siete pesos mensuales, y en la CJC les pagaban por su trabajo. Pero había una gran diferencia con la composición de lo que fueron las UMAP. En la CJC predominaban los jóvenes de origen rural.

El régimen de trabajo era brutal, sobre todo en las agrupaciones dedicadas a la zafra. Tenían que levantarse a las cinco de la mañana, el almuerzo se realizaba en el cañaveral y nunca estaba claro a qué hora se acababa la jornada, marcada más bien por el cumplimiento de metas que por un horario establecido. Posteriormente la CJC se amplió a otras provincias y a otros sectores, por ejemplo, a las labores ferroviarias de reparación de líneas.

He investigado el asunto y creo que la Columna Juvenil del Centenario fue un proyecto que buscaba, entre otras cosas, sustituir la mano de obra que garantizaban los confinados de las UMAP. ¿Consideras que se trataba de otro modelo de trabajo forzado?

Las UMAP son uno de los capítulos más oscuros de los primeros años de la Revolución. Los testimonios oficiales se pueden encontrar en la revista Verde Olivo y se limitan a vender la idea de que eran lugares que contribuían a la formación de la juventud. Por otra parte, los testimonios de las víctimas se refieren a todo tipo de abusos, incluso crímenes.

En esa misma época hubo otros modelos de trabajo forzado, como, por ejemplo, el que sometía a muchas personas que querían abandonar el país, a pasar meses, a veces años, trabajando en la agricultura.


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Los llamados campamentos para apátridas.

El 3 de agosto de 1968 se creó esta institución que lleva la palabra Centenario en su nombre, porque en 1968 se cumplían cien años del inicio de la Guerra de Independencia de 1868. Tiene como antecedente la Columna Juvenil Agropecuaria, que fue una entidad de breve duración, creada por la Unión de Jóvenes Comunistas para los cortes de caña y la construcción de Escuelas en el Campo.

No me atrevería a incluir la CJC en la categoría de “trabajo forzado”, porque los que entraban en ella lo hacían de forma voluntaria. Una vez adentro se regían por una disciplina semimilitar, que los obligaba a un régimen de trabajo donde los derechos laborales no existían, pero técnicamente eso no cabe en el concepto de “trabajo forzado” que sí se cumplía en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).

Bueno, lo del carácter “voluntario” es discutible, porque si esos muchachos no se enlistaban en la CJC, iban a ser de todos modos enviados al ejército. La Ley del Servicio Militar Obligatorio así lo determinaba. Pero pasemos a otro tema. La Columna Juvenil del Centenario contaba con una publicación. Se trata de El Bayardo. Me gustaría que me contaras un poco sobre ese periódico. ¿Cuáles eran sus objetivos? ¿Dónde radicaba su oficina y dónde se imprimía? ¿Sobre qué temas escribiste?

El nombre de Bayardo está asociado a la figura de Ignacio Agramonte. Así le llamaban los camagüeyanos al general de la Guerra de Independencia de 1868. El objetivo de la publicación era promocionar la emulación entre los campamentos dedicados al corte de caña y exaltar el rendimiento de los trabajadores más destacados. Su oficina estaba ubicada en la segunda planta de una pequeña edificación, dentro de un complejo que era el Estado Mayor de la CJC en Camagüey.

Había cuatro reporteros, cuatro fotógrafos y dos diseñadores. En la publicación estuvieron el fotógrafo Celso Rodríguez y Otilio Rivero, que ahora es periodista del periódico Adelante, en Camagüey. También trabajó como reportero Joaquín Ordoqui, el hijo de dos personajes provenientes del antiguo Partido Socialista Popular: Joaquín Ordoqui y Edith García Buchaca. Ella dirigió el Consejo Nacional de Cultura, y él fue condenado por espía. Con ese nombre todo el mundo sabía cuál era su procedencia. Como protegido del régimen le dieron una beca para estudiar, creo que cine, en la República Democrática Alemana (RDA), de la que lo expulsaron porque cruzó sin permiso a la Alemania Federal. Por eso lo regresaron a Cuba y lo enviaron a la CJC en Camagüey, donde lo conocí. Después fuimos colegas en la revista Cuba Internacional. Además, fue uno de los fundadores de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, fundada por Jesús Díaz en Madrid. En mi primer divorcio me alojó en su casa.

El Bayardo se publicaba en formato de tabloide y los 24.000 ejemplares que salían cada quince días, se imprimían en los talleres del diario Juventud Rebelde, que entonces funcionaba en unas oficinas frente al Capitolio. Eso me daba la oportunidad de viajar a La Habana cada dos semanas, donde vivía con mi primera esposa, también periodista.

En El Bayardo hice entrevistas a los Héroes del Trabajo y crónicas triunfalistas sobre los ganadores de la emulación. Llegué a dirigir el periódico. Cuando me enviaron allí en 1972, el director me nombró como su relevo, porque estaba deseoso de regresar a La Habana.

En tu novela La grieta (Verbum, 2018) hay un pasaje sobre tu experiencia en la Columna Juvenil del Centenario. Allí hay un ejercicio que me interesó mucho. Tiene que ver con la deconstrucción de las figuras del socialismo: el trabajador heroico, el vanguardia. Hay un desmontaje de esa narrativa. El relato también reflexiona sobre el papel del periodismo en el socialismo. ¿Puedes explicar un poco esos gestos? 

Copiando de alguna forma el estajanovismo soviético, en Cuba se empezó a competir en los cortes de caña. Fue así que, a principios de los años sesenta, Reinaldo Castro fue declarado Héroe Nacional del Trabajo por cortar en una jornada mil arrobas de caña. Pero cuando Juan Torreblanca, miembro de la brigada Héroes de Bolivia de la CJC, alcanzó la cifra de 400.000 arrobas en una zafra, el concepto de “Héroe del Trabajo” subió el listón.

Como yo había sido enviado a la CJC para ponerme a prueba como revolucionario, me sentía en la obligación de demostrar que no solo entendía los códigos, sino que también era capaz de reproducirlos con lealtad y convicción. El pasaje que mencionas es una entrevista que le hice precisamente a Juan Torreblanca, un muchacho semianalfabeto que cortaba una cantidad de caña nunca antes (ni siquiera después) igualada por nadie.

No lo hacía para ganar dinero, sino porque quería ser considerado un héroe. En ese momento, para él, ser un héroe era más importante que ser rico. La entrevista debía atrapar la esencia del “hombre nuevo”. Si yo lo lograba, quedaba revindicado.

Cuando se cumplió mi año de sanción, me pidieron que me quedara por seis meses más de forma voluntaria. Accedí, y al concluir ese tiempo me presenté ante las oficinas de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), donde ubicaban a los graduados. Mi expediente estaba tan limpio, que me ubicaron en un lugar de lujo: La revista Cuba Internacional. Allí me dediqué a “dorar la píldora” hasta finales de 1986.

¿Dorar la píldora? Explícame un poco en qué consistía ese ejercicio.

La frase se la debo al novelista Norberto Fuentes, quien en una reunión del consejo de redacción, en la que se discutía la veracidad de ciertos testimonios en un reportaje dijo: “Ustedes saben que a nosotros nos pagan por dorar la píldora”. Llevado al plano del ejercicio periodístico, dorar la píldora consistía (y consiste todavía) en solo mencionar, e incluso redimensionar, los aspectos positivos de la realidad. Por ejemplo, si se hacía el reportaje de una fábrica que no ha cumplido con sus planes, solo se mencionaba que la instalación estaba diseñada para producir una cierta cantidad, y que, además, había obtenido diferentes premios sindicales; pero no se decía nada de sus incumplimientos, ni de sus problemas.

Voy a poner un ejemplo más reciente. Si se habla del trabajo de los médicos cubanos en el extranjero, solo se cuenta que salvan vidas, pero se omite que el Estado se queda con el 80% de sus salarios, o que las organizaciones gremiales locales adonde van, se oponen a la presencia de ellos en ese país. No es necesario mentir, aunque a veces se distorsiona la realidad cuando solo se enfoca el “lado positivo”.

No creo en géneros fijos o estables a la hora de narrar; pero… ¿por qué preferiste la novela y no el testimonio o el periodismo, para hablar del pasado, para contar tu historia?

Estuve casi veinte años trabajando esa novela. Hice muchas versiones, tuvo diferentes estructuras y distintos títulos hasta que finalmente salió La grieta, libro que resume mi vida desde que inicié los estudios de periodismo en la universidad, hasta que fui expulsado de la profesión. Me narré a mí mismo en tercera persona. Me convertí en Antonio Martínez, un joven deseoso de ser “un hombre de la causa” y terminó siendo considerado un enemigo de la Revolución. Incluyo reflexiones, detalles de mi vida profesional y privada; es mi realidad, pero quiero que se lea como ficción.

¿Por qué la ficción?

El testimonio como género literario tiene el inconveniente de que hay que apegarse a los hechos y sobre todo a los nombres. En la literatura de ficción tienes el lujo de que puedes apegarte a la realidad y apartarte de ella, cuando crees que lo ficcionado es más convincente que lo real. Por otra parte, creo que no tengo derecho a contar historias de personas vivas, a las que no les he pedido permiso para narrar eventos en los que estuvieron involucradas. Pero si les cambio el nombre ya es literatura, no testimonio…

¿Te parece? Esa es una visión tradicional del testimonio, ¿no? En la actualidad ya esas fronteras entre géneros son más fluidas. Además, la misma noción de “hecho” también ha sido muy cuestionada por la historiografía y la teoría literaria.

En realidad esta es la respuesta a una pregunta también “tradicional”, porque aunque la formulas anteponiendo la idea de que no crees “en géneros fijos o estables a la hora de narrar”, finalmente haces la concesión de apegarte a los moldes tradicionales al preguntar por qué preferí “la novela y no el testimonio o el periodismo para hablar del pasado”. Yo te devolvería la pregunta de esta forma: ¿Por qué encasillas La grieta como novela, cuando evidentemente es un testimonio? ¿No será porque ganó el premio de novela de la editorial Verbum en 2018? Algunos poemas que escribí en esos años (cuando me creía poeta) los vertí en prosa en algunos pasajes en los que toco mi vida privada. Incluí textualmente artículos publicados. No olvidé “el género epistolar”, cuando bebí de cartas que recibí o envié, y aparece, al menos en un par de ocasiones, lo que alguien pudiera catalogar de “género onírico”, donde uso la narración de sueños tal y como los soñé.

Bueno, ahora hay un término que los editores usan con frecuencia. Se trata de la “novela de no ficción”, pero esa es otra discusión. Entre 1973 y 1986 trabajaste en Cuba Internacional. ¿Puedes contarme un poco de tu paso por ese proyecto? ¿Cuál era su línea editorial y a qué intereses respondía? ¿Cómo era la dinámica de trabajo?

Como ya dije antes, su línea editorial era “dorar la píldora”. Cada mes se publicaba en excelente papel, con magníficas fotos, y textos cuidadosamente editados. Los reportajes, las entrevistas y crónicas demostraban, o al menos trataban de demostrar, que el proyecto revolucionario marchaba sobre rieles de cristal hacia el futuro luminoso.


Reinaldo Escobar junto a colegas de la revista Cuba Internacional. 
En la foto aparecen José A. Figueroa, Manuel Pereira, Pablo Fernández, Agenor Martí , Iván Cañas y Minerva Salado.

Reinaldo Escobar junto a colegas de la revista Cuba Internacional.
En la foto aparecen José A. Figueroa, Manuel Pereira, Pablo Fernández, Agenor Martí, Iván Cañas y Minerva Salado.


La revista tenía, además, una edición en lengua rusa de 35.000 ejemplares, que se distribuía en la URSS. No teníamos horario de trabajo, sino entregas que cumplir. En un mes me encargaban un reportaje, una entrevista, o debía aportar algunas notas a la sección Contrapunto. Los viajes a las provincias se hacían para cubrir las inauguraciones de fábricas, centros turísticos o escuelas, y éramos tratados como príncipes por las autoridades locales.

En esa publicación estuvo también Norberto Fuentes, un escritor muy cercano a los “dulces guerreros cubanos”. ¿Había que tener alguna cuota de confiabilidad para trabajar allí?

Para trabajar en cualquier medio de prensa cubano, aunque sea limpiando el piso, hay que tener y demostrar amplias cuotas de confiabilidad. Esa confiablidad es permanentemente sometida a cuestionamiento, no solo por los censores del aparato ideológico del partido, sino, también, por los agentes de la policía política que “atienden” a los periodistas en cada órgano de prensa. Esa confiabilidad se demuestra apegándose fielmente al lenguaje oficial, participando en las actividades políticas programadas, evitando el trato con personas desafectas o con extranjeros, e, incluso, en la forma en que se reacciona ante un chiste o un comentario políticamente incorrecto.

En 1986 abandonaste Cuba Internacional. ¿Por qué? ¿Cuál fue el destino?

El proceso de la perestroika y la glasnost en la URSS motivó a muchos periodistas cubanos. Queríamos hacer algo parecido. Me sentía infame sacándole brillo al desastre nacional, y ya estaba a punto de irme a trabajar a un taller de reparaciones de ventiladores, cuando un amigo me dijo: “¿Y por qué en lugar de abandonar la prensa, no haces algo para que te boten?”

Como en Cuba Internacional era imposible escribir textos críticos, pedí trasladarme al periódico Juventud Rebelde, el segundo en importancia entre los medios nacionales. Allí, entre marzo de 1987 y diciembre de 1988, me comporté como si fuera un hombre libre. Como resultado de esa conducta, en diciembre de 1988 me expulsaron del periódico y me comunicaron que estaba inhabilitado para trabajar en la prensa cubana. Me acusaron de intentar enfrentar a los jóvenes con los fundadores de la Revolución.

Por lo general, los periódicos, son una de la “fuentes” de las que se nutren los historiadores. En el caso cubano, ¿qué crees que pueda aportar el archivo periodístico oficial para poder narrar o contar el país del presente, en el futuro?

Hay un chiste muy simpático en el que un académico alemán le asegura a un cubano que él entiende perfectamente lo que ocurre en Cuba, y el cubano le responde: “Si usted cree que lo entiende debe ser porque se lo explicaron mal”. Ese será el papel de los archivos de la prensa oficial cubana: explicar mal la Historia, con el propósito de que haya gente que crea entenderla.

Desde hace algunos años has trabajado como periodista independiente en Cuba. Me gustaría que contrastaras esa experiencia con la que tuviste en los medios oficiales.

En los medios oficiales la “dinámica del espacio” funciona de esta forma. Un periodista cuenta con un espacio para decir lo que cree que hace falta decir, aunque le pagan para decir lo que quieren los editores y el director. Si deja de decir lo que ellos quieren, o dice cosas inconvenientes, pierde ese espacio. Esto significa, paradójicamente, que mientras más cuida su “espacio”, el periodista dice menos de lo que quería, y mientras más diga, más lo arriesga.

En el caso del periodismo independiente, especialmente el que funciona a través de Internet, el espacio está ahí para llenarlo con lo que el reportero quiera decir. El gobierno no se lo puede quitar, solo logra “bloquearlo” para que los lectores no accedan, pero ese bloqueo es vulnerable a través de los VPN o proxis. El riesgo se eleva en la misma proporción en que se eleva la libertad para escribir, porque la amenaza no es el despido, sino la prisión.


Reinaldo Escobar en la redacción de 14yMedio.

Reinaldo Escobar en la redacción de 14yMedio.


En la actualidad, los periodistas independientes reciben presiones constantes de la Seguridad del Estado para que no puedan cubrir determinados eventos. Les cortan el Internet de los móviles y sienten el rigor del arresto domiciliario durante horas o días. ¿Cómo romper ese cerco? 

Ese cerco no se puede romper sin sacar del juego a los cercadores. Lo que queda es esconderse en un seudónimo o bajar la intensidad de la crítica. La represión carece de lógica y eso la hace más efectiva, porque los reprimidos nunca llegan a comprender cómo defenderse, ni saben por dónde vienen los tiros.

Mi norma personal es ajustarme a la verdad, evitar los insultos y toda forma de ataque personal o vejatorio contra aquellos que usurpan la autoridad en Cuba. Por ejemplo, si digo que el señor Miguel Díaz-Canel fue “designado”, en lugar de que fue “elegido”, por el parlamento, no estoy incurriendo en ninguna falta de ética periodística. Pero si digo que él es un “puesto a dedo”, pueden acusarme de desacato a las autoridades. Prefiero enfocarme en la inconsecuencia de sus argumentos o en el incumplimiento de sus promesas, donde tengo evidencias. Algunos lectores a veces comentan y nos increpan que por qué le decimos “gobierno” a lo que solo es una dictadura.

Tu respuesta me lleva a una reflexión. Históricamente, ha existido un consenso con respecto al modo de nombrar al régimen cubano. Sucede con medios independientes en la Isla, también con los que generan contenido sobre Cuba en el exterior. Por ejemplo, a Fidel Castro se le representó hasta su muerte como “gobernante” y no como “dictador.” Sucedió lo mismo en 14yMedio, The Miami Herald, El País y hasta en The New York Times. Sin embargo, hay una diferencia en cómo se representan a Franco o Pinochet, por solo citar dos casos. Esto ha generado frustración entre muchos que no entienden ese carácter selectivo. ¿A qué le atribuyes esa contradicción y cómo manejan ustedes como editores esa problemática?

Existen diferentes consensos con respecto al modo de nombrar. Una cosa es la clasificación que se haga de un régimen y otra, la manera de nombrarlo en un texto periodístico. Esto tiene que ver también con la polarización que hay en el caso cubano. Aunque es de mal gusto citarse a uno mismo, vuelvo a un texto que escribí en 14yMedio en el que expongo nuestra política editorial respecto a este espinoso tema. Allí hablaba de la susceptibilidad pública ante la selección de cada palabra. A las restricciones económicas impuestas por Estados Unidos al Gobierno a Cuba, unos le llaman “embargo” y otros, “bloqueo”. Al equipo de personas que tienen en sus manos las principales decisiones en Cuba se le llama “el gobierno cubano”, “autoridades”, “régimen castrista”, “la dictadura de los hermanos Castro”. Otros medios usan epítetos elogiosos como “la generación histórica de la Revolución”.

Quienes nos dedicamos a escribir sobre temas cubanos estamos constantemente sujetos al escrutinio de nuestros críticos a partir de la terminología que elijamos. ¿Cómo debo llamar a Fidel Castro Ruz? ¿Acaso debo decir “nuestro invencible Comandante en Jefe”? ¿“El simple y cariñoso Fidel”, o “el distante Castro”? Una vez, en medio de una tormenta de ideas, alguien recomendó “la hiena de Birán”, y la sugerencia del apodo quedó como un chiste. Quizás, lo apropiado sea decir llanamente “el expresidente cubano”, pero eso no le gusta a ningún extremo.

Ahora que nos enfrentamos a la situación de iniciar una experiencia periodística con pretensiones de objetividad y moderación, nos vemos entrampados en la maldita circunstancia de que la terminología, como el agua a la isla, nos rodea por todas partes. Es fácil para los panelistas de la Mesa Redonda usar categorías como “la mafia terrorista de Miami”, “los mercenarios asalariados del imperio”, “la guerra mediática contra Cuba” y otras acuñaciones tan carentes de imaginación como de sentido. Para eso les pagan.

Sin embargo, ¿cómo podemos nosotros representar en una palabra, o en una frase, a los millones de cubanos que por disimiles razones han decidido vivir fuera de su país? ¿Debemos decir “el exilio”, “la emigración”, “la diáspora”? Es obvio que no diremos “la escoria”. En esta obertura llena de tropiezos y emociones, quisiéramos dejar claro que cada autor es dueño de su terminología, siempre que no transgreda los elementales límites del respeto.




Néstor Díaz de Villegas

NDDV: Un gusano es el Gregorio Samsa que despierta de una revolución

Abel Sierra Madero

Cuando en 2016, Néstor Díaz de Villegas (NDDV) decidió tomar un avión con destino a La Habana, después de treinta y siete años en Estados Unidos, recibió críticas enconadas. Lo acusaron de inconsecuente, de agente infiltrado, incluso, de soplón. El viaje, su regreso a Ítaca, fue leído por muchos como un acto de traición no solo al exilio, sino, también, a sí mismo, a su propia biografía de “gusano”.